III
Hacían los dos hermanos una vida muy retirada; y aun dentro de la casa, á los dos meses de venir Gracia de Tudela, ocurrió lo que dicho queda, de convertirse á más huraño el carácter del sacerdote, con lo cual el aislamiento y soledad resultaron insoportables.
La joven ignoraba las razones á que pudiera obedecer este cambio; pero lo más singular es que el mismo Román, que lo motivó, tampoco podía darse cabal cuenta de ellas. Un alejamiento instintivo de una cosa que desconocía, pero que la misma ignorancia le hizo tener por un peligro. ¿Peligro de qué? ¿No era su hermana? ¿La hija de su padre? Pues entonces…
Román dos ó tres veces intentó reanudar sus visitas al gabinete de Gracia. Entrar allí. ¿No era, después de todo, ridículo lo que estaba haciendo? Al salir de su cuarto pasaba por la puerta de escape; y si veía abierta la del gabinete, con verdadero susto en el ademán y en la voz gritaba: «Cierra, Gracia, cierra,» ó cerraba él mismo, y sólo así se tranquilizaba. Sus tentativas fueron anuladas siempre por la voluntad, por algo que parecía voz ó aviso del cielo, una orden sobrehumana gritándole en la conciencia: «Te prohibo que entres.» ¡Cosa más rara!
Román tenía un organismo digno de estudio, hermoso; un temperamento de los que ya no conoce la ciencia, porque los ha hecho desaparecer la grande anemia y la neurosis intensa del siglo diez y nueve. Sanguíneo-nervioso. Entre los seres animales equivale esto á ser el brillante de la humanidad. Equilibrio perfecto. Desarrollo en su grado justo. Á igual distancia de la atrofia que de la hipertrofia. La vida como punto, y el punto centro matemático de un círculo. Nutrición exenta de gula, porque la asimilación de alimentos es acabada. Pensamientos bien concebidos y fácilmente expresados. Sentir como se piensa, sin violencias de emoción tales, que lleven á la adquisición del aneurisma. Cinco horas de sueño bastan para el reposo; una legua de camino para el ejercicio. Pueden levantar los brazos tres arrobas de peso cada uno, sin que se resienta por ello la musculatura. Vista de cazador de vencejos. Respiración tan igual como el movimiento de los ventiladores de una máquina de vapor. Pulso tan acompasado como las oscilaciones del péndulo de segundos. Vida entrando á torrentes por todas partes en la materia, tan magistralmente dispuesta á recibirla.
Á un hombre así, la naturaleza lo puede llamar: «¡Hijo mío!», y la naturaleza, como madre, lo reclama. Es preciso que, pues tiene órganos perfectos, ninguno de ellos deje de cumplir sus funciones. ¿Las cumple? Queda satisfecho. Jamás uno solo de estos órganos traspasa los límites de la necesidad para llegar al vicio. Glotonería, lujuria, pereza, palabras que no tienen ningún sentido, ningún objeto; armas mortales que se quiebran contra un cuerpo en que están combinados según arte estos dos elementos: sangre y nervios: El hierro y el acero. ¡Qué estatua!
De hombres de tal constitución dicen los textos sagrados este á manera de hermoso epitafio:
«Y era Moisés de edad de ciento y veinte años cuando murió: sus ojos nunca se oscurecieron ni perdió su vigor.»
Por esto mismo, por no ser vicios, y por ser estrictamente necesidades las que experimenta un organismo así formado, la satisfacción de éstas da el bienestar á la materia; pero una sola de ellas resulta imposible dejar de cumplirla. El hombre pierde su cualidad racional, y queda convertido en fiera. Su comida es frugal; pero le basta á su aparato digestivo un solo día sin pan para dar á la mano este consejo: «Roba.» Sus pulmones necesitan oxígeno, sus miembros movimiento, todo su ser libertad. Privadle de ella: será de los presidiarios que se escapan siempre. Dejadle sin abrigo en invierno: incendiará como Nerón toda una ciudad para calentarse á la hoguera. Es casto, su continencia es la que corresponde por naturaleza á los animales que han de reproducir y multiplicar su especie, sin que se debiliten por ello las fuerzas de la vida intelectual. Usa de la hembra, de la comida, del vino y hasta del aire que respira, parcamente, cuando exigen entrar en actividad los órganos correspondientes á cada función. Pero si la virgen se resiste, no se detiene ante ningún obstáculo. Toda violencia está justificada. La misma voz que cuando tuvo hambre le dijo: «Roba,» ahora, dirigiéndose á su sensualismo, le grita: «Viola ó estupra.» Para estos seres, la menor contrariedad, como para otros la mayor, lleva al crimen. La continencia absoluta sólo se consigue con un remedio horrible: la castración.
Román ignoraba su temperamento. No sabía de si mismo nada más sino que era robusto y que estaba sano. En su cualidad de sacerdote, le preocupaba el alma y desatendía el cuidado del cuerpo. Á la materia la daba su alimento y su aseo; y hecho esto, poníala de rodillas delante de la divinidad y la humillaba. De buena gana, en su fanatismo, lleno de vida y de juventud, hubiérase echado, como los trapenses moribundos, sobre un puñado de paja y una cruz de ceniza hecha en el suelo, para recordar más positivamente su origen y repetir con el Eclesiastés: «Quid superbis terra et cinis? ¿De qué se ensoberbece el que no es más que tierra y ceniza?»
Román, desde que vino Gracia de Tudela, halló cosas nuevas y fenómenos que le preocupaban en grado sumo, porque hasta entonces no pudo averiguarlos en la complicada vida que llevaban el alma y el cuerpo, el sacerdote y el hombre. Pensando en ello, le sobrevenían alarmas de que jamás se consideró susceptible.
Ya hemos dicho que, en los dos primeros meses, ninguna revelación pudo turbar su sosiego. La recibió y acogió con extremada alegría. Recordaba que Gracia andaba de corto y jugaba cuando él era ya un adolescente. Recordaba, de más lejanos tiempos, haberla dormido en sus brazos, envuelta en pañales, con esa solicitud que manifiesta el hermano mayor hacia el menor; solicitud casi paternal, para la cual sólo es preciso que el menor sea un nene y el primogénito un arrapiezo. Al verse de nuevo, después de los años de separación transcurridos, varón fuerte él y ella moza garrida el recuerdo de la niñez sirvió como de velo tupido que cubría sus cuerpos y los resguardaba de la malicia. La carne separada por la consanguinidad y la inocencia paradisíaca que describe el versículo del Génesis. Por eso él decía, hablando de Gracia: «¡Mi hermana la niña!» Y ella, hablando de Román: «¡Mi hermano el cura!» Y se figuraban así la expresión completa de su pensamiento.
Esto duró poco. La ilusión de Román tuvo modificaciones, y se alteró al entrar en los moldes de la realidad. De aquí su sorpresa. El celibato eclesiástico, por instinto y aviso de la carne, habíale parecido cosa difícil y acaso la regla más estrecha del estado que abrazaba; meditó sobre ello todo lo que le es permitido meditar á quien siente la vocación como un fanatismo. Pensó en la mujer como piensa el militar en la bala que ha de herirle: «¡Bah! ¡Puede ser que no! Y si me hiere, no todos los tiros matan.» Y entonces solicita el pase á campaña. Luégo creyó haber encontrado la fórmula salvadora.
—Para mí, no será una mujer la que viva conmigo, la que me cuide. ¡Gracia y yo solos! Ama de gobierno, esa, la única, ¡mi hermana!
Y al salir del seminario escribió la carta que ya sabemos. Creyéndose poseedor de un talismán, se abandonó al optimismo. La materia, el organismo, la juventud, ¿qué importaban, ni de qué servía contar el número de tales adversarios? Podían menudear los golpes. Se equivocaban. Le atacaban creyéndole indefenso. ¡Indefenso! Iba á la lucha porque estaba seguro de ser invulnerable.
El día de la llegada fué muy divertido para los dos. El sacerdote la vió asomada á la ventanilla del vagón, cuando el tren penetró en el andén con estruendo de ferretería y silbidos bajo la gran cubierta de cristales.
—¡Gracia!
—¡Román!
Se siguieron con la vista hasta que se detuvo la máquina. Abierta la portezuela, la muchacha iba á poner el pie en el estribo del coche. El sacerdote estaba allí; la cogió por la cintura, la levantó, la hizo saltar, como cuando era chiquilla, y, subiéndose en un poyo, tendía los bracitos á su hermano, gritándole: «¡Cógeme, cógeme; quiero volatines!» Saltó lo mismo que entonces, aunque pesaba más; pero también él tenía más fuerzas. Los dos se reían. Así en sus brazos la colmó de besos.
—¿Y padre? ¿Y madre?
—Con salud, ¡á Dios gracias! ¡También tú estás bueno! ¡Qué alto!
—¡Pues no que tú!
Y los viajeros, al pasar junto á estos regocijados extremos, oyendo el diálogo, comentaban:
—¡Son dos hermanos! Deben quererse mucho.
Tomaron un coche de cuatro asientos, á domicilio. Pagaron los asientos restantes para ir solos. El equipaje iba en la baca. Dentro, una porción de bultos de mano.
—¿Y todos esos engorros que traes?
—Anda, anda, engorros, y son cosillas de allá que me dió madre para que te las comieses. ¡Verás qué ricas! ¡Hace tanto tiempo que no las pruebas! Padre te manda cinco onzas para que, á su memoria, te compres un sombrero de teja y lo demás que necesites.
—¡Dios se lo pague!
Durante el trayecto no cesó la charla. Y al llegar á casa lo mismo. Aquel día se descuidaron algunos rezos de rúbrica.
—¡Hombre, ayúdame! ¡Ven acá! ¡Echa una mano!
Estaba Gracia sentada delante de los arcenes. Éstos abiertos, y abiertos también los cajones de la cómoda.
Román se quitó la sotana. Quedó en mangas de camisa. Extendía los dos brazos, las manos con las palmas para arriba. Así iba recibiendo el equipo de ropa blanca, trasladándolo al mueble con mucho tiento para no quitar los dobleces de la plancha y para no arrugarlo.
—Esas camisas en el primer cajón de arriba.
—Ya están.
—Toma. Las enaguas. Ponías así. Extendidas.
—¿También en el cajón? No caben.
—¡No, hombre! En la cómoda, no. Cuélgalas en la percha. Mira, para que no cojan polvo, pon esta colcha por encima. ¡Ajajá!
—¡Chica, qué bien huele tu ropa!
—Es del membrillo. Ya te pondré en la tuya. Media hora estuvo el sacerdote ayudando en la tarea. Por sus manos pasó toda la ropa interior de mujer. Se reía del suceso.
—¡Vaya que está bueno! ¡El que me viera á mi ahora con esto en la mano!
Era un corsé.
—¡Y qué tiene de particular! Mira, no lo guardes, déjalo ahi.
—¿En dónde?
—En cualquier parte. Sobre una silla. Ese es el usado. Guardaré el nuevo.
Después pasaron al comedor. Román había mandado traer chocolate del café más próximo.
—Desde mañana cuidarás de la cocina. Hoy comemos de fonda. No hay aquí ni carbón. La verdad es que me estabas haciendo mucha falta.
—¡Pues ya lo creo! Si los hombres solos no servis para nada. ¡Ya verás tú!
Terminado el desayuno, la emprendieron con una verdadera obra de romanos. Armar la famosa cama de matrimonio. El sacerdote agotó su paciencia, y acabó por declararse inepto.
—Mira, yo no entiendo todo este jaleo de tornillos.
—¡Caramba! Y el caso es que, con la fatiga del viaje, yo me estoy cayendo materialmente. Dormiría un poquito.
—Duerme si quieres.
—¿En qué cama?
—En la mía por este momento. De aquí á la noche, ya habrá venido uno que ponga sobre sus cuatro pies este armatoste.
Mientras se echaba, vestida por supuesto, sin hacer más que aflojar las lazadas de las cintas, él mismo entornó las persianas del balcón, graduó la sombra favorable al sueño.
—Te llamaré cuando traigan la comida. La encargué para las dos de la tarde.
Y salió de puntillas.
Quedaron en la sala el Cristo agonizante en la cruz y la mujer, cuya última visión antes de cerrar los ojos fué la palidez de los brazos extendidos sobre el madero santo.
El hermano volvió al gabinete. Iba decidido á sentarse, á descansar también, porque estaba rendido de tanto ir y venir. Buscó un asiento desocupado. ¡Imposible! Ninguna silla estaba desocupada. En cada una había un objeto distinto, y hasta por el suelo se veía esparcido el equipaje de Gracia. Aquí, un pañuelo de seda de colores chillones; más allá, unas botitas mal hechas por el Reinaldo de Tudela, pero pequeñas, como cajas de bombones; y luégo, la dichosa ropa blanca que, con ser tanta, no había cabido en la cómoda. Unos pantalones con puntilla de encaje, los refajos de invierno, camisas, chambras, y, por último, en el sitio más visible, el corsé, no el nuevo, sino el viejo, que había caído derecho por casualidad, debida sin duda á su vejez misma, al vicio adquirido por las ballenas y por la tela; allí estaba como un vaciado del busto de Gracia, lleno de esbeltez en la cintura, de amplitud en las caderas, ufanándose en ahuecar los moldes redondos de los pechos; y era la tela de color de rosa pálido: casi hasta en esto el tono de la encarnación humana. El sacerdote frunció el entrecejo. Llegóse á la silla, y airadamente, como de un sopapo, tumbó y chafó sobre el asiento aquellas turgencias. Pudiera decirse que cayeron panza arriba. Al mismo tiempo de ejecutar este acto, sus fosas nasales se dilataron aspirando el aire con delicia. Olía bien. Recordó la explicación de la niña: «Es el membrillo.» ¡El membrillo! De todas maneras empezaba á sentir una agitación extraña. El jilguero en aquel instante le regaló el oído con uno de sus trinos más poderosos. Cantaba teniendo en el pico un cañamón. Román no llegó á sentarse. Casi como un fugitivo se encaminó al comedor.
A las dos, durante la comida, no estaba tan contento como por la mañana.