VIII

Dos días después del interrogatorio a Simpson el equipo de investigación al completo tenía la sensación de encontrarse en un callejón sin salida. Leonard, el otro empleado de mantenimiento del campus, y el fontanero que había enviado el seguro, ratificaron, sin lugar a dudas, la coartada que le había expuesto a Stevens. También varios estudiantes que formaban parte del equipo de baloncesto y que solían entrenar en el McLeod Center confirmaron que Jeff se había pasado toda la jornada del jueves día 6 de marzo en dichas instalaciones.

Gordon asistía a una reunión que dirigía con aplomo Patrick Thomas, el jefe de la policía local, un hombre curtido y con mesura, que sabía mantener la calma. Él, sin embargo, estaba enrabietado, y creía que no estaban haciendo lo suficiente, y que además cometían errores propios de pipiolos. Pero, en cierta forma, no dejaban de serlo: no se habían enfrentado en sus vidas a un caso ni tan siquiera parecido. Seguramente lo que más aturdía a Stevens, lo que más le desasosegaba, no era que el conjunto de personas reunidas en aquella sala no estuviera a la altura de las circunstancias; lo que verdaderamente le atormentaba era la posibilidad de que él no estuviera a la altura, de que él personalmente le fallara a aquella pobre chica y jamás se le hiciera justicia. Se despertaba por las noches empapado en sudor, acuciado por extrañas pesadillas, fruto de la desesperación más absoluta y cruel.

—Según la versión de los padres, Sarah era una chica muy querida, a la que no se le conocían enemigos. Es algo que también opinan sus profesores y conocidos. Nadie deseaba la muerte de la joven, y jamás había recibido ni tan siquiera la más leve señal de amenaza —musitó Thomas, sacando al detective de sus angustiosas tribulaciones.

—Disculpe, pero es evidente que alguien deseaba su muerte, porque es un hecho que la han asesinado. Otra cosa distinta es que todavía no hayamos sido capaces de encontrarlo —dijo Gordon, con el tono de voz seco y cansino.

Aquella corrección, un tanto impertinente, aunque acertada, abrió un espacio de incómodo silencio. El jefe de policía, experimentado y juicioso, no se lo tomó como algo personal.

—Claro, Gordon. Esa es nuestra responsabilidad. Estoy dando la versión de los allegados, nada más. Está claro que alguna persona la odiaba, la odiaba lo suficiente como para desear su muerte… y convertir sus deseos en realidad.

—Eso nos lleva a pensar especialmente en su novio, en Mark Walton —apuntó uno de los agentes.

—Sí, es verdad. Pero tenemos que andarnos con mucho cuidado. Después de lo que nos ha pasado con Simpson no podemos dar un paso en falso. Ahora el juez se lo va a pensar dos veces antes de autorizarnos cualquier movimiento. Y tenemos suerte de que, de momento, la prensa no se haya volcado especialmente con este caso. Si lo hacen, todavía estaremos más pillados de las manos.

Karen no dejaba de darle vueltas al asunto de que el cuerpo no presentase signos de violencia. Era algo anómalo, y que debía tener una explicación bien fundada. De repente una bombilla se iluminó con fuerza en su cerebro.

—Señor, se me acaba de ocurrir una posibilidad, que todavía no hemos estudiado.

—Te escuchamos, Karen —dijo el jefe de policía, que sabía que de aquella agente sólo podía esperar o el más absoluto mutismo o alguna reflexión inteligente. Muchas veces pensaba cómo diablos seguía allí, en Cedar Falls, en lugar de haberse trasladado a Chicago a mejorar su formación y buscar un lugar en el que pudiera dar rienda suelta a sus infinitas capacidades.

—No se trata de descartar la hipótesis de que algún amigo o incluso su novio, vete a saber por qué motivo, la matasen. Pero veo muy poca rabia en este crimen, muy poca vinculación emocional, no sé si me explico.

—Perfectamente. Prosigue, por favor.

—Pero ¿y si la asesinó una persona con autoridad? Alguien a quien ella no opusiera resistencia porque nada malo podía esperar de esa clase de sujeto.

—¿Un profesor? —preguntó Ron, intrigado y fascinado por la idea.

—Sí, un profesor, o incluso un agente de policía…

Patrick Thomas no pudo evitar dar dos pequeños pasos hacia atrás. Jamás se le hubiera ocurrido semejante atrocidad, pese a que sabía de sobras lo cruel y malvado que podía llegar a ser un individuo perturbado.

—¿Alguno de los nuestros?

—No necesariamente. Alguien venido desde lejos, de Rochester, por ejemplo, incluso de Minneapolis… No sería la primera vez que un policía se aprovecha de su status para cometer un crimen, sabiendo que la víctima estará con la guardia baja.

—No lo voy a descartar, Karen, pero me cuesta mucho pensar que este sea el caso. Prefiero creer que se trata de un profesor que estaba encaprichado con la joven, y que la cosa se le fue de las manos —murmuró el jefe de policía, todavía algo aturdido.

—Resulta igualmente perturbador, señor —apuntó Ron, que no dejaba ya de darle vueltas a dicha posibilidad, y que envidiaba la capacidad imaginativa de su compañera Karen.

Stevens había escuchado en silencio, absorbiendo la información, como si se filtrara a través de sus poros y le llegase en oleadas eléctricas hasta el cerebro. Admiraba a la agente Phillips, y allí tenía una evidencia más de que aquella devoción tenía sólidos cimientos. Por primera vez desde que había entrado a la reunión se sentía extrañamente eufórico.

—¿Este campus cuenta con vigilancia, verdad?

—Sí, claro. Tiene 4 vigilantes que se alternan por parejas semanalmente: dos hacen el turno de día y otros dos el de noche —respondió el jefe de policía de inmediato.

—¿Alguien los ha interrogado?

Nadie respondió a la pregunta. Un silencio imponente se adueñó de la estancia, como recordando a todos y cada uno de los que allí se encontraban que en verdad no estaban preparados para afrontar una investigación de semejantes características, y que tendrían que esforzarse mucho más si deseaban de verdad dar con el asesino lo antes posible.

—Gordon, no nos martiricemos más, es evidente que no, que nadie lo ha hecho. La mayoría de nosotros conoce a esos tipos, colaboramos con ellos desde hace años, y si no llega a ser por el comentario de Karen a mí en la vida se me hubiera pasado por la cabeza sospechar de ninguno de los cuatro… Y creo que hablo en nombre de todos —dijo Ron, asumiendo en primer lugar su candor a la hora de buscar posibles culpables.

—En tal caso debemos interrogarlos, aunque sólo sea para descartarlos. Ahora mismo, no se me ocurren sospechosos más consistentes que ellos.