XIII
Las salas de los dos pisos estaban separadas por un delgado tabique, y eran las habitaciones respectivas de ambos sacerdotes en una y otra casa. Así es que por las noches, después de la despedida hecha en el comedor, había otra consistente en unos cuantos golpes dados discretamente en aquella endeble separación.
Oíase todo. Cuando Román rezaba, solía interrumpirle un acceso de tos de D. Fermín, ya acostado; y hasta el chasquido del fósforo al encenderse por frotamiento en la caja y el soplo con que después se apagaba la bujía eran ruidos perceptibles para el que de los dos curas permanecía insomne por más tiempo.
Noches hubo en que Román, despierto, en aquellas terribles crisis, sublevaciones y luchas con la carne, oyó lo que detrás del tabique pasaba. Oyó besos y risas de mujer que se siente cosquilleada en lo oscuro; porque así era el tremendo delicta carnis entre el tío falso y la sobrina postiza; así era como lo trataban, como en son de broma, por vía de diversión y de chacota. El fauno y la ninfa retozaban y tomaban la cosa á juego. Oía Román el crujir de la cama, con el cual suponía el sucio movimiento de que habló el inmortal clásico; y en estos momentos era cuando él también sucumbía, allí, en su desierto lecho, solo y pensando en Gracia y queriendo á todo trance morir él, pero morir respetándola.
Una noche resonó un grito en el gabinete de ésta. Se asustó. Era un grito agudo. ¿Se habría repetido el ataque? Se levantó, echóse el balandrán para cubrirse de cualquier modo.
—¡Gracia! ¡Gracia! —dijo acercándose á la puerta.
—Entra, Román, está abierto.
—Pero ¿has gritado? ¿Qué te pasa? —contestó el sacerdote apareciendo con el balandrán y bajo él en ropas menores, por lo que si el burlón de D. Fermín le hubiera visto, le calificaría con frase de jugador de dominó, comparándole con el seis blanca.—¿Qué te pasa? ¿Te pones mala?
—Calla, hombre, ¡por Dios! Si tú supieras… Al principio me asustó, pero ¡mira, mira qué bonitos! ¿Has visto cosa igual? ¡Qué instinto de animales! ¡Acércate!
Se acercó el sacerdote hasta la cama. Allí presenciaron sus ojos unm espectáculo que le sorprendió; más aún, que le sobrecogió, dejándole emociones de maravilla y de ascos.
Allí, sobre la colcha, á los pies de Gracia, estaba lo maravilloso y lo nauseabundo. Estaba la Morroña, la gata, inseparable compañera de su ama, y con la Morroña cuatro ó cinco animalucos, casi informes, pequeños, torpes en sus movimientos, llenos de inmundicia, que la gata lamía desaforadamente para limpiarlos, para que resultaran; una vez limpios, lo que eran, sus hijos, los gatitos. ¡Cielos! ¡El parto!
Gracia, sentada en la cama, caída la camisa en desliz natural de un hombro más que del otro, y dejando, portante, desnudos éstos y el nacimiento del seno, miraba muy atenta, habiendo seguido sin perder una sola todas las peripecias de aquel acontecimiento: entonces si que revelaron estupor sus ojos, y parecieron quedar contestadas todas las preguntas de aquellas pestañas tan interrogadoras. ¡Qué maravilla!
Román estuvo inmóvil, sin saber qué decir.
—Pero ¿no ves? —gritó alegremente la niña.—Ha parido la gata. ¡Pobrecita! ¡Si supieras cuánto sufrió!
Por último, el sacerdote pudo coordinar sus ideas; pero lo que primero salió de sus labios fué la impresión de contrariedad y enojo.
—¡Maldito bicho! ¡Al demonio se le ocurre subirse á tu cama para hacer eso! ¡Buena te habrá puesto la colcha!
—Déjalo. Ya se lavará. La pobre me quiere tanto, que hasta para eso no ha consentido en separarse de mi; —y luégo riendo:—¡Vaya! Ha querido hacerme un regalo con sus hijos.
—¡Cállate, loca! —replicó el hermano sonriendo á pesar suyo.
Y fijó sus ojos en el rostro de Gracia. Las miradas esta vez se cruzaron francas y leales; pero la misma claridad con que en ellas se leía el pensamiento hizo buscar en los párpados un escudo; bajáronse éstos y siguieron presenciando los quehaceres de la parida. Conocíase que el parto había concluido, pero no los trabajos de la maternidad. Había cinco, eran cinco, y la madre se multiplicaba, por decirlo así. En pocos minutos los dejó limpios, y uno tras otro, mostrando extremo cuidado, fué cogiéndolos con su boca y colocándolos bajo su vientre. Luégo se tumbó, rendida, dando un maullido de satisfacción; y clavando sus redondas pupilas en el sacerdote y en Gracia, pareció decirles: «Aprendan Uds.» Y, en efecto, mucho había que aprender en el espectáculo, sobre todo en la paciencia con que se dejaba hurgar por todos aquellos hociquillos color de rosa, que mordían torpemente el pezón, y con la furia del primer apetito tiraban y parecían querer arrancarlo. La Morroña se quejaba, pero no se móvía.
—¡Animalito! ¡Qué madrota va á ser! ¡Pero esas pequeñas furias me la lastiman! ¿No ves, Román?
—Ló que veo es que la gata no puede quedarse ahí. No te dejaría dormir.
—¿Dormir? Y ¿quién piensa en dormir? ¿Te figuras tú que tengo sueño? ¡Pues apenas despabila una cosa así! Estoy tan despierta como la noche…
Aquí se calló. Iba á decir la noche del ataque, y se contuvo á tiempo. Los dos hermanos, sin decirse una palabra, habían coincidido, como por adivinado convenio no expreso, en callar los recuerdos que evocaba la primera manifestación del histerismo.
—Pues yó —contestó Román presuroso, ~ yo tengo sueño. Es preciso quitar la gata. Tú sola no quiero que lo hagas, porque te árañaría. Gracia se opuso tenazmente.
—¡Déjala, pobrecilla! ¿Qué molestia me causa? ¡Cuándo te digo que no tengo sueñó! No me estorba, ni yo á ella; he separado los pies, está en un hueco, y por lo menos la noche la pasará más abrigadita y blanda, y yo desvelada me entretengo. Mira, tú vete á la cama, duerme y no te ocupes de estas cosas; mañana ya se arreglará lo que sea debido.
Román salió como huyendo, y quedaron allí, detrás de él, en la cama de matrimonio heredada, tradicional y clásica de la casa labriega aragonesa, la recién parida bestia, rodeada de sus hijuelos, velada por la cariosa virginidad de Gracia.
Entró de nuevo en la sala el sacerdote, confuso y trastornado por el suceso; y al entrar allí, detrás del tabique, los besos y risas de siempre, los crujidos del otro lecho, le avisaron de que á su alrededor, animales y seres humanos, en el sublime misterio de la noche, cumplían la ley fatal á que está ligada la materia. Vióse más solitario que nunca, y el silencio suyo y su pasividad sirviéronle para oir mejor, más claros, más atronadores, los ruidos que hacen las especies en su labor eterna de generación. Le parecieron ahora el placer más augusto, más solemne y como ennoblecido el acto de la unión carnal; vió borrarse la infamia que pudiera caber en la palabra pecado, siendo sustituida por la sublimidad de esta otra, misión; y acudió presuroso al altar, cayó de hinojos ante la Inmaculada, que entre sus luces y sus azucenas de perfumado trapo parecía sonreír como Gracia á las varas florecidas de los mancebos.
De pronto creyó ver, como á la claridad de una gran luz, que estaba en pecado mortal, que la imagen de la Virgen le excitaba los sentidos tanto como la vista de Gracia. Separóse del altar, fué á la cabecera de su cama, cogió un pequeño crucifijo en la pared colgado, lo estrechó contra su pecho, se desprendió de todas sus ropas, y desnudo buscó el frío de los ladrillos; tendióse boca abajo en el pavimento y recitó de memoria otra oración del libro que tenía días há olvidado: La Imitación de Jesucristo.
«Confesaré, Señor, contra mí mismo mi iniquidad: te confesaré mi flaqueza.
»Muchas veces es una cosa bien pequeña la que me abate y entristece.
»Propongo pelear varonilmente; mas en viniendo una pequeña tentación me lleno de angustia.
»Algunas veces, de la cosa más despreciable me viene una grave tentación (y aquí el cura acordábase como cosa despreciable de la Morroña).
»Y cuando me creo algún tanto seguro, cuando no lo advierto, me hallo á veces casi vencido y derribado de un ligero soplo.
»Mira, pues, Señor, mi bajeza y fragilidad, que te es bien conocida.
»Compadécete y sácame del lodo, porque no sea atollado, y quede desamparado del todo.
»Esto es lo que continuamente me acobarda y confunde delante de ti: ver que tan deleznable y flaco soy para resistir á las pasiones.
»Y aunque no me induzcan enteramente al consentimiento, sin embargo, me es molesto y pesado el domarlas, y muy tedioso el vivir así siempre en combate.
»En esto conozco yo mi flaqueza, en que las abominables imaginaciones más fácilmente vienen sobre mí que se ván.»
Una carcajada varonil le interrumpió del otro lado del tabique, y un sonoro beso, después de lo cual se oyó la voz del satírico padre Fermín:
—D, Román, en lo mismo lo conoce todo el mundo; créame y acuéstese y deje dormir á los demás, que son ya las dos, y á fe que, con rezos ó sin ellos, tenemos á estas horas los mortales bien ganado el sueño. — Y terminó como siempre con una burla:—Cuando se toca el violón de madrugada, se incomoda á los vecinos.
Román calló. Las frases del colector, como empujón y codazo, le volvieron á la vida real. Se levantó penosamente. El frío de los ladrillos dejábale aterido. Hundióse con delicia en los colchones bajo el abrigo de la manta.
Gracia y la Morroña seguían despiertas. La gata fijaba de vez en cuando sus ojos en la niña, sus ojos, que tenían aquella noche una expresión especial, casi humana, inteligente. La aragonesa, inmóvil, en la misma postura en que su hermano la dejó, recogidas las piernas, contenía hasta la respiración, no pestañeaba siquiera; dijérase un diálogo entre la mujer y el animalillo, sostenido con la prolongación de aquellas mutuas miradas. «¡Ah! ¿Conque eso es así?», parecía preguntar la virgen, y la contestación de la recién parida resultaba: «¡Así es!»
La lamparilla de noche, puesta sobre la cómoda, alumbraba débil y temblorosa esta escena. Era una luz del tamaño y de la forma de una almendra, chisporroteando en el recipiente y saltando sobre el redondel cortado de un naipe que flotaba en el aceite. El Niño de la Bola era el que recibía la claridad más directa, y el nimbo de oro chispeaba sobre la rubia cabecita del muñeco. Aquella noche llevaba Jesús su vestidito de raso blanco, que era el que le hacía más niño, el que le sentaba mejor. Á Gracia le pareció que el Hijo del carpintero también se animaba: la temblorosa luz fingía en la imagen movilidad de facciones, hasta el punto de simular sonrisas en los labios y titilación en los párpados. Sonreía sin duda mirando sus juguetes: la Pilarica de plata, del tamaño de un alfiletero; el cordero de cabritilla y algodón en rama, los dos floreros, las monadas que bajo el fanal pasaban con él la vida extraña de lo inerte. Luégo, la luz formaba, con sus intermitencias, sombras caprichosas en las paredes, que repetían sus transformaciones produciendo el mareo de la vista.
La Morroña daba de vez en cuando débiles maullidos. Los hociquillos de color de rosa seguían hurgándola en la barriga; levantaba ella las patas para prestarse mejor á la rebusca de pezones emprendida con tanto ahinco. Incorporábase á medias y lamía uno de aquellos cuerpos como acometida de súbita ternura. Eran cinco, y de ellos había tres del color del gato de Anita, del que tuvo dolor de muelas, del gato negro. Los otros dos, blancos como su madre. Mestizos de Angora. Monísimos. Allá, en el otro extremo, las puertas maderas del balcón, abiertas, dejaban ver á través de los de cristales el fondo oscuro de la noche. Cuando Román pronunció su ardiente plegaria, y, llevado de su arrebatado fervor, la pronunció en voz alta, Gracia hubo de escucharla. ¡Román había mentido! ¡Tampoco tenía sueño! ¡Tampoco dormía! Hasta el mismo jilguero, despierto por los maullidos de la Morroña, saltaba en las cañitas de la jaula y parecía con un repetido pío preguntar con enojo por qué razón se turbaba el reposo de un prisionero por delito de inocencia que no se metía con nadie; y con un cañamón en el pico, sacando la cabecita por el hueco de los alambres, airados los ojuelos, no le faltaba más que hablar para decir: «¿Qué desorden es este? Como siga la cosa así, me van Uds. á hacer que trine.»
La aragonesa sonrió á los píos del jilguero y á la plegaria de Román. Pero no estaba ella para ideas de este género. ¡No! Aunque se burlasen todos los padres Fermines del mundo, era verdadero acontecimiento el haber parido la gata. Así lo conceptuaba también, á no dudar, la misma Morroña… y Román. La doncella volvió á quedarse pensativa. ¡El pobre Román! ¡Cuánto sufría! Recordó su posdata memorable.
«Mucho me quiere mi hermano; pero las mujeres queremos más y de otra suerte. Ya veis, amados padres, que la felicidad que cifre en mi la tendrá siempre que me la pida.» La felicidad de Román era… ¡Dios mió! Si. Aquello era. Se puso muy seria. Discutió allá para sus adentros no sabemos qué arduos y enmarañados problemas, algo que le preguntaba el cuerpo á la razón y no al espíritu. Y ¿por qué no? Contestó su pensamiento. La tendrá siempre que me la pida.
Miró de nuevo á la Morroña, extendió por fin las recogidas piernas, cogió á la angora, que pareció comprender y se prestó á la maniobra sin arañar ni morder, y en el hueco formado en la cama por esta nueva postura, entré sus muslos, separados con mucho tiento, puso uno por uno á los gatitos, reuniéndolos con la madre.