I[1]

Tenía veintidós años. Acababa de cumplirlos el domingo XI de Pentecostés, día que también era el de su santo, San Román, soldado y mártir, cuya conmemoración cae en el 9 de agosto, aniversario de la muerte del arzobispo D. Rodrigo, memorable coronista de la batalla de las Navas.

Román era alto, recio, delgado, de mucha fibra, hermoso de cara como un arcángel, y, como él, poderoso y fuerte contra los enemigos del alma. Acababa de salir del seminario y de decir su primera misa. ¡La primera misa! ¡El ideal de todo el que recibe el presbiterado! La confirmación de que con él recibe potestad completa para consagrar el cuerpo y sangre de Cristo, para distribuir la sagrada Eucaristía á los fieles y para absolver de pecados.

Cuando el obispo le autorizó al efecto; cuando, al darle las licencias, aquel anciano de cabellos como plata y de riquísimos ropajes, de manos blancas como las de una duquesa, en las cuales brillaba el anillo pastoral, le advirtió con voz dulce que la Iglesia, considerando el altísimo ministerio que diariamente puede y debe ser objeto de la solicitud del sacerdote, viene á decirle: «Esencialmente radica en ti la potencia de celebrar; pero atiende un poco, reflexiona, estudia con cuidado y observa con esmero cuanto está prescrito para celebrar santamente;» cuando, después de su examen ante un juez sinodal, recibió el documento precioso con el sello episcopal al pie, lo guardó ¿dónde? sobre el corazón, cubriéndolo antes de besos, llevado de su pasión, sin poderse contener, con el mismo arrebato con que besa el amante y guarda en su pecho la primera carta en que la mujer ha puesto en cuatro carillas estas solas palabras: «Sí. Yo también te amo.» ¡Ah! ¡La Iglesia! ¡La amada de Román! ¡Su única amada, con la cual se había desposado!

Y conservaba de aquel gran suceso de su vida, tan reciente aún, un recuerdo casi sensual, como el que guarda el esposo de la primera noche de bodas.

Dijo, pues, su primera misa en el intermedio desde la de sábado santo á la vigilia de Pentecostés. Salió al altar con casulla blanca. Las mujeres que asistieron á la ceremonia lloraron de júbilo al verlo; su hermana, desde un rincón de la iglesia, asistió también, y aseguraba luégo que parecía un ángel y que la casulla simulaba las alas plegadas y recogidas á la espalda. ¡Oh! Si era simbólico el color usado aquel día por la Iglesia; si aquel blanco recordaba la alegría y las victorias de los bienaventurados, era también, por este mismo simbolismo, el que á Román convenía. Alegre y victorioso estaba su ser entero; y cuando, antes de celebrar, atendida la fragilidad humana, se examinó y procuró remover de sí todo pecado, encontróse con disposición angelical, sin mancha, en verdadero estado de gracia. Y, sin embargo, hizo la confesión sacramental, la prefirió al medio extraordinario de la contrición. Porque la fe nos dice que la víctima ofrecida diariamente en la Iglesia católica es Jesucristo inmaculado, purísimo, y la razón añade que las cosas santas, santamente se han de tratar.

Acabo de comparar el regocijo que experimentara Román en aquel su primer día de sacerdocio con el del esposo en el día primero de su boda, y así era cierto; que no de otro modo, sino como se acerca la virilidad al tálamo, se acercó el cura al altar, recordando en aquel su desposorio con la Iglesia los sublimes conceptos con que celebra este idilio El Cantar de los Cantares.

¡Oh! y qué buenas ganas se le pasaron á sus juveniles años, envueltos en misticismo, pero mal envueltos (porque la carne, á los veintidós de edad, forcejea mucho con la sotana sin saberlo el ánima); qué buenas ganas tuvo de no decir todo aquello que dijo en la sacristía, aquellos latines, como comentó su hermana, con los que, al lavarse las manos, al tomar el amito, al recibir el alba, al ceñirse el cíngulo, al ponerse el manipulo en el brazo izquierdo, ó la estola al cuello, al tomar la casulla, estuvo mascullando: ora el «Da, Domine, virtutem manibus meis,» ya el «Impone, Domini, capiti meo» ó el «Praecinge me,» y, por último, ya revestido y en voz más alta: «Domine, qui dixisti: jugum meum, suave est, et onus meum leve: fac, ut istud portare sic valeam, quod consequar tuam gratiam. Amen

Sí. No decirlo. Latines bárbaros de la liturgia. ¡Latines! ¡latinajos! Tenía razón la niña. Á su juventud, y mejor á sus labios frescos, pedigüeños de caricias, que no llegarían á sentir nunca, porque aquellos labios formularon voto de castidad, á sus anhelos de la vida sentaba mejor decir lo que decía Salomón á la hermosa Sulamita, lo que Cristo y la Iglesia se cantaban en un delirio de amorosas alabanzas mutuas:

«Morena soy, oh hijas de Jerusalén, mas codiciable; como las cabañas de Cedar, como las tiendas de Salomón.

»No miréis en que soy morena, porque el sol me miró: los hijos de mi madre se airaron contra mí: hiciéronme guarda de viñas, y mi viña, que era mía, no guardé.

»Hazme saber, ¡oh tú á quien ama mi alma!, dónde repastas, dónde haces tener majada al mediodía: ¿por qué, por qué había yo de estar como vagueando tras los rebaños de tus compañeros?

»Mi amado es para mí un manojito de mirra; reposará entre mis pechos.

»Mientras que el rey estaba en su reclinatorio, mi nardo dió su olor.

»Racimo de Cypro en las viñas de Engadi, es para mí mi amado.

»Hé aquí que tú eres hermoso, amado mío, y suave; nuestro lecho también florido.

»Las vigas de nuestras casas son de cedro, y de ciprés los artesonados.

»Como el manzano entre los árboles silvestres, así es mi amado entre los mancebos: bajo de su sombra deseé sentarme, y me senté: y su fruto ha sido dulce á mi paladar.

»Llevóme á la cámara del vino, y su bandera sobre mí fué amor.

»Su izquierda esté debajo de mi cabeza, y su derecha me abrace.»

Y la voz de mujer, voz entonces dulcísima para Román, callaba.

Recordaba el cura los elogios del esposo á la esposa, queriendo hacerlos suyos, queriendo compartir aquel deliquio entre la Iglesia y Cristo.

Recordaba:

«¡Cuán hermosos son tus pies en los calzados, oh hija de príncipe! Los contornos de tus muslos son como joyas, obra de mano de excelente maestro.

»Tu ombligo, una taza redonda que no le falta bebida.

»Tu vientre, como montón de trigo cercado de lirios.

»Tus dos pechos, como dos cabritos mellizos de gama.

»Tu cuello, como torre de marfil: tus ojos, como las pesqueras de Hesbón, junto á la puerta de Bath-rabbim: tu nariz, como la torre del Líbano que mira hacia Damasco.

»Tu cabeza encima de ti, como el Carmelo; y el cabello de tu cabeza, como la púrpura del rey ligada en los corredores.

»¡Qué hermosa eres, y cuán suave, oh amor deleitoso!

»Y tu estatura es semejante á la palma, y tus pechos á los racimos.

»Yo dije: Subiré á la palma, asiré sus ramos: y tus pechos serán ahora como racimos de vid, y el olor de tu nariz como de manzanas;

»Y tu paladar como el buen vino, que se entra á mi amado suavemente, y que hace hablar los labios de los viejos.»

Todo, absolutamente todo, lo repetía el novel tonsurado, y en ello no encontraba excitación sino para aquel intensísimo fuego divino en que ardió su alma por el servicio de la religión de Cristo.

De Román no pudo decirse nada tan gráfico como el que sus sentidos no estaban despiertos, porque le habían encontrado siempre con los ojos cerrados durante la oración.

Había pasado hasta entonces por el fuego, sin quemarse; por el agua, sin humedecerse siquiera; el aire no había desaliñado uno solo de sus cabellos; la tierra no la vió, por mirar siempre al cielo.

El color blanco que prescribía la Iglesia cuando celebró su primera misa, sentábale, pues, á las mil maravillas. Él también era un bienaventurado.

La prueba de ello es que, al volver á casa, ya no se acordaba de la hermosa Sulamita, ni del rey Salomón; de nada más que de charlar con su hermana, con la niña, y preguntarla si había celebrado bien, qué decían de él los fieles, qué tal figura era la suya delante del altar, y otra porción de asuntos por el estilo, todos relacionados con el memorable día.

La niña contestaba riendo; bromeaba con su hermano: llegó á llamarle presumido.

—¡Oh! Presumido, no. ¡Bien sabe Dios que no!

—Sí que lo eres. Niégalo. Dique no estás contento con tu traje talar y hasta con la corona, como un cadete con sus cordones.

—La corona, sí. Lo confieso.

Y explicó á su hermana en qué consistía lo que ella tomaba por presunción. Explicó con frases entusiastas que el llevar los sacerdotes corona tiene su origen en los nazarenos, los cuales, para consagrarse á Dios, dejaban primero crecer el cabello, rayéndose después la cabeza en forma de corona, símbolo de su pura vida, y que estos cabellos los echaban al fuego del sacrificio. Se hace la corona en forma circular, por ser esta figura la más hermosa de todas, la más sencilla, clara y verdadera, simbolizándoles en esto que han de ser puros y cándidos como las palomas. Se lleva corona, porque el Señor, cuando se ofreció á sí mismo al Eterno Padre en el Ara de la Cruz, llevaba la de espinas redonda que le pusieron; y como los sacerdotes representan su divina Persona, y están dedicados para conducir las almas al cielo, la llevan en la cabeza en memoria de su divino Maestro. También la llevan en memoria de la que hicieron á San Pedro, que fué el primer sacerdote y Vicario de Cristo, y de la pasión del Señor.

—Ahora sí que lo entiendo un poco —dijo la niña, que iba del comedor, donde él estaba sentado, á la cocina, trayendo platos, pan, los dos cubiertos, los dos vasos, poniendo la mesa para servir el almuerzo.—¿Y el traje? ¿Por qué lleváis ese traje?

Él, complacido con este interrogatorio, contestó sonriendo:

—El manteo, la sotana, el cuellecillo y ceñidor, representan aquel venerable anciano que vió San Juan en el Apocalipsis del Señor, vestido con una túnica talar hasta los pies, ceñido con un ceñidor de oro y cubierto con un manto todo su cuerpo. En el manteo está simbolizada la caridad que debe tener el sacerdote; en la sotana, el agregado de virtudes; en la blancura del cuello, la pureza y el celo de la casa del Señor de que debe estar adornado; y en el ceñidor, el resplandor que debe dar con su ejemplo, virtud, santidad y buenas obras.

—Todo eso es muy bonito —dijo ella poniendo en medio de la mesa una fuente pequeña con patatas guisadas, y sentándose, por fin, delante de su hermano.—Todo eso es muy bonito; pero á mí, ni vosotros me parecéis hombres, ni vuestro traje uniforme; —y aturdidamente:—para hombres y para uniformes, los militares.

Román frunció el ceño.

—¡Nosotros somos la milicia de Cristo!

—Sí, pero siempre de negro.

—De negro desde que se sosegó y tranquilizó nuestra Madre la Iglesia, después de tanta persecución y sangre derramada en defensa de la fe de Jesucristo y de su Evangelio, en memoria y luto fúnebre de la muerte del Redentor, la que debemos renovar los sacerdotes, que somos sus sucesores y ministros evangélicos.

La niña hizo un mohín por toda respuesta.

Román, sin desarrugar el entrecejo, después de recitado el Paternóster, bendijo el manjar, y, acercándose la fuente, cogió la cuchara, alargó el brazo en demanda del plato que le presentaba su traviesa compañera, y con voz que, con respecto á enojo ó desenojo, estaba, como suele decirse, entre merced y señoría, exclamó:

—¡Toma patatas!

Soltó ella la carcajada al verle tan cejijunto. Retiró la silla, corrió la corta distancia que del hermano la separaba, y levantando la mano:

—Voy á pegar á un cura por… por… malo.

Y, con efecto, lo que hizo fué empezar por una bofetada tan ligera y leve, que acabó en una caricia.

Román se echó á reir.

Niña más que niña, chiquilla, loca… No se puede contigo.

—No, señor. No se puede.

Y le dió un par de besos en los afeitados carrillos.

El almuerzo lo despacharon alegremente. Y pronto, ¡eso sí! Como que, después de las patatas, el segundo plato fué el último, y éste consistía en un par de huevos fritos, y pare Ud. de contar. Nada más hace falta para ser feliz, y hasta para que el estómago se dé por satisfecho, el día en que se dice la primera misa y se recibe un beso de una hermana á la que acabamos de echar una filípica porque le parece menos bonito el uniforme de los curas que el de los militares.

—¡Cosas de los quince años! —comentó el sacerdote para sí, pensando en esto al tiempo de levantarse de la mesa, tras el Deo gratias; y cogiendo el breviario, que estaba nuevecito, dirigió á la niña una mirada inocentemente burlona y se encerró en su gabinete.

Una vez allí, Román se transfiguraba. Era otro hombre, ó mejor dijérase que no tenía sino muy poco de humano. Nada de sonreír, nada de afectos de familia, nada del mundo, nada de la tierra.

Era, en efecto, el triste ser que al cabo de diez y nueve siglos persiste en su desconsuelo y lleva todavía luto por el que crucificaron en el Gólgota.

Allí Román no recordaba las palabras de la Sulamita, sino estas otras de San Pablo á los hebreos, estas otras, eternas en las almas, á las que conturba y contrista el temor constante del pecado:

«¡Horrenda cosa es caer de pie y desnudos y temblando en las manos del Dios vivo!»

La habitación era sombría. Era sombría entrando el sol, ¡cosa rara! Bien es cierto que el que la habitaba también era sacerdote siendo joven.

El papel que cubría las paredes era oscuro y comía mucho la luz; tono aplomado, y por todo dibujo jarrones de carmín, tan imposibles de color como de hechura. La cerámica no ha ideado nada igual.

Era el cuarto del cura la sala de la casa. Y de esta sala había hecho Román una mezcla de gabinete, despacho, oratorio, alcoba y tocador; de manera que, en realidad, no necesitaba salir de allí más que á las horas del almuerzo y la comida.

Pues bien: á pesar de esto, que debería prestar á la sala siquiera el alegre aspecto de la variedad, nada más severo que la habitación que estamos describiendo. Aquello resultaba muy parecido al tonel de Diógenes. Se conocía que era alcoba sólo por la cama; y la cama de Román era un catre. No quería otra. En una percha de hierro colgaba sus ropas. De lavabo tampoco tenía más que un ordinario palanganero. Espejo, no se veía por ninguna parte. Por todo mueble de gabinete, la cómoda antigua en que guardaba ropa blanca. Por único escritorio, una mesa de pino; sobre la mesa un tapete verde, y á uno y á otro lado dos pilas de libros no muy altas; en medio el tintero, y delante del tintero servíale de carpeta para escribir un periódico doblado por la mitad.

Pero, en cambio, el oratorio, que era lo que podía aumentar lo severo del aspecto general, llamaba la atención de los pocos visitantes que tuviera el sacerdote.

Román había cuidado aquello con el mismo afán con que cuida una coqueta del adorno dé su tocador, ó un militar de la roja panoplia. ¡Aquello! ¡Aquello eran sus armas! ¡Aquel el espejo en que debía mirarse!

Estaba en el testero principal de la habitación. Figurémonos la pared cubierta, en un espacio de dos metros de ancho y de alto á bajo, con una gran bayeta negra, bayeta que continuaba, se prolongaba después, arrastrándose por el suelo, siendo en la pared tapiz y alfombra en el pavimento, hasta su mitad. Nada más. Nada de altar. Descansando en tierra, hincándose en la peana, que simulaba un bloque de granito, el madero santo, de grandes dimensiones, tocando con el cartel de la sangrienta burla judaica (I. N. R. I.) en la cornisa, y clavado en aquella cruz, convirtiendo la ignominia en pedestal de gloria, un muerto, cuyo cadáver tiene hermosura tal, que de su rigidez se apoderó el arte, encontrando tan admirable la nota del no ser descubierta en el Calvario, que de ella, antes sólo estudiada por el anatómico, hizo el escultor cristiano sus estatuas. Era Jesús. Era el Jefe que, como el Cid en la leyenda, sigue ganando batallas y capitaneando á sus huestes después de muerto. El Jefe de Román, soldado, no de los que gustaban á su hermana, sino de la milicia negra de Cristo.

Era la imagen de tamaño natural; y aquel cadáver desnudo, destacándose sobre las bayetas negras, resultaba lo más visible en todo el gabinete. Era un Cristo más propio de templo que de oratorio privado. Costó, según aseguraba la niña, muy buenos cuartos. Era de boj. La talla, una copia del Santo Cristo del Silencio, la más imponente de todas las imágenes que salen en los pasos de la renombrada Samana Santa sevillana. Las carnes pintadas tenían lividez cadavérica; las heridas, coágulos de sangre. Un médico hubiéralo estudiado como reproducción hecha en cartón-piedra de un caso de puñaladas, de uno de esos asesinados que se llevan desde la esquina en que cayeron á la mesa del anfiteatro. Aquellos cuyo estómago no estuviese fortalecido en las realidades de la disección deberían sentir asco. Sólo teniendo conciencia de que simulaba un Dios no se experimentaba la náusea ante las llagas. Román las cubría de besos.

Suprimido el altar, reemplazado con el Ara de la Cruz, el sacerdote aumentó lo aterrador del cuadro haciendo que al crucifijo colosal no alumbraran constantemente más que dos gruesos cirios amarillentos. Con esto se entonaba más el aspecto de cámara mortuoria. La niña no quería nunca entrar allí por la noche cuando su hermano no estaba.

—¡Me dan miedo los muertos! —decía.

—Este no es un muerto. Este resucitó al tercero día.

Pero no hubo medio de hacerla dominar su espanto.

Tenía razón. Tenía la razón, la limitada razón humana, porque la imagen era la verdadera, la más acertada de Aquel de quien se anunció: «No hay parecer en Él, ni hermosura. Verlo hemos más sin atractivo para que le deseemos;» de aquel VARÓN DE DOLORES que profetizó Isaías: «A planta pedís usque ad verticem capitis, non est in eo sanitas

No había en él salud, y era su martirio su gozo. Era el cadáver horrendo de una víctima del populacho.