VIII
Ya no hubo disgustos ni contrarió Román las inclinaciones afectuosas que Gracia sintiera hacia la perfumada andaluza. Antes bien, siempre que su hermana terminaba los quehaceres domésticos solía decirle el sacerdote:
—¿Por qué no llamas á Anita para que te haga compañía un rato?
Los dos caracteres habían variado mucho. El de ella y el de él. Notablemente. Sobre todo el de la niña, á partir de sus confidencias con la sobrina de D. Fermín.
Andaba preocupada con ideas, absurdas antes, y ahora claras, lógicas, enlazadas de modo tan íntimo, que se explicaban con su mismo enlace por sí solas. No lo sabía todo, pero sabía bastante. Su mirada era menos franca, pero más inteligente. Cuidaba con acrecentado mimo á la Morroña, que desde su primera salida al tejado en compañía del gato negro habíase hecho más perezosa y se le abultaba un tantico el vientre. La amistad de Anita, su conversación, lejos de aumentar la frecuencia con que al principio solicitaba su trato y compañía, hizo que disminuyese esta necesidad de expansión. Sentía un trastorno en su ser que no podía explicarse: era tímida, ella, la virgen aragonesa, antes tan arrojada y valiente. Apetecía estarse horas enteras sola, en lo oscuro del comedor, «pensando (como dijo una vez) en las musarañas,» es decir, meciéndose el cerebro en pensamientos indeterminados y vagos.
Continuaba gozando, al parecer, de buena salud; pero, lo mismo que la Morroña, prefería el descanso á la actividad; y no por inclinación propia de las naturalezas meridionales, como la de la andaluza, no, sino por un entorpecimiento especial de los miembros; á veces no podía reprimir sus deseos de bostezar; eran bostezos á menudo interrumpidos; se cansaba de hacerse cruces en la boca. ¡Cosa más rara! No tenía sueño. ¿Sería apetito? Partía de una rosca lo más tostado, que era lo de su gusto, lo mordiscaba, haciendo un verdadero esfuerzo de la voluntad. Tampoco era eso, ¡tampoco! D. Fermín, viéndola una noche bostezar tres veces seguidas, exclamó:
—Hambre, sueño ó ruindad del dueño.
¡Ruindad del dueño! Vaya Ud. á remediarlo. Lo cierto es que la molestaba.
Seguía bañándose; pero la operación de lavarse todo el cuerpo de arriba abajo ahora duraba mucho.
Quedábase en ciertos momentos parada, inmóvil, con la esponja chorreando agua en la mano, mirando su desnudez como en un éxtasis. No era tan morena como cualquiera se figuraría al ver su cara. Tenía como indicios é incipiencias de blancura en los muslos y los pechos; y en cuanto á vello, aunque pareciese raro, tenía muy poco. Por lo demás, no se la conocía un hueso, sin que por esto perdiera su esbeltez: ancha de hombros, una curva reentrante hasta la cintura, y luégo la amplitud de las caderas. La esponja escurría por fin en ellas sus últimas gotas. Frotábase con vigor. La gustaba producirse rosetones. Y así examinaba la propia carne, los detalles todos de la forma, no de otro modo sino como niño dueño de un juguete, al que da vueltas entre sus manos, sin llegar á comprender su complicado mecanismo, sabiendo que existe un resorte en alguna parte, sabiendo hasta el sitio en que está, pero ignorando cómo ha de usarlo. ¡Anita no supuso la ignorancia hasta un grado tal, y explicó su ciencia dejando como inútiles, por lo conocidos, los primeros rudimentos! ¡Ella no se atrevió á intentar la indagatoria! ¡Escachar, ser toda oídos y callar! Yá sabemos que fué lo que se propuso. Así es que llegaba un momento en que, deslumbrada por la belleza estatuaria de su virginidad, entornaba los ojos para seguir viéndola entre los velos que ponían sus larguísimas pestañas. Luégo, como acometida de un frenesí, saltaba fuera del redondo recipiente que la sirvió de pedestal, enjugábase malamente y se vestía con grande apresuramiento un traje de lana cerrado hasta el cuello, y al abrocharla última presilla lanzaba un suspiro de satisfacción.
Indudablemente, su sensibilidad se exaltaba de día en día. Se repitieron los accesos de llanto; tenía á lo mejor que esconderse para que no la sorprendieran llorando y le preguntasen la causa. ¿Qué sabía ella? Lloraba sin motivo, como por una necesidad orgánica, porque el llanto quitaba una opresión que la sofocaba en el pecho y una gran molestia en la garganta. Durante la cena, una noche se le desvaneció la vista, la acometió un vértigo, hasta el punto de que tuvo que agarrarse con ambas manos á la mesa para no caer al suelo, casi perdido el conocimiento; por la noche, su sueño era interrumpido y con sobresaltos; además de estos signos, que acusaban una exageración morbosa de la excitabilidad, en el cerebro ocurrían fenómenos extraños: unas veces le parecía que su cerebro estaba en ebullición; otras que le habían echado por los oídos en el cráneo aceite hirviendo, y llegó á quejarse de un dolor violentísimo limitado á un pequeño espacio de la cabeza, ordinariamente á uno de los lados de la sutura sagital.
Román se alarmó ante la frecuencia de aquellas jaquecas, única cosa que descubrió en el padecimiento de su hermana.
—¿Quieres que te vea un médico? —dijo al verla acudir vanamente á los paños de agua y vinagre y á otros mil remedios caseros que Anita le recomendaba.
Pero Gracia se opuso tenazmente. Y el sacerdote, atribuyendo las alteraciones y trastornos orgánicos á la falta de ejercicio, la obligaba á salir muchas tardes; íbanse juntos adonde siempre, á la Moncloa; pero tuvo que desistir de estos paseos ante las súplicas de la paciente, que se negaba á andar, asegurando que le costaba un inmenso trabajo mover las piernas.
El aspirante á santo, como burlonamente lo calificaba D. Fermín, era ya un hombre distinto. Perdido su horror al pecado en aquella especie de transacción y pacto con la carne cuya fórmula le diera, á su entender, Jesús, hablando el lenguaje del padre Kempis, trataba de resistir cuanto le fuera posible, es cierto, pero no más de lo que está en las fuerzas humanas y es llevadero para los seres mortales. Don Fermín pecaba y decía misa. Él procuraría decirla sin pecar… el mayor tiempo que la carne se lo permitiera. Se dedicó afanoso al estudio de sí mismo, no en la parte espiritual, en la que tenía la seguridad de no llegar nunca á conocerse, sino en la material y física, en aquel cuerpo varonil que hasta entonces había echado en olvido, y en los lazos terrenos que le tenían, no elevado, sino caído, sujeto, de pie y vivo, andando por el mundo y respirando la misma atmósfera cuyo oxígeno se repartían todos los seres de la naturaleza. Encontró natural lo que antes le pareció inexplicable. Sus tentaciones tenían otro nombre: se llamaban juventud; el pavoroso delicta carnis era á los veintidós años anhelo de cumplir con la naturaleza, la obediencia corporal saliendo al encuentro del precepto divino: Crescite et multiplicamini: Creced y multiplicaos y poblad la tierra. Él se sentía capaz de poblarla por sí solo. Pero había otro agregado, que era, en este sentir de poblador, de la mayor importancia. Capaz de poblarla él como varón; pero la hembra… ¡la hembra! Había perdido todos los miedos, incluso el de confesarle que su hembra era Gracia, ¡su hermana! ¡Estaba enamorado de su hermana! Lo conocía, lo sabía perfectamente, y no se asustaba. No encontraba horrendo ni depravado aquel gusto y predilección.
En los tiempos de la visión apocalíptica, que fueron los de tinieblas, el sueño en que las mujeres bíblicas tenían todas el rostro de la doncella aragonesa le sobrecogió, hubo de producirle hondo trastorno. Pero ya se hizo la luz. Miraba al sol sin que cegaran sus pupilas, con vista de águila y frente á frente.
¡Incesto! Él no quería llegar al incesto; consagraría á su ídolo humano un culto secreto; lo respetaría… y lo serviría. No quería llegar, porque, ante todo, estaba para el sacerdote el canon. Pero los más ilustres canonistas, ¿qué dicen acerca del incesto de esta índole? Pues se cuestionaba mucho al legislar sobre los impedimentos dirimentes del matrimonio en el primer grado de la línea transversal igual, para saber si este impedimento entre hermano y hermana es de derecho natural la opinión más probable consiste en creer que el impedimento es sólo de derecho eclesiástico. La razón que aducen los doctores no tiene vuelta de hoja: el género humano se propagó en un principio mediante los matrimonios entre hermanos, sin que conste que Dios dispensase en esta ley. No es la consanguinidad en la línea transversal como en la línea recta, que es la que dirime en todos los grados hasta el infinito, como dijo el papa Nicolao I en contestación á la consulta de los búlgaros. De modo que si Adán viviese, no podría contraer matrimonio, porque todas las mujeres descienden de él en línea recta. Así, pues, que él amase á Gracia podía no ser muy eclesiástico, pero indudablemente era de naturaleza. Más natural que lo de D. Fermín con Anita. Amarla… y respetarla; y una vez conocido este amor, hallábase en la situación del que sabe las fuerzas de que dispone el enemigo contra quien ha de combatir, la pericia de sus generales y posee hasta el plan estratégico de los movimientos que ha de ejecutar en contra suya. En mejor situación que antes, cuando lo ignoraba todo. ¿Qué es lo que él deseaba? ¡La castidad! Pues la castidad podía venir por ese camino. Podía venir, y había venido.
Aquella tarde de memorable lucha, la tarde de la carta, que tan bien se grabó en su memoria con el nombre de la tarde de los besos, conoció de pronto su amor, y enérgicamente la voluntad arrancó la venda de los ojos al pobre ser que andaba á ciegas, tropezando horas antes por las calles de la gran ciudad con todas las mujeres, ¡con todas! ¡Hasta con las prostitutas! Encauzó sus sentimientos, hízolos seguir apacible curso; amó á Gracia, consagrando al objeto de su amor un culto puro, secreto. Se hizo su esclavo: ejecutaba cuanto ella quería con una fidelidad pueril; obedeció hasta sus caprichos, y se quedaba extasiado delante de sus reales perfecciones y de otras que él se fíngía, completamente imaginarias: desesperábase cuando ella estaba ausente, en el piso de al lado, en casa de Anita; sus miradas se abatían, su color tornábase pálido, se alteraban sus facciones: unas veces estaba inquieto, pensativo otras; llegaba hasta sentirse colérico… El regreso de Gracia embriagábale de alegría; la felicidad que disfrutaba entonces aparecía en toda su persona, extendiéndose á cuanto le rodeaba; aumentaba su actividad muscular; era locuaz, y aunque no con otros, hablaba consigo mismo de su amor.
Día y noche andaba perseguido por las mismas ideas, por las mismas afecciones, que eran tanto más desordenadas en razón á estar concentradas y exasperadas por la contrariedad. Le parecía Gracia, la niña, el ser más bello, más amable, más grande y más perfecto; vivía en su corazón, dirigía sus movimientos, arreglaba sus ideas, gobernaba sus acciones, animaba y embellecía su existencia.
Ahora siempre deseaba que la niña estuviese con él en el oratorio, en su cuarto; hacíala sentar allí, enfrente de la mesa, donde leyendo su breviario se pasaba la tarde.
Gracia se conformó; trasladó su sillita baja del gabinete, púsola delante del balcón de la sala, y allí cosía contenta, satisfecha, encontrando en aquel amor fraternal la práctica de las teorías expresas en la epístola famosa.
Un episodio vino á dar la medida de este cariño.
—Me gusta coser aquí, hacerte compañía y hablar contigo —exclamó ella una tarde.—Esta sala es muy bonita. Pero D. Fermín tiene razón: esto resulta triste. No te enfades por lo que voy á decir…
—Di lo que quieras.
—Pues bien: yo creo que si quitaras esas bayetas negras, esos cirios y… y…
—¡El crucifijo!
—Eso. ¡Si vieras qué miedo me da!
El sacerdote se levantó presuroso.
—¡Trae la escalera!
Gracia hubo de mirarle sorprendida.
—¿La escalera?
—Si, la escalera, y ayúdame.
De un voleo se quitó el balandrán y la sotana.
La niña volvió, y el sacerdote, en mangas de camisa, como el día de la llegada de Tudela, riendo y bromeando:
—Verás, verás qué pronto —dijo.
Apoyó la escalera en el tabique y subió con la ligereza de un mono, después de apagar los cirios de dos soplos.
—Pero ¿estás loco? ¿Qué vas á hacer?
—¿No lo ves? Dame el martillo y las tenazas; voy á quitar las bayetas negras, el Cristo, el oratorio, ¡tienes razón! Esto me produce ideas de tristeza, y á ti también. Quizás por esto tienes tú esa variación en tu carácter, que no parece sino que eres victima de pasión de ánimo. Si, hija mia, tu salud ante todo. Además, que á Dios se le adora sin necesidad de imágenes. Me acuerdo de los iconoclastas. Se le adora en sus obras.
Fué un espectáculo. El sacerdote, encaramado en el último tramo, se consagró á desclavar del madero los dos brazos del Redentor. La imagen, del tamaño natural, estaba construida de tal suerte, que en efecto, se sostenía con los clavos mismos, con los tres clavos de la Pasión, y quitados éstos, separábase de la cruz.
—Quita tú el clavo de los pies y sujeta el cuerpo para que no se caiga, con las dos manos, en la cintura, así, ten firme.
En el instante mismo se presentó el colector; quedó extático contemplando aquella parodia de la escena sublime del Descendimiento; luégo, con su oportuna burla de siempre:
—Buenas tardes tenga José de Arimatea; aquí viene Nicodemo, por si hace falta echar una mano. Anita, mi sobrina y madre, hará de María Magdalena.
—Buenas tardes —contestó Román secamente, con enojo.
—Ha sido un pronto que le ha dado —explicó Gracia.
—Cuando yo digo que mi señor don Román tiene vena de loco —agregó el implacable don Fermín.
Entonces el sacerdote, desde lo alto de la escalera, tomó gran empeño en sincerarse.
—No ha sido un pronto, ni mucho menos un acto de locura. Es que… he pensado regalar esta imagen á la iglesia.
—¡Bravo! ¡Buen pensamiento! Supongo que á la nuestra. Sí, señor. Allí estará en más sagrado lugar y más apropiado para su tamaño. Ya lo creo; como que es mejor esa talla que todas las que allí tenemos. En cuanto á mí, pienso mañana mismo transformar el oratorio. ¿Qué te parece, Gracia? Si pusiéramos aquí un altar y la imagen de la Purísima…
La aragonesa palmeteó de alegría.
—¡Eso! ¡Eso! La Virgen. Y en lugar de las bayetas negras, el fondo de una tela azul pálido.
Fué un regocijo general. El mismo colector hubo de aprobar socarronamente. En cuanto á Anita, tuvo también ideas felicísimas. Aconsejó que en el altar hubiese siempre muchas velas encendidas y búcaros floreros. Profusión de luces y flores.
—Flores de trapo, por supuesto, para que no la falten en todo tiempo; yo sé hacerlas, y tengo todos los avíos. Enseñaré á Gracia, y luégo, para que huelan, se les echan esencias, á cada una la suya: á las violetas, de violeta; de jazmín, á los jazmines; de rosa, á las rosas. Así tengo yo mi Virgen en casa.
—¡Ah! —exclamó Román maravillado.—¿Usted es devota de la Virgen? ¿De la Purisima é Inmaculada?
Y contestó el colector:
—Anita reza á la Virgen de la Leche y Buen Parto.