X
La noche fué terrible para el sacerdote. La tentación de la carne, con más fuerza que nunca le acometió. Le acometió y le venció, Pero esta vez en buena lid, frente á frente, no durante el sueño, porque éste no lo pudo conciliar, sino despierto. Grande culpa tuvo en ello la descripción de la enfermedad de su hermana hecha por el médico que trajo D. Fermín, un médico de quien era el colector grande amigote.
—En efecto —exclamó el doctor, que era materialista;—su hermana de Ud. ha tenido un ataque histérico.
—Y ¿qué es eso? ¿Cómo se cura? —preguntó Román.—¿Es grave?
—Muy grave puede llegar á ser. Hoy no lo es todavía. Las circunstancias que predisponen más al histerismo son una influencia hereditaria, la constitución nerviosa, tan desarrollada siempre en las mujeres, y la edad de doce á veinticinco ó treinta años.
—Gracia tiene quince.
—Está en la edad, ya lo he visto.
—Pero en nuestra familia nadie ha padecido de eso. Ha dicho Ud. que la influencia hereditaria.
—Esa es una de las causas; pero el histerismo es dolencia exclusivamente propia del sexo femenino, y fácilmente se comprende que sus fenómenos y síntomas deben depender en gran parte de todas aquellas influencias que se refieren á las funciones sexuales. La temperatura elevada favorece el desarrollo del histerismo, y por eso se observa frecuentemente en los climas cálidos y en las estaciones calientes. Las afecciones morales tienen también mucho influjo; y el efecto de este orden de causas puede ser mediato ó inmediato, pues unas veces se presenta el histerismo algún tiempo después de recibir una emoción moral, y otras inmediatamente, como, por ejemplo: á consecuencia de un susto. Igual influencia tienen también las sensaciones tristes ó alegres, la lectura habitual de obras apasionadas ó tiernas.
—Ha puesto Ud. el dedo en la llaga —interrumpió el colector.
—¡Cómo! —exclamó Román.—Pues qué, ¿Gracia lee novelas sin saberlo yo?
—Anita es la que las lee. Gracia oye leer una cosa más apasionada y más tierna que todas las novelas del mundo.
—¿El qué?
—Santa Teresa. Que le diga á Ud. el doctor si no es bástante este libro y cualquiera otro de los que reflejan el misticismo, con sus ilusiones extáticas, sus intuiciones y emociones.
—Es cierto —agregó el médico;—sobre todo si á estas lecturas se agrega una continencia muy prolongada.
—¡Caballero! —objetó Román,—mi hermana es soltera.
—Pues que se case —contestó el galeno brutalmente;—ahora es tiempo, porque la enfermedad es todavía muy reciente; ahora es cuando el matrimonio puede ser útil satisfaciendo la necesidad del corazón más bien que la de los sentidos. En cambio, más tarde, el matrimonio agravaría el histerismo. Además, esa señorita observa una higiene contraria en todo á la que debiera observar. No hablemos de la continencia, hablemos de la alimentación, que es, según yo me he enterado, tónica y excitante; y como si esto no bastara, toma á diario un baño de esponja.
—El baño refresca —objetó Román con timidez.
—Es el tónico más poderoso. Conviene cuando la continencia no existe, cuando se ejercen las funciones sexuales; pero en la condición y en la naturaleza robusta de su hermana de Ud., señor cura, es un puro disparate, ha producido en ella una excitación demasiado considerable de los sentidos.
—Mi hermana es una niña en punto á inocencia.
—¡Eh! La fisiología se ríe de los estados inocentes, señor mío. Con toda su inocencia, no será de distinta naturaleza que el resto de los mortales —exclamó el materialista irritado ya ante las ignorancias de Román.
—¡Doctor —gritó también el sacerdote,—está usted hablando de mi hermana!
—Estoy hablando de una enferma. Si es hermana de Ud., tiene Ud. el deber de escucharme y de obedecer mis instrucciones para que se cure. Todos los padres de la Iglesia y todos los textos sagrados no me harían variar de opinión. Su hermana de Ud. es para mi un caso patológico. Pues bien: ¿sabe Ud. en qué estado se halla? Con inocencia, con virtud, si la paciente sigue tomando baños, bebiendo el burdeos de D. Fermín y comiendo carnes magras, la excitación de los sentidos llegará á su grado máximo. Lo aumentará, como ha dicho muy bien D. Fermín, la lectura de obras místicas, la soledad en que con Ud. vive; y yo no digo que ella tome la iniciativa, porque su misma inocencia se lo prohibe; pero si un hombre cualquiera, en el momento del baño, ó en el del sueño durante la noche, cuando ella esté desnuda y excitada por su propia desnudez, si un hombre se acerca y puede llegar basta ella en aquel momento, se entregará sin resistencia. Este no es un ultraje, es un dictamen facultativo.
Lejos de la cólera que D. Fermín esperaba ver desbordarse por los labios de Román, la contestación fué relativamente mesurada, si bien la más á propósito para exaltar al médico por todo extremo.
—Creo —replicó el sacerdote, sonriendo con desdén;—creo que la ciencia se equivoca.
—¡Ah! ¿La ciencia se equivoca? Pues bien: ¿sabe Ud. cuál es una complicación que puede sobrevenir en el histerismo? ¿Sabe Ud. lo que es esa complicación y el nombre que recibe? Esa es la temible, esa se llama ninfomanía, y á fe, señor cura, que voy á explicarme sin omitir ninguna palabra técnica, por fuerte que sea, para que comprenda Ud. lo que es esta neurosis. Voy á hablar al hermano de la paciente, al hombre, y no al sacerdote.
—¡Respete Ud. la castidad que he de guardar por mi estado!
—Respete Ud. la ciencia de que yo soy sacerdote, y no confunda Ud. el lenguaje científico con los relatos de Boccacio. Y ahora sepa Ud. que la ninfomanía es una excitación morbosa irresistible de los órganos genitales; inclinación al amor físico hasta el delirio, expresada por palabras obscenas, miradas apasionadas y gestos provocativos, que suelen contrastar muchas veces con la conducta ulterior de las enfermas, y á la cual se agrega siempre un desorden mayor ó menor de la inteligencia. La Iglesia llamó á estas pacientes endemoniadas, y las quiso curar con exorcismos. Á eso está expuesta esa joven, á la ninfomanía; porque esta enfermedad aparece en aquellas personas en que existe una predisposición orgánica, casi siempre bien marcada, como en este caso, que constituye lo que se ha llamado impropiamente temperamento uterino, y se las reconoce por los caracteres exteriores que va Ud. á oír, y que retratan á la señorita Gracia de cuerpo entero.
Á una musculatura muy pronunciada y poco provista de tejido celular, se agregan abundancia y color subido del sistema piloso; cabellos y cejas muy espesos y negros; ojos grandes y vivos, del mismo color; fisonomía expresiva y móvil; labios gruesos y de un rojo vivo; dientes blancos, y muy pronunciados los atributos sexuales, á saber: buena conformación de las mamas, que son consistentes y de un volumen notable; caderas bien marcadas y contorneadas; pelvis ancha y con prominencias redondeadas; miembros abdominales de igual forma; pero… ¿para qué seguir? Pasemos á los síntomas. La enfermedad no se hace evidente por ningún carácter exterior; pues aunque las enfermas empiezan á tener deseos venéreos exagerados, son todavía bastante dueñas de sí mismas para no dejar traslucir los pensamientos obscenos de que se hallan poseídas. Por el contrario, avergonzadas de experimentar semejantes sensaciones, hacen los mayores esfuerzos para sujetarlas; y aunque el pudor y la razón destruyen á veces por un instante las imágenes voluptuosas que las persiguen, no tardan en hallarse otra vez poseídas de los mismos desvarios eróticos, y entonces son presas de un calor intenso, espasmo, tensión con prurito en los órganos genitales y en las mamas, dolores sordos en los lomos; la enferma no puede estar sentada, porque el calor irrita demasiado los órganos; se ve obligada á andar lentamente, separando las piernas para evitar el más pequeño roce; al mismo tiempo se dejan sentir los deseos más violentos; la imaginación se exalta; los ojos y el rostro se animan; pero en algunos momentos este ardor se ve reemplazado con el abatimiento y la tristeza, y el semblante unas veces se sonroja y otras palidece.
La razón, el deber y el pudor luchan con energía contra el desorden de los sentidos; y si las mujeres llegan á disimular casi siempre á todos el fuego que las consume, no pueden, sin embargo, resistir por completo á sus deseos, y buscan en el vicio de nombre bíblico, en el onanismo, un alivio insuficiente y pasajero. Si pueden satisfacer sus necesidades, la enfermedad queda limitada á estos primeros síntomas. Mas si, por el contrario, la causa que preside al desarrollo de la afección continúa obrando con intensidad, la mujer no es dueña de sí misma: se entrega sin resistencia á sus inclinaciones, pues ya no siente esa turbación interior que la causaba al principio la sola idea de sus torpes deseos. Entonces ya no trata de ocultar sus sentimientos; se vale de mil artificios para hacer que la conversación recaiga sobre los placeres de Venus; y si no se refiere á objetos lascivos, la enoja. Parécele la cosa más natural y lícita entregarse á estos goces; así que su porte, sus palabras, sus gestos expresan públicamente las ideas que la asedian; la vista de un hombre exalta los deseos y determina un espasmo voluptuoso en los órganos genitales. La enferma, menospreciando los hábitos más inveterados de honestidad, los sentimientos religiosos más puros, se entrega al primero que llega, y aun solicita los halagos de otras mujeres; y, abandonando á sus padres, á sus hermanos, á su familia, va á buscar muchas veces en la prostitución un remedio, y en ella encuentra casi siempre la muerte.
—Caballero —dijo Román con mayor desdén,—si lo que Ud. me cuenta es científico, declaro que la ciencia tiene también sus leyendas, á no ser que trate de disfrazar los crímenes con el nombre de enfermedades.
—En efecto. Este crimen es en medicina legal un caso de locura —contestó fríamente el doctor;—y sólo añadiré un consejo, señor sacerdote; uno solo, y me retiro: Case Ud. á la paciente, que ahora no es ninfómana, sino histérica.
—Por ahora, no. No creo en esos peligros.
—¡Ah! ¿Que no? Entonces, señor sacerdote, oiga Ud. una profecía.
—¿Profecías científicas? —exclamó Román encogiéndose de hombros.
—Más ciertas que las de la Biblia.
—¿Y cuál es esa?
—Esta: si Gracia no se casa, se prostituirá con el primero que entre en esta casa.
—En esta casa no entra nadie más que yo —contestó el sacerdote sonriendo burlonamente.
—Pues si llega la ninfomanía, pudiera ser que no viera en Ud. el hermano, sino el hombre.
Román dió ün salto sobre su silla.
—No vuelva Ud. más. Salga Ud. de mi casa, ó me olvido de lo que soy.
El médico, con el sombrero encasquetado, dió la réplica:
—Si Ud. lo llega á olvidar, no extrañe que yo tampoco lo recuerde. Buenas noches.
Y salió. Ya era tiempo. El presbítero de tierra aragonesa, con los ojos inyectados en sangre, cerrados los puños y trémulos los labios, había dado dos pasos, y fué necesario la fuerza de don Fermín para contenerle.
Cuando se vió detenido por el colector, y á solas con él, le dijo con sordo acento y enronquecída la voz:
—He estado á punto de cometer una muerte. Déjeme Ud., necesito rezar.
—Anita vendrá á velar á Gracia.
—Lo agradezco, pero á mi hermana la velaré yo.
Dijolo tan seco, que el tío de la andaluza no replicó.
Alegróse, porque en realidad el ofrecimiento hízolo por pura fórmula. «¡El histerismo se contagia! Bueno fuera que á su sobrina le diese por esta imitación.» Despidióse después de su compañero de sacristía, y se retiró riéndose para sus adentros.
—Esto acabará por donde empieza. ¡Diantre de médico! Desde hoy le llamaremos el doctor Cantaclaro.