Capítulo IX

Cuando llegamos al Departamento de Policía del condado de Riley ya había anochecido, pero todavía nos quedamos trabajando en el microscópico despacho de Drexler. Seguía distante y sin embargo colaboró y nos facilitó las fichas de los sospechosos que habían investigado él y algunos agentes de la zona. Entramos en un debate acerca de cada uno de ellos, entre los que había ladrones de poca monta, drogadictos, proxenetas, dos homosexuales violentos, una mujer alcohólica que iba con un arma montando jaleo por el lago algunos fines de semana, y tres asesinos que ya habían cumplido sus condenas en otros estados y que se habían trasladado a Kansas para rehacer su vida sin que sobre ellos pesase la losa del terrible delito que habían cometido. Ninguno encajaba con la idea que tenía en la cabeza, a excepción de dos. Uno era un agente de policía retirado que residía en Riley. De cuando en cuando mandaba cartas a la prensa local o telefoneaba a la radio para decir que lo maltrataban, que tenía una pensión mísera con la que apenas llegaba a fin de mes o que los agentes novatos eran escoria y que la población estaba en peligro debido a su nula preparación y peor capacidad.

—Es complicado que sea él. Tiene 62 años y parece que toda la inmundicia que tiene dentro la escupe en sus misivas y en la radio. Pero estos sujetos, muy de vez en cuando, al no recibir la atención que ellos consideran merecer, van un paso más lejos y empiezan a ser peligrosos, a usar la violencia. Una vez se desata la tormenta, ya nada los detendrá: solo nosotros podemos hacerlo —argumenté.

—Conozco bien a ese viejo chiflado. Ya sabe… perro ladrador poco mordedor —intervino el detective, haciendo un paréntesis en su mutismo—. Es inofensivo, puede creerme.

—Ya, Charles, y sin embargo está aquí, entre los expedientes de los sospechosos —insistí, señalando una hoja encabezada con la fotografía del agente jubilado.

—Por supuesto, como los otros que ha dejado a un lado, dándolos por descartados solo echando un vistazo.

—Opina que ninguno de los que hay en la carpeta es nuestro hombre, ¿verdad?

—Ahora sí. Antes no, y en serio que me empleé a fondo. Pero con el asesinato de Worth todo dio un giro, se ha complicado el asunto. Esto no lo hace cualquiera. Ni siquiera creo que viva por los alrededores.

Me quedé estupefacto y busqué los ojos de Henderson, aunque la investigadora estaba centrada en otro expediente, ajena a nuestras porfías, y lo repasaba con suma atención.

—Entonces, ¿dónde cree que reside? —pregunté, agitado por la curiosidad.

—En una ciudad grande. En Wichita o en Kansas City. Está en un informe que elaboré hace unos días. Supongo que aún no habrá tenido tiempo de leerlo, pero ahí lo desarrollo. Tiene sentido.

—¿Por qué piensa eso?

—Pues porque aquí no suceden estas cosas. Solo muy de vez en cuando a alguien se le va la pinza y la monta bien gorda. Usted sabe a lo que me refiero, porque estuvo colaborando con Worth en ese caso terrible de las dos jóvenes. Hasta la prensa, recuerdo, le dio un nombre a todo aquello.

—Los crímenes azules —murmuré, cabizbajo.

—Eso. Usted quedó genial en los reportajes y luego lo entrevistaron en la CBS. Bueno, también acudió una segunda vez. O tiene un lío con esa guapa presentadora o se vende muy bien en el FBI. No suelo ver a muchos agentes especiales en prime time.

—Parece que se aburre mucho…

—No, se lo aseguro. Tenemos trabajo para dar y regalar, aunque para usted, acostumbrado a asesinos en serie, violaciones o secuestros de niños le puedan parecer poca cosa. Pero nuestra labor va mucho más allá de investigar un homicidio. Eso es lo anómalo. Tenemos problemas como el tráfico de drogas, la violencia en las aulas o las palizas en el entorno familiar, ya sea entre cónyuges o a los propios hijos. Todo lo que llega de allá abajo está jodiendo el país. Espero que el Presidente ponga remedio a la situación, y que los congresistas, unos vividores que no han pisado las calles de un pueblo en toda su vida, no se lo impidan.

El discurso xenófobo y racista de Drexler me descomponía. Tenía que mantener la calma, pero estaba delante de un individuo obtuso y con las capacidades intelectuales de un mosquito.

—¿Allá abajo?

—Sí, bueno, México, Colombia, República Dominicana…

—Aquí, en los Estados Unidos, la mayoría de los crímenes violentos los cometen caucásicos, nacidos en el país y que están en posesión de una colección de armas —argumenté, basándome en las estadísticas, aunque haciendo un poco de trampa con ellas. Estaba claro que el detective no tenía modo de rebatirme y eso jugaba a mi favor.

—No deseo discutir con usted, agente Bush. Tenemos una misión y debemos dejar las diferencias a un lado.

—Mientras las diferencias no le nublen la razón…

—No entiendo —musitó Drexler, ofendido.

—El asesino ha matado a un agente, a un vigilante y a un detective. Todos blancos, en una zona donde la mayor parte de la población es blanca; creo que me sigue. Las probabilidades de que sea un inmigrante o un afroamericano son casi nulas. De hecho en el perfil que comienzo a elaborar tengo ya claras algunas cosas, y entre ellas es que nuestro hombre es caucásico.

—Sí, lo más seguro es que tenga razón —reconoció el detective, dando un leve golpe a la mesa—. Yo me refería más al ambiente que se está creando y a los problemas que eso conlleva.

—También —continué con mi disertación, como si Drexler ni hubiera abierto la boca— creo que reside aquí o muy cerca de Manhattan, en alguna población del condado de Riley. Nadie se desplaza tantas millas a la misma zona, a por el mismo tipo de víctima, que además son personas preparadas, sin tener una estrecha vinculación con ella.

—Quizá vivió aquí una temporada. ¿No piensa que si se hubiera criado entre nosotros y llevara aquí toda la vida ya nos hubiéramos fijado en él?

—Es que seguro que ya se han fijado en él —dije, contundente.

—¡Usted delira! —exclamó el detective, lanzando un bolígrafo de plástico al suelo.

—Tiene que tener antecedentes, o haber cursado solicitudes al Departamento de Policía, o a alguna de las oficinas del sheriff de los alrededores. O quizá sea ya agente o vigilante y haya causado problemas tomados en poca consideración, tolerados, pero que en realidad son un aviso, una señal de que ahí estaba germinando una planta envenenada que ya esparce su ponzoña alrededor del lago.

—Casi nos está acusando de incompetentes.

—Nada más lejos de mi intención. No es fácil encontrar una aguja en un pajar, pese a que la aguja brilla y es plateada y la paja es amarilla y apagada. Pero por ahí debe andar algún incidente, o un informe perdido, que ya apunta en la buena dirección.

Henderson, de repente, alzó la mano, dejó sobre la mesa el expediente que había estado repasando con suma atención mientras el detective y yo montábamos un espectáculo y carraspeó.

—Ese agente jubilado me escama. Sí, es cierto que en ocasiones, como diría Shakespeare, mucho ruido y pocas nueces, pero también se le puede haber ido de las manos tanta sandez —dijo la investigadora, en voz muy baja, lo que logró captar aún más nuestra atención—. Pero este vigilante del lago también suma puntos de sobra para ser un buen candidato, y tendríamos que interrogarlo de nuevo, como al otro. Ahora que he repasado la lista de sospechosos me doy cuenta de que estos dos son los únicos que merecen nuestra atención.

Y sí, Henderson había sacado el número de lotería acertado. Era el otro sospechoso en el que me había fijado. Nada menos que un vigilante, contratado por una empresa privada de seguridad, que se movía en un SUV por los alrededores del lago, para controlar que nada extraño sucedía y que los amigos de lo ajeno se mantenían lejos de las propiedades de algunas personas que solo pasaban la temporada estival en ellas. Era un tipo huraño, que vivía solo al norte del condado de Riley, en la diminuta población de Randolph, que no alcanzaba los 200 habitantes. Tenía una casa destartalada que se caía a pedazos y que no se molestaba en cuidar. Su vida social era casi nula y se limitaba a un colega con el que solía quedar los sábados por la noche para ir a emborracharse a un tugurio a las afueras de Manhattan. Solo cada cierto tiempo iba más allá y se atrevía a viajar hasta Topeka, Lawrence o Wichita en busca de más emociones. La investigadora se había pasado tanto tiempo repasando el expediente porque de súbito se había percatado de que allí había más de lo que en un principio había imaginado.

—Olivia, conozco casi desde que era un crío a ese desdichado. Es un pobre diablo. No lo has tenido delante, pero en cuanto lo veas se te va a borrar la idea de la cabeza. Es flacucho, medio alelado, y aunque va armado por su profesión jamás ha montado un lío ni ha dado problemas. Cuando llama la atención a alguien, si la cosa se pone fea o no le prestan la debida obediencia, se pone en contacto con nosotros. Yo mismo he acudido en su auxilio un par de veces, para echar a patadas a pandillas de gamberros borrachos que no comprendían que se estaban pasando de la raya. Ni para eso tiene valor el chaval. Cómo diablos va a tener agallas para enfrentarse a alguien como Worth, que lo hubiera aplastado solo con la yema de su dedo pulgar.

Nos quedamos en silencio. El comentario del bocazas de Drexler no podía haber sido menos afortunado, dado el modus operandi del asesino y las mutilaciones que realizaba a sus víctimas. Hasta él entendió que había metido la pata y se puso colorado como un pimiento.

—La ira, el odio acumulado durante años, los traumas que un individuo arrastra y que conforman sus peores pesadillas y sus más alocadas fantasías… pueden convertir en un monstruo al más insospechado. ¿Estoy en lo cierto, Ethan? —inquirió Henderson, aunque conocía de sobra la respuesta.

—Sí, así es. Solo hay algo que no termina de encajarme en el perfil.

—La edad. Aún no ha cumplido los treinta, por favor, es un factor más a tener en cuenta —opinó el detective, alzando los brazos, como si buscara la ayuda de alguna deidad para que acudiera en su auxilio.

—Tiene ya 27 años, y no es un inconveniente. Todo lo contrario, casi es un elemento más que sumar a la lista para que nos fijemos en él —dijo la investigadora, con autoridad.

—Entonces, agente Bush, ¿qué diablos no le cuadra?

Me quedé mirando la fotografía del vigilante. Tenía, en efecto, el rostro de alguien que no ha matado a una mosca en su vida y que no anda sobrado de intelecto. Su formación era muy básica y no había destacado en nada en sus casi tres décadas de existencia. Aquello era difícil asociarlo con los crímenes a los que nos estábamos enfrentando.

—El asesino es del tipo que denominamos organizado. Puede que sufra alguna patología mental leve, y sin embargo muestra un gran arrojo e inteligencia a la hora de plantear sus acciones. Este chico parece medio tonto, aunque es una percepción que puede estar muy alejada de la realidad. Solo tengo un breve expediente, una fotografía y su opinión, Charles.

—No se equivoca, está medio alelado. Le corroboro esa primera impresión —murmuró el detective, mientras buscaba debajo de la mesa el bolígrafo que con tanta rabia había lanzado antes.

—Pues entonces, al igual que al policía retirado, tenemos que ir a verlo. Lo propio es que este joven sufriera algún desorden mental severo, como un brote de esquizofrenia paranoide, y que hubiera comenzado a matar casi sin ton ni son, aunque las víctimas ofrecieran un perfil semejante. Habría dejado un reguero de pruebas y evidencias tras de sí, porque lo que más le preocuparía es calmar su ansiedad a través del asesinato, no planear de un modo meticuloso cada paso que da. Y el desalmado que perseguimos sí lo hace; lo hace bastante bien, de hecho, aunque me duela admitirlo.

—Pero Ethan, sabes de sobra que individuos con altas capacidades quedan marginados porque en la infancia han sufrido maltrato y no han recibido los estímulos y la atención adecuada. Ni su falta de formación ni su aspecto nos pueden llevar a sacar conclusiones precipitadas —declaró Henderson, que por momentos me parecía un integrante más de mi equipo de la Unidad de Análisis de la Conducta en Quántico.

—Ya, eso es maravilloso, salvo por un detalle que no es menor: yo sí conozco al chaval —casi bramó Drexler, que había recuperado el bolígrafo y lo agitaba, como si fuera una varita mágica—. Estoy deseando que lo entrevistéis, porque todas estas chorradas que ahora mismo estáis diciendo caerán por su propio peso.

—Charles, no digo que no tenga razón. Es más que plausible que la tenga. Pero lo que apunta Olivia, aunque poco frecuente, sucede. Y, siendo sincero, estos tres crímenes son algo menos que poco frecuentes. Son aberrantes —dije, manteniendo una ponderada equidistancia.

—Me rindo. Ganáis vosotros. Buscamos una fecha esta misma semana y nos vamos a visitar a ambos, si puede ser el mismo día. Matamos dos pájaros de un tiro y no perdemos demasiado el tiempo —murmuró el detective, abriendo su agenda.

Henderson se quedó mirando un archivador que casi se empotraba contra su costado y tardó varios segundos en hablar.

—¿El mismo día? Riley no llega a los mil habitantes y Randolph, con perdón, es un pueblucho. Además no les separan muchas millas. Aquí, casi como en cualquier condado de Kansas, las noticias corren como la pólvora. Creo que es mejor jugar al despiste.

—Olivia, necesito que me ilumines y que me aclares tu estrategia de póker. De momento las cartas que tenemos son malas, muy malas, así que vas a tener que emplear tu mejor cara para camelarte al resto. Somos de pueblo, como tú, pero no idiotas —dijo Drexler, cruzándose de brazos.

—Dejamos pasar al menos dos días entre ambos encuentros. Y cada una de las veces que vengamos también nos vemos con otro sospechoso de la carpeta. Con la beoda medio loca que lleva un arma como el que se pasea con un globo en la mano y con uno de los homosexuales violentos; al que más tirria le tengas, por ejemplo. No apuntamos en ninguna dirección, estamos como perdidos y solo profundizamos porque necesitamos avanzar a cualquier precio —propuso la investigadora, muy sagaz.

—Me gusta —dije, casi sin pensar.

—Bueno, a mí también —musitó el detective—. Es acertado, porque una vez toda la comunidad sepa que un federal anda husmeando por el condado los dimes y diretes se van a disparar como fuegos artificiales la noche del 4 de julio.

—Pues Charles, abre de nuevo la agenda y busca dos días que te vengan bien y que consideres que podemos localizar a los cuatro sin marearnos demasiado —declaró Henderson, que de nuevo parecía la jefa del Departamento de Policía de Topeka, la que llevaba sobre sus hombros todo el peso de la investigación.

Cuando nos subimos al coche para volver ya era de madrugada, aunque había valido la pena. Tenía anotados en mi libreta dos nombres: Norman Rush, el viejo policía retirado y amenazador; y Daniel Bird, el vigilante atontado en apariencia pero que se mueve por la zona como pez en el agua.

—Ese Drexler me ha dejado fundido, te lo aseguro, pero este viaje y todo lo que he aprendido compensa de sobra —murmuré.

—Sí, es un poco gilipollas. Sin embargo tú no estás lejos de su nivel. He perdido la cuenta de la cantidad de veces que te has enfangado sin sentido —me reprochó la investigadora, mientras mantenía los ojos bien abiertos para manejarse por la I-70 en la oscuridad—. Estás en Kansas, Ethan, y ya has venido aquí varias veces como para conocernos. Hay de todo: gente fabulosa, gente corriente y auténticos mamarrachos que podrían morderse la lengua y contar hasta mil antes de hablar. Pero no les vas a hacer cambiar de opinión en tres minutos, y menos tú, un niño bien que trabaja en Quántico y que ha crecido entre algodones en San Francisco. Detestamos que nos den lecciones los de las costas, y tú tienes lo peor de cada una de ellas. Relájate.

Como no tenía muchos argumentos para rebatir a Henderson preferí contemplar el paisaje, que se mostraba de un color violáceo, solo salpicado de vez en cuando por la luz de alguna farola perdida o de alguna casa cercana a la autopista en la que aún había actividad. Tuve esa extraña y placentera sensación que a todos nos ha invadido alguna vez en la vida, en especial siendo niños o adolescentes, de estar a gusto allí, de sentirme en paz y de desear que el trayecto no acabase nunca y tampoco llegase el amanecer. Hubiera podido estar en el vehículo de la investigadora hasta el fin de mis días, porque había algo mágico y embriagador en aquel intempestivo y breve viaje.

Cuando llegamos al parking del Capitol Plaza me bajé, un tanto taciturno, aunque en el fondo estaba feliz y sabía que había sido una gran jornada.

—Gracias Olivia por saber manejarte de un modo tan profesional.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, te lo prometo. Estoy cansado, solo es eso.

—El ayudante de la oficina del sheriff de Pottawatomie es más majo y atento, de modo que no creo que tenga que ponerte un bozal cuando vayamos a verlo —bromeó Henderson.

—No me subestimes.

—Ethan… ¿seguro que todo va bien?

Me quedé extrañado contemplando el rostro angelical de la investigadora y también desconcertado: me lo había preguntado dos veces en menos de un minuto.

—Sí. Ya tengo dos nombres en mi libreta y ya sé que vales para esto, mucho más de lo que pensaba. Solo es que cuando estaba en el coche me he sentido como en una especie de lugar protegido y casi no tenía ganas de llegar. Lo que necesito es meterme en la cama ya mismo y dormir al menos cinco horas del tirón.

—Vale, solo quiero que no pierdas la cabeza. Tienes una mujer maravillosa y un hijo precioso que te esperan en Washington.

—¿Cómo? ¿A qué viene eso ahora?

Henderson golpeó con suavidad el salpicadero. Hacía frío, yo estaba a la intemperie y ella con la ventanilla bajada, pero no podía zanjar la cuestión como si nada y aguardar a la mañana siguiente.

—Worth me contó lo de esa mujer, la que vive en Meriden. No te hagas una idea equivocada, no fue un arrebato de cotilleo ni nada por el estilo. Formaba parte de un largo sermón que me soltó una noche en Wichita, una noche que se suponía que estábamos celebrando que habíamos pillado a un desgraciado que se dedicaba a incendiar coches y viviendas.

Sentí como si me acabaran de golpear en la boca del estómago y no me hubiera dado tiempo a poner duros los abdominales para absorber el impacto.

—En principio no hay de qué preocuparse, aunque me has fastidiado el momento. No iba por ahí la cosa, Olivia, solo estaba feliz y me encontraba bien. Ahora sufro un leve ataque de ansiedad, por si te sirve de consuelo.

La investigadora asomó la cabeza por la ventanilla. La suave brisa gélida que corría por el parking le revolvió la melena, dándole el aspecto de una chavala rebelde y sin pelos en la lengua.

—Por si te sirve de consuelo te confesaré que eso me lo dijo estando los dos borrachos, mientras paseábamos de regreso a un motel barato, en donde cada uno teníamos reservada una habitación bien alejada la una de la otra. Por si te sirve de consuelo te confesaré que el sermón me lo soltó porque intenté besarle, cuando nos paramos en un semáforo en rojo. Él se apartó, dio un paso atrás y me mantuvo alejada con su mano posada en el hombro. Casi la estoy sintiendo ahora mismo. Ese día me explicó lo que significaba joderla, joderla bien, y que él no era tan cretino como para cometer ese error y que yo tendría tiempo para encontrar a alguien que me mereciese. Y en ese idílico contexto me puso algunos ejemplos y como colofón me contó lo tuyo, sin entrar en detalles. Jim era un tipo irrepetible, y tú y yo lo sabemos mejor que nadie.