Así estuvieron hasta el amanecer.
XIV
Al día siguiente, cuando llegó Román á la iglesia, había un movimiento desusado de sacristanes y monaguillos en los vestidores. Allí estaba el colector, que salió antes que él, cosa que á Román hubo de extrañarle, por ser contrario á la costumbre adquirida, pero no indujo su ánimo á sospechas de ningún género.
Sin embargo, á las primeras palabras pronunciadas por D. Fermín comprendió que algo de intencionado había en el asunto.
—¡Gracias á Dios! Le estaba á Ud. esperando,
—Pues ¿qué ocurre?
—Una misa con velaciones. Tiene Ud. que decirla.
Román se sobrecogió.
—¿Yo?
—Usted mismo.
Quiso buscar una evasiva.
—Eso no puedo yo hacerlo. La misa pro sponso et sponsa es cosa que corresponde exclusivamente á los párrocos. El señor cura…
—¡Oh! Señor liturgista, el caso está previsto. El señor cura párroco le da á Ud. su consentimiento. Vamos, á vestirse en seguida. Los novios esperan.
No hubo remedio. Allí estaban, en efecto, los contrayentes, dos jóvenes.
Ella hermosísima. Bajo el velo blanco de desposada veíanse los anhelos y luchas del cariño con el natural pudor; sobre todo en los ojos, que brillaban demasiado al mirar al hombre elegido y bajándose los párpados, aparecía la grana en las mejillas. Él, apuesto y gallardo, orgulloso de la conquista, sonriendo y estrechando las manos de todos los del convite.
Eran personas de la clase obrera bien acomodada, y querían hacer las cosas en regla. No reparaban en gastos. Después de contraído el matrimonio querían velarse.
Mandáronlos que pasaran á la iglesia, quedándose fuera ante las puertas de la misma, donde estaban prevenidas en un plato las arras, trece monedas y dos anillos de oro. Púsose el sacerdote de amito, alba, cíngulo, estola cruzada ante el pecho, capa pluvial de color blanco, y precedido de sus ministros, que llevaban la cruz, el hisopo con agua bendita y el ritual, se colocó á las mismas puertas de la iglesia, donde permanecían los contrayentes. Contó primero las arras y las bendijo después con los anillos.
«Benedic, Domine, has Arrhas, quas hodie tradit famulus tuus hic in manum ancillae tuae: quemadmodum benedixisti Abraham cum Sara, Isaac cum Rebeca, Jacob cum Rachel. Dona supér eos gratiam salutis tuae abundantiam rerum, et constantiam operum, florescant sicut rosa in Jerico plantala et Dominum nostrum Jesum Christum timeant et adorent ipsum, qui trinum possidet Numen, cujus regnum et imperium sine fine permanet, in saecula saeculorum. Amen.»
Luégo recitó la oración «Domine Deus Omnipotens», la del
«Benedic, Domine, hos annulos», el «Creator et conservator
generis humani…», y por último roció con el agua bendita las
arras, los anillos y los circunstantes; tomó con los tres primeros
dedos de su diestra uno de los anillos, lo bendijo:
«Benedic, Domine, hunc annulum, ut ejus figura pudicitiam
custodiat,» y lo colocó en el cuarto dedo de la diestra del
esposo, diciendo:
«In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.»
Hizo y dijo lo mismo con el otro anillo, dándoselo al esposo, que lo recibió en los tres primeros dedos de su diestra y lo puso, lleno de regocijo, á su compañera, siguiendo la indicación del padrino, que le decía por lo bajo:
—En el cuarto, en el meñique. Ahora extiende las manos, y tú también, mujer.
El sacerdote había cogido las arras y las entregaba. Él las recibió, las dejó caer en las palmas de la novia, dispuestas á recogerlas; Román le dictó las palabras: «Esposa, este anillo y arras te doy en señal de matrimonio,» y mandó á la mujer que contestara: «Yo las recibo,» dejándolas caer en el plato.
Volvieron á pronunciar latines los labios del presbítero y los de sus ministros; se entendía algo, Gloria Patri, y una serie de Kyries, Paternóster, Ne nos inducas in tentationem, Sed libera nos a malo, Dominus vobiscum; después de lo cual, y de consagrar otros recuerdos al Deus Ahraham, Deus Isaac, Deus Jacob, Román, tomando las diestras de ambos consortes, los hizo penetrar en la iglesia. Llegaron al altar, se arrodilláron los novios, volvieron á oírse Kyries y Paternóster; eran otro par de oraciones. Fué un diluvio de latines.
Algunos convidados tenían jaqueca.
Acabada la ceremonia, vuelto el sacerdote á la sacristía, y ya despojado de sus vestiduras, el novio se le acercó.
—¡Señor cura!
—¿Qué, hijo mío?
—Nos acompañará Ud. á tomar el chocolate.
No hubo más remedio que sonreír, aceptar y formar parte principalísima en la comitiva de la boda. ¡Y Gracia, que, ignorante de todo esto, estaría en casa esperándole! Se acercó al colector.
—D. Fermín, ya ve Ud. que no puedo evadirme. Estas buenas gentes lo tomarían á desaire. Cuando vaya á casa, dígale á mi hermana que no me espere. Hágame el favor.
D. Fermín le despidió con un gesto indefinible.
—Vaya Ud. tranquilo. Nada más justo y más puesto en razón. Hay que celebrar el Ego vos in matrimonium conjungo; descuide Ud., que Gracia, Anita y yo comeremos solos tan ricamente. —Y volviéndose al novio:—Sea enhorabuena y de salud sirva; Dios haga á Uds. müy bien casados.
—Muchas gracias.
Y allá se fueron, llevando al presbítero poco menos que en andas, novio y novia, padrino y madrina, testigos y convidados.
Volvió el colector solo á la casa y disipó las inquietudes de la aragonesa, que extrañaba ya la mucha tardanza. Enteróse D. Fermín del gran suceso de la noche pasada. Hubo necesidad de que visitara á la recién parida Morroña, y Anita tuvo la idea de volver á su casa en busca del gato negro.
—Es preciso que éste, á fuer de padre, conozca á su prole.
La escena resultó muy divertida.
—Pero ¿cuándo vendrá Román? —preguntaba Gracia á cada hora que transcurría.
—No te ocupes de eso. Comerá en la boda. Vendrá al anochecer.
Y D. Fermín hizo un guiño, que Anita comprendió enseguida, porque, desapareciendo al punto, regresó poco después, portadora de un suplemento de las lacradas de burdeos.
—¡En celebración del parto de la gata! —gritó el colector poniéndola sobre la mesa.
Comieron alegremente; y cumpliéndose las profecías, iba á oscurecer, cuando sonó el campanillazo á la puerta de la casa.
—¡Él es! —exclamó la niña, palpitándole el corazón con sobresalto.
Se levantó torpemente y fué á abrir. El burdeos la trastornaba un poco.
Él era, en efecto. ¡Román!
Pero Román transformado, pálido como un cadáver, desconocido; un hombre distinto.
—¡Dios mío! ¿Qué te pasa? ¿Vienes enfermo? —gritó la niña sin poder contenerse.
El sacerdote no replicó una palabra, llegó hasta el comedor.
—¡D. Fermín! ¡Anita! Desearía cenar esta noche solo con mi hermana. Tengo que hablarla de asuntos…
Tío y sobrina se levantaron.
Lejos de mostrar enojo, parecieron oir aquello con extraño júbilo.
—Nada más natural. Asuntos de familia. Por nosotros no hay que dilatarlo. Ahora mismo. Sobrina, ¡vámonos!
—Vámonos, hijo.
Y se despidieron en el acto. En el acto desaparecieron.
Una vez solos ella y él, miráronse profunda, intensamente, con aquella mirada nueva que desde el día del ataque histérico guardaban y reservaban el uno para el otro.
Luégo el presbítero sacó el pañuelo del bolsillo, se enjugó el rostro, por el que corría un sudor abundantísimo.
—Prepara la cena para las nueve. Y no entres en mi cuarto hasta que yo te llame. Dijo, y penetró en la sala, cerrando la puerta tras de sí.
Á tiempo era. Las lágrimas le ahogaban.