XII
Á la máñána siguiente, el sacerdote despertó á poco de amanecer. Se incorporó penosamente sobre los colchones, y regresó á su cuarto andando de puntillas. Gracia estaba despierta; pero fingió dormir, para evitarle toda confusión.
Román entró en la sala repitiendo las palabras del apóstol San Pablo: «Gracias doy á Dios por Jesucristo Señor nuestro. Yó mismo, con la mente, sirvo á la ley de Dios, mas con la carne á la ley del pecado.»
Entre tanto la aragonesa, en quien no por el sueño, sino por el descanso, habíase restablecido la fuerza y la salud, se levantaba con el alma inundada de no sabemos qué secretos regocijos. Vistióse con mayor esmero. Por primera vez echó de ver que los zapatos eran de forma ordinaria y no se ajustaban estrictamente al admirable modelado de su pie, y su traje de lana muy sencillo, mientras que el de Anita estaba, por el contrario, todo lleno de arrumacos. Se recogió el cabello cuidadosamente, pero poniendo más arte en el peinado. Oyó en esto un lavoteo feroz en el cuarto de Román, y se entreabrieron los labios con una sonrisa, al par que sus mejillas mostraron el color del sonrojo.
Salió, por fin, llegó á la cocina y abrió la ventana del patio. Dos cabezas curiosas y llenas de malicia estaban asomadas en la de enfrente y como esperando este hecho. Eran ó correspondían á los cuerpos de D. Fermín y Anita, que se apretaban mucho uno contra otro para caber en el hueco.
—¡Buenos días! —dijo Gracia.
—¿Cómo se ha pasado la noche?
—¿Cómo estás hoy, hija?
—¿Veló mi señor don Román? ¿Há dormido usted bien?
Aquella explosión de preguntas con que tío y sobrina la recibieran enojó un tanto á nuestra heroína. Contestó secamente:
—He dormido bien. Román veló echado á los pies de la cama. Yá se me pasó todo. Estoy buena.
Y estuvo á punto de agregar con cierto retitín, propio del caso: «¿Quieren Uds. saber más, señores curiosos?»
D. Fermín guiñaba los ojos, entornando los párpados, para ver mejor la cara de Gracia; el colector era miope, y esta costumbre de mirar así no dejaba de tener mucha expresión de insolencia.
—¿Va D. Román á la iglesia?
Antes de que la niña tuviera tiempo de contestar, la voz del interesado hízolo oportunamente.
Había salido de su cuarto sin que se apercibiera nadie de ello.
—Voy á la iglesia. Cuando Ud. quiera, señor colector.
D. Fermín se mordió los labios. Él quería averiguar, y averiguaba en efecto. ¿Pero qué? Si no le estaban engañando, si no se habían puesto de acuerdo los dos hermanos, allí, aquella noche, no había pasado nada.
Entonces… entonces el presbítero era un santo y su hermana otra que tal. ¡Santos de Tudela! No. Aragoneses. Á lo que nadie los ganaba era á tercos; serían capaces de morir con tal de salirse con la suya.
—Vamos andando, D. Román, que yo también estoy, como Ud. ve, hasta con el sombrero puesto.
Y dirigiéndose á Gracia:
—Anita pasará en cuanto se arregle.
El patio volvió á quedar desierto y las ventanas cerradas.
Mientras que tío y sobrina se daban en los pasillos de la otra casa, él á ella un bofetoncillo y ella á él un pellizco, los dos hermanos se estrechaban la mano en silencio, pero con mucha fuerza.
—¡Adiós, hijo y tío!
—¡Adiós, sobrina y madre! —decían allá, haciendo gala, como se ve, de un lujoso parentesco.
—Adiós, Román.
—Adiós, Gracia, hasta luégo —decían el héroe y la heroína de esta historia bajando los ojos, llenos de turbación como dos enamorados.
Por el camino, Román se propuso no contestar á las preguntas de su curioso colega más que con monosílabos, con lo cual aumentó, lejos de disminuir, la curiosidad de éste.
—¿Durmió bien la hermana?
—No.
—¿Va Ud á decir misa?
—Es claro.
—¿Se le pasó la cólera contra mi médico?
—Sí.
—¿Luego ha comprendido Ud. que sus observaciones eran justas?
—No.
—¿Es entonces por practicar la humildad?
—Sí.
—¿Y no quiere Ud. que se case Gracia?
—Cuando ella quiera.
—¿Y ella quiere?
—No lo sé.
Decididamente nada sacaba en limpio con este interrogatorio. Llegaron á la sacristía. Se repitió la escena que yá dejamos narrada en otro capítulo. Los curas flacuchos y el cura gordo rodearon al colector mientras que Román se vestía.
D. Fermín, como todo aquel á quien se le estorba un propósito, estaba irritado, y su irritación se comunicó bien pronto á todos los demás. Contó los sucesos del día anterior: el ataque histérico, la malicia con que consiguió que Román quedase un buen rato abrazado á la accidentada; luégo hizo el relato de lo que él llamó el «conflicto entre la religión y la ciencia»; es decir, la disputa entre el cura y el médico, y, por último, la profecía de éste.
El auditorio escuchaba sin pestañeár, con verdadero interés: los ojos de todos aquellos tonsurados brillaban, y, como vulgarmente se dice, la boca se les hacía agua. Cuando el colector pintó con vivos colores el desorden de ropas de la histérica, tendida en el suelo y la actitud de Román abrazando y sujetando los movimientos de la buena moza, de la que repitió el retrato científico de cuerpo entero, porque también al padre Fermín aquellas cosas que dijo el galeno se le pegaron mucho al oído. «Una musculatura muy pronunciada; cabellos y cejas muy espesos y negros; ojos grandes y vivos, del mismo color; no se qué otras cosas del sistema piloso y del tejido celular; fisonomía expresiva y móvil; boca de labios gruesos y de un rojo vivo; dientes blancos, y muy pronunciados los atributos sexuales; es á saber (señóres, no estrecharse tanto, que parece me van Uds. á comer vivo)…. Es, pues, á saber: buena conformación de las mamas, que son consistentes y de un volumen notable…»
—¡Notable! —repitió el cura gordo, sin poder contener su impulso que le llevaba á usurpar las atribuciones de la ninfa Eco.
D. Fermín continuó:
—«Caderas bien marcadas y contorneadas; miembros abdominales redondeados…»
—Basta; diga Ud. que es Venus la chiquilla, y estamos al tanto interrumpió uno de los flacuchos.
—Pues bien: á pesar de eso, ¿querrán Uds. creer que no ha pasado nada todavía? —rugió, más bien que habló, el tío de Anita.
—¡Ese hombre es un imbécil!
—¡Un animal!
—¡Una bestia de carga!
—Poco á poco, señores; puede ser lo que nosotros no somos, ¡un santo! Además, que si no fuera su hermana… la virtud es fácil en estos casos.
—Un santo… en este sentido lo son los eunucos; y si está enamorado de ella, ya no siente la consanguinidad.
—Pues bueno: acaso él recordemos las palabras de Jesús en el Evangelio de San Mateo: «Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que se hicieron á sí mismos eunucos por causa del reino de los cielos: el que pueda ser capaz de eso, séalo.» Quién sabe.
—¿El qué? ¿Román? —gritó D. Fermín exasperado.—Olvida Ud. el ridículo sueño con la gata.
La sacristía entera se regocijó con este recuerdo. Y es que había dentro de las sotanas hombres, y éstos, en cierto modo, sentíanse heridos por la virtud y castidad de aquel otro que era de carne y hueso como ellos; un interés inenarrable les hizo seguir paso á paso aquella intriga. La tardanza, la resistencia, cosas eran para hacerles montar en cólera. ¡Ah! El día del vencimiento, ¡con qué placer lo verían á su mismo nivel, concubinario como todos ellos, metido hasta la coronilla en el fango del tremendo delicta carnis, y pudiendo decirle entonces verdadera y gráficamente compañero!
Entre tanto el hermano de Gracia, dicha ya su misa, volvía del templo muy pálido, pero impasible, callado, saludando sólo con una leve inclinación de cabeza, después de quitarse los emblemáticos ropajes, ponerse el manteo y recorrer á lo largo la sacristía, sombrero en mano.
—Vaya Ud. con Dios; hasta luego —exclamó el colector desde su mesa despacho, donde cobraba los estipendios de misas, bodas, entierros y bautizos.
—¡Quede Ud. con la Virgen! —contestó el presbítero sin volver la cabeza.
Y cuando hubo desaparecido:
—El que quiere quedarse con la virgen es él —murmuraron las voces de los conjurados.
Luégo el cura gordo se acercó de nuevo á don Fermín, que tenía la vista fija en un papel donde hacía sumas.
—¿Conque dice Ud. que son consistentes y de un volumen notable? Notable, ¿eh?… Cuando el ataque, Ud. las vería.
El tío de Anita estaba de tan mal humor, que ni se dignó guardar buena crianza.
—Déjeme Ud. en paz. ¿Habráse visto?
Pero se arrepintió, porque, á la verdad, no creyó oportuno malquistarse con ninguno de los que tenían con él comunidad de intereses; así es que, dulcificando el acento, añadió en seguida:
—Usted dispense; no creía que fuera Ud. No conocía la voz. Sí, señor, las vi. Notabilísimas.
—Pero, hombre, ¿y cómo no? ¡Parece mentira!
—Y puede ser que lo sea —terminó el fauno de la andaluza dando suelta á toda su inquina.— Á mí no me engaña, porque soy zorro viejo y tengo mucho instinto. Podrá haber celebrado sin confesar y todo lo que le dé la gana. Pero se me figura que huele á hembra.
El gordinflón dió un suspiro digno de salir con acompañamiento de órgano.
—Lo sentiré… Lástima de buena moza… Yo, que para eso me pinto solo…
Román regresó á su casa llevando en la mano una caja de cartón atada con balduque color de rosa.
—¿Qué traes?
—Una libra de dulces. Guárdala. No la enseñes; es para ti; no quiero que des á los otros. Ya sé que eres golosa.
Gracia ocultó la caja precipitadamente en su cómoda; luégo, á escondidas de Anita, que andaba por la cocina, sacó una yema y se la comió. En la tapa de cartón se leía La Dulce Alianza.
Ignoraba si era su regocijo motivado por el paladeo del dulce ó por la nonada de tener ya que guardar al mundo un secreto que sólo sabían ellos dos… y la confitera,
Pero ¿verdaderamente era este el secreto, y era la dulzura cosa que sentía en el paladar, ó en el alma?
El caso es que le supo muy bien la yema y que mentalmente repetía el letrero de la tapa.
Aquel día y en los siguientes, el único suceso que ocurrió fué que D. Fermín y Anita se dieron por vencidos, declarando que no era posible averiguar lo más mínimo.