VII

Algunos días transcurrieron sin que, al parecer, la serenidad de las aguas se viera turbada en aquella vida sacerdotal, tranquila como la superficie de un lago destinado únicamente á reflejar en la tierra el color azulado de la gran masa atmosférica y las estrellas del cielo. Ya de aquella turbación quedaba, pasado el susto, el convencimiento de que el famoso ataque de Satán sólo había sido una piedrecilla que lanzó la mano de un niño travieso, una guija que, al caer en el lago, produjo ondas concéntricas. La piedra llegó hasta el fondo, se hundió para siempre; las ondas se fueron ensanchando, los círculos se hicieron mayores, hasta tocar las orillas, y allí se quebraron y desvanecieron. ¡Nada! El cielo otra vez, otra vez los soles y las nubes pasando y copiándose con fidelidad pasmosa en el alma de Román como en un espejo. Dios y el sacerdote. Dos abismos azules que se miraban y se gozarían en esta contemplación eternamente.

Seguía al pie de la letra las máximas de Kempis, y leía á todas horas, como ejercicio de fortificación para el espíritu, lo que el devotísimo agustino del Monte de Santa Inés recomendaba en ellas para, la imitación de Jesucristo:

«Quien me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor.

»¡Qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si no eres humilde, por donde desagradas á la Trinidad!

»Por cierto las palabras subidas no hacen santo ni justo: mas la virtuosa vida hace al hombre amable á Dios.

»Más deseo sentir la contrición que saber definirla.

»Si supieses toda la Biblia á la letra y los dichos de todos los filósofos, ¿qué te aprovecharía todo sin caridad y gracia de Dios?

»Vanidad de vanidades, y todo vanidad sino amar y servir solamente á Dios.

»Suma sabiduría es, por el desprecio del mundo, ir á los reinos celestiales.

»Y pues así es, vanidad es buscar riquezas perecederas y esperar en ellas.

»También es vanidad desear honras y ensalzarse vanamente.

»Vanidad es seguir el apetito de la carne y desear aquello por donde después te sea necesario ser castigado gravemente.

»Vanidad es amar lo que tan presto se pasa, y no buscar con solicitud el gozo perdurable.

»Procura, pues, desviar tu corazón de lo visible, y traspasarlo á lo invisible; porque los que siguen su sensualidad manchan su conciencia y pierden la gracia de Dios.»

Estudiaba también la vida de este mismo monje, tan amador y tan amado de Cristo; y como una tarde le preguntara D. Fermín, con maligna curiosidad, si habían vuelto á turbar su sueño las visiones apocalípticas, contestó con gran seriedad:

—No, por cierto; y atribúyolo á que el demonio, sin duda, es sabedor de que estoy tan armado contra él, que todos sus ataques serían rechazados por el mismo procedimiento que empleó el venerable Tomás cuando se le apareció una noche, y como viese que se iba acercando á su cama, empezó á temer, no sabiendo qué remedio tomar para ahuyentarle de sí. Pero inspirado de Dios comenzó á repetir, temblándole la voz, la Salutación angélica, y con todo eso se le iba acercando el maligno espíritu; hasta que, prosiguiendo con la misma Salutación, llegó á pronunciar el dulcísimo nombre de Jesús, á cuya poderosa virtud, no pudiendo resistir el enemigo, luégo desmayó, y huyó vencido, dejando libre al venerable religioso. Por esta devoción, cuando tomaba la disciplina, cosa en él muy frecuente, rezaba el himno: Jesus stetit.

—Pero Ud. recordará también, puesto que tan buena memoria tiene —replicó el colector aguantando la risa,—que el demonio que se le aparecía á Kempis era una espantosa y horrible figura.

—Cierto.

—Pero el de Ud. es distinto; y no veo yo que cuando se sueña con buenas mozas, amigo don Román, valgan de gran cosa los disciplinazos como acompañamiento del Jesús stetit; al menos á mí, que hablo en este punto por experiencia, no me ha sido de ningún auxilio. En mal camino filosófico le veo á Ud.

—¡La filosofía! —exclamó Román.—Y ¿qué tengo yo que ver con ella?

—Eso le dijo Jesús á su Madre —replicó el diabólico colector.—«Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?» Pero, lo repito, no desconozca Ud. que la filosofía le maneja y revuelve el espíritu encauzado por el ascetismo de Kempis. Se va Ud. derecho, acaso sin saberlo, á las teorías del judío Baruch, teorías preparadas, si se quiere, por los cartesianos. Ud. no reconoce que exista más que una sola sustancia. Dios, el ser infinito, con sus atributos, infinitos también, de pensamiento y de extensión, siendo todas las cosas finitas puras apariencias, determinaciones ó modos de la extensión infinita y del infinito pensamiento. De aquí á declarar que el alma es inmortal por ser simple deducida del pensamiento, pero que, inmortal y todo, es imperfecta porque el pensamiento no es infalible, no hay, fíjese Ud. bien, ni la distancia de un cabello…, de un cabello de Gracia.

Estas réplicas del colector, como la viva luz á los ojos, molestaban mucho al sacerdote, y más cuando su contrincante le recordaba las mismas palabras de Kempis:

«No hay hombre seguro del todo de tentaciones mientras que vive; porque en nosotros mismos está la causa de donde vienen, pues que nacimos con la inclinación al pecado.»

Un día, exasperado, le contestó Román:

—Pero ¿qué se me prueba con eso? ¿Cree Ud. que yo me considero invencible? Tanto no es así, que estoy madurando una resolución, la de enviar á Gracia á Tudela.

—Amigo D. Román —replicó el tío de Anita verdaderamente asustado:—eso sería un disparate; y ya que le exaspera á Ud. lo que digo, al que no quiere caldo la taza llena. Allá va en contra de eso otra máxima del Kempis: «El que solamente quita lo que se ve y no arranca la raíz, poco aprovechará: antes (fíjese bien), antes tornarán á él más presto las tentaciones y hallarse há peor.» Ahora haga Ud, eso, y verá Ud. cómo sin estar aquí la Morroña reaparece cuando menos lo piense la gran ramera del Apocalipsis.

Román bajó la cabeza confuso y sin querer confesarse á sí mismo que el tiro esta vez había dado en blanco.

Era verdad. La presencia de Gracia, su vista, el saber que estaba allí, que mientras rezaba, la niña andaba dando vueltas por la casa, producíale una embriaguez de alegría, una felicidad para el estado general del organismo, que el mísero atribuía al renacimiento de los inefables gozos místicos.

El colector pensaba de esto, allá para sus adentros, haciendo un juego de palabras. ¡Román sí que se halla siempre en verdadero estado de Gracia!

Lo que el sacerdote calificaba de amor á la soledad y al retiro era su deseo constante de permanecer en el oratorio. Iba á la iglesia y volvía de ella con verdadero apresuramiento. Su casa, y nada más que su casa; y en ella, las visitas de D. Fermín y de Anita recibíalas como si le estorbaran la realización de algún plan que había meditado poner por obra á una hora dada ó á todas las del día.

El plan era muy sencillo; se cumplía por si solo, sin que Román tomara la iniciativa. Como que consistían sus proyectos en las costumbres adquiridas por los dos hermanos para aquella vida en común. Sentábase Román á la mesa del tapete verde, y leía unas veces; otras, arrodillado ante la imagen, rezaba sus horas; y siempre, en cualquier momento, el ruido de una silla que se movía en el inmediato gabinete; los pasitos menudos que se alejaban por el corredor, pisando con cuidado para no distraerle; la vajilla que sonaba removida en el fregadero; el grito de «¡Morroña, bájate de esa silla! ¡Zape!»; el roído especial, parecido á un beso prolongado, con que, frunciendo los labios, se procuraba excitar al jilguero para que cantase, y la fresca y alegre voz que le contestaba entonando la jota; y á la hora del baño, la puerta cerrándose; el aviso: «voy á lavarme; no entres;» el chillido débilmente sofocado al poner los pies en el agua; el ruido de ésta, exprimida por la esponja y corriendo por las desnudas carnes; alguna risa, y entre la risa la exclamación: «¡caramba, qué fría está hoy!», todo aquello, todo, ¡qué mayor felicidad, ni más sana alegría! Sentía vivísimos deseos de repetir devotísimamente las palabras del salmo:

«Quam bonum et quam jucundum est habitare fratres in unum

Así se lo escribió á sus padres en una carta llena de calurosos elogios acerca de la niña, carta que sintió grandes deseos de que leyera ésta; y no pudiendo resistirlos, la llamó y dió por pretexto que pusiera al pie una posdata.

—Bueno; yo pondré la posdata y no necesito saber lo que dice.

—Conviene que la leas.

—Pero ¡si es muy larga! ¡Tres carillas!

—Anda, perezosa.

La hermana empezó á leer primero indiferentemente, luégo con extremadísima atención, sintiéndose conmovida. «¡Dios mío! ¡Qué bien escribía su hermano! Y ¡cuánto la quería! ¡Ah! ¡Por cierto que es un gran gusto tener un hermano asi!»

—¿De veras? ¿Esto es de veras? ¿Estás tan contento y satisfecho de mí?

—Ya lo creo. Sigue, sigue.

Él iba estudiando en la fisonomía de la lectora todas las impresiones que recibía.

También, también durante este examen le latía el corazón con insólita fuerza. Contenía el aliento. Seguía con los suyos el movimiento de los ajenos labios, que iban modulando la palabra escrita en voz alta. Esta voz empezó á velarse en un párrafo, el más apasionado, y los ojos, los hermosísimos ojos de Gracia se llenaron de lágrimas. Había escrito Román:

«Y quiera el Todopoderoso, mis amados padres, que esta unión íntima entre Gracia y yo se prolongue todo cuanto dure mi solitaria vida, y que ella, la niña, sea la que reciba la última bendición de este humilde sacerdote, y cierren sus dedos piadosamente mis ojos á la hora de la muerte.»

La aragonesa no pudo contener su emoción; se levantó, soltó la carta, y en un arranque abrazó á su hermano con pasión, con la pasión fraternal excitada por la lectura.

—Si, hermano mío, sí. Siempre, siempre viviremos juntos. ¡Bah! Yo no seré monja, pero tampoco me casaré. Mereces esto. Lo mereces.

Y luego:

—Pero no quiero que tengas esas ideas tan tristes. ¿Quién piensa en morirse? ¡Vaya, tontón! ¡Dame un beso! ¡Otro! ¡Otro! Así. ¡Tómalo tú ahora!

Y le besó íntimamente en las mejillas, en la frente, en los ojos, en la boca.

Román dió un grito; se levantó, rechazándola con un movimiento brusco.

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Te he pinchado con algún alfiler?

Conoció el sacerdote la inocencia con que se hicieran aquellas caricias en la sorpresa inaudita que reflejaba el semblante de la hermana. Se dominó para contestar:

—¡Sí, un arañazo habrá sido!

—¿Dónde?

—No, pero no gran cosa. No se puede ver recién hecho. Ya saldrá. Pero vete, vete, déjame solo.

—¿Y la posdata?

—Llévate el tintero. Escríbela en el comedor. Así lo hizo ella; y cuando el mísero quedó solo, fué, como el primer día de la tentación, á besar los llagados pies del Crucificado,

—¡Jesús, Jesús mío! ¡Socórreme! ¿Qué es esto? ¡Ah! La Imitación de Jesucristo. ¡Qué razón tiene! ¡Qué será de nosotros al fin, pues ya tan temprano estamos tibios! ¡Ay de nosotros, si así queremos ir al descanso como si ya tuviésemos paz y seguridad, cuando aun no parece señal de verdadera santidad en nuestra vida religiosa! ¡Con mucha razón podemos humillarnos y no sentir de nosotros cosa grande, pues somos tan flacos y mudables. ¡Presto, presto se pierde por descuido lo que con mucho trabajo dificultosamente se ganó por gracia!

Postrado, hundiendo por fin la frente en el polvo, recitó de memoria la oración del monje agustino:

«Señor Dios mío, que me criaste á tu imagen y semejanza, concédeme aquesta gracia, que declaraste ser tan grande y necesaria para la salvación, á fin de que yo pueda vencer mi perversa naturaleza, que me arrastra á los pecados y á la perdición.

»Pues yo siento en mi carne la ley del pecado, que contradice á la ley de mi alma y me lleva cautivo á obedecer en muchas cosas á la sensualidad, y no puedo resistir á sus pasiones, sino me asiste tu santísima gracia, eficazmente derramada en mi corazón.

»Necesaria es tu gracia y grande gracia para vencer la naturaleza, inclinada siempre á lo malo desde su juventud.

»Porque, abatida en el primer hombre, Adán, y viciada por el pecado, pasa á todos los hombres la pena de esta mancha: de suerte que la misma naturaleza que fué criada por ti buena y derecha, ya se toma por el vicio y enfermedad de la naturaleza corrompida; porque el mismo movimiento suyo que le quedó, la induce al mal y á lo terreno.

»Pues la poca fuerza que le ha quedado es como una estrellita escondida en la ceniza.

»Esta es la razón natural, cercada de grandes tinieblas, pero capaz todavía de juzgar del bien y del mal y de discernir lo verdadero de lo falso: aunque no tiene fuerza para cumplir todo lo que le parece bueno, ni usa de la perfecta luz de la verdad, ni tiene sanas sus aficiones.»

Si. Había sido aquello como una estrellita escondida entre la ceniza. El fuego existía, no se apagó; antes, por el contrario, con los besos de su hermana, besos en la frente, en las mejillas, en los párpados, en la boca, había renacido más poderoso. Después de recitar con gran fervor toda la oración del Kempis, comprendió que era ineficaz y que de nada le servía. Ardíale la piel, una gran tensión que no podía dominar; era como una incomodidad local que le producía fiebre. Tenía sed, mucha sed. «¡ Jesús! ¡Jesús mío!,» volvió á decir, y tornó á humillarse, á hundir la frente. Besó los llagados pies, las rodillas ensangrentadas, las cubrió de besos y lágrimas; luégo subió más en su adoración: se abrazó á los muslos de la escultura; pero al hacer esto, retrocedió de nuevo asustado. De nuevo la ceniza descubría el fuego entre ella escondido. Los muslos de la imagen no tenían la blandura de lo que imitaban; eran madera pintada, pero tenían el color y la forma de la carne.

—¡Agua! ¡Agua! ¡Me abraso! ¡Aire! ¡Dios mío, aire, que me ahogo!

Tropezando como un hombre ebrio, se dirigió al balcón, lo abrió de par en par; luégo corrió de igual manera al sitio donde estaba la jofaina. No quería llamar á Gracia. No quería tenerla cerca de sí estando bajo la influencia de aquella crisis terrible. ¡Vaso! ¿Para qué? Bebió allí, echando el agua del jarro en la jofaina, á grandes sorbos, casi con succiones de los labios y la lengua como los animales. Esto, sin embargo, no le procuraba alivio. Conoció que necesitaba una reacción violenta de frío, rápida y desagradable. Tuvo la precaución de cerrar la puerta, y luégo, con movimientos apresurados, se quitó la sotana, los pantalones, la camisa, todo. Se quedó en cueros puso la jofaina en el suelo, llena, repleta de agua y se sentó sobre ella, sofocando el grito de la impresión que buscaba y encontró por último.

Volvió á vestirse más aliviado, más sereno, casi tranquilo. Había obedecido en todos sus actos al instinto, sólo al instinto, que le aconsejaba hacer lo que hizo.

En aquel punto y hora volvió su hermana; encontró resistencia en la puerta.

—¿Estas encerrado? ¿Rezas?

Román descorrió el pestillo.

—No, ya puedes entrar.

—Ya escribí la posdata. Léela, á ver si te parece bien.

El sacerdote se guardó muy bien de hacerlo. Fingió obedecer, pero procuró que sus ojos no se fijaran en ninguna de las letras que simulaban hechas con patitas de mosca.

—Está bien.

Plegó la carta, la metió en un sobre.

—Voy á echarla al correo. Un pretexto, porque lo que él quería era salir, irse solo fuera de la población, probablemente á la Moncloa. Quería cansar su cuerpo, producir en él la fatiga, una fatiga inmensa; buscar la extenuación de algún modo, anular aquellas inmensas fuerzas que sentía en los músculos, y á las que necesitaba dar empleo de algún modo más eficaz que el rezo en una reducida estancia y la inmovilidad de rodillas delante de un cadáver. Andar, y, cuando estuviera en el campo, correr, como corría en los buenos tiempos del seminario por los patios de éste, ó por los paseos de Valladolid, á las horas de recreo; buscar un sitio donde nadie fuera testigo del ridículo espectáculo que debería ser la vista de un ministro del Altísimo entregado á ejercicios gimnásticos, tan impropios de la amplitud de pliegues en que severamente le envolvía el traje talar.

Salió. Cumplió primero el deber de franquear; la carta y echarla en el buzón de la calle de Carretas. ¡La carta causa de todo! Y luégo… luégo perdió la primera inclinación y abandonó su intento.

Prefirió el bullicio de las calles al bosque rumoroso, y anduvo errante por la ciudad sin dirección fija, codeándose con los transeúntes, convertido en un átomo de la masa-muchedumbre.

La soledad le espantaba. La temía, porque no se reprodujeran en ella las rebeliones de la carne flaca. Creyó obedecer á estas ideas para la resolución adoptada. Creyó que el susto de las tentaciones en él, como en los niños, necesitaba, para desaparecer, la presencia de la gente. No era eso, no. Bien pronto se sorprendió mirando con instintiva complacencia lo humano que pasaba junto á él: las mujeres que con menudo paso cruzaban de una á otra acera; mujeres del pueblo, grandes señoras y burguesas; las unas envolviendo sus turgentes formas en mantones de lana, que las simulaban más opulentas; las otras dejándolas ceñir por la seda y el brillante raso, que parecían pulimentarlas; y todas, todas ellas mirándole al pasar, con esa ojeada de rápido y furtivo análisis que tienen los femeniles ojos; y en la mirada la expresión del comentario natural hecho por el pensamiento. «Un cura joven y guapo, ¡qué lastima!» ¡Qué lástima! Sí. Eso sentían al verle. Un sentimiento análogo al que se experimenta ante cualquier desgracia que coge, inutiliza y tritura en la mejor edad una vida. ¡Qué lástima! Lo mismo hubieran dicho al verle impedido á los veintidós años, sordo, acometido de ceguera, de mutismo ó de locura. Exacto. Tenían razón en compadecerle. Eso era, eso tenía que ser el sacerdote célibe. Sordo, mudo y ciego para la carne.

Sintió de nuevo la tensión, la gran tensión que produjeran poco antes los fraternales besos de Gracia. Estuvo á punto de gritar en alta voz, á riesgo de que las gentes le miraran: «Vade retro,» de entonar el consabido «Jesús stetit». Luégo sonrió amargamente. Pensó en el colector, en el tío de Anita. ¡Qué razón tenía aquel tío!

El celibato estaba llamado á desaparecer. Se conservaba acaso sólo por tenaz y terco empeño, para no imitar la conducta de los anglicanos y griegos. Nada más. Por hacer lo contrario de lo que practicaban los enemigos de la iglesia. ¡Insensatez! Y entonces, no como un átomo de la masa, yendo de aquí para allá en el mundo, consideró al sacerdote, sino como un punto, imperceptible al principio, que luégo iba extendiéndole, amplificándose, siendo mancha de la que toda humanidad intentaba huir, y que al fin penetraba en el seno de las familias, llegaba como suciedad negra y grasienta; un contagio, un peligro social, disfrazándose con las armas de la pureza para mejor acercarse al lecho de las vírgenes, cuyos adorables secretos producían, al pasar por la rejilla, ardores extraños al soldado de Cristo, que los escuchaba en la garita llena de sombras del confesionario. ¡Violación! ¡Estupro! Y ¿por qué no? Todo se conjuraba favorablemente para ello. ¡Soldados de Cristo! ¡Disciplina eclesiástica! ¡Militares! ¡Lo eran! Y á veces también se convertían en soldadesca desenfrenada, que entraba á sangre y fuego en las casas para vengarse de las penalidades y abstinencias sufridas durante el asedio y la campaña.

Conoció que estaba muy cerca del vencimiento. Una, entre todas las mujeres que transitaban, pasó muy cerca, le rozó suavemente; sintió las formas extrañas como cediendo á la presión con blandura dócil. Ella le miró picarescamente, con lascivia, excitándole y provocándole. Era una prostituta que, sin duda, se equivocaba acerca del respeto que merece el traje talar. Román no quiso exponerse á más; iba á oscurecer. La sombra empezaba en el mundo y en su alma. Tomó un coche y volvió en él á su casa.

—¡Cuánto has tardado! —dijo la niña al abrir la puerta.

No contestó. Llegar al pie del crucifijo y arrodillarse fué instantáneo. Llegó como llega el sediento al manantial.

—No entres —exclamó;—necesito orar.

Gracia, sin responder, cerró la puerta. No se explicaba lo que sucedía á su hermano desde aquel episodio de la carta, pero acusaba algo muy grave el trastorno del semblante.

El sacerdote, á solas ya, alzó los párpados; sus miradas quedaron fijas en el rostro del Redentor, en aquellos ojos medio cerrados que vidriaba la afonía, en aquellas demacradas facciones, cuyo barniz, con los reflejos de los cirios, presentaba como imitados los últimos sudores de la muerte. Estuvo así largo rato, sin orar, inmóvil. Ni el hombre ni la escultura pestañeaban. Sintió un ruido especial en los oídos; le pareció que la boca de Jesús se movía. ¡Sí! Se movía, y él, en el movimiento de los labios, iba descifrando las palabras, ¡Jesús le hablaba! Le hablaba, ¡oh asombro!, pero sin reconvenirle.

«Hijo, no puedes permanecer siempre en el deseo fervoroso de las virtudes, ni perseverar en el más alto grado de la contemplación, sino que es necesario, por el vicio original, que desciendas alguna vez á cosas bajas, y también á llevar la carga de esta vida corruptible, aunque te pese y fastidie.

»Mientras lleves el cuerpo mortal, sentirás tedio é inquietud de corazón.

»Es preciso, pues, mientras vives en carne, gemir muchas veces por el peso de la carne, porque no puedes ocuparte perfectamente en los ejercicios espirituales y en la divina contemplación,

»Hombre eres, y no Dios: carne, y no ángel.

»¿Cómo podrás tú estar siempre en un mismo estado de virtud, cuando le faltó al ángel en el cielo y al primer hombre en el Paraíso?

»Yo soy el que levanta con entera salud á los que lloran y traigo á mi divinidad los que conocen su flaqueza.»

El asombro, la sorpresa que produjeron estas palabras fué tal, que, distendiéndose los músculos como resortes, se encontró de pie y retrocedió asustado. La alucinación cesó con esto. El Crucificado recobró su inmovilidad de estatua. Pero había hablado, ¡eso sí! Hubo un momento en que habló, en que brotaron de aquellos labios, ora inánimes, los raudales de una filosofía extraña. ¡Jesús expresándose como D. Fermín! Jesús diciéndole: «¿De qué te extrañas? ¿Del pecado? ¿Vas á cometerlo? ¿Y qué? ¡También lo cometió el primer hombre en el Paraíso!»

—¡Eso, eso lo he leído yo en alguna parte! —exclamó enloquecido.—Eso debe ser alguna proposición herética. No ha sido Jesús, ha sido mi memoria recordando. Veamos, pronto.

Y fué á la mesa. Allí, delante de todo, estaba un libro abierto por la última página leída. Involuntariamente se fijó en las letras, mientras buscaba en el montón de los volúmenes, porque no creyó que aquella página diese la clave del enigma.

Leyó:

«Hombre eres, y no Dios: carne, y no ángel.»

¡Cielo santo! ¡Allí estaba! ¡Allí! En el libro del venerable monje agustino. Del que aseguraba triunfar del demonio dándose sendos disciplinazos al compás del himno Jesús stetit. ¡Tomás de Kempis! ¡La Imitación de Jesucristo!

Una alegría inmensa se apoderó de su alma. Parecióle ser un prisionero que recobra por fin su libertad. Hombre era, y no Dios. Cierto. Podía incurrir en el pecado de la carne ó en otro cualquiera.

La virtud le faltó al ángel en el cielo, al primer hombre en el Paraíso. A él, sacerdote, con más motivo llegaría lógicamente á faltarle en la tierra. El mismo Jesús le allanaba el camino dé la disculpa; encontraba, como experto abogado, las circunstancias atenuantes.

Perdió todo miedo. Abrió la puerta:

—¡Gracia! ¡Gracia! ¡Ven!

La gentil aragonesa se presentó. Llegó tímidamente turbada, esperando encontrarse ante el continente siempre austero de Román, ante su hermoso rostro de asceta joven. Notó el cambio en seguida.

—Vamos, ya se le pasó —se dijo mentalmente, y luégo en voz alta:—¿Qué querías?

—Entra, mujer, entra; vamos á ver qué es lo que pusiste en la posdata.

—¿Lo leíste?

—Pero no leí bien. Quiero oírlo de tu boca.

—Pues puse nada más que tres líneas: «Mucho me quiere mí hermano; pero las mujeres queremos más y de otra suerte. Ya veis, amados padres, que la felicidad que cifre en mí la tendrá siempre que me la pida.»