Capítulo V

Pasamos todo el día encerrados en la sala. Apenas comimos unos sándwiches fríos de ensalada y unos refrescos de cola. Henderson mostró no solo una gran profesionalidad, también una infinita paciencia conmigo. Tuvo que explicarme todo, pues yo no había leído ni una sola línea del expediente. En realidad era un poco caótico, porque se mezclaban dos crímenes en dos condados que en apariencia no guardaban relación —por culpa de la falta de comunicación—, pero que pronto se vio que a la fuerza tenían que estar vinculados. Parte del desaguisado era que los informes estaban redactados por agentes distintos, con un estilo muy singular y sin el grado de precisión que yo hubiera deseado.

En un descanso la investigadora me llevó al despacho del nuevo jefe de policía, Stephen Connelly, un hombre alto y espigado, con unas gafas modernas que le concedían más el aire de un profesor curtido que el de un veterano agente de la ley. Venía desde Wichita. Era un ascenso, pero le estaba costando pasar de una ciudad con casi 400.000 habitantes y muy dinámica a Topeka, que aunque era la capital de Kansas contaba con un tercio de esa población y era un lugar tranquilo y con pocos sitios en los que encontrar emociones fuertes o diversión. Según me explicó no se sentía aún capaz de liderar la investigación y confiaba plenamente en la labor que podíamos desarrollar Henderson y yo, que ya nos conocíamos del pasado. Me soltó un rollo acerca de mis cualidades y de la fama que arrastraba, sin embargo no tuvo reparos en decirme a la cara que estaba al corriente de mis puntos oscuros y que deseaba, de corazón, que hubiera madurado.

—Con el paso de los años, agente Bush, uno aprende que la soberbia, el individualismo y la mentira solo conducen al fracaso. Y su fracaso, espero que se tome a bien esta apreciación, tiene un gran coste para la comunidad. Puede contarse por vidas perdidas. Seguro que todo esto ya lo habrá aprendido.

Connelly me dijo aquello mirándome a los ojos, sin pestañear. No era tan mayor el jefe de policía, pero ya hablaba como uno de esos ancianos que están de vuelta de todo y que han perdido tanto el miedo como el pudor. Lo peor es que tenía la razón de su parte y yo solo pude asentir con la cabeza.

Cuando regresamos a la sala de reuniones Olivia no quiso disimular su regocijo ni la amplia sonrisa que iluminaba su rostro.

—Ya te comenté que más o menos te conoce, aunque sea la primera vez que estáis juntos. Me cae bien ese hombre, aunque no me guste que nos deje a nuestro aire, como si él no tuviera una gran responsabilidad en este asunto.

Obvié el tema de los reproches de Connelly, como el tono burlón que había empleado Henderson, y me centré en su actitud frente a la investigación.

—Acaba de aterrizar aquí, como el que dice, y deseará ponerse al día. Nosotros conocemos la zona, éramos amigos de Jim y ya hemos trabajado juntos, aunque solo sea una vez. Hasta cierto punto es lógico.

—Lo que tú digas. Pasando a otra cuestión, ¿comienzas a mover los hilos?

—No te sigo…

—Mark y todos esos genios que pululan por Quántico tienen que echarnos una mano. Si tú no se lo pides ellos no van a mover un dedo por voluntad propia.

Estaba claro que Connelly no lideraba la investigación, era Olivia. Hasta se atrevía a darme instrucciones, pese a que había un abismo entre ambos tanto de edad, como de rango y experiencia. Sin embargo acepté mi papel y me puse a enviar mails a Mark y a Liz. Al primero le adelantaba los aspectos más técnicos del caso, que iban a requerir la intervención de forenses informáticos; a mi compañera le decía que sí que tendría que recurrir a ella, más pronto que tarde.

Henderson se pasó la tarde al teléfono, coordinándose con la gente de Manhattan y de la oficina del sheriff del condado de Pottawatomie —un nombre bastante curioso que pronto supe se debía a una tribu de aborígenes indios que habían residido en esa zona, antes de que los caucásicos los echáramos a patadas—. También les informaba de que un agente de la Unidad de Análisis de Conducta del FBI había llegado desde Washington —lo habitual es que se hubieran ocupado los de la oficina de Kansas City— para aportar sus conocimientos y tratar de ayudar a dar caza al asesino. A nadie le hizo gracia la cuestión, como de costumbre.

—No nos soportan —musité, cuando Olivia me hizo partícipe del chascarrillo.

—No os soportamos; te ruego que no me dejes fuera, soy igual que ellos y tengo la misma opinión.

—Siempre estamos para colaborar; ya sea desde Quántico o, muy de vez en cuando, desplazándonos a donde haga falta.

La investigadora hizo una mueca y entornó los ojos, imitando a una persona presuntuosa como se hacía en los tiempos del cine mudo.

—Nos despreciáis. Y en tu caso, Ethan, la cosa llega a límites estratosféricos. No olvido el verano de 2018 y tu forma de tratarme. Hasta a Jim lo subestimabas de cuando en cuando…

—¿Cuántos casos de asesinato llevas investigados desde que comenzaste a trabajar? —pregunté, desafiante, un tanto herido.

—Por favor… Lo sabes de sobra. Este es el segundo.

—¿Y de asesinos en serie?

—Este es el primero…

—No desprecio a nadie. Solo es una cuestión de formación y experiencia. Hay decenas de aspectos en los que jamás pensaré que estoy más preparado que un agente de la oficina del sheriff de un pequeño condado, como por ejemplo el conocimiento del entorno. Pero llevo años estudiando casos y he participado en decenas de ellos desde que entré a formar parte de la Unidad de Análisis de Conducta del FBI. De algún modo, vosotros también tenéis muchos prejuicios hacia nosotros.

—Quizá sea verdad. Pero uno puede comportarse de otro modo y no ser tan soberbio. De hecho Jim me comentó que yo no había conocido aún a Tom o a Liz, y que aunque trabajaban en Quántico no eran como el resto de agentes del FBI.

—Tom ya no está en el FBI —mascullé, enrabietado—. Aunque Jim tenía razón, ellos son distintos, porque su infancia y su adolescencia han sido diferentes a la de la mayoría de los que llegamos allí. Tom tuvo que pelear por sacar la cabeza en un barrio de mala muerte, y Liz es la hija de un policía de pueblo que se pasó toda la vida patrullando por carreteras sin asfaltar y trabajando de sol a sol para poder mantener a su familia.

—¿Y tú?

Henderson quizá conocía mi vida y milagros de sobra, bien por lo que había salido en los medios bien por lo que le habría contado mi buen amigo en sus ratos de ocio; pero deseaba escucharme.

—Yo soy el niño mimado de una familia acomodada de San Francisco que estudió en Stanford. Según tu teoría, el típico gilipollas que en la vida ha tenido que mancharse de polvo su caro traje de marca para sacar adelante una investigación.

—Veo que nos entendemos —exclamó, con ironía, la investigadora, mientras sonreía.

—Esto es demasiado, y solo acabamos de comenzar. Quizá ya solo podamos ir a mejor.

La vibración de mi celular atrajo mi atención. Pensé que me equivocaba y que todo, por desgracia, podía empeorar. Era Clarice Brown, la presentadora más famosa de la CBS, que se había encariñado conmigo.

—¿Qué mosca te ha picado? —preguntó Olivia, que me observaba mientras yo dudaba, pálido, si tenía que descolgar o no.

—La prensa —respondí en voz baja, como si Brown pudiera escucharme desde su despacho en Nueva York.

—Mejor te lo quitas de en medio ya. No alargues la cuestión. Ya me hago una leve idea.

Hice caso a Henderson y descolgué. Al otro lado sonó una risa deliciosa, una risa que yo conocía muy bien y que era como el sonido de un arroyo o el canto de los pájaros por la mañana, cuando has dormido en una tienda de campaña en mitad del bosque.

—Has tardado. Si estás muy ocupado en este momento te telefoneo más tarde.

—No, Clarice, si me telefoneas después será demasiado tarde para mí y ya madrugada para ti. Tampoco vamos a conversar mucho.

—Ya me estás hablando como a una cualquiera. No aprendes. Ni siquiera después de lo de San Francisco. Es increíble.

—Es largo de explicar. No estoy pasando por mi mejor momento.

—Lo sé. Ya me han chivado que estás de vuelta en Kansas. Le tienes más cariño a ese estado que a tu querida California.

—No vengo nunca aquí de vacaciones. Se han cometido tres asesinatos. Ahora me soltarás que tú no eres como el resto de periodistas y que estas cosas las sufres igual que yo, pero te garantizo que no es así.

—Pues yo me reafirmo en lo contrario. Y hemos colaborado lo suficiente como para que te lo tenga que repetir un millón de veces.

—Una de las víctimas es Jim Worth.

La reportera, la dura y guapa presentadora del programa de más audiencia de la CBS y de uno de los más vistos en todo el país, tardó en hablar. Pude oír su respiración, un poco más agitada que de costumbre, y esperé.

—Lo lamento. Sé que tenías en mucha estima a ese detective. Descanse en paz.

—Clarice, te ruego que te mantengas alejada de este asunto. Y si es posible que mantengas alejados a tus chicos del canal local. No bromeo.

—Tranquilo. Va a ser duro. Voy a respetar tu decisión, te lo prometo. Pero tú hazme otra promesa a cambio.

—Ya estamos como siempre…

—Otra promesa a cambio —repitió Brown, con firmeza.

—Sí, venga, lo que quieras.

—No haré nada, de acuerdo… Pero si me necesitas, si estás perdido y precisas de una buena periodista que se meta en los lugares donde un poli jamás podrá entrar o hable con la gente con la que un poli jamás podrá hablar… me tienes a tu disposición. Por ti y por ese buen hombre.

La mano con la que sujetaba el teléfono se puso a temblar. Tragué saliva y aspiré con profundidad para hablar.

—Lo prometo, Clarice. Recurriré a ti si estoy desesperado. Y te lo agradezco.

Nos despedimos de un modo muy frío y yo me quedé mirando la pantalla del Smartphone, que al apagarse me devolvió el reflejo de un tipo abatido y taciturno.

—¿Cerrando acuerdos con la CBS desde el principio de la investigación? —inquirió Henderson, arqueando el cuerpo.

—Olivia, no deseo estropear nuestra relación soltando un improperio. Volvamos al caso.

Henderson captó la directa y con la peor de las intenciones me puso delante la fotografía de uno de los cuerpos mutilados, que por supuesto no era Jim; era la primera víctima, un pobre y modesto agente de policía.

—Comprendo. Entonces no dilatemos más lo inevitable. Repasemos lo que hace este salvaje y a ver si a través de su modus operandi puedes trabajar ya en un perfil. El tipo tiene que estar muy sonado, porque esto no tiene palabras.