Capítulo XIX
Salimos del apartamento de Malone y le pedí al joven policía que me acompañaba que diéramos un breve paseo para recuperarme y para dejar tiempo a mis neuronas para discurrir con cierto orden.
—¿Se encuentra bien, agente Bush?
—No, siento un dolor punzante en la boca del estómago y estoy un poco mareado. Sin embargo es una buena señal —respondí, dejando al policía aún más descolocado.
Nos metimos en el vehículo, para ir al Departamento de Policía de Manhattan, desde donde deseaba realizar algunas gestiones urgentes, cuando recibí la llamada de Henderson.
—No hay nada en la casa de Drexler.
—Me lo imaginaba. Un detective no va a tener las pruebas que lo inculpan por ahí, a la vista. Sin embargo acabo de estar con Malone y me jura que vio su vehículo, y también el de Daniel Bird poco después, pasar por la autopista 24 el día que mataron a Jim.
—¿Hora? —preguntó la investigadora, impaciente.
—Por la tarde. No ha sido muy preciso, pero más o menos puede encajar con el momento en que acabaron con Worth —respondí, inseguro.
—¿Piensas que Bird y Drexler pueden ser cómplices de estos crímenes?
—Ni loco, Olivia. Esto es obra de una sola persona. Lo que sí considero es que uno de los dos es nuestro hombre. Me voy al Departamento de Policía de Manhattan y voy a poner a medio Quántico a indagar hasta el día en que entraron en primaria estos pájaros.
—Pues ya que están, que también incluyan a Norman Rush, que era en realidad el motivo por el que contactaba contigo.
—Te ruego que te expliques…
—He pasado más miedo que en toda mi vida, pero también ha sido genial. El agente que me acompañaba se ha llevado a Rush fuera de casa con una excusa, a la otra punta de Riley. No dejaba de renegar, pero al final ha aceptado.
—Joder, ¡estás chiflada!
—Bueno, teníamos una señal: en cuanto el viejo se pusiera pesado y quisiera regresar a la vivienda mi colega me mandaba un mensaje para abandonar la propiedad como si me hubieran puesto un cohete en las bragas.
—Cada día que pasa te expresas mejor y eres más tierna —musité, irónico.
—Menudo machista. Ese comentario no se lo sueltas a ningún agente, y los hay que hablan mucho peor que yo.
—Déjalo. Tengo lo mismo de pastor evangélico que de machista, pero otro día lo discutimos. Continúa.
—Norman tiene en su sótano dos cosas que me han puesto los pelos de punta.
—¿De qué se trata?
—Una ya la conocíamos, la máquina de tatuar. Pero es que tiene varias plantillas y dibujos. Varios son de cerdos. No como los que hace el asesino, pero ¡mierda, qué puta casualidad! —exclamó Henderson, casi reventándome el tímpano.
—Pues sí…
—Y lo otro ya es el colmo. También colecciona un artículo que no veo que mucha gente tenga por los alrededores. Esto no es ni Cuba ni Florida.
—¿Puros habanos?
—Peor. Guillotinas manuales para puros. Al menos posee una veintena, de todos los tamaños, colores y calidades. Y sí, claro, también había un par de cajas de habanos.
—Pero, según vi el otro día, Rush toma tabaco para mascar —declaré.
—Exacto. Hay varias bolsas, pero esas las tiene en el salón, a la vista de todos, no guardadas en el sótano. Todo muy turbio.
—Seguro que en alguna parte te habrás topado con un arsenal de armas de toda condición —sugerí.
—Sí, bueno, es lo normal por aquí.
—Ya. ¿Dónde narices estás ahora mismo?
—A las afueras de Riley, en dirección a Leonardville.
—Pues ya estáis saliendo de allí pitando. Nos vemos en Manhattan en media hora.
—Para nada. Allí tú estarás a lo tuyo y yo cruzada de brazos como una mema. Yo sigo adelante. Hoy soy Tom, ¿lo has olvidado?
—¡Ya has hecho de Tom! —grité con todas mis fuerzas.
—No, me falta investigar por los alrededores, preguntando a la gente, por el pasado de Rush, de Drexler o de Bird. Y si me sobra tiempo me ocupo de Parker y hasta de Malone.
—Ya que estás, incluye al sheriff Stevens.
—Ese es el único que tengo claro que es inocente. De los demás aún albergo dudas. Si ahora tengo que apostar Norman se ha colocado en cabeza, se paga dos a uno.
—¿También te van las apuestas? No sé si tienes las cuotas del resto de contendientes.
—Drexler cuatro a uno, Bird cinco a uno, Parker siete a uno y Malone… digamos que por un reciente chivatazo solo veinte a uno —replicó la investigadora, siguiéndome el juego.
—Olivia, ya te lo has pasado bien un rato. Te ruego que nos veamos.
—Sigo investigando, que es mi obligación. Aquí hay muy mala cobertura y pierdo la señal. Si descubro algo te llamo.
Henderson colgó y yo me quedé con el celular mirando al vacío con cara de idiota. Estuve en un tris de lanzar el aparato contra el parabrisas, pero me calmé. Ayudó la expresión del policía que me acompañaba.
—Por favor, al Departamento de Policía —dije, como si mi estado de nervios fuera el habitual.
Nada más llegar busqué al jefe de policía —el único allí que estaba, más o menos, al tanto de lo ocurrido con Charles Drexler— y le pedí un lugar para trabajar en condiciones, porque había novedades y precisaba de intimidad. Me propuso la lata de sardinas que el detective había dejado libre y respondí que si no había algo mejor. Me llevó, de mala gana, hasta una sala de reuniones que era más pequeña que mi despacho de Quántico.
—Esto es lo mejor que tenemos. No le puedo garantizar que tengamos que usarla si se pasa el resto del día aquí metido —murmuró el jefe de policía, malhumorado.
—Tranquilo. Son solo un par de llamadas y nos marchamos a Topeka.
Ya a solas, pues el policía que me acompañaba se había quedado en el exterior charlando con otros colegas, ya que no estaba implicado en la investigación y solo actuaba en calidad de chófer mío y como guardaespaldas, me puse en contacto con Liz en primer lugar.
—Diestro —dijo Liz, nada más atender mi llamada.
—¿Estás segura? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
—Absolutamente. Tengo tres tatuajes y tres soldaduras, que recuerda que también me ayudan en este aspecto concreto. Esto es obra de un diestro y no hace falta que venga un genio a corroborarlo. Lo que sí es que me ha servido para afinar detalles.
—Vamos…
—No es una gran tatuador. Como te dije, hay algo profundo y emotivo en ese tatuaje del cerdo. Y sí que es un soldador experto o que lleva muchos años trabajando. Para esto he necesitado la ayuda de un perito.
—Alguna hipótesis al respecto —supliqué.
—La desde el principio: la culpa. No es que les cierre los párpados o cubra los rostros, como haría una persona vulgar. Él los sella para siempre, intentando borrar las miradas y con la certeza de que ha matado a un inocente.
—En efecto, Liz; lo que opinábamos al comenzar. Sin embargo es bueno que lo confirmes con esa contundencia, muy bueno. Ya solo quedan dos o tres sospechosos. Tengo que hablar con Mark.
—Sí, porque tus chicos están hoy a sus órdenes y no les ha sentado bien. Cierra el caso, Ethan. Seguro que ya tienes al culpable delante de los ojos y ni te das cuenta. Te ha pasado antes.
—No me recuerdes algunos episodios dolorosos, por favor.
—Me refería a un defecto genérico, no a un caso concreto. No seas susceptible.
Prefería despedirme de Liz dándole las gracias y hablando cinco minutos acerca de nuestro pequeño. Alguien a quien yo había querido y me había fallado estaba encerrado a pocas millas de donde me encontraba y mi compañera, queriendo o sin quererlo, había hurgado con un bisturí en la llaga sin emplear anestesia.
Telefoneé a Mark, que me recibió dicharachero, bastante animado. Me lo imaginé dando instrucciones a toda mi unidad y volviendo loco a más de uno.
—Ya me ha adelantado Liz que estás a tope.
—Era lo que deseabas, y tus deseos son lo primero para este pobre informático.
—No sé si te has tomado alguna pastilla, pero te noto eufórico.
—Tengo motivos. Los dos malditos celulares fueron comprados por un vagabundo a cambio de un puñado de dólares. Esto nos lo encontramos con asesinos, traficantes, proxenetas, etc… El Gobierno o el Congreso van a tener que poner coto a este rollo, favorece a los delincuentes y nos hace muy difícil rastrear sus movimientos.
—Olvida el asunto. Estamos en un país de libertades. La gente hasta tiene derecho a comprar un arma como el que compra un helado en la mayoría de estados. No perdamos el tiempo. Lo debatimos en Georgetown cuando regrese a Washington.
—La mala noticia es que uno de ellos lleva un par de semanas sin dar señal. O lo han destruido o lo tienen sin batería metido en un cajón.
—¿Y el otro?
—Pues el otro… resulta que desde hace unos días sí da señal. Es por períodos breves, pero hemos triangulado una zona de unas seis millas cuadradas, que no está nada mal.
—Está genial. ¿Dónde? —inquirí, temblando de zozobra.
—Te mando la imagen por mail para que la distribuyas a todos los que consideres. Está pegada a la mitad de la orilla oeste del Tuttle Creek Lake. Allí apenas hay casas, al menos lo que denominamos casas de verdad. Lo que sí he visto es que se encuentra el área recreativa de Stockdale.
—Mierda, no he pisado esa zona en todos los días que llevo aquí, pero he estado muy cerca. No se encuentra muy lejos del lugar en el que mataron a la primera víctima, John Fisher —dije, pues tenía justo delante un mapa a gran escala de todo el condado de Riley.
—Encaja.
—Sí, eres un superdotado, lo sabemos. Ahora me explicas qué narices haces con toda mi gente dejando de lado sus asuntos, que son muy importantes.
—Es solo el día de hoy, y tú me lo has permitido.
—Venga…
—Por un lado se han dejado el pellejo buscando algo a lo que Liz le dio un sentido. Y, vaya, hemos tenido suerte y nos han salido tres candidatos.
—No entiendo un carajo, Mark.
—El cerdo, el año del cerdo. 2019 es un estresor, casi seguro, y hemos buscado quién pudo nacer en ese año o alguno de sus progenitores; ya sabes lo que opino del dedo índice y La Creación de Adán.
—Sí, todo muy espectacular y digno de una película de Hollywood.
—Pues mira tú que nada menos que Charles Drexler, que tiene 48 años, nació en 1971, ¡año chino del cerdo!
—Joder. También es casualidad. Y lo tenemos en un calabozo en Topeka. Se van sumando evidencias.
—Ya, y los padres de Daniel Bird y de Grayson Malone nacieron ambos en 1959, ¡también año chino del cerdo! —exclamó, eufórico, el forense informático.
—Estás haciendo una gran labor. Nada puede ser casualidad, hasta lo de la dichosa Capilla Sixtina va a terminar siendo una hipótesis sólida —admití, anonadado.
—Pues ahora llegan los fuegos artificiales.
—¿Más? —inquirí, pues ya consideraba que podía darme por satisfecho.
—Lo mejor, Ethan. En cuanto ese malnacido encienda el móvil, y para eso necesito al menos a dos personas todo el tiempo delante de cuatro pantallas, le vamos a sacar una foto con la cámara frontal del celular. He podido hackear parte del sistema. Tendrás un retrato del asesino y él ni sabrá que lo estamos fotografiando desde Quántico.