Logramos abrirnos paso
He tenido numerosas ocasiones de ver en su lecho de heridos a muchos hombres que estaban perdidos y que soñaban; no participaban ya ni en el ruido del combate ni en la suprema excitación de las pasiones humanas que en torno a ellos se agitaban. Y puedo decir que no he permanecido completamente ajeno a sus secretos.
El tiempo que estuve inconsciente en el suelo, si se lo mide por el reloj, tal vez no fuese muy largo — seguramente duró lo que tardase en llegar nuestra primera oleada de ataque hasta la trinchera en que yo había caído. Me desperté con la sensación de una gran desgracia; estaba encajado entre unos estrechos taludes de barro. A lo largo de una fila de hombres agachados se deslizaba este grito:
—¡Enfermeros! ¡Está herido el jefe de la compañía!
Un hombre ya mayor, perteneciente a otra compañía, inclinó hacia mí su rostro bondadoso, me desabrochó el cinturón y me abrió la guerrera. Aquel hombre vio dos manchas redondas ensangrentadas — una en el centro del lado derecho del pecho y otra en la espalda. Una sensación de parálisis me encadenaba a la tierra; el aire ardiente de la angosta trinchera me bañaba en un sudor angustioso. Mi compasivo ayudante me refrescaba abanicándome con mi guardamapas. Me costaba un esfuerzo enorme respirar y tenía puestas mis esperanzas en la llegada de la oscuridad.
Una tormenta de fuego se desencadenó repentinamente desde Sapignies. Eran unos truenos continuos, unos aullidos y martilleos seguidos y regulares, y evidentemente no significaban sólo el rechazo de nuestro ataque, tan mal planeado. Encima de mí veía el rostro, petrificado bajo el casco de acero, del alférez Schrader; como si fuera una máquina, disparaba y cargaba una y otra vez su arma. Entre nosotros se entabló una conversación que recordaba la escena de la torre de La doncella de Orleans[10].. Yo no estaba ciertamente para bromas, pues tenía clara consciencia de hallarme perdido.
Pocas veces le quedaba tiempo a Schrader para decirme algunas palabras sueltas; yo ya no contaba. Sabedor de mi impotencia, intentaba leer en su rostro cómo se desarrollaban arriba los acontecimientos. Todo indicaba que nuestros atacantes iban ganando terreno, pues oía cómo Schrader señalaba cada vez más frecuentemente, y cada vez con más excitación, a los hombres que estaban a su lado, unos blancos que necesariamente habían de moverse muy cerca de nosotros.
De repente, como cuando en una inundación se rompe un dique, saltó de boca en boca este grito horrorizado:
—¡El enemigo se ha infiltrado por la izquierda! ¡Estamos cercados!
En aquel instante horrible sentí que mi energía vital tornaba a encenderse como una chispa. Logré asirme con dos dedos a un agujero que había en el talud a la altura del brazo; seguramente lo habría hecho un ratón o un topo. Luego me fui alzando con lentitud, mientras la sangre retenida en los pulmones salía de la herida a chorros. A medida que fluía la sangre me sentía aliviado. Con la cabeza descubierta, la guerrera abierta y la pistola en la mano miré fijamente el combate.
Una hilera de seres humanos cargados con bultos cruzaba precipitadamente, en línea recta, unos bancos de humo blancuzco. Algunos caían y quedaban tendidos, otros daban una voltereta, como las liebres cuando reciben un balazo. A cien metros de donde estábamos el terreno de embudos engullió a los últimos. Aquellos hombres pertenecían sin duda a una unidad muy joven y no habían gustado aún el sabor del fuego; el valor que exhibían era el valor de la inexperiencia.
En la cresta de una elevación del terreno aparecieron, como arrastrados por un hilo, cuatro tanques. La artillería tardó pocos minutos en dejarlos allí clavados. Uno de ellos quedó partido en dos mitades, como si fuera un juguete de hojalata. A mi derecha se desplomó, con un grito de muerte, el valiente cadete Mohrmann. Tenía el valor de un león joven; ya me había dado cuenta de ello en Cambrai. Un disparo certero, que le dio en la frente, lo derribó; aquella bala iba mejor dirigida que la que Mohrmann me vendó a mí en aquella ocasión.
No todo parecía perdido, sin embargo. Al sargento aspirante a oficial Wilsky le dije con un susurro que se arrastrase hacia la izquierda y barriese con su ametralladora la brecha abierta por el enemigo. Regresó poco después y me dijo que veinte metros más allá se había rendido todo el mundo. Quienes allí estaban pertenecían a un regimiento distinto del nuestro. Hasta entonces había estado agarrado a una mata de hierba; me aferraba a ella como si fuera un timón. En aquel momento logré darme la vuelta y el espectáculo que se me ofreció fue extraño. Una parte de los ingleses se había infiltrado ya dentro de los elementos de trinchera que enlazaban con el nuestro por la izquierda; otra parte caminaba por encima de la trinchera con la bayoneta calada. Antes de que me percatase de la proximidad de aquel peligro me distrajo de él una sorpresa nueva y mayor; ¡por nuestra espalda avanzaban hacia nosotros otros atacantes y conducían prisioneros que iban con los brazos en alto! Sin duda el enemigo había penetrado en la abandonada aldea inmediatamente después de que nos lanzásemos al ataque. En aquel momento estaba completando el cerco; nos había cortado los contactos con nuestras tropas.
La animación era cada vez mayor. Estábamos rodeados por un círculo de alemanes e ingleses que nos conminaban a que arrojásemos las armas. La confusión que allí reinaba se parecía a la de un barco en el momento del naufragio. A los hombres que estaban más cerca de mí los animé con voz débil a que siguieran luchando. Abrieron fuego contra amigos y enemigos. Nuestro pequeño grupo estaba rodeado de hombres que en parte permanecían mudos y en parte lanzaban gritos. Por el lado izquierdo dos ingleses gigantescos hundían sus bayonetas en un tramo de trinchera del que se alzaban manos suplicantes.
También algunos de los nuestros gritaron con voz chillona:
—¡No sirve de nada! ¡Tirad los fusiles! ¡No disparéis, camaradas!
Miré a los oficiales que estaban conmigo en la trinchera. Respondieron a mi mirada con una sonrisa y se encogieron de hombros; luego dejaron caer al suelo sus cinturones.
No quedaban más que dos opciones: o el cautiverio o una bala. Me arrastré fuera de la trinchera y con pasos tambaleantes eché a andar hacia Favreuil. Era como si estuviese soñando uno de esos aciagos sueños en los que uno siente cómo los pies se quedan pegados al suelo. Tal vez la única circunstancia que me favoreció fue la confusión que allí reinaba; mientras unos hombres empezaban a intercambiar cigarrillos, otros seguían acuchillándose. Dos ingleses que conducían hacia sus líneas a un grupo de prisioneros pertenecientes a nuestro 99.º Regimiento me salieron al encuentro. Apoyé mi pistola en el cuerpo del más próximo y apreté el gatillo. El otro descargó sobre mí todas las balas de su fusil, pero no dio en el blanco. Mis rápidos movimientos hacían que la sangre me saliese de los pulmones a borbotones. Podía respirar mejor y empecé a correr a lo largo de la trinchera. El alférez Schläger se encontraba detrás de un través; estaba en cuclillas en medio de un pelotón de hombres que disparaban. Se me unieron. Algunos ingleses que cruzaban el terreno se pararon, emplazaron en el suelo un fusil Lewis y abrieron fuego contra nosotros. Todos fueron alcanzados, excepto yo, Schläger y otros dos de los hombres que me acompañaban. Schläger, que era muy miope y había perdido sus gafas, me contó más tarde que lo único que veía era mi guardamapas, el cual subía y bajaba. Aquel guardamapas le servía de guía. La gran pérdida de sangre me daba una libertad y una ligereza como las que uno siente cuando está embriagado; un solo pensamiento me inquietaba, y era que pudiera desplomarme demasiado pronto.
Por fin llegamos a un pequeño pliegue del terreno; tenía forma de media luna y quedaba a la derecha de Favreuil. Media docena de ametralladoras pesadas escupían desde allí fuego sobre amigos y enemigos. En aquel lugar había, por tanto, una brecha o cuando menos una isla libre en el cerco; nuestra buena fortuna nos había guiado. Los proyectiles enemigos se estrellaban contra la arena de aquella especie de trinchera, los oficiales daban gritos, los soldados, nerviosos, danzaban de un lado para otro. Un suboficial médico de la Sexta Compañía me arrancó la guerrera y me aconsejó que me tendiera en el suelo, pues corría peligro de desangrarme en pocos minutos.
Me enrollaron en una lona de tienda de campaña y me llevaron a rastras por las afueras de Favreuil. Algunos hombres de mi compañía y de la sexta me acompañaban. La aldea estaba ya abarrotada de ingleses y en consecuencia fue inevitable que pronto disparasen contra nosotros a quemarropa. Los proyectiles se estrellaban con estruendo contra los cuerpos. Un balazo en la cabeza tiró al suelo al enfermero de la Sexta Compañía que agarraba la extremidad posterior de la lona de tienda de campaña en que yo iba envuelto; caí al suelo con él.
El pequeño grupo se tiró a tierra, aplastándose contra el terreno; luego se arrastró hasta la próxima depresión, mientras a su alrededor explotaban como latigazos los proyectiles.
Envuelto en la lona, quedé solo en el campo; casi con indiferencia aguardaba la bala certera que tendría que poner fin a aquella odisea.
Mas ni siquiera en aquella ocasión desesperada quedé abandonado; era observado por mis acompañantes, quienes pronto realizaron nuevos esfuerzos para salvarme. Junto a mí resonó la voz del cabo Hengstmann, un hombre alto y rubio, oriundo de la baja Sajonia.
—Mi alférez, voy a cargarlo sobre mis espaldas; ¡o nos abrimos paso, o quedaremos aquí tendidos!
Por desgracia no conseguimos abrirnos paso; eran demasiados los fusiles que estaban al acecho en las afueras de la aldea. Hengstmann comenzó su carrera; yo rodeaba su cuello con mis brazos. Enseguida se inició un tiroteo; las detonaciones sonaban como en un polígono de tiro cuando se dispara contra un blanco situado a cien metros de distancia. A los pocos pasos un fino gorjeo metálico anunció una bala certera; Hengstmann cayó suavemente a tierra debajo de mí. Se derrumbó en silencio, pero sentí que la Muerte se apoderaba de él antes de que hubiese tocado el suelo. Me desasí de sus brazos, que aún me agarraban con fuerza, y vi que una bala le había atravesado el casco de acero y las sienes. Aquel valiente era hijo de un maestro de escuela y había nacido en Letter, cerca de Hannover. Tan pronto como me fue posible caminar busqué a sus padres y les conté lo ocurrido.
Aquel ejemplo funesto no desalentó a otro de nuestros hombres que vino en mi ayuda e intentó de nuevo salvarme. Era el sargento médico Strichalsky. Me colocó sobre sus hombros y me llevó sano y salvo hasta el ángulo muerto de la próxima elevación del terreno, mientras una violenta lluvia de disparos nos rodeaba con sus silbidos.
Estaba oscureciendo. Mis camaradas buscaron la lona de tienda de campaña de un muerto y me llevaron a través del solitario terreno; sobre él se alzaban, cerca y lejos de nosotros, las llamaradas producidas por unas estrellas de rayos puntiagudos. Entonces conocí la horrible sensación que se experimenta cuando hay que luchar para intentar inspirar aire. El humo del cigarrillo que cerca de mí fumaba un soldado estuvo a punto de asfixiarme.
Llegamos finalmente a un puesto de socorro; en él ejecutaba sus tareas el doctor Key, amigo mío. Me preparó una deliciosa agua de limón y me puso una inyección de morfina; con ella me sumió en un sueño reparador.
Al día siguiente el salvaje viaje en automóvil hasta el hospital de sangre supuso una última y dura prueba para mi capacidad vital. Luego pasé a manos de las enfermeras y proseguí la lectura del Tristram Shandy en la misma página en que la había interrumpido la orden de ataque.
El cariño de los amigos me hizo más llevaderas esas recaídas que son típicas de las heridas de bala en el pulmón. Vinieron a visitarme soldados y oficiales de la división. Cuantos participaron en el asalto a Sapignies, o bien habían muerto, o bien estaban prisioneros de los ingleses, como Kius. Cuando ya caían sobre Cambrai las primeras granadas del adversario, que iba ganando terreno lentamente, recibí una amable carta del matrimonio Plancot; también me enviaron un envase de leche, que se quitaron de la boca, y el único melón producido por su huerto. Les aguardaban días amargos. Tampoco mi ordenanza fue una excepción en la larga lista de sus predecesores; permaneció a mi lado, aunque no tenía plaza de rancho en el hospital y se veía obligado a mendigar la comida en la cocina.
Cuando uno se aburre en la cama procura distraerse de múltiples maneras. Así, en una ocasión pasé el tiempo haciendo un recuento de mis heridas. Prescindiendo de pequeñeces como los rasguños y las contusiones producidas por balas de rebote, mi cuerpo había retenido al menos catorce proyectiles que dieron en el blanco, a saber: cinco balas de fusil, dos cascos de metralla de granadas de artillería, un balín de shrapnel, cuatro cascos de metralla de granadas de mano y dos cascos de granadas de fusil; contando las entradas y salidas me habían dejado veinte cicatrices. En aquella guerra en la que ya se disparaba más a los espacios que a los individuos había conseguido que once de aquellos proyectiles dieran en mi cuerpo. Por ello tenía derecho a prender en mi pecho el Distintivo de Oro de los heridos que por aquellos días me fue concedido.
Dos semanas más tarde me encontraba tendido en una blanda cama de un tren-hospital. El paisaje alemán estaba ya sumergido en los primeros brillos otoñales. Tuve la suerte de que me descargasen en Hannover; allí me hospitalizaron en la fundación Clementina. Pronto empezaron a llegar las visitas; a quien más me gustaba ver era a mi hermano, que, desde que fue herido, había crecido, aunque no en el lado derecho del cuerpo, que había sufrido graves heridas.
Un joven aviador de la escuadrilla Richthofen compartía mi habitación; se llamaba Wenzel y era una de esas figuras alargadas y audaces que aún sigue engendrando nuestro país. Hacía honor a la divisa de su escuadrilla: «¡De hierro, pero alocados!». Aquel hombre había derribado en combate a doce adversarios; el último, antes de caer al suelo, le destrozó de un disparo el húmero.
Con él, mi hermano y algunos otros camaradas que aguardaban el tren que los llevase a sus lugares de destino celebramos mi primera salida con una fiesta en los salones del viejo Regimiento «Gibraltar» de Hannover. Como alguien pusiera en duda nuestra aptitud para la guerra sentimos una necesidad apremiante de escalar de diversas maneras un gigantesco sillón que allí había. Nos fue mal; Wenzel volvió a romperse el brazo y yo yacía en cama a la mañana siguiente con cuarenta grados de fiebre; mi curva de temperatura realizó algunos inquietantes avances hacia aquella línea roja pasada la cual fracasa el arte de los médicos. Cuando uno alcanza esas temperaturas pierde el sentido del tiempo; mientras las enfermeras luchaban por salvarme, yo permanecía acostado y soñaba esos sueños que la fiebre produce y que a veces son muy divertidos.
Uno de aquellos días, el 22 de septiembre de 1918, recibí del general von Busse el siguiente telegrama:
«Su Majestad el Emperador le ha concedido la Orden pour le Mérite. Le felicito en nombre de toda la división».