Capítulo III

Tardé en localizar a Olivia Henderson en el Aeropuerto de Kansas City. Hacía poco más de un año de la última vez que nos habíamos visto, pero la investigadora había cambiado mucho en ese tiempo. No solo era su aspecto físico, más maduro, y su forma de vestir, menos extravagante, también su expresión era otra; quizá la de alguien que ha comprendido que ahora le toca jugar un papel principal en la vida y que se acabaron las tonterías o los experimentos.

—¿Ha tenido un buen vuelo? —inquirió Henderson, por pura cortesía.

—No lo sé —respondí, como distraído.

—Comenzamos mal…

—Hablo en serio. Ya no sé cuántas veces he tomado este trayecto —mentí, porque no quería ni recordar que en una ocasión solo había viajado hasta allí para ir a la penitenciaría de mediana seguridad de Leavenworth a visitar a un preso condenado por dos asesinatos: Patrick Nichols— y siempre me parece el mismo y siempre me parece distinto.

—No sé qué le han dado en el avión, pero le ha sentado fatal a sus neuronas.

—Es posible. Estar aquí me sienta fatal en general.

La investigadora decidió que era mejor no comentar nada al respecto y me guio hasta un modesto Ford que imaginé había comprado de ocasión o había heredado de algún familiar. Llevaba poco tiempo trabajando y lo hacía en un Departamento de Policía de una ciudad pequeña. Tardaría en permitirse algún lujo. Worth se había pasado toda la vida trabajando y solo tenía un pequeño apartamento, algunos ahorros y un vehículo decente. La vida era injusta, y una mierda en la mayoría de los casos.

Nada más tomar la Interestatal 70 supe que debería enfrentarme, por enésima vez, a las salidas hacia Perry Lake o Lawrence, y que mi cerebro se convertiría en una montaña rusa de emociones y tendría que hacer un gran esfuerzo para disimular.

—¿Pudo revisar todo lo que le envié? —preguntó Olivia, con naturalidad.

—No, lo siento. No pude.

—Lo sabía. Me dijo que había cambiado pero en unos meses nadie se transforma, mucho menos cuando ya ha acumulado tantos méritos y comienza a tener una edad… respetable.

—Aún no he cumplido los 35…

—Eso me queda muy lejos. Y yo soy más maleable. Usted creo que es así desde adolescente. No tiene arreglo.

—Ahora resulta que ha estado estudiando psicología en sus ratos libres… ¿me equivoco?

—No, bastante ocupada estoy con el trabajo diario. Se llama sentido común. Seguro que alguna vez le han hablado de esa cosa tan extraña, tan ajena a tipos de su clase.

Y sí, me habían hablado de ella mucho: Wharton, Tom, Mark, mi compañera Liz, varios sheriffs, agentes, detectives, investigadores, colegas y, por supuesto, Worth. Yo veía la vida de un modo distinto y jamás había llegado a comprender del todo al resto de las personas. Por entonces había avanzado, y pese a ello me quedaba un largo, larguísimo, trecho por recorrer. Hoy soy mucho menos inteligente, pero más sabio, más taimado y, desde luego, poseo algo parecido al sentido común. La vida, casi siempre a golpes, termina colocándote en tu sitio.

—No lo hice por desidia o por creer que me iba a influenciar —musité.

—Da igual. Mejor lo dejamos. Ya estaba preparada para comenzar desde el principio. Mañana lo verá en la sala, tengo todo en una pizarra y en un tablón de corcho. Le va a encantar.

—Olivia… me topé con una fotografía del cadáver de Jim y ya no fui capaz de continuar. Vomité y decidí que ya me enfrentaría a la realidad al llegar aquí. Ahora no tengo escapatoria.

—Disculpe. Acabo de quedar como una auténtica gilipollas.

Miré por la ventanilla y contemple los inmensos campos de maíz, tan propios de Kansas o Nebraska. Era una visión vinculada a cientos de recuerdos. Apreté los dientes y aplasté mi frente contra el cristal, hasta sentir dolor, hasta notar que el frío congelaba mi cerebro.

—No se disculpe. Y además, soy el menos apropiado para dar lecciones de buen comportamiento a nadie. Solo deseaba que supiera la razón. Ahora ya no me puedo escapar.

—Agente Bush… aún podemos dar media vuelta y dar por zanjada su implicación en la investigación. No es lo que quiero, pero si le afecta en exceso no sacará lo mejor de sí mismo.

Aquella joven investigadora me hablaba como si yo fuera un adolescente que no comprende el alcance de sus actos. Y lo más posible es que mereciera tal discurso.

—Se lo debo a Jim. Y le aseguro que ya he trabajado en condiciones parecidas. Es duro, pero lo soportaré.

—Sí —murmuró Henderson, mientras apretaba el acelerador.

—¿Sí? No termino de comprender…

La investigadora apartó un instante la mirada de la carretera y me hizo una mueca triste, casi compasiva. Jamás me había realizado un gesto tan dulce. No sabía cómo interpretarlo.

—Se lo debe a Jim. Tiene razón. Yo no siento para nada lo mismo, pero él le admiraba mucho. Puedo asegurar que no había día que no mencionara su nombre o su apellido. Le debe ayudarnos a encontrar al canalla que lo mató de esa manera tan atroz.

Ya no fui capaz de abrir la boca el resto del trayecto, hasta que Henderson me dejó a las puertas del Hotel Capitol Plaza y nos despedimos para encontrarnos a primera hora de la mañana del día siguiente en el Departamento de Policía. Me quedé en el parking durante al menos media hora, paralizado, con mi maleta y mi bolsa de mano tiradas sobre el asfalto. Casi podía ver a Worth alejándose en su coche, como lo había hecho en varias ocasiones poco más de un año antes, a lo largo del verano de 2018.

Una ráfaga de aire seco y frío me recordó que el otoño se había instalado en Kansas y que me encontraba en 2019. También sirvió para despertar de mi ensoñación y tener muy presente que Jim jamás volvería a estar presente, de forma física, en mi vida. En mi mente nunca me ha abandonado, es como si todavía sintiera el peso agradable de sus manos cuando me las ponía sobre los hombros, cada vez que iba a darme un buen consejo, uno de esos que solo los amigos de verdad son capaces de decirte a la cara.

Recogí mi equipaje y me instalé en la habitación del hotel. Esparcí la ropa sobre la cama y coloqué con mimo un cuaderno Moleskine sobre la mesa; lo abrí con desgana y desgarrado escribí en la primera página: Caso Jim Worth. La mano me temblaba y quedó sobre el papel una letra horrible. Ahora mismo tengo ese viejo block de notas a mi lado y veo el nombre de mi buen amigo, que había pasado a ser la víctima de un cruel asesinato que me tocaba investigar, y de nuevo siento que soy incapaz de controlar el movimiento de mis dedos mientras tecleo —aún soy un nostálgico que emplea un teclado—. No hay palabras en el mundo para describir lo que se siente cuando pierdes a alguien tan excepcional. Solo los que lo han padecido comprenden de qué hablo, y seguro que entenderán que el dolor sigue ahí, aferrado a mi corazón, hincándome sus colmillos sin desfallecer. Porque nada ni nadie puede suplantar a las personas que más hemos admirado y querido a lo largo de nuestra existencia.