Capítulo XX
Salí del Departamento de Policía de Manhattan sin despedirme de nadie y le dije al joven agente que me acompañaba que apretase bien el acelerador y que teníamos que llegar a Topeka en media hora. Sentía las venas de mi cuello palpitando, como cuando trataba de batir mi récord de la milla y me quedaba sin aliento.
Llegamos y puse al día al jefe de policía, Stephen Connelly, aunque de un modo muy sucinto. Tampoco él seguía el curso de la investigación, aunque merecía conocer mis movimientos.
—¿Qué es lo que precisa? Olivia está fuera y el resto de agentes no van a poder ayudarle.
—Discreción e intimidad.
—De acuerdo. El antiguo despacho de Henderson ya lo tiene a su disposición, también el actual y le dejo la sala de reuniones. Si necesita que alguien, aunque sea de administración, realice alguna tarea, cuente conmigo.
—Más que suficiente. Muchas gracias.
Me llevé todo el material a la sala de reuniones. Allí estaban los informes, los expedientes, la pizarra, las fotografías y mis notas. Todo lo tenía delante y así mi cerebro, si encontraba algún camino, podría recurrir al detalle más nimio para terminar de atar cabos.
Me centré en tres expedientes, que había repasado pero que no había leído con el debido detenimiento, y que ahora me parecían de una importancia supina: el de Drexler, el de Daniel Bird y el de Norman Rush. Aunque el padre de Malone hubiera nacido en 1959, aunque Parker no tenía coartadas y aunque el sheriff Stevens seguía rondando mi cabeza lo cierto es que la casa de apuestas Henderson había dado en el clavo y me ceñí a las evidencias.
Drexler era un homosexual reprimido que había tenido contacto con dos de las víctimas. Bird un tipo singular y apocado que vigilaba justo la zona en la que habían aparecido dos de los cadáveres y cuya vivienda se encontraba muy próxima al área donde Mark me indicaba que el celular se posicionaba cuando daba señal —algo que me hacía temer que el asesino actuaría pronto—. Rush estaba resentido, tenía armas, tatuaba y encima coleccionaba guillotinas de puros. Solo uno era el culpable.
En una lado tenía lo poco que sabíamos de aquellos individuos, a nivel personal, y al otro el perfil que yo había ido elaborando, aunque desde un primer momento lo había tenido más o menos claro. Cuando aproveché la pizarra para poner los rasgos del mismo y los de mis tres sospechosos la punzada en el estómago fue de las peores de mi vida. Como Liz me había comentado solo un rato antes: lo tenía delante de los ojos. Tenía la certeza de quién demonios era el asesino.
Por pura intuición, marqué el teléfono de la investigadora, deseando que me descolgase de inmediato.
—Hola Ethan, he dado con algo interesante. Me pillas en plena faena, de modo que si puedes llamar más tarde me haces un favor —dijo Henderson.
—¿Dónde diablos estás, Olivia? —pregunté, en un tono autoritario.
—En una especie de casa de madera, de esas que se compran para meter las cosas de jardín, a un lado de Blue River Hills Road.
Temblando busqué en el portátil y al ubicar el lugar sentí que perdía el conocimiento y que la pesadilla de Montana, tal y como temía, se volvería a repetir.
—Eso está pegado a Stockdale, ¿me equivoco?
—Sí, joder, pareces de por aquí de toda la vida.
—Pues no lo soy, aunque sea la quinta vez que visito Kansas por culpa de una investigación. Sal de allí ya mismo.
—No puedo. Creo que he dado con la madriguera del asesino. Es largo de explicar. He sido como Tom y me han comentado que este lugar existía pero que no lo encontraría en ninguna escritura o en un mapa.
—¿Dónde está el agente que te acompaña?
—Fuera. A unas yardas. Ha aparcado en el área recreativa de Stockdale y si lo necesito o no doy señales de vida en veinte minutos sale a buscarme. Está vigilando. Tranquilo.
—No estoy tranquilo en absoluto —dije, mientras veía que recibía una llamada de Mark—. Dame solo un segundo, atiendo a alguien de Quántico y entretanto sales corriendo ya mismo de allí. Es una orden, Olivia, ¡es una orden!
Dejé la llamada de Henderson en espera y acepté la del forense informático, porque seguro que no me molestaba por una nadería.
—¡Tenemos la imagen del tipo! ¡Lo hemos cazado, Ethan, al muy gilipollas! —exclamó Mark, eufórico.
—¿Me la has remitido al correo? —pregunté, desquiciado; anticipaba lo que iba a ver en segundos.
—Claro, lo que pasa es que andas ocupado. Abre desde el ordenador o echa un vistazo un momento en la pantalla del Smartphone.
Como tenía la llamada activa y también en espera a la investigadora preferí emplear mi portátil. Allí estaba por fin la confirmación de lo que yo ya había inferido solo minutos antes: la fotografía de baja calidad del rostro de un Daniel Bird trasteando aquel dichoso celular de prepago.
—Genial, Mark. Felicidades. Tengo que colgar, hay una persona en peligro.
—Ethan, ¡un último dato! Ese malnacido se encuentra ahora mismo en la zona que te dije, por si te sirve de algo.
—De mucho. Adiós.
Colgué a Mark y volví a Henderson, que tardó tres o cuatro segundos en responder.
—Ethan, no puedo hablar, hay alguien ahora mismo aquí afuera —murmuró la investigadora, a un volumen casi inaudible.
—Te he dicho que salieras de allí. Saca tu puta arma y comienza a dar tiros al primero que abra la puerta. El asesino es Daniel Bird.
—Este cuchitril es suyo. Compró un kit de montaje a principios de año y lo construyó solo.
Me iba a dar un infarto. Detesté mi mala cabeza, detesté la osadía de la investigadora, detesté a cada uno de los que estábamos metidos en aquel embrollo y detesté no estar allí para salvar a una joven que aún tenía toda una brillante carrera por delante.
—Olivia, ¡dispara!
—No puedo, puede ser mi colega el que esté ahí.
—¡Dispara de una maldita vez antes de que te vuelen el cráneo o te dejen tiesa con una Taser!
—¡Ethan! —gritó Henderson, y de súbito la llamada se cortó.