XII
Karen y Gordon pasaron el resto de la tarde con James Stone, un hombre que parecía derrumbarse a pedazos mientras les contaba que a su hijo Aarón le habían diagnosticado una enfermedad mental haría un par de años. Viudo, malviviendo de una modesta pensión y tratando de educar a un niño que siempre había resultado hosco e introvertido, la noticia no le sorprendió, pero terminó de hundirle.
—Había dejado los estudios. Siempre se le dieron mal. Pero su actitud empeoraba, y uno de mis mejores amigos, casi diría el único que tengo, me dijo que debía llevarlo a un médico. Aceptaron dejármelo en custodia, porque si se medica no representa un gran peligro para nadie… Pero no siempre consigo que se tome sus pastillas, ya me entienden.
Karen escuchaba con atención a aquel tipo, cuya edad no era capaz de estimar. Quizá tenía sesenta, pero aparentaba muchos más años. Le conmovía el dolor que expresaba a través de sus palabras y de sus gestos.
—¿Cómo ha llegado a la conclusión de que su hijo mató a la chica?
—Me lo dijo él mismo hace un par de días. Y además me entregó esto —murmuró, mientras ponía sobre la mesa una pistola envuelta en un pañuelo.
—¡Joder! —exclamó Gordon, mientras apartaba el arma tratando de no contaminarla con sus propias huellas.
—Cómo… ¿Cómo diablos ha llegado hasta esta sala con ese arma? —inquirió Philips, perpleja.
—La culpa es mía. Yo me he saltado los protocolos y lo he conducido hasta aquí sin que lo registrasen ni pasase bajo el arco detector de metales —respondió Stevens, mientras se golpeaba las sienes con ambas manos.
James Stone no dejaba de sollozar, ajeno a las miradas que la agente y el detective se dirigían, comunicándose sin mediar palabra, zanjando un pacto de silencio sobre lo ocurrido.
—Está bien —continuó Karen—, su hijo le entregó esta pistola; pero de ahí a pensar que es un asesino va un largo trecho…
—No lo comprenden. Aarón tiene veinte años, la misma edad que todos esos chavales que estudian en la universidad. Nosotros vivimos a las afueras, cerca del parque Black Hawk. Muchos días me toma prestado el coche, sin mi consentimiento, y se va al campus. Normalmente lo único que hace es pasearse por sus aceras durante horas, como si fuese un alumno más. Eso es lo que le gustaría, ser un chico normal.
—¿Entonces?
—Desde la desaparición de esa joven se mostró muy alterado, y todavía más cuando corrió la noticia de que la habían encontrado muerta. Yo no le daba mayor importancia, cualquiera de nosotros estaba confundido y asustado. Pero conforme pasaba el tiempo una idea fue cobrando fuerza en mi cabeza: ¿y si ha sido Aarón?
—Y él mismo finalmente se lo ha confesado.
—No exactamente. Hace un par de días reuní todo el valor que pude y se lo pregunté. Se echó a llorar y me dijo que sí, que lo había hecho. Luego me entregó la pistola, y vi que era del calibre 22, el mismo con el que habían disparado a esa estudiante. No sabía bien qué hacer, hasta hoy. Hoy me he dicho que tenía que venir a denunciarlo, que era lo mejor para Aarón, para mí y para la seguridad de todos —susurró el señor Stone, mientras ahogaba un nuevo sollozo.
Gordon, que todavía estaba un poco alterado por haber cometido un error tan infantil y a la vez de consecuencias imprevisibles, contempló el arma. Habían pasado de no tener ninguna evidencia a contar con dos pistolas del calibre 22 para ser analizadas. Por suerte la bala que acabó con la vida de Sarah Brown se había quedado alojada en su cerebro sin, milagrosamente, apenas haber sufrido daños; de modo que no les sería complicado a los de balística determinar cuál de las dos había sido utilizada para llevar a cabo el crimen.
—Tendrá que firmar su declaración, ¿me comprende?
El hombre asintió, como si ya no le quedasen fuerzas para seguir hablando. Había cumplido con su deber, por más penoso que resultase.
—¿Sabe dónde se encuentra en este momento su hijo? —inquirió Karen, con extremado tacto.
—Quizá en casa, quizá paseando con las manos en los bolsillos por el parque Black Hawk…
Stevens y Philips dejaron al señor Stone en compañía de un agente, y se fueron a preparar las diligencias para que el arma fuera analizada y para cursar una orden de búsqueda y captura a nombre de Aarón Stone.
—¿Qué crees, Gordon?
—No lo sé, Karen. No tengo la menor idea. Necesito poner todo en orden —respondió el detective, que seguía dándole vueltas a la idea de que no podría estar a la altura de lo que Sarah Brown necesitaba de él—. Mierda, ¿no se suponía que Cedar Falls era un lugar de ensueño?