En la aldea de Fresnoy

Esta vez no interrumpieron mi permiso, que comencé a disfrutar unos días más tarde. En mi diario encuentro esta anotación breve, pero elocuente: «Pasado muy bien el permiso. No tendré que hacerme reproches después de mi muerte». El 9 de abril de 1917 me reincorporé a la Segunda Compañía, que se hallaba acantonada en la aldea de Merignies, no lejos de Douai. Una alarma estropeó la alegría de mi reencuentro con los camaradas; aquella alarma me resultó especialmente desagradable porque recibí la orden de conducir a Beaumont un convoy de armamento. Bajo chaparrones de agua y ráfagas de nieve cabalgué en cabeza de los carros que sigilosamente se deslizaban por la carretera, hasta que a la una de la madrugada llegamos a nuestro punto de destino.

Instalé como buenamente pude a los hombres y a los caballos y luego me puse a buscar alojamiento para mí, pero encontré ocupado hasta el último rincón. Finalmente, a un funcionario de la intendencia se le ocurrió la buena idea de ofrecerme su cama, pues él tenía que pasar la noche en vela al lado del teléfono. Sin quitarme ni las botas ni las espuelas me arrojé en el lecho, en tanto aquel hombre me contaba que los ingleses habían tomado a los bávaros las alturas de Vimy y una gran extensión de terreno. A pesar de su espíritu hospitalario, me di cuenta de que le resultaba sumamente desagradable que aquella tranquila aldea de descanso de la tropa se transformase en un punto de reunión de unidades combatientes.

A la mañana siguiente nuestro batallón marchó a pie hasta la aldea de Fresnoy, en dirección al tronar de los cañones. Allí recibí la orden de instalar un puesto de observación. Ayudado por algunos de mis hombres escogí en la periferia occidental de la aldea una pequeña casa e hice abrir en su techo un agujero orientado hacia el frente. Nuestras pertenencias personales las trasladamos al sótano de aquella casita. Al hacer limpieza en él cayó en nuestras manos un saco de patatas; fue un agradable complemento de nuestro escasísimo rancho. Todas las noches me preparaba Knigge patatas cocidas sin pelar, que tomaba con sal. Gornick, que ocupaba con un destacamento de la policía de campaña la aldea de Willerwal, ya evacuada, me remitió, como obsequio de camarada, unas cuantas botellas de vino tinto y una lata de embutido de hígado. Procedían de las existencias de un almacén de víveres que había sido abandonado con las prisas. Para salvar tales tesoros envié inmediatamente a aquel sitio una «unidad de requisa», equipada con cochecitos de niño y otros vehículos similares. Por desgracia tuvo que dar media vuelta sin lograr su objetivo, pues los ingleses habían llegado ya a las afueras de Willerwal en compactas líneas de tiradores. Gornick me contó más tarde que en aquella aldea, que estaba ya batida por el fuego del enemigo, se organizó, cuando se descubrió el almacén de vino tinto, una ruidosa y desenfrenada francachela, y que fue muy difícil ponerle freno. Lo que en tales casos solíamos hacer a continuación de la orgía era partir en dos pedazos con la pistola las garrafas de vidrio y otros recipientes similares.

El 14 de abril el mando me encomendó la misión de instalar en Fresnoy una cabecera de transmisión de mensajes. Para este fin puso a mi disposición enlaces a pie, ciclistas, teléfonos, una estación de señales ópticas, así como un telégrafo por cable, palomas mensajeras y un cordón de relés luminosos. Al atardecer me dediqué a buscar un sótano que resultase adecuado para aquella instalación y que además tuviera incorporada una galería subterránea. Luego me encaminé por última vez a mi antiguo alojamiento, situado en la periferia occidental de la aldea. Aquel día había habido mucho trabajo y regresé agotado.

Durante la noche me pareció oír algunas veces detonaciones sordas y gritos de Knigge; pero tenía tanto sueño que me contentaba con murmurar:

—¡Dejadlos que tiren!

Luego me daba media vuelta en la cama, aunque el polvo que flotaba en el aire de la habitación era tan espeso como en una calera. A la mañana siguiente el pequeño Schultz, sobrino del coronel von Oppen, me despertó a gritos:

—Pero, hombre ¿es que aún no se ha enterado de que los proyectiles han aplastado su casa?

Cuando me levanté y revisé los daños hube de comprobar que una granada de grueso calibre había reventado en el tejado; todas las habitaciones, incluida aquella en que estaba el puesto de observación, habían quedado arrasadas. Si la espoleta de aquella granada hubiera sido un poco menos sensible, habrían tenido que «recogerme raspando con una cuchara y enterrarme en una cacerola», como se decía bonitamente en el frente. Schultz me contó que su enlace le había dicho, al ver la casa destruida:

—Ahí dentro vivía ayer un alférez; vamos a ver si todavía sigue ahí.

A Knigge le sacaba de sus casillas mi sueño increíblemente pesado.

Por la mañana nos trasladamos a nuestro nuevo sótano. Por el camino estuvieron a punto de aplastarnos las ruinas de un campanario que se derrumbó al pasar nosotros; para impedir que la artillería enemiga lo utilizase como punto de referencia, el comando de zapadores lo había hecho saltar sin dar aviso a nadie. En una aldea vecina se olvidaron incluso de avisar a los dos hombres que estaban de guardia en el observatorio de la torre; milagrosamente se los pudo rescatar ilesos de entre las vigas. Aquella misma mañana saltaron por los aires más de una docena de campanarios en las cercanías.

Nos instalamos bastante aceptablemente en nuestro espacioso sótano, en el que reunimos, tal como nos vinieron a las manos, muebles sacados tanto de las casas ricas como de las humildes. Lo que no nos gustaba lo quemábamos para calentarnos.

En aquellos días se libraron por encima de nuestras cabezas varios enconados combates aéreos. Casi siempre terminaban con la derrota de los ingleses, pues la escuadrilla de Richthofen sobrevolaba entonces aquella zona. A veces ocurría que seis o siete aviones enemigos eran obligados a aterrizar uno tras otro o eran incendiados por los disparos de los nuestros. En una ocasión vimos cómo el ocupante de uno de ellos trazaba amplios círculos fuera ya del avión y luego caía a tierra, como un punto negro, separado de su máquina. Pero el mirar mucho hacia arriba encerraba también, ciertamente, sus peligros; así, un casco de metralla que cayó de lo alto hirió mortalmente en el cuello a un hombre de la Cuarta Compañía.

El 18 de abril fui a hacer una visita a la posición defendida por la Segunda Compañía; era una trinchera en forma de arco trazada alrededor de la aldea de Arleux. Hasta aquel momento, según me contó Boje, no había tenido más que un herido, ya que el pedante tiro de ensayo de los ingleses permitía evacuar el sector bombardeado en cada momento.

Tras desearle buena suerte salí de aquella aldea al galope, dado que continuamente estaban llegando granadas de grueso calibre. A trescientos metros detrás de Arleux me paré y estuve contemplando las nubes que las explosiones levantaban; eran de color rojo o negro, según diesen las granadas contra obras de ladrillo o contra la tierra de los jardines. El color respectivo iba siempre mezclado con el suave color blanco de los shrapnels que reventaban. Pero cuando algunas ráfagas de granadas de pequeño calibre cayeron sobre los estrechos senderos que unían Arleux con Fresnoy, renuncié a ulteriores impresiones y abandoné aprisa el campo, para no dejarme «apiolar», como solía decirse entonces en el argot de la Segunda Compañía.

Por entonces realicé con bastante frecuencia paseos semejantes a éste y alguna vez llegué incluso hasta el pueblo de Henin-Liétard; me fue posible hacerlo porque en las dos primeras semanas no tuve ninguna noticia que transmitir, a pesar del numeroso personal que estaba a mis órdenes.

Una pieza de artillería de marina bombardeó Fresnoy a partir del 20 de abril; sus granadas llegaban con un rugido que se parecía a un bufido infernal. Después de cada explosión la aldea quedaba envuelta en una enorme nube pardo-rojiza de ácido pícrico, que se expandía en forma de hongo. Incluso los proyectiles que no explotaban causaban un pequeño terremoto. Uno de ellos sorprendió en el patio del castillo a un hombre de la Novena Compañía y lo lanzó a lo alto por encima de los árboles del parque; al caer se rompió todos los huesos.

Un atardecer me dirigía en bicicleta a la aldea. Bajaba de una loma que la dominaba cuando vi ascender la bien conocida nube de color pardo-rojizo. Me apeé de la bicicleta y, dispuesto a aguardar con calma el final del bombardeo, me acomodé en un campo de labor. Aproximadamente a los tres segundos de cada impacto oía un violento estampido, al que seguían unos silbidos y gorjeos polifónicos, como si se acercase una densa bandada de pájaros. Caía luego una lluvia de centenares de cascos de metralla, que levantaban polvaredas en la seca tierra de labor. Aquel juego se repitió varias veces; con un sentimiento de curiosidad en el que se mezclaban el malestar y el cosquilleo aguardaba cada vez la llegada relativamente lenta de los cascos de metralla volantes.

Por las tardes el enemigo bombardeaba la aldea con proyectiles de calibres muy diferentes. A pesar del peligro me costaba mucho separarme del tragaluz existente en el techo de la casa en que me alojaba, pues era un espectáculo emocionante ver cómo destacamentos sueltos y enlaces aislados corrían a toda prisa por el terreno bombardeado, tirándose a menudo al suelo con rapidez, en tanto a su derecha y a su izquierda se alzaba el suelo en remolinos. Mientras uno echaba así una mirada a las cartas del Destino olvidaba fácilmente su propia seguridad.

En una ocasión en que estaba entrando en la aldea cuando ya había concluido uno de aquellos ejercicios de tiro —pues sin duda de ejercicios se trataba—, llegó todavía un proyectil y hundió un sótano. De aquel lugar lleno de humo no pudimos extraer más que tres cadáveres. Junto a la entrada del sótano yacía de bruces un muerto. Su uniforme estaba desgarrado, tenía arrancada la cabeza y su sangre había corrido hacia un sumidero. Cuando un enfermero le dio la vuelta para recoger sus objetos de valor vi, como en una pesadilla, que lo único que del mutilado brazo sobresalía era el dedo pulgar.

La actividad de la artillería enemiga aumentaba de día en día y no dejaba duda alguna acerca de la inminencia de un ataque. El día 27, a media noche, recibí este mensaje telefónico: «67 a partir de 5 a.m.». Según nuestro código cifrado esto significaba: «Reforzar la alerta a partir de las cinco de la madrugada».

Para estar en condiciones de afrontar las fatigas que eran de esperar me acosté enseguida, pero justo en el momento en que estaba empezando a coger el sueño cayó en la casa una granada. Aquel proyectil hundió la pared de la escalera del sótano y arrojó los escombros en nuestra habitación. Nos pusimos en pie de un salto y nos apresuramos a meternos en la galería subterránea.

Cuando, malhumorados y cansados, nos acurrucamos en la escalera, iluminados por la luz de una vela, llegó corriendo el jefe de los soldados encargados de las señales ópticas, cuya estación, junto con dos valiosas linternas de señales, había quedado aplastada aquella tarde, y me comunicó lo siguiente:

—Mi alférez, un proyectil ha dado de lleno en el sótano de la casa número once y aún quedan algunos hombres bajo los escombros.

En aquella casa había alojado yo a dos ciclistas y tres telefonistas, de modo que salí corriendo con algunos de mis hombres a auxiliarlos.

En la galería subterránea de aquella casa encontré a un soldado herido y a un cabo, que me contaron lo siguiente. Cuando empezaron a caer sospechosamente cerca los primeros proyectiles, cuatro de los cinco ocupantes del edificio decidieron refugiarse en la galería. El primero bajó enseguida a ella; otro se quedó tumbado tranquilamente en la cama; los otros tres comenzaron a ponerse las botas. Como tantas otras veces en la guerra, quienes salieron mejor librados fueron el más precavido y el más indiferente. El primero no fue herido; al dormilón lo hirió en el muslo un casco de metralla. Los otros tres quedaron destrozados por una granada que atravesó la pared del sótano y reventó en el rincón opuesto al lugar por donde entró.

Tras oír este relato encendí de todos modos un puro y penetré en la habitación, que estaba llena de humo; en medio de ella se alzaba casi hasta el techo un informe montón en el que se entremezclaban sacos de paja y destrozados muebles y armazones de camas. Colocamos algunas luces en las rendijas de la pared y nos dispusimos a llevar a cabo nuestra triste tarea. Agarramos los miembros que sobresalían de entre las ruinas y, tirando de ellos, sacamos los cadáveres. Uno tenía arrancada la cabeza; su cuello, plantado sobre el tronco, parecía una esponja sanguinolenta. Del muñón del brazo de otro sobresalía el hueso astillado; su uniforme estaba empapado en la sangre que brotaba de una gran herida que tenía en el pecho. Al tercero le colgaban los intestinos fuera del vientre, que estaba abierto. Cuando lo sacábamos a tirones, una madera astillada se clavó en aquella herida espantosa y produjo un odioso ruido. Al oírlo, uno de los ordenanzas se permitió una observación, pero Knigge lo hizo callar con estas palabras:

—Cierra el pico, que aquí los graznidos están fuera de lugar.

Hice un inventario de los objetos de valor que encontramos en los muertos. Era aquélla una tarea siniestra. Las llamas de las velas oscilaban en medio del espeso vaho que allí había y lanzaban un resplandor rojizo, mientras los hombres me iban entregando carteras y objetos de plata. Parecía como si estuviéramos ejecutando una actividad oscura y secreta. El fino polvo amarillo de los ladrillos se había depositado en los rostros de los muertos y les daba la rígida apariencia de máscaras de cera. Echamos mantas sobre los cadáveres y, tras haber cargado a nuestro herido en una lona de tienda de campaña, nos apresuramos a salir de aquella galería. Al herido le dimos este estoico consejo:

—¡Aprieta los dientes, camarada!

Atravesando un salvaje fuego de shrapnels lo llevamos hasta el puesto de socorro.

Cuando volví a mi alojamiento, unas copas de Cherry-Brandy me ayudaron a serenarme. Al poco tiempo empezó otra vez el bombardeo, más violento todavía que antes; nos apresuramos a reunirnos en la galería subterránea, pues aún seguía nítido ante nuestros ojos el ejemplo que acabábamos de ver de la eficacia de la artillería en los sótanos.

A las cinco y cuarto de la madrugada el fuego alcanzó en pocos segundos una intensidad inaudita. Nuestro servicio de información había previsto bien los acontecimientos. La galería subterránea en que nos encontrábamos vibraba y temblaba como un barco en un mar tempestuoso; a nuestro alrededor oíamos el trueno de las paredes al desplomarse y el crujido de los edificios cercanos que se venían abajo cuando un proyectil acertaba de lleno en ellos.

A las siete de la mañana capté un mensaje óptico que la brigada dirigía al Segundo Batallón. Decía así: «La brigada desea tener inmediatamente una idea clara de la situación». Una hora más tarde volvió, mortalmente extenuado, el enlace y me trajo este mensaje: «El enemigo ha ocupado Arleux y el parque de Arleux. He ordenado que la Octava Compañía contraataque, pero hasta este momento no tengo noticias. Rocholl, capitán».

Esta fue la única noticia —muy importante, desde luego— que transmití con mis numerosos aparatos durante las tres semanas que pasé en Fresnoy. En el momento en que mi actividad resultaba sumamente valiosa, la artillería enemiga había puesto fuera de combate casi todas mis instalaciones y yo mismo me hallaba encerrado, como un ratón cazado, bajo una campana de fuego. La estructura de aquella cabecera de transmisión de mensajes era poco apropiada; estaba excesivamente centralizada.

Aquella sorprendente noticia me hizo comprender por qué, desde hacía algún tiempo, venían estrellándose contra las paredes de los edificios balas de infantería disparadas desde corta distancia.

El bombardeo recomenzó con más virulencia que nunca en el momento en que estábamos acabando de formarnos una idea clara acerca de la grandes pérdidas sufridas por nuestro regimiento. Knigge, que había sido el último en llegar a la galería, seguía aún en el peldaño más alto de la escalera. En aquel momento un estampido parecido a un trueno nos anunció que los ingleses habían conseguido por fin acertar con sus disparos en nuestro sótano. Al buen Knigge le cayó sobre la espalda un pesado pedrusco, pero no recibió ningún otro daño. En la parte de arriba estaba hecho trizas todo lo que allí había. Hasta abajo, donde estábamos nosotros, la luz del día nos llegaba únicamente a través de dos bicicletas que habíamos dejado amontonadas en la entrada de la galería. Bastante abatidos, nos replegamos hasta el escalón más bajo, mientras sacudidas sordas y continuas y el estrépito de las piedras al caer nos convencían de la inseguridad de nuestro refugio.

El teléfono funcionaba aún, milagrosamente. Le expuse nuestra situación al jefe del servicio de comunicaciones de la división y recibí la orden de replegarme con mis hombres al puesto de socorro, que quedaba cerca y estaba instalado en una galería.

Empaquetamos lo indispensable y nos dispusimos a dejar nuestra galería por la otra salida, que aún se hallaba intacta. Aunque no escatimé órdenes ni amenazas, los hombres de la compañía de telefonistas, con escasas experiencias de la guerra, dudaban en abandonar la protección de la galería y exponerse al fuego. Tanto tiempo estuvimos dudando que también se desmoronó con estrépito esa otra entrada, arrasada por una granada de grueso calibre. Nadie resultó herido, por fortuna; sólo nuestro pequeño perro empezó a aullar de un modo lastimero y a partir de ese momento desapareció.

Apartamos a un lado las bicicletas que obstruían la salida de la galería al sótano, nos arrastramos a gatas por encima del montón de ruinas y salimos al aire libre por una grieta de la pared. Sin detenernos a contemplar la increíble transformación de aquel lugar echamos a correr hacia la salida de la aldea. Cuando el último de nosotros acababa de abandonar el portal del patio, el edificio, alcanzado por un potente proyectil, recibió el golpe de gracia.

En el espacio intermedio entre la periferia de la aldea y el puesto de socorro había un cerrojo de fuego. Granadas de pequeño y de grueso calibre, provistas de espoletas de percusión, de retardo e incendiarias, así como proyectiles no estallados, vainas y shrapnels producían una confusión de locura, capaz de turbar ojos y oídos. En medio de todo aquello avanzaban unidades de apoyo, que evitaban por la derecha y por la izquierda el atolladero de la aldea.

En Fresnoy se sucedían continuamente las columnas de tierra, altas como campanarios; cada segundo parecía querer sobrepujar en violencia al anterior. La tierra se tragaba casa tras casa como por arte de magia, las paredes se venían abajo, las fachadas se derrumbaban, los desnudos armazones de las techumbres eran lanzados por los aires e iban a segar los techos vecinos. Por encima de blancuzcos bancos de vapor danzaban nubes de cascos de metralla; ojos y oídos permanecían hechizados por aquel exterminio vertiginoso.

En el puesto de socorro pasamos dos días; estuvimos atrozmente apretujados, pues, además de mis hombres, también se alojaban allí las planas mayores de dos regimientos, los comandos de relevo y los inevitables «despistados». Naturalmente, el intenso tráfago en las entradas, delante de las cuales había siempre una aglomeración parecida a la que se da ante las piqueras de las colmenas, no pasó inadvertido al enemigo. En el camino que pasaba por delante empezaron a caer pronto, a intervalos de un minuto, granadas de tiro preciso, que se cobraron numerosas víctimas; las voces de llamada a los enfermeros eran continuas. Aquel molesto tiroteo me hizo perder cuatro bicicletas que habíamos dejado junto a la entrada de la galería en la que aquel puesto de socorro estaba instalado. Fueron lanzadas por los aires y quedaron retorcidas de un modo extraño.

Envuelto en una lona de tienda de campaña yacía ante la entrada, rígido y mudo, el jefe de la Octava Compañía, el alférez Lemiére, al que sus hombres habían llevado hasta allí; aún tenía puestas sus grandes gafas de concha. Un tiro le había entrado por la boca. Víctima de una herida igual moriría unos meses más tarde su hermano pequeño.

El 30 de abril se hizo cargo del servicio mi sucesor, un hombre del 25.º Regimiento, que fue el que vino a relevarnos. Nosotros salimos hacia Flers, punto de concentración del Primer Batallón. Dejando a la izquierda la calera «Chezbontemps», que había sido alcanzada por proyectiles de grueso calibre, en una tarde cálida fuimos marchando alborozados por el camino vecinal que conducía a Beaumont. Contentos de haber escapado a la inaguantable estrechez de aquel agujero que era el puesto de socorro, los ojos disfrutaban otra vez de la belleza de la tierra, y los pulmones se embriagaban con el aire tibio de la primavera. Teniendo a las espaldas el tronar de los cañones nos era lícito decir:

Ein Tag, von Gott, dem hohen Herrn der belt,

Gemacht zu süsserm Ding als sich zu schlagen

[Un día hecho por Dios, Señor del mundo,

para cosas más dulces que el andar golpeándose]

En Flers encontré ocupado por algunos sargentos del servicio de retaguardia el alojamiento que me había sido asignado; se negaban a hacerme sitio con la excusa de que tenían que guardar aquella habitación para el barón X. Pero no habían contado con el mal humor de un cansado e irritado soldado del frente. Sin más contemplaciones hice que mis acompañantes echaran abajo la puerta; tras un breve forcejeo, que se desarrolló ante los ojos de los asustados moradores de la casa, que acudieron en camisón, aquellos caballeros salieron volando escaleras abajo. Knigge llevó tan lejos la cortesía que les arrojó, mientras huían, sus botas altas, que habían dejado olvidadas. Tras este combate de asalto me metí en la cama, que aún guardaba el calor de su anterior ocupante; la mitad de ella se la ofrecí a mi amigo Kius, quien, carente de alojamiento, andaba errante de un lado para otro. Dormir en aquel mueble del que por tanto tiempo habíamos carecido nos sentó tan bien que a la mañana siguiente nos despertamos «tan frescos como antes».

El Primer Batallón había sufrido poco en los pasados días de lucha y por ello era excelente nuestra moral cuando marchamos a pie hacia la estación de Douai. Nuestro punto de destino era la aldea de Sérain, donde íbamos a pasar algunos días de descanso. La amable población de este lugar nos proporcionó buenos alimentos y ya la primera noche salía de muchas casas el alegre ruido de las fiestas con que los camaradas celebraban su reencuentro.

Estas ofrendas a Baco, celebradas tras batallas en que el desenlace ha sido favorable, cuentan entre los recuerdos más bellos de los viejos guerreros. Y aunque de doce hayan muerto diez, es seguro que, en la primera noche tranquila, los dos últimos se encontrarán ante una botella, beberán silenciosamente un vaso a la memoria de los camaradas muertos y luego comentarán entre bromas las vivencias comunes. En estos hombres está viva una fuerza elemental que subraya, pero a la vez espiritualiza, la ferocidad de la guerra: el gusto por el peligro en sí mismo, el caballeresco afán de salir airoso de un combate. En el transcurso de cuatro años el fuego fue fundiendo una estirpe de guerreros cada vez más pura, cada vez más intrépida.

A la mañana siguiente vino Knigge a leerme unas órdenes; hacia el mediodía saqué en claro de ellas que debía tomar el mando de la Cuarta Compañía. En el otoño de 1914 había caído ante Reims, siendo miembro de ella, el poeta de la baja Sajonia Hermann Löns; tenía casi cincuenta años y se había presentado voluntario para marchar al frente.