XVII
Había transcurrido una década desde el crimen en la universidad de Northern Iowa. Apenas un puñado de personas en todos los Estados Unidos se levantaban cada mañana recordando a Sarah Brown. Era algo doloroso para ellos, pero no podían evitarlo, no lograban superarlo. El resto habían sido capaces de dejar atrás aquel hecho terrible y sólo muy de cuando en cuando lo recordaban vagamente, e intentaban apagar los rescoldos con todas sus fuerzas, para que la cosa no fuese a mayores.
Karen Philips era una de esas personas que habían logrado encontrar la felicidad y dominar la memoria, doblegando su voluntad de acosarla con recuerdos espantosos que sólo podían causarle daño. Nada más. Sus hijos ya eran adolescentes crecidos, su marido la adoraba y ella había llegado más alto de lo que había soñado jamás. Y seguía en su adorada Cedar Falls. Pero de repente un programa de televisión la arrancó de su mundo idílico. Seguía enganchada a las series y documentales sobre investigación criminal. Hoy la presentadora, con fingido gesto compungido, repasaba el espeluznante caso sin resolver de una maravillosa alumna universitaria natural de Sheldon, cuyo nombre no era otro que Sarah Brown. Karen no se podía creer lo que veía a través de su pantalla de plasma, y no pudo evitar emitir un quejido que se sostuvo durante varios segundos en el aire.
—Tranquila, cariño. Este programa se dedica a estas cosas. Era algo que podía suceder —manifestó el marido de Karen, que estaba sentado a su lado, y que comprendía lo que su mujer debía de estar sufriendo.
—Ni siquiera se han dignado a llamarme, al menos para que diese mi opinión al respecto.
—Han pedido permiso a la familia. Ya lo han comentado. No te atormentes. Mejor apagamos la televisión.
—¡No, por favor! Quiero verlo, quiero verlo todo. Quiero saber exactamente qué es lo que van a contar.
Para su tranquilidad el relato de lo acaecido no era abordado con sensacionalismo ni detalles escabrosos, al contrario: el tacto y el rigor del reportaje eran dignos de admirar. Pese a todo, seguía molesta, y no comprendía que no hubiesen contrastado con ella toda la historia. A fin de cuentas ahora era la máxima responsable del departamento de la policía local de Cedar Falls. Luego pensó en la familia, y le atormentó la idea de que hubieran sido los padres de Sarah, que más de una vez le habían reprochado a la cara que el caso hubiera sido archivado, los que además del consentimiento hubieran impuesto algunas condiciones. Entre las mismas: que no se hablase con ninguno de los agentes, investigadores y detectives vinculados con la investigación del asesinato de su pequeña.
Cuando acabó el programa Karen estaba agitada, como si hubiese corrido una carrera de 400 metros lisos o estuviera a punto de iniciar un combate de boxeo. Su marido estaba preocupado.
—¿Quieres que te traiga una pastilla para dormir?
Philips se quedó pensando unos segundos. La voz suave y agradable de su esposo la relajó, pero aun así sabía que sin una ración doble de Lorazepam no podría descansar.
—Sí, creo que va a ser lo más sensato. Gracias.
Apenas Karen había ingerido dos pastillas del fármaco sonó el teléfono. ¿Quién diablos podía llamar tan tarde a casa? Sólo cabía una posibilidad, y se dijo que no estaba en condiciones de afrontar alguna urgencia, y menos de coger el coche y trasladarse hasta el departamento de policía. Deseó con toda el alma que fuera su suegra, y que se pasase un buen rato charlando con su marido acerca de sus nietos.
—Cariño, te llaman del trabajo —musitó su esposo, mientras le acercaba un teléfono inalámbrico.
Philips suspiró con desgana, y luego cogió el aparato anhelando que no se tratase de nada verdaderamente importante.
—¿Qué sucede?
—Señora, necesitamos que venga. Alguien nos ha telefoneado desde Sheldon y nos ha dejado el número de una cabina pública. Dice que sólo quiere hablar con usted.
La voz del agente de guardia, anodina y monótona, no pudo enmascarar la relevancia extrema de la información que le estaba trasladando. Karen sintió que su pecho se hinchaba, y supo que era su corazón, que golpeaba como un caballo desbocado el esternón.
—Sheldon… Dios mío. ¿Te ha dicho algo más?
—Sí. Dice que tiene que contarle algo muy importante sobre el asesinato de Sarah Brown.