Capítulo XI

Nos pasamos un rato más debatiendo, antes de comer y preparar nuestra excursión hasta Westmoreland a primera hora de la tarde. Henderson tuvo el detalle de llevarme hasta un sencillo restaurante en el que servían un delicioso puré de patatas acompañado de judías con salsa de tomate casera. No podía sentirme mejor.

—La verdad, Ethan, no llego a comprender que un pijo como tú, de San Francisco, que ha estudiado en Stanford, tenga como plato favorito esa cosa.

—Es una larga historia, y no tenemos tiempo —dije, mientras disfrutaba del almuerzo y me relajaba un poco.

—Venga, deja salir al niño que llevas dentro.

—Ahí lo tienes. Como el 90% de las veces: lo que adoramos, el idioma que hablamos, los paisajes que añoramos, la ideología que tenemos y, claro, también, las comidas que nos vuelven locos.

—Todo reside en la infancia.

—No todo, pero sí casi todo. Y esa es la explicación de que me chifle, por ejemplo, el puré de patas bien hecho. Si te gustaba de canijo, es algo que se queda ya contigo para siempre.

—Ese beso que jamás se olvida —murmuró la investigadora, apoyando su barbilla sobre la palma de sus manos.

—¿No hablábamos de judías con tomate?

Solté una carcajada, porque la situación me pareció divertida y porque de algún modo mi cuerpo necesitaba expulsar todo el estrés que estaba acumulando en las entrañas.

—Tú te has puesto a soltar por la boca otros temas que, en efecto, guardan relación con el lugar en el que hemos nacido y hemos crecido.

—Sí, Olivia. No podemos negarnos, no podemos escapar de lo que fuimos porque es lo que somos. No hay manera en el mundo de olvidar nuestro origen, porque nuestro origen nos asalta en cada pensamiento, en cada giro de voz, en cada uno de los pasos que damos a lo largo de nuestra existencia.

—Un segundo… ¡regresó el filósofo! —exclamó Henderson, entre risas.

—Bueno, volvió el psicólogo. Nada más. Y por cierto, ¿qué hay de ese beso?

—Una estupidez. Fue en tercer grado de primaria, en el segundo semestre. Los dos habíamos cumplido ya los nueve años y nos sentíamos como adultos. Prometimos casarnos, me regaló un anillo de plata y nos dimos un beso, que duró apenas una fracción de segundo, en los labios.

—Vaya, recuerdas hasta el mínimo detalle. Tuvo que ser increíble aquel beso tan breve —murmuré, dejando las risas para otro momento.

—Lo fue, Ethan, te aseguro que lo fue. Aún casi puedo sentirlo. Fue inocente y puro. Y yo estaba tan enamorada.

—¿Con solo nueve años?

—Sí, claro. Puedes estar loca de amor con esa edad. Aquí me tienes, tres lustros después comentándole a un casi desconocido el que ha sido el beso de mi vida.

—Hasta la fecha, Olivia —apunté, pues ella era muy joven. Incluso yo, visto desde ahora, era bastante joven por entonces.

—Ojalá Jim no hubiera dado aquel paso atrás y no me hubiera mantenido alejada con su mano…

—Hizo lo correcto —dije, con tacto.

—No tengo ni idea, Ethan. Tú eres el experto en psicología.

—Ibais, los dos, algo bebidos. Me lo has confesado.

—Por eso me atreví. Estando sobria ni chalada me hubiera lanzado. El alcohol me desinhibió, es así de simple.

—Y ahora, ¿no sales con nadie? —pregunté, pues quería dejar a un lado la cuestión acerca de mi amigo. La tarde podía ponerse fea y lo estábamos pasando bien.

—Solo con mequetrefes a los que soporto una semana y después tengo que dar puerta.

—Olivia, eres una joven guapa e inteligente. Cualquier día vas a conocer a un tipo extraordinario que te llenará de mariposas el estómago.

Henderson tomó su vaso de refresco y pasó muy despacio la yema de su dedo índice por el borde, como si lo estuviera limpiando antes de beber. En realidad era un gesto involuntario, pues se hallaba sumergida en una ensoñación.

—He buscado en Facebook a aquel novio de primaria. Su familia tuvo que mudarse y así fue como acabó nuestra historia de amor. Una tragedia de proporciones isabelinas.

—Guau, qué frase más bonita.

—La he robado de una película, no tiene mérito. Ya sé que tú no eres mucho ni de ir al cine ni de leer novelas de ficción, pero quizá debieras comenzar.

—Tengo mucho trabajo. Y, bueno, ¿lo has localizado?

—Sí, ya lo tengo. Vive en Seattle…

—Y…

—Nada más. Ni le he pedido amistad ni me he atrevido a dirigirme a él. Es ridículo.

—No lo entiendo, a menos que esté casado o algo por el estilo, deberías, ahora sí, lanzarte.

—Creo que no lo está. Al menos no hay información al respecto ni sube fotografías con una pareja o rodeado de una prole que le tira de las mangas de la chaqueta. Al parecer está soltero, como yo.

—Pues estás tardando, Olivia. Hazme caso, cada día que pasa estás tardando. No dejes pasar el tiempo, porque no tienes nada que perder; y cuando uno no tiene nada que perder, no hay que perder nada. No me seas una cobarde.

La investigadora forzó una sonrisa y me miró. La media melena se escurrió hacia su izquierda y de nuevo me pareció una chiquilla revoltosa que necesita que alguien le eche una mano para afrontar sus cuestiones más personales.

—Quizá no seas el más apropiado para darme lecciones, Ethan.

Un golpe bajo que casi me dejó sin aliento, como un gancho bien dirigido que te ha pillado las costillas flotantes y del que te costará un buen rato recuperarte.

—O sí. No recuerdo que filósofo dijo aquello de que hagas caso a lo que dice, no a lo que hace.

—¿Sócrates? —preguntó Henderson, entre risas.

—Aquel pobre hombre no dejó mucho escrito, de modo que entre nosotros pongamos que fuera él.

—De modo que quieres darme lecciones pero no ejemplo. Vas por mal camino, señor sabiondo.

Conforme conocía a la investigadora más comprendía a Jim y a todo lo que había visto en ella, aquel potencial que yo había pasado por alto poco más de un año antes.

—Algo así. Escribe a ese tipo. Peor sería que estuvieras metida en una de esas aplicaciones o webs de citas para solteros.

—Estoy en tres… o en cuatro. ¿Dónde pensabas que conocía a tanto gilipollas?

—No sé, en algún pub mientras te tomabas una cerveza, como toda la vida.

—Me sacas solo diez años y hablas como un vejestorio. Ese mundo ya no existe. Es imposible conocer en 2019 a alguien de esa manera. Pregunta a tu colega Mark y se estará carcajeando durante días.

Meneé la cabeza, disgustado, porque quizá si estaba fuera de onda, pero también había tenido que asesorar en varios casos de violencia extrema contra mujeres que habían conocido a individuos a través de diversas redes sociales empleando perfiles falsos.

—Es peligroso. Al menos a ese chico lo conoces de la escuela primaria y hasta os distéis un beso. Algo es algo.

—Salir a la calle es peligroso. Desde cuándo los asesinos en serie o los violadores llevan un cartel en la frente que ponga: ¡cuidado conmigo! No sé, ¿quién en sus cabales podía sospechar en su día de un monstruo como Ted Bundy?

Bundy, ejecutado en la silla eléctrica en 1989, era uno de los asesinos en serie más famosos y crueles de la historia criminal de los Estados Unidos. Aquel tipo guapo, inteligente y carismático se valió de sus encantos no solo para secuestrar y matar a decenas de mujeres —a día de hoy es imposible dar una cifra exacta, pero se especula que entre cuarenta y un centenar—, también para defenderse, para lograr seducir a la prensa y para sembrar dudas entre agentes, fiscales, testigos y hasta algún miembro del jurado que lo declaró culpable. Nadie desea pensar que, en efecto, un individuo bien parecido, agradable, de modales intachables y con estudios universitarios puede ser un salvaje capaz de las mayores atrocidades. Eso nos deja desprotegidos, como si no hubiera ni rasgo ni señal que nos advirtiera a tiempo de que tenemos delante el peligro, el peligro más infernal que uno pueda imaginar.

—Nadie, Olivia. Pero es mucho más sencillo conocer a alguien teniendo un encuentro físico con él que leyendo lo que pueda estar inventando a través de una red social. No hace falta que te explique lo mucho que descubrimos de cualquiera a través de la comunicación no verbal, por poner un ejemplo. Hace solo unos meses atrapamos a un chalado que se hacía pasar por una joven maravillosa que se ofrecía para regalar productos de belleza y maquillaje a adolescentes. Quedaba en zonas retiradas de las afueras de Filadelfia y así lograba secuestrar a sus víctimas. Es un cuento fabuloso para relatarle a mi hijo cada vez que lo tape antes de que cierre los ojos para dormir.

—Está bien, papá, comenzaré a frecuentar los locales más raros de Topeka y alrededores y, si reúno el valor suficiente, le pediré amistad a través de Facebook a aquel novio de la infancia que ya ni se acordará de quién narices soy. Si llego a saber que esto era una sesión de psicología quedamos en mi casa y así al menos me puedo tumbar en el sofá mientras me concentro y tú tomas notas en una de tus libretas.

La investigadora apartó su comida y se cruzó de brazos, enojada.

—Lo siento, no era mi intención incomodarte. Venga, tenemos que ir a ver al ayudante del sheriff y no quiero regresar de madrugada de nuevo.

—Gracias. Es lo más sensato que has soltado desde hace un buen rato. Nos largamos.

Pocos minutos después estábamos en la Interestatal 70, en el mismo sentido que si fuéramos a Manhattan, aunque la salida hacia el norte quedaba bastante antes, y tomamos la 99 para llegar a Westmoreland a primera hora de la tarde. Ninguno pronunciamos una palabra a lo largo del trayecto, y yo me limité a contemplar el paisaje y a recordar al bueno de Worth. Quizá me había pasado de listo y ahora me tocaba expiar mis pecados, como de costumbre.

La oficina del sheriff del condado de Pottawatomie era un bonito edificio de ladrillos rústicos de tonos claros. Me encantó, pese a su sencillez. También me sorprendió, pues esperaba que fuese más pequeña.

—Parecen bien equipados —musité, nada más bajar del vehículo.

—Este condado no cuenta con muchos habitantes, pero es bastante grande. Los delitos son menores, pero frecuentes. Al contribuyente no le importa destinar parte de sus impuestos a tener una policía digna que mantenga sus niveles de seguridad. Como en otros condados de Kansas, ya sabes el dicho, por aquí la gente aún deja la puerta de casa abierta o sin echar la llave. Y así quieren que siga siendo.

Entramos en la oficina del sheriff y el ayudante, Nicholas King, un joven de unos treinta años, con el pelo rubio muy fino, barba cuidada de tres días y aspecto atlético, nos estaba esperando en la recepción. Quizá llevara allí sentado una hora.

—Bienvenidos. Olivia, muchas gracias por tomarte tantas molestias.

—Esto se ha hecho demasiado grande, Nick, de modo que no hay más alternativas. Te presento al agente especial del FBI Ethan Bush, que ya sabes que se ha incorporado desde hace unos días a la investigación.

El ayudante del sheriff me tendió una mano temblorosa y apenas fue capaz de forzar una sonrisa. De nuevo comprendía que yo no era solo un federal cualquiera venido desde Washington, yo era un icono en aquellos condados. Parte de la culpa la tenía Clarice Brown y sus entrevistas en la CBS, pero otra era de Worth, que seguro me había idealizado por donde quiera que pisara.

—Agente Bush, no tengo palabras…

—King, soy de carne y hueso, se lo garantizo. Me siento alagado, pero si nos tuteamos todo irá mejor para la investigación —dije, intentando resultar humilde y amable.

—Sí, Nick, no hagas mucho caso a las cosas que iba por ahí soltando Jim. Lo tenía en un pedestal. No digo que sea un mal tipo, pero ya te irás dando cuenta que estornuda y se rasca como el resto de las personas —declaró con frialdad Henderson, que se llevaba bastante bien con el joven ayudante del sheriff.

—Entonces, ¿Ethan? —preguntó, perplejo, King.

—Sí, Nicholas, así mucho mejor. Estaba deseando conocerte. Olivia me ha hablado muy bien de ti y del trabajo que estás llevando a cabo.

—Hacemos lo que podemos —murmuró, tímido, el ayudante del sheriff—. Contamos con escasos recursos y como ha dicho hace un momento Olivia… esto se nos va de las manos. Que el FBI se implique significa mucho para todos nosotros, porque sin ayuda no creo que pudiéramos dar con el asesino.

—Lo haríamos, pero nos llevaría más tiempo —dijo la investigadora, buscando la salida.

—Os había preparado un informe y un tablón con fotografías y un mapa de la zona del lago.

Henderson meneó la cabeza, sacudiendo su melena como un perro al que acaban de mojar con una manguera.

—Ethan necesita ver las escenas del crimen. De todos los crímenes. Primero vamos al lago, echamos un vistazo, y después regresamos y nos muestras todo lo que has elaborado, que estoy segura de que es genial. Pero pronto anochecerá y allí será imposible moverse, mientras que aquí podemos estar hasta las tantas sin problemas.

Apenas dos minutos después nos dirigíamos, en un coche patrulla, hacia la orilla este del lago. Tomamos desde el pueblo Bigelow Road y después continuamos por la 13 hasta alcanzar Tuttle Creek Lake. King nos llevó por un enjambre de carreteras serpenteantes y pistas de tierra hasta llegar a las proximidades de Spillway State Park, una zona de ocio bien acondicionada. Aparcó al final de Lookout Drive, de nuevo una calle rodeada de árboles, cercana al borde del lago y con algunas bonitas casas salpicadas a un lado y a otro. Casi un calco de la primera escena, aunque en la margen derecha.

—Estamos muy cerca de Manhattan y por tanto del condado de Riley, ¿me equivoco? —inquirí, nada más poner un pie en el suelo.

—Sí, casi en la línea que separa Riley de Pottawatomie —respondió Henderson, que ya se encaminaba hacia unos árboles que había un poco apartados de la calle.

—Ethan, por eso deseaba mostrarte el mapa. No conoces bien estos parajes y era bueno que te ubicaras —dijo, con extrema educación, el ayudante del sheriff. Me gustó que me tratase con tanta cercanía y, a la vez, con respeto.

—Era lo más indicado, Nicholas; pero Olivia también tiene razón con lo de la luz. Estamos en otoño y cada vez anochece más temprano. Luego me fijaré con atención en todo lo que has desarrollado. Lo prometo. Ahora tenemos que revisar la escena.

La investigadora se había plantado, como un tronco más, en un punto no muy resguardado, y señalaba con su mano un lugar despejado del suelo, donde no crecía casi vegetación.

—Aquí, Ethan, aquí se ventiló al pobre de Samuel Kelly y aquí, también, le hizo todas esas atrocidades. Ese desalmado o no tiene sentido del miedo o está más ido que la pobre de mi tía Alice, que en paz descanse.

Me acerqué con cautela, como si la zona todavía estuviese acordonada; como si los forenses aún anduviesen por allí recogiendo evidencias, marcando puntos concretos y sacando fotografías por doquier. Pero yo tenía que meterme en la cabeza del asesino, no ponerme en el lugar de los agentes y de los investigadores. Y allí, además, ya no quedaba rastro del horror por ninguna parte. Si acaso ese magnetismo que nuestra imaginación crea y que nos hace sentir incómodos cuando nos ubicamos en el lugar en el que alguien ha sido asesinado.

—Quizá sea peor. No solo demuestra una gran seguridad y confianza, también es posible que se excite con la posibilidad de ser atrapado mientras realiza lo que su cerebro ya ha planeado con antelación. Forma parte de su macabra fantasía.

Henderson se encogió de hombros y se llevó dos dedos a la boca, como si deseara vomitar allí mismo.

—Y si solo es un imprudente, un sujeto al que se le han caído al suelo los sesos, no se ha enterado del percance, y camina como esos zombis que salen en algunas series de televisión.

—Olivia, esto ya lo hemos comentado. Descarto por completo esa hipótesis y no la barajo y ni en el más descabellado de los escenarios.

La investigadora se arrodilló y acarició la tierra, seca pese a ser otoño y a la cercanía del lago. No llovía desde hacía días.

—Hay que estar fatal, en serio, para ser capaz de asesinar a alguien en este lugar, después mancillar el cadáver, que lleva su tiempo, y que no se te mueva ni una pestaña. Piensa en ello, Ethan.

—¿Hace falta que te repita las cosas un millón de veces? —pregunté, intentando no resultar prepotente, pero mostrando que algo sabía acerca de asesinos en serie, después de un lustro persiguiéndolos y colaborando en decenas de casos.

—Sí, a veces hace falta.

—Ya lo hubiéramos atrapado. No le hubiéramos dado margen ni para matar a Jim. Y también la cadencia sería más continua, casi un desmelene de sangre y víctimas por doquier. Se halla como en estado de hibernación. Ya sabe que he llegado y tiene que llevar más cuidado que antes. Está planificando su próximo asesinato, pero con suma cautela.

Henderson se incorporó y se limpió las manos, frotándolas contra su pantalón vaquero. Echó un vistazo, como si fuera la primera vez en la vida que ponía un pie en aquel bonito sitio.

—Estoy conversando con Ethan Bush, agente especial del FBI, o con el monstruo que perseguimos como pollos sin cabeza en un corral gigantesco…

—Con ambos —repliqué, serio.

El ayudante del sheriff se acercó a nosotros. Se había quitado el sombrero, como el que entra en un funeral o en una vivienda a dar la noticia de que el hijo de unos padres ha fallecido en un accidente. Respeto. Era un gesto que me resultó agradable, aunque también me indicaba lo poco preparado que estaba aquel agente para una ola de crímenes semejante.

—Viene en un coche y es capaz de convencer a sus víctimas para que lo acompañen hasta esos lugares apartados, como este. Pero se traslada en su propio vehículo, pues ninguna de las víctimas tenía el suyo en las proximidades. Creo que aparca lejos, como a media milla más o menos, y luego da un paseo evitando cámaras de seguridad o casas habitadas.

Miré primero a Henderson, que se limitó a alzar las cejas, y después a King.

—¿Cómo has llegado a todas esas conclusiones?

—Por lógica. Conocía a Kelly, ya que estaba empleado como vigilante de las urbanizaciones de este lado del lago y coincidíamos; no solo cuando había un robo o delitos menores, también por casualidad, merodeando por la zona. A veces me tomaba una cerveza con él y charlábamos sobre el futuro, nuestros planes y cosas así. Era confiado.

—Todo eso estará en los informes, imagino…

—El detective Drexler es el que mueve los hilos y el sheriff me ha dicho que le obedezca. Y luego llegó el Departamento de Policía de Topeka y ahora está el FBI. No, no redacto informes. Estoy pensando en voz alta y deseo que me escuche —murmuró, cohibido, el ayudante del sheriff.

—Pues sabes una cosa, Nicholas… me alegro de que me hayas contado todo esto, porque es muy interesante. Y lo voy a poner en un informe y desde luego que citaré que tú tuviste la idea, porque considero que es justo y que además es acercada.

—Ethan, ¿estás convencido? —inquirió la investigadora, que a lo mejor pensaba que le estaba dando coba a un joven honesto y educado.

Caminé en dirección a la orilla del lago. Las aguas estaban tranquilas y no se veía a nadie por los alrededores. Otra vez en Kansas, otra vez cadáveres en las proximidades de un lago, aunque no fuera Perry Lake y no estuviéramos en 2015. Al cerebro todo eso le importa un bledo; cuando le viene en gana mezcla todo, como una batidora, y el tiempo se confunde, se comprime y los hechos se unen como si formaran parte de una amalgama, como si se sucedieran uno detrás de otro, y más de cuatro años se hubieran ido por el sumidero a cualquier parte.

—Sí, Olivia, estoy más que seguro. Como dice Nicholas, aunque nadie le haga ni caso, el asesino convence de alguna manera a las víctimas para quedar en un sitio y luego las lleva en su coche hasta la zona que él ha escogido. Se bajan del vehículo y caminan un rato, quizá entre bromas o entre confesiones, es posible que nunca lo descubramos.

—Y todo lo que necesita para hacer… lo que les hace, ¿dónde lo mete? —preguntó Henderson, con bastante tino.

—En una pequeña mochila —respondió King, que había cogido confianza después de animarle.

—Es imposible —musitó la investigadora, acariciándose con elegancia el mentón.

—No. Solo necesita una pistola Taser, que no es muy grande, una bolsa de plástico y una bombona de helio de esas de fiesta de cumpleaños. Apenas ocupa espacio.

—Nick, luego viene el resto. Los ojos, el tatuaje, el dedo índice…

Henderson, sin darse cuenta, se dirigía al ayudante del sheriff con la misma suficiencia con la que yo lo había hecho hacia ella poco más de un año antes. Es más fácil darse cuenta de los defectos ajenos que de los propios, entre otras cosas porque pasamos a ser más objetivos y a tener un plano de observador, que nos dota de una perspectiva idónea para el análisis.

—Sí, ya había pensado en eso. Una vez los ha matado, regresa a su coche, abre el maletero, y allí tiene todo lo que necesita para terminar su escabechina —argumentó King, con naturalidad.

—Pero, Nick, si tú mismo acabas de decir hace un momento que aparca el vehículo a media milla. Eso, a menos que vaya corriendo, le supone un cuarto de hora extra entre la ida y la vuelta. Yo considero que este malnacido está mal de la azotea, aunque no tanto como para dejar abandonado un cadáver durante quince minutos y luego regresar para mutilarlo. Es un riesgo inmenso.

Mientras Henderson y el ayudante del sheriff debatían acerca de lo que era posible o imposible, yo le daba vueltas en la mente a todo lo que decían y viajaba hacia atrás en el tiempo, situándome en el lugar del asesino y reproduciendo sus movimientos. Tengo al vigilante un paso por delante de mí, pues le he señalado algo, de tal suerte que me está dando la espalda. Saco la Taser y lo dejo fuera de juego, dispongo de algunos minutos hasta que se recupere. Le pongo la bolsa en la cabeza, la estrecho y la lleno de helio. En segundos mi víctima ha perdido el conocimiento, poco después su corazón ha dejado de latir para la eternidad. Estoy en un lugar que conozco como la palma de mi mano, sé quién pasa allí todo el año y quién acude solo en vacaciones o los fines de semana. No es una zona del lago transitada, aunque está muy cerca de un lugar al que acuden los turistas. La vegetación me concede cierta intimidad, pese a que el cuerpo está situado en un sitio despejado. No me tiembla el pulso, siento la excitación de ese instante, me acabo de cobrar mi venganza y de calmar mi agonía. Me permito el lujo de caminar de vuelta al coche, de dejar la bolsa pequeña y de tomar otra un poco más grande, donde llevo las herramientas que preciso para terminar mi trabajo. No hay prisa. Dispongo de un margen que nadie mejor que yo sabe que es sobrado. Solo una casualidad puede dar al traste con mis planes, e incluso eso me resulta emocionante. Sin embargo llevo años por aquí y sé bien que pocas cosas rompen la rutina aburrida del lago. Vuelvo, sin acelerar el paso, sereno, con la mochila en la que porto todos los instrumentos necesarios para dejar mi firma. Hay cosas que hago ni yo mismo sé bien por qué, y otras que realizo para despistar a los investigadores. Yo soñaba con ser agente, o lo soy pero no han reconocido mis méritos, y todos deben pagar caro el haberme mantenido como un marginado; nadie ha premiado mi valía. Pero ahora ya he captado la atención, porque nadie pasa por alto un asesinato, y menos uno así. Llego al cadáver. Como imaginaba, ni un alma por los alrededores, cero peligro. Realizo el tatuaje del cerdo, con ese kit chapucero que no sirve ni para aprender el oficio de un modo decente. No me importa. Mejor así. Luego me dedico a los ojos. Aunque trato de ser descuidado he soldado demasiadas veces con esmero y eso se nota, es algo que mis manos casi realizan de un modo mecánico, con una facilidad pasmosa. Ya he sellado los párpados. El estaño recién fundido refleja el brillo del sol y le da un aspecto fascinante al rostro del vigilante. No puede quejarse, porque lo he matado del modo más humano posible, sin causarle sufrimiento. Ni en la sala de enfermos terminales de cualquier hospital público te tratan mejor. Al contrario, te mantienen ahí bien jodido, enganchado a una máquina que mantenga tu corazón o tus pulmones en movimiento, así te estés cagando encima de dolor y así supliques una dosis piadosa de morfina que acabe con todo de una puñetera vez, porque nadie merece morir peor que un animal. Hasta a una mascota, al perro del vecino, le inyectan una dosis letal de barbitúricos —pentobarbital sódico es lo más común— para que el desdichado animal no sufra y se quede dormido poco a poco, hasta que al fin termine todo. Yo soy igual que esos veterinarios, empleo una Taser y después helio. No se puede ser más generoso con una gente a la que detesto. Dejo de darle vueltas a estas chorradas y recuerdo que tengo que concluir mi faena, pues tampoco es cuestión de ser tan imbécil como para esperar hasta que me pillen encima de la víctima. Le amputo el índice derecho. Apenas sangra, pues ya lleva mucho tiempo muerto y el corazón hace una hora que dejó de bombear. Saco una bolsa de basura extra-gruesa, de las caras, y meto todo en ella, todos mis tesoros: la ropa y el dedo que he cortado. Soy feliz. Echo un vistazo y aquello sigue tan desolado como cuando llegué. Ni siquiera un mínimo de emoción, aunque eso no es tan mala noticia. No quiero que me atrapen, al menos no de momento. Quizá cuando haya matado a diez, o a lo mejor a quince. Saldré en los periódicos y podré explicar qué me hizo actuar así, y todos se darán cuenta de que la razón me asiste. Desde luego que no los amigos y familiares de las víctimas, no espero tanta comprensión por su parte; pero la sociedad, en su mayoría, estará de mi lado.

—¡Ethan, Ethan, despierta de una vez! —la investigadora me gritaba, delante de mi rostro, un tanto desesperada.

—Perdón, Olivia, solo estaba…

—¿Soñando despierto o intentando darte un baño en pleno otoño?

Fue en ese instante cuando fui consciente de que me había metido en el lago. Por suerte solo había dado un par de pasos en el agua y apenas se habían hundido en ella mis zapatos y los bajos de los pantalones de mi exclusivo traje cortado a medida. Un desastre. Pensé que el otro ya lo tendrían listo para el día siguiente los de la tintorería del hotel.

—Lo primero —respondí, aturdido—. Acabo de ponerme en el lugar del asesino, como nunca antes lo había hecho en toda mi carrera. Ahora ya nos entendemos mejor él y yo.

—Suena fabuloso. No sé si felicitarme por ello o empezar a temer por mi seguridad —replicó, irónica, Henderson—. Te has pasado un buen rato mirando al infinito, como en trance, y no había manera de hacerte reaccionar. Parecías ido. Por suerte has reaccionado a mis gritos, porque lo siguiente que tenía pensado era soltarte una bofetada. Y ahora que caigo, a ti eso de las médium siempre te ha gustado un poco.

—No, Olivia. Es algo que me revuelve las tripas. Solo Juliet, una mujer muy especial, me da confianza. No creo en esas cosas.

Salí del agua, enojado, y regresé a la que había sido la escena del crimen. El ayudante del sheriff me observaba pasmado, sin dar crédito. Un federal montando un número inclasificable mientras inspecciona el lugar en el que hace unas semanas asesinaron a un vigilante con el que mantenía una ligera amistad.

—¿Está bien, agente Bush? —inquirió King, recuperando el tono formal que nos distanciaba. Lo más probable es que deseara asegurarse de que tenía delante al tipo famoso y genial del que tanto le habían hablado, y no a un tonto de capirote que se había escapado de alguna granja cercana y se había hecho con una de esas identificaciones de pega del FBI que venden para que presuman los niños pequeños mientras juegan en el patio del colegio.

—Sí, Nicholas. Los psicólogos hacemos cosas extrañas con relativa frecuencia, no me lo tengas en cuenta. Yo no soy un detective y por tanto no me comporto como tal. Ni siquiera llevo un arma, cuando podría. Me has ayudado mucho, en serio; más de lo que puedo expresar en este momento. Y, por favor, llámame Ethan. Habíamos quedado en eso.

—Claro, Ethan —dijo al instante el ayudante del sheriff, ruborizado—. Te agradezco el comentario, pero no sé si es habitual que actúe así.

—No lo es. Como te comentaba me salgo de los raíles de cuando en cuando, pero lo de ahora mismo hasta a mí me tiene un poco perplejo. Lo has conseguido tú, con tus apreciaciones.

—¿Qué he conseguido?

—Algo que suele llevarme horas de trabajo y solo consigo terminar, como si de un puzle se tratara, cuando tengo ya todas las piezas. Ponerme en la mente del asesino, pensar como lo hace él y sentir casi las mismas emociones que le impelen a matar. Es una hipótesis, aunque mi intuición, y con eso estoy queriendo decir formación más experiencia, me indica que estamos en la senda correcta.

—Entonces mi teoría del coche, la mochila y todo lo demás… ¿te parece acertada?

—Sí, desde luego. Cada segundo que transcurre me parece mucho más sólida. Buen trabajo, Nicholas.

Henderson, llegando por detrás, me posó una mano en el hombro y resopló.

—Ethan, no sé si te ha sentado mal el viaje, las pocas horas de sueño o te has metido encima demasiados cafés esta mañana, pero no te dispares, que no es propio de alguien como tú.

—¿Qué insinúas? —pregunté, curioso.

—Que vas acelerado y que estás hablando de más. Como ayer. Por favor, contrólate un poco y no pienses tanto en voz alta —musitó la investigadora, guiñándome un ojo.

—Captado.

Si el día anterior me reprendía por mi actitud desaforada con Drexler, además de haberme dejado las espinillas plagadas de moratones, aquella tarde lo hacía porque King no dejaba de ser un joven no muy preparado, al que apenas conocía y que podía irse de la lengua delante del sheriff o, peor, con otros colegas o con sus amigos en un bar. Yo dudaba que fuera de esa clase de personas, pero ella hacía bien en prevenir antes que curar.

—Ya hemos terminado. Está oscureciendo y hemos aprovechado bien el tiempo. Ahora toca regresar a Westmoreland y echar un vistazo a ese tablón y a ese plano, que seguro van a ser de gran utilidad —dijo Henderson, dirigiéndose a King.

—Perfecto. Solo quería añadir una cosa más, antes de entrar en la oficina del sheriff. Aquí estamos solos y prefiero que quede entre nosotros, al menos de momento.

La investigadora y yo nos quedamos mirándonos, desconcertados. Aquel chico joven y fuerte, con pinta de no saber hacer la o con un canuto, era una caja de sorpresas. Mejor así.

—Adelante, Nick, te escuchamos con atención.

El ayudante del sheriff arrastró la suela de uno de sus zapatos por la tierra y se metió las manos en los bolsillos. Estuvo vacilando casi una decena de segundos, que se hicieron eternos. Yo no tenía la menor idea de por dónde diablos iba a salir, pero estaba más que claro que iba a ser una especie de confesión y que le costaba horrores escupirla.

—Quizá no tenga importancia, y a lo mejor estoy metiendo la pata…

—Venga, Nicholas —murmuré, animándole—, hasta el momento lo estás haciendo de fábula. Cualquier detalle, por nimio que pueda parecer, quizá sea crucial al final para atrapar al asesino.

—Samuel Kelly, el vigilante, era gay. Yo no lo sabía cuando éramos amigos, jamás sospeché ni me lo confesó. Sin embargo me han dado el chivatazo y, de manera extraoficial, su madre me lo ha confirmado. Pero me rogó, por Dios y por la memoria de su hijo, que no se lo contase a nadie. Ya bastante estaba sufriendo la familia y los amigos de Samuel como para que ahora todo el condado se pusiese a chismorrear acerca de lo que hacía o dejaba de hacer su pequeño.