Capítulo XVII

Henderson y yo nos pasamos hasta bien entrada la noche repasando todo lo que teníamos, que era mucho y, sin embargo era nada. La lista de sospechosos era amplia y poco a poco teníamos un perfil más atinado acerca del asesino.

En una pizarra anotamos los nombres con los que contábamos: el sheriff Stevens —descartado por la investigadora—, Phill Parker —descartado por mí—, Daniel Bird —del que nos faltaban datos—, Grayson Malone —sin interrogar y descartado por Drexler—, Norman Rush —al que teníamos que visitar la mañana siguiente— y el mismísimo detective Charles Drexler —que era el último que había entrado en la ecuación y que nos tenía perplejos—.

—Y puede salir de debajo de una piedra cualquiera, Ethan, porque ya estoy dispuesta a asumir la teoría más disparatada —musitó Henderson.

Después nos dedicamos al perfil y pese a las discrepancias más o menos llegamos a un consenso: un individuo adulto pero no demasiado mayor —lo que dejaba fuera, en principio, a Rush y a Drexler—, obsesionado con la policía, con traumas profundos marcados a fuego en su infancia y/o adolescencia, conocimientos básicos de tatuaje, avanzados en soldadura, homosexual o tendencias homosexuales reprimidas, cociente intelectual elevado pero quizá sin desarrollar y residente en Manhattan o, como muy lejos, en cualquier población de los condados de Riley o Pottawatomie.

Respecto al modus operandi también convenimos una serie de conclusiones: el tatuaje del cerdo era un elemento clave, con una fuerte carga emocional; también el hecho de amputar el dedo índice tenía que llevarnos por el mismo camino, aunque era complicado relacionarlo con algo concreto; la soldadura de los ojos era una muestra de arrepentimiento y dejaba a las claras sus habilidades o posibles empleos; y por último la forma de acabar con la vida de las víctimas era una señal inequívoca de que ellas no eran el objetivo principal, pues se tomaba la molestia de emplear un sistema poco agresivo y doloroso, casi respetuoso con su sufrimiento. No era un psicópata al uso, aunque su nivel de empatía fuera bastante bajo.

Cuando llegó la hora de ir al hotel para dormir Henderson se ofreció a llevarme en su coche pero le dije que prefería dar un ligero paseo, pues la jornada había sido muy dura y la suave brisa fresca de la noche me vendría bien. En el fondo temía que me propusiese quedarse en mi habitación de nuevo.

Apenas concilié el sueño cinco horas. Lo bueno es que al despertarme comprendí que disponía de un rato para salir a correr y no desaproveché la oportunidad. Mientras rodaba por las calles apenas concurridas de Topeka, cuyas farolas aún permanecían encendidas, reflexioné acerca de lo que me aguardaba: enfrentarme al detective Drexler y mantener un interrogatorio con un desequilibrado malhumorado como Norman Rush. Eché de menos Washington, mi despacho de Quántico, los chavales de mi pequeña unidad, a Wharton, a Mark, a Liz y por su puesto a mi hijo. Estar tan lejos de ellos me hacía valorar lo mucho que tenía y lo poco que, en ocasiones, pesaba en la balanza de mi vida.

Tras darme una ducha helada, de las que te ponen la piel de gallina pero sirven para activarte por competo, descubrí que mi genio informático me había telefoneado. Algo había descubierto y pulsé la tecla de llamada con ansiedad.

—¿Qué tienes?

—Buenos días. Perdemos los modales, las costumbres y sigues siendo el Ethan que tanto nos saca de quicio.

—Joder, Mark, ¡buenos días! Por las noches el cambio de hora me beneficia, pero aquí es muy temprano todavía. Menos mal que he salido a correr, porque no estoy descansando lo que debiera.

—Vale. Comienzo por lo más friki y termino por lo que de verdad merece la pena.

Suspiré, aguanté la respiración medio minuto y le di un margen a Mark para que pudiera disfrutar.

—Hazlo como te venga en gana.

—Si Liz puede especular, yo también tengo derecho.

—No compares. Ella es médico forense y tiene amplios conocimientos en psicología. Tú lo que sueles hacer es darle rienda suelta a la imaginación.

—Y al menos, que yo recuerde, un par de veces he dado en el clavo —replicó el hacker.

Mark tenía toda la razón. Aunque hubiera sido de un modo casual sus reflexiones me habían ayudado a dar caza a algún asesino; o su imaginación había logrado dar otra perspectiva a un problema que parecía irresoluble porque estábamos encallados en un punto de vista erróneo, como me sucedió en Nebraska.

—Vamos, dispara. No tengo ánimos para discutir contigo a estas horas.

—Liz me comentó lo del cerdo y su simbología. Brillante. Se me ocurrió ponerme a buscar información acerca del dedo índice y claro… he encontrado de todo.

—Seguro —musité, desganado.

—Está vinculado con la fuerza y con la autoridad. Lo usan padres, maestros, profesores y jefes para mostrar quién es el que manda. Me he topado con dos casos en los que los asesinos, aunque no fueran en serie, amputaron esa falange a sus progenitores o a sus jefes porque era como quitarles el poder; arrebatarles el símbolo con el que les humillaban.

—¡Mierda, Mark, no estás soltando ninguna chorrada de las tuyas! —exclamé, estupefacto.

—Ya lo sé. Me minusvaloras.

—Vamos… he conseguido que te suban el sueldo, que te pongan un ayudante y hasta que te compren equipos nuevos. Cualquier día Peter me da una patada en el culo por tenerte tan mimado.

—Aguarda, que ahora viene lo extravagante; lo que te he dicho hasta Liz podría haberlo buscado y ese no es mi estilo.

—Sorpréndeme y déjame durante horas con los ojos abiertos como platos —espeté, irónico.

—El cretino corta el dedo índice derecho, de modo que seguí indagando y me puse a buscar imágenes o informes al respecto, una vez ya sabía que había dado con algo interesante.

—Llegó el momento del dislate…

—Tienes ya varias imágenes en tu mail. ¿Has visto alguna vez el fresco que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina?

La pregunta me dejó sin aliento. Ni en la peor de mis pesadillas me hubiera imaginado que Mark me hablaría del Vaticano, y eso que había antecedentes de lo más estrambótico.

—Ni idea. Me suena. Nunca he pisado Roma y no suelo dedicar mis ratos libres a repasar libros de pintura, me conoces.

—En efecto, te conozco y eres unos de los tipos más aburridos sobre la faz de la tierra.

—¡Continúa! Me he despertado de madrugada y tengo ganas de ser de los primeros en llegar al Departamento de Policía de Topeka. Ibas por tan buen camino, la verdad.

—En fin, después le echas un vistazo cuando tengas un rato libre a las imágenes. Hay una, de la bóveda, en la que Miguel Ángel representa el Génesis y el instante en el que dios concede la vida a Adán.

—¿Me estás tomando el pelo o quieres desquiciarme definitivamente? —inquirí, porque no comprendía a dónde narices deseaba llegar mi colega de Quántico.

—Hablo muy en serio, aunque sé que no te va a gustar. Dios alarga su brazo y con su dedo índice derecho, sin llegar a tocarlo, da vida a Adán, que la recibe estirando su brazo izquierdo y, al igual que dios, el dedo índice.

Me quedé en silencio asimilando lo que me acababa de relatar Mark. Podía ser desde una hipótesis absurda hasta una clave que nos diese muchas pistas acerca de la personalidad y los trastornos del desalmado que había matado a Worth.

—Bueno, ya acertaste en parte con una novela; aunque esto no sea más que otro de tus desatinos merece la pena que lo analices en profundidad. ¿Qué teoría tienes al respecto?

—¿Yo? Tú eres el psicólogo, el genio de Quántico al que nombran jefe de una unidad cuando aún apenas le ha salido la barba… ¡dale al tarro! No sé, algún rollo con su padre o con un cura que abusaba de él en la iglesia, vete a saber. Lo mismo solo está obsesionado con La creación de Adán, que así se llama ese fresco en concreto, y va coleccionando índices para ver si se convierte en una deidad. Hay mucho chiflado suelto por el país.

Solté el celular, me rasqué la coronilla y me di unos segundos para reflexionar acerca de todo aquello.

—Lo del dedo como símbolo de poder me ha gustado mucho. Lo de la Capilla Sixtina es una conjetura sin más y tampoco le vamos a dedicar mucho tiempo. Mark, has hecho un gran trabajo, de verdad.

—Pues ahora es cuando viene lo bueno.

—¿Cómo? —pregunté, sin entender nada.

—Te lo he dicho desde el principio: estaba la parte más friki y la otra, la profesional, en la que ya no hay lugar para la duda.

—Creía que era la chorrada esa de Miguel Ángel y el Vaticano —musité, apabullado.

—Pues sorpresa. Charles Drexler está en el punto de mira.

En el fondo no me provocó un gran estupor, pues el veterano detective de Manhattan ya se encontraba en la lista de sospechosos que manejábamos Henderson y yo. Pero que Mark lo mencionase daba un giro a todo el contexto.

—¿Sabes que voy a verme con él en solo un par de horas?

—Ni idea. Sé que colabora en la investigación y por tanto supongo que pasáis mucho tiempo juntos.

—En fin… ¿Qué sucede con Drexler?

El informático carraspeó y después hizo una pausa dramática, jugando con mis nervios e intentando dotar de más empaque a sus descubrimientos.

—¿Te suena de algo Tinder?

—No, de nada. No sé si es una cadena de restaurantes veganos o uno de esos drones con los que las empresas sirven comida a domicilio en algunas ciudades. Ni idea.

—No, es una aplicación para ligar, para encontrar pareja. Y te garantizo que funciona.

—Fabuloso Mark, te veo entusiasmado. Yo estoy con Liz y tus líos me importan un comino —repliqué, cansado.

—La cuestión es que sabiendo que dos de las víctimas eran homosexuales, según tu información, me puse a rastrear la actividad de sus celulares, en busca de posibles contactos coincidentes, aunque fueran bajo seudónimos. Hay dos números ocultos que se repiten y que realizan varias llamadas, pero no he podido aún localizarlos. Dame tiempo.

—Entonces, ¿qué pinta Drexler y el Tinder ese en todo esto?

—Pues que tanto Fisher como Kelly estaban dados de alta en otra aplicación muy conocida y con millones de usuarios, Grindr.

—Me vas a volver loco de remate. ¿Y ahora qué pinta esa aplicación en todo este jaleo?

—Joder, Ethan, te lo estoy explicando bien para que lo entiendas. Si no lo hago así, y sabiendo que tú vives recluido dentro de un búnker de hormigón, te pierdes en la primera frase.

—Adelante…

Grindr es como Tinder, pero destinado a la comunidad LGTB. Ya ves que todo encaja y que con un poco de paciencia descubres que merece la pena que dé un ligero rodeo.

—Es cierto, comienzo a comprender —reconocí.

—Pues tu amigo Drexler, aunque usa un alias, está dado de alta en Grindr. Lo malo para él es que tiene la aplicación instalada en un teléfono a su nombre, de modo que el alias le sirve de poco frente a curiosos de mi calaña.

—Sé lo que viene ahora —murmuré, aterrado.

—Me lo imagino. Cuesta poner en marcha a tus neuronas, pero cuando las engrasas son un Lexus de gama alta a toda potencia.

—Sigue, Mark.

—Drexler tenía entre sus contactos de esa aplicación a Fisher y a Kelly, y había mantenido conversaciones con ellos para verse y cosas por el estilo. Lo tienes todo en el mail. En definitiva, un detective que está investigando el caso trataba de ligar con dos de las víctimas. Yo considero que esto es algo más que turbio o casual. Para mí el asunto está casi cerrado, solo tienes que arrancarle una confesión.

Me sequé la frente, pues un sudor frío la había humedecido, y me preparé para formular la siguiente pregunta.

—¿Y Jim Worth?

—No, no he encontrado nada de él. Ni Tinder, ni Grindr, ni otras chuminadas por el estilo. Creo que de alguna manera se dio cuenta de que Drexler podía estar detrás de los dos primeros asesinatos, no me preguntes cómo, y el detective de Manhattan se lo cargó para asegurarse de que tu amigo jamás pudiera delatarlo. Usó el mismo modus operandi para despistar. Sigue encajando todo.

—En efecto, como el mejor rompecabezas del mundo. Y mucho más de lo que piensas. Como siempre, te debo la vida.

—No te pongas sentimental, ni soy Liz ni tengo la gracia de Tom. A mí con que me sigas mimando un poco ya me tienes contento.

—¿Unas cervezas por Georgetown son suficientes?

—Sí, de momento creo que me conformo. Yo elijo el local, y así me aseguro de que te dejas medio salario y de que haya buen ambiente.

Hicimos unas pocas bromas más y nos despedimos, porque yo debía salir disparado hacia el Departamento de Policía de Topeka. Cuando llegué había entrado en calor y estaba un poco sofocado, porque había apretado el paso, como un marchador en plena competición.

—¿Has venido corriendo? —me preguntó Henderson, nada más verme.

—Casi. Ya lo había hecho temprano, pero me ha tocado acelerar porque he estado conversando con Mark. Dame diez minutos, te muestro unas imágenes y te pongo al corriente de todo.

Le expliqué a la investigadora los hallazgos de mi genio informático de Quántico y se quedó tan anonadada como yo. Todo comenzaba a despejarse y, al mismo tiempo, se volvía sombrío, oscuro.

—Tengo que hacer de Tom, ya, sin más dilación. Me colaré en la vivienda de Drexler mientras tú lo entretienes con cualquier excusa —propuso Henderson.

—¡No, estás peor que loca!

—Es listo y hoy puede salir airoso de nuestras preguntas. Y nadie nos va a autorizar una orden de registro solo porque sea gay. Puede haber contactado con decenas de personas a través de esa aplicación y eso supone un inconveniente, plantea una duda razonable.

Agaché la cabeza y la sujeté con las manos. Me dolía a horrores, no tenía claro si debido al agotamiento, al estrés y a las propuestas desquiciadas de la investigadora.

—¿Cuántas veces has allanado una propiedad cualquiera? —pregunté, muy despacio.

—Ninguna.

—¿Sabes abrir puertas de seguridad, manejarte con guantes de látex, embolsar tus zapatos o cubrir tu pelo para que no quede ni rastro de tu presencia? ¿Tienes idea de cómo tras un registro ilegal volver a dejar todo en su lugar exacto, como si nadie hubiera movido un jarrón media pulgada de su sitio?

—No, Ethan. No soy una ladrona, jamás me he preocupado de esas cosas. Tampoco soy investigadora de escenas del crimen, aunque las estudie cuando ya los CSI han terminado su trabajo.

—Pues Tom es capaz de eso y de mucho más, ¿comprendes? Y también es fuerte, ágil y si se topa con un asesino tiene la habilidad de fulminarlo antes de que al otro le dé tiempo a terminar de pestañear.

—Tom no está aquí. No hay nadie más. Dame de una vez la oportunidad y no seas cretino.

—No lo soy. Solo quiero protegerte, Olivia.

—Ya me protejo sola. Dame esa maldita oportunidad.

—De acuerdo. Pero no hoy. Si Drexler sale sano y salvo de la encerrona luego nos vamos a ver a Rush los tres juntos. Quedo mañana con él para cualquier memez y entonces aprovechas. Dispondrás de veinte minutos, ni uno más. Te pasaré una lista de lo que debes llevar y de en qué tienes que fijarte.

—La puerta de Drexler tendrá una cerradura convencional, y esas sí sé abrirlas sin dañarlas. Y me moveré por su vivienda como lo haría cuando he llegado pronto a la escena de un crimen, aunque haya sido un robo sin violencia o una agresión machista.

—Olvidemos esto hasta que regresemos de Manhattan. Te quiero con los cinco sentidos en los dos sospechosos que vamos a entrevistar. Y también, todo sea dicho, no quiero estar pensando en que te estoy metiendo en un buen lío.

—Yo me estoy metiendo en él. Deja de actuar como si fueras mi padre. No lo eres.

Henderson decía la verdad, pero me dolió la reflexión y además me hizo recordar hechos que yo deseaba mantener sepultados bajo toneladas de tierra en algún rincón del interior de mi cráneo.

—Es cierto. Ahora mismo soy más importante que tu padre. Y encima él nunca te daría vía libre. Yo sí te lo voy a permitir. Vamos a Manhattan.

Mientras recorríamos la I-70 el silencio en el interior del vehículo de la investigadora era sepulcral. Ella miraba hacia el asfalto y yo tenía la cabeza girada para no tener que verla. El dolor de cabeza no remitía y el sentimiento de culpa, a pesar de que aún no había ocurrido nada, ya crecía en mis entrañas y se extendía por todo mi cuerpo.

—Lo que ha comentado tu colega Mark, lo de La Creación de Adán, tiene cada vez que lo pienso más sentido —musitó Henderson, cuando ya estábamos llegando a Manhattan, como si tal cosa.

—Un odio profundo hacia su padre, algún profesor o su jefe. O hacia una persona que no le ha permitido alcanzar su sueño de ser agente, por ejemplo un sheriff o un jefe de policía. Ese dedo índice que amputa es en efecto un sinónimo del poder que le oprime.

Aparcó en el Departamento de Policía de Manhattan y rodeamos aquel edificio tan singular. Drexler estaba en la puerta, lo que nos desconcertó.

—Llegamos tarde. Norman ya nos estará esperando desquiciado y soltando tacos en el porche de su casa. La borracha me importa una mierda porque a fin de cuentas es un farol, pero este anda ya enfadado y cabrearlo más no es buena idea —dijo el detective, nada más tenernos a un palmo de distancia.

—Charles, deseábamos mantener una conversación en tu despacho antes de ir a visitar a Rush —dijo Henderson, empleando un tono neutro.

—Seguro que eso puede aguardar un rato. Norman ya no. A menos que estemos dispuestos a que nos dé con la puerta en las narices. Vosotros decidís.

La investigadora me miró y la expresión de su rostro lo decía todo. Yo, entre la espada y la pared, sentí que solo me quedaba una alternativa.

—De acuerdo, Charles. Vamos a ver primero a Rush. Tú lo conoces mejor que nosotros y de momento solo es un sospechoso y no tenemos pruebas. Después vemos un par de segundos a la mujer esa que va con una pistola por las calles y regresamos aquí. Lo que tenemos que comentar es importante, pero no urgente —mentí, porque estaba obligado a ello.

Los tres nos montamos en un coche de patrulla, como si fuéramos un grupo de agentes que van a realizar un arresto o un registro formal, y salimos hacia la pequeña población de Riley, de unos mil parroquianos, donde residía Norman Rush. Apenas nos llevó media hora alcanzar nuestro destino.

—Ahí está —dijo Drexler, señalando a un tipo malcarado, canoso y con bastante tripa, que estaba sentado en una mecedora en el porche de su casa. Aparentaba más de los 62 años que contaba—. Hemos venido en este vehículo porque le impondrá respeto. Recordad que está un poco ido y que lleva un tiempo jubilado y soltando mamarrachadas en un lado y en otro. Eso no es agradable, pero no es delito.

El detective se encargó de presentarnos, y aunque Henderson y yo fuimos muy educados ni siquiera nos estrechó la mano cuando se la tendimos. Tenía el gesto del que odia a todo el mundo. Junto a la mecedora, apoyada en un lateral, tenía una escopeta de caza, lo que no era buena señal y dejaba claro que no éramos bienvenidos a su propiedad.

—Un federal. No tenéis ni puta idea de lo que es la vida. Y encima joven. Venís a tocarme las pelotas y ni siquiera tenéis la decencia de que os acompañe un jefe de policía o un capitán. Ya no hay decencia —fue lo que nos espetó Rush, después de aguantar de mala gana el discurso del detective.

—Joder, Norman, el agente Bush es jefe de unidad y trabaja en Quántico. Si esto no es una muestra de respeto que venga el mismo Dios y me explique qué lo es —replicó Drexler, que no se achantaba.

El policía jubilado se quedó sentado en la mecedora, sin inmutarse. Guardó silencio unos segundos y después escupió, de un modo muy desagradable, un puñado de tabaco que llevaría horas mascando. Era un sujeto repulsivo. Hasta Drexler me parecía un angelito a su lado.

—Venga, no perdamos la mañana. ¿Qué diablos hacéis aquí?

—Ya lo imaginas…

—Sí, y me parece una tontería tan grande que no me entra en los sesos. Tengo que estar en una lista de sospechosos por haber matado a un agente, a un vigilante al que no conocía de nada y a un detective al que respetaba. En serio, hay que ser gilipollas para pensar que yo he podido hacer algo así.

—Señor Rush, usted, desde que se jubiló, no ha parado de insultar a través de los medios de comunicación o en lugares públicos a los jóvenes agentes que se incorporan al departamento de policía. Motivos ha dado para que nos fijemos en su persona y nuestra obligación es hacerle unas preguntas y después, como sabe, tacharlo —declaró Henderson, directa y sin rodeos.

—Ahora encima hay tantas mujeres en la policía. ¿Qué es usted?

—Investigadora.

—Le deseo suerte. No parece tan mema como la mayoría, pero tampoco espero mucho de los de su generación. Creen que con programas informáticos y uno de esos cacharros que llevan a todas partes, como mis nietos, van a arreglar el mundo. Hace falta mucho más que eso. Y la maldad y la imaginación del ser humano… no hay programita que las intuya. La experiencia y el sentido común siguen siendo las mejores herramientas de un agente.

—Habla usted como un borracho maleducado, pero coincido al 100% con su reflexión —murmuré, mostrando mi libreta y mi bolígrafo.

—Hijo, ¿quién le enseñó a seguir trabajando así?

—Nadie. No me adapto a esos cacharros de los que habla. Prefiero una libreta. Nunca fallan y me ayudan a pensar con tranquilidad.

Rush guiñó un ojo y con el otro pareció escrutarme de arriba abajo. Era como si tuviese rayos X y pudiera atravesar mi piel.

—Vaya… Alguna de las ratas de Washington tiene cerebro. En serio que es para celebrarlo. Aún es joven, ya se encargarán de aplastarlo como a una cucaracha y de convertirlo en un maldito burócrata. De hecho con ese traje tiene toda la pinta.

—¿Por qué tanto odio? —inquirí, aprovechando que me había ganado un poco de consideración.

—Tengo una pensión asquerosa, me pasé las mejores tres décadas de mi vida en un coche patrulla parecido al que habéis usado para venir a mi casa y ni un solo reconocimiento. Nada. Ahora hasta tengo que pedir permiso por escrito si quiero visitar un departamento de policía o una oficina del sheriff de cualquier condado de los alrededores. Como para estar feliz y contento…

—Y, disculpe, señor Rush, ¿por qué recibirnos con una escopeta a mano?

El agente jubilado se irguió con dificultad y me encaró, enojado.

—Siempre tengo ahí la escopeta, puede preguntar a los vecinos. Han intentado robarme dos veces. Antes en Riley podías dejar la puerta de tu casa abierta toda la noche sin temor a nada y ahora ni siquiera puedo pasar la tarde tranquilo sin pensar si vendrá un malnacido a quitarme lo poco que me he ganado con el sudor de la frente. No me insulte.

—No lo pretendía. Sin embargo usted sí insulta constantemente a sus antiguos colegas. Tenemos pruebas de sobra: grabaciones de audio en programas de radio local y escritos en diversos periódicos de la zona. No es placentero.

Norman Rush agitó los brazos, como un muñeco articulado de los años ochenta, e intentó escupir una bola de tabaco, olvidando que ya lo había hecho solo un rato antes.

—A mis colegas jamás. Insulto a los jóvenes policías, que son una panda de incompetentes. Y ellos no tienen la culpa, son las mismas autoridades que no me han dado ninguna distinción y que no forman como es debido a esos chavales.

—Habla como un asesino que desea vengarse del sistema y se siente culpable por matar a inocentes que no han hecho nada malo —murmuró Henderson.

—¡Váyase al diablo, señorita!

El gesto de Rush fue muy particular: señaló con el dedo índice derecho un punto indeterminado, lo que me recordó las amputaciones, y pude ver que tras la camisa asomaba un tatuaje grabado en su piel.

—¿Le gustan los tatuajes? —pregunté, cambiando de asunto con brusquedad.

—Sí, desde que me retiré. Es un entretenimiento.

—¿Cómo?

—Pues que me entretengo con eso. No tiene nada de malo, imagino.

—En absoluto. Me gustaría ver su brazo —dije, simulando una gran curiosidad.

Rush no tuvo problema en recogerse la camisa de felpa y mostrarme el tatuaje de su brazo derecho, que era una especie de barco en mitad de un mar embravecido. No era una obra de arte, pero tampoco estaba mal.

—Soy yo, luchando contra los elementos —explicó el veterano agente.

—¿Quién le hace los tatuajes?

—Nadie. Aprendí. Le compré un kit de segunda mano a un tipo de Manhattan y comencé como todo el mundo: usando piel de cerdo. Después, cuando ya me manejaba un poco mejor con las agujas, me atreví con mi brazo.

—¿Tiene más?

—Uno sin terminar en el pecho y otro en la pierna derecha.

—Brazo derecho, pierna derecha… ¿alguna manía?

—Pues sí, una muy concreta: soy zurdo —respondió Rush, soltando una carcajada que tuvo que escucharse en todas las casas de Riley.

—Norman, podemos seguir hablando dentro de tu vivienda. Aquí hace frío y, si no es mucha molestia, puedes de paso invitarnos a tomar un café calentito, que sé que lo preparas como nadie —sugirió Drexler, que había comprendido la situación.

—Charles, piensas que soy idiota. Que este federal me caiga un poco mejor que cuando ha llegado no os da derecho a entrar en mi propiedad. ¿Tenéis una orden?

—Sabes que no. Esto no funciona así, y menos con un agente como tú —contestó el detective, mirando hacia el suelo de listones de madera carcomidos.

—Entonces ya hemos terminado. Os podéis volver a casa. O bueno… según creo ahora vais a molestar a Catherine. Está como una cabra, no lo negaré, pero ella es tan inocente como yo. Pongo la mano en el fuego por esa pobre mujer. Sí, va armada y se pasa el día borracha como un marinero en tierra, pero no es una asesina, ¡por Dios!

Obedecimos a Rush, siguiendo con el paripé que habíamos concebido, y nos acercamos a conversar cinco minutos con la tal Catherine, que en efecto no tenía ni uno solo de los tornillos de la cabeza en su sitio, pero que era imposible que fuese la responsable de los crímenes que investigábamos.

—¿Vamos al Departamento de Policía o queréis hacer otra cosa antes? —inquirió el detective, con naturalidad.

—Charles, eso depende de dónde te vayas a sentir tú más cómodo —respondió Henderson.

—¿Yo? No sé de qué palo vais, la verdad, pero me importa un bledo. En cualquier lugar.

—Pues regresemos a Manhattan —dije, antes de que la investigadora propusiese otro sitio en el que corriésemos peligro. No me quitaba a Worth de la mente.

De nuevo nos apañamos para meternos los tres en aquella cosa insignificante que los del Departamento de Policía del condado de Riley denominaban despacho. Allí, al menos, estábamos en un lugar con decenas de agentes armados y había que estar muy desesperado para atreverse a liquidar a una investigadora y a un federal a sangre fría. Odiaba las armas, y sin embargo eché de menos, otra vez, llevar una encima. Dos décadas después sigo sin ir armado, aunque ya no me haga tanta falta. Todo ha cambiado mucho.

—Esto parece una emboscada. ¿Tengo que preocuparme? —preguntó Drexler, incómodo.

Grindr —musité.

El detective se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata. Después cogió su arma reglamentaria, sin desenfundarla, y la colocó al lado de Henderson.

—Eso ha llegado desde Quántico, me imagino…

—En efecto, pero carece de relevancia. Necesitamos una explicación. Una explicación convincente.

Drexler miró al techo y después alargó los brazos y contempló sus dedos, que mantenía estirados. No estaba representando un papel, solo ganaba tiempo para meditar qué decir y cómo decirlo.

—Mi padre siempre detestó a los homosexuales, y eso que hace años por esta zona era jodido que uno tuviera las narices de manifestar su orientación sexual.

—Ya. Tampoco es que hayamos avanzado mucho, Chales —replicó Henderson, con ironía.

—Soy gay. Tardé en aceptarlo. Estoy casado con una mujer y tengo hijos. Pienso que lo soy desde adolescente, ni idea. Salía con alguna chica para mantener las apariencias, le daba un par de besos y la dejaba. Con eso era suficiente. Después encontré a Margaret y supe que era idónea para que nadie me diese la tabarra.

—Comprendo —dije, animándole a continuar.

—Sin embargo cuando maduras ya aceptas lo que eres, aunque por mi educación me costase horrores. Ni se imagina, agente Bush, la pesadilla. Cada día.

—Soy psicólogo. No puedo ponerme en su piel, pero sí comprender sus sentimientos.

—No quería dejarme ver por locales llenos de mariquitas y cosas así. Por fortuna el mundo ha cambiado y en principio hay métodos más íntimos, como esa aplicación. La encontré buscando por La Red y descubrí que además tenía un sistema de geolocalización que te permitía contactar con personas como tú en un área concreta. Fabuloso.

—Y así fue como conociste a John Fisher y a Samuel Kelly —apuntó la investigadora, taimada.

—Con Fisher no llegué a quedar a solas nunca. En la aplicación se usan seudónimos y no tienes ni puñetera idea de con quién estás hablando. Poco a poco ganas confianza y cuando nos dimos cuenta, casi sin pretenderlo, de quién era cada uno, zanjamos la historia. Eso tiene que estar, como todo lo demás. Habrá fechas y se comprobará que no miento.

—Seguro. Continúa —dije, porque no deseaba que nos encallásemos en un punto y debía lograr que el detective hablase sin descanso.

—Con Kelly sí que me vi algunas veces. En lugares apartados o solitarios. Apenas fue nada, pues aunque me gustaba el sentimiento de culpa me estaba desgarrando. Yo corté la relación. Poco antes del primer asesinato. Lo puedo jurar con la mano sobre la Biblia. También estoy dispuesto a pasar el polígrafo. Me doy asco, pero no soy un monstruo.

—Todo es muy complicado, Charles. Deberías haber hablado desde el principio —murmuró Henderson.

—Sí, claro, Olivia. Lo ves muy sencillo. Llevo años aquí, conozco este condado y a la gente que vive en cada maldito pueblo. Conozco a casi todos los habitantes de Manhattan, que ya es una ciudad, aunque sea pequeña. Y quieres que venga una mañana al Departamento de Policía y suelte que soy maricón; y de paso que uno de nuestros novatos, Fisher, también lo es y que casi nos hemos acostado juntos gracias a una aplicación móvil. Quieres que destroce a mi esposa y a mis hijos. El agente Bush, que se crio en San Francisco, donde la gente va en pelotas por las calles como si tal cosa, y que ahora vive en Washington, donde es más fácil encontrar un Mamut que a un republicano, puede que no lo comprenda… Pero tú eres de aquí. Me habría tenido que largar de inmediato. Lo sabes, lo sabes y no puedes negarlo.

La investigadora asintió y me dio un golpe con la punta del pie bajo la mesa para que yo tomase la palabra.

—Vas a tener que dejarnos entrar en tu casa, revisar todo lo que tienes y acceder a tus celulares y ordenadores —propuse.

—Lo que haga falta. Pero no puede salir de aquí.

—¿Cómo podemos apañarnos? —inquirí, estupefacto.

—Ni idea. Trae a uno de tus chicos de Quántico o contrata a alguien discreto en Topeka. Soy inocente y pronto lo vamos a demostrar. No me destrocéis la vida, por favor. Ethan, ya bastante jodido estoy como para que me pongas una losa más encima.