Mi último asalto
El 30 de julio de 1918, quedamos acuartelados en Sauchy-Léstrée, una bonita aldea de Artois rodeada de estanques resplandecientes; allí íbamos a pasar un período de descanso. A los pocos días marchamos a pie hasta Escaudoeuvres, situado todavía más lejos del frente; era un triste suburbio obrero que el aristocrático Cambrai había expulsado, por así decirlo, de su seno.
La casa en que me alojaba estaba en la Rue des Bouchers; allí ocupaba la mejor habitación de la vivienda de una familia obrera del norte de Francia. El mueble principal de mi cuarto era el habitual lecho gigantesco; había además una chimenea en cuya repisa se encontraban varios jarrones de vidrio rojo y azul, una mesa redonda, sillas, algunos cromos del Familistére sujetos en las paredes, con títulos como Vive la classe o Souvenir de premiére communion, tarjetas postales y otras cosas por el estilo. La ventana de aquella habitación daba a un camposanto.
Las claras noches de luna llena favorecían la visita de los aviones enemigos, que nos hicieron ver la superioridad material cada vez mayor del otro bando. Noche tras noche llegaban numerosas escuadrillas que volaban por encima de nosotros y arrojaban bombas de una siniestra potencia explosiva sobre Cambrai y también sobre los suburbios. La miedosa precipitación con que bajaban al sótano mis huéspedes me molestaba más que el zumbido de los motores de los aviones, un zumbido fino, parecido al que producen los mosquitos, y más también que el gran número de explosiones retumbantes. Es preciso tener en cuenta, de todos modos, que la víspera de mi llegada había estallado una bomba delante de la ventana de mi habitación; aquella bomba había tirado al suelo, aturdido, al dueño de la casa, que estaba durmiendo en la cama, había arrancado además una pata de ésta y llenado de agujeros las paredes. Este hecho fortuito me dio, sin embargo, una sensación de seguridad, pues yo compartía un poco la superstición de los viejos guerreros; según ella, el embudo que acaba de ser abierto por un proyectil es el lugar que más seguridad ofrece.
Tras un día de descanso recomenzó la cantinela de siempre, es decir, los ejercicios. Una gran parte del día nos la ocupaban la instrucción, las clases teóricas, las revistas, las reuniones y las inspecciones. En una ocasión tuvo que dictar un tribunal de honor un fallo y ello nos llevó una mañana completa. El rancho volvía a ser escaso y malo. Hubo una temporada en que lo único que nos daban para cenar eran pepinos; el seco humor de la tropa los bautizó con el acertado nombre de «salchichas de jardinero».
Me dediqué principalmente a entrenar una unidad de choque, pues los últimos combates me habían hecho ver con claridad que nuestras fuerzas de lucha estaban sufriendo una transformación creciente. Lo único con que se podía contar para el choque propiamente dicho era un pequeño número de hombres, pero tales hombres habían llegado a constituir una estirpe dotada de una dureza especial. En cambio, la masa de los demás contaba a lo sumo como fuerza de fuego. Casi siempre era preferible, en aquellas circunstancias, ser el jefe de un pelotón de soldados decididos que no mandar una compañía de pusilánimes.
El tiempo libre lo dedicaba a leer, bañarme, hacer prácticas de tiro y montar a caballo. Muchas tardes disparaba más de cien cartuchos contra botellas y latas de conservas. Cuando paseaba a caballo encontraba octavillas que el enemigo lanzaba en cantidades masivas sobre nosotros; el servicio de propaganda del otro bando nos las distribuía en ediciones cada vez más numerosas, como si fueran proyectiles morales. Junto a insinuaciones sobre asuntos políticos y militares, contenían, sobre todo, descripciones de la magnífica vida que se llevaba en los campos ingleses de prisioneros. Una de ellas decía: «Y ahora, en confianza, ¡qué fácil es extraviarse en la oscuridad cuando uno regresa de llevar el rancho a las trincheras o de realizar labores de fortificación!». Otra contenía incluso el poema de Schiller «Britania libre». Pequeños globos que flotaban libremente en el aire llevaban hasta el frente, cuando el viento era favorable, aquellas octavillas; iban atadas en paquetes y, tras haber estado balanceándose en el aire un determinado tiempo, una mecha las dejaba sueltas. Por cada ejemplar que uno entregase daban una recompensa de treinta peniques, lo que indicaba que el mando consideraba peligroso el efecto que pudieran producir; de todos modos, los costes se hacían recaer sobre la población del territorio ocupado.
Una tarde cogí una bicicleta y marché con ella hasta Cambrai. Aquella amable y antigua ciudad estaba desolada y vacía. Las tiendas y los cafés se hallaban cerrados, y aunque una oleada de figuras vestidas con el uniforme alemán anegaba sus calles, éstas parecían muertas. Mi visita alegró sinceramente al señor y a la señora Plancot, que un año antes me habían ofrecido un alojamiento tan espléndido. Me contaron que la situación había empeorado en todos los aspectos. De lo que principalmente se lamentaron fue de las frecuentes visitas de los aviones; éstos los obligaban a subir y bajar varias veces las escaleras cada noche. Entre ellos discutían qué era más aconsejable, si perecer por causa de una bomba en el primer sótano o morir aplastados por los escombros en el segundo. Aquellos ancianos señores, cuyos rostros reflejaban tanta preocupación, me causaron verdadera lástima. Cuando los cañones empezaron a hablar algunas semanas más tarde, tuvieron que abandonar precipitadamente la casa en que habían pasado toda su vida.
Sobre las once de la noche del 23 de agosto me desperté sobresaltado apenas acababa de coger dulcemente el sueño; alguien dada violentos golpes en la puerta de mi habitación. Era un enlace, que traía la orden de marcha. Ya la víspera nos habían llegado desde el frente los monótonos truenos y estampidos de un fuego de artillería inusitadamente violento; mientras hacíamos la instrucción, mientras comíamos, mientras jugábamos a las cartas, a todas horas estuvimos oyendo aquellos ruidos. Eran una advertencia para que no nos imaginásemos que nuestro período de descanso iba a durar mucho tiempo. Habíamos acuñado una palabra especial, muy sonora, para referirnos a aquel lejano gorgoteo del tronar de los cañones: «bumbumbar».
Rápidamente hicimos el equipaje y formamos en la carretera que llevaba a Cambrai; en aquellos momentos caía una lluvia torrencial. Nos dirigimos a Marquion, adonde llegamos sobre las cinco de la mañana. Nuestra compañía quedó alojada en una granja de enormes dimensiones, cuyo, patio estaba rodeado de numerosos establos semiderruidos; cada cual se acomodó como buenamente pudo. Yo y el alférez Schrader, mi único oficial de la compañía, nos metimos en una construcción de ladrillo parecida a una mazmorra; el fuerte olor a cabruno que allí había nos indicó que en tiempos pacíficos había servido para alojar cabras, pero en aquel momento sus únicos habitantes eran unas grandes ratas.
Por la tarde se celebró una reunión de oficiales para estudiar la situación; durante ella nos dijeron que aquella noche debíamos permanecer en estado de alerta en un lugar situado no lejos de Beugny, a la derecha de la gran carretera que unía Cambrai con Bapaume. Se nos advirtió que el enemigo podía atacarnos con los nuevos tanques, rápidos y manejables.
Distribuí a mi compañía en orden de combate dentro de un pequeño huerto de legumbres. De pie bajo un manzano dirigí unas palabras a mis hombres, que me rodeaban en semicírculo. Los rostros aparecían serios y viriles. No era mucho lo que había que decir. Todos habían llegado a ver con claridad por aquellos días que íbamos cuesta abajo; en todo ejército existe, además de la unidad de las armas, también una unidad moral, y ésta es la única que explica aquella unanimidad de criterio. El enemigo exhibía en cada nuevo ataque armas cada vez más poderosas; sus golpes empezaban a ser más rápidos y violentos. Todo el mundo sabía que no podíamos vencer. Pero plantaríamos cara al enemigo.
Schrader y yo cenamos aquella noche en el patio de la granja, sentados a una mesa que nos habíamos fabricado con los restos de un carro y la puerta de una casa; luego bebimos una botella de vino. Cuando acabamos nos metimos en la cabreriza, hasta que a las dos de la madrugada vino el centinela a decirnos que los camiones estaban ya esperándonos en la plaza mayor de la aldea.
Iluminados por luces fantasmales atravesamos, en medio de un gran estruendo, aquel terreno removido por la lucha; sobre él se había librado el año anterior la Batalla de Cambrai. Los villorrios de la zona habían quedado machacados de una manera inverosímil y cuando cruzábamos sus calles, a cuyos lados quedaban los muros de las casas en ruinas, nos veíamos obligados a serpentear por entre los escombros. Muy cerca de Beugny nos descargaron de los camiones, luego nos condujeron hasta los lugares desde los que íbamos a partir para el asalto. Nuestro batallón ocupaba un camino en hondonada situado junto a la carretera Beugny-Vaux. Antes del mediodía llegó un enlace que me trajo la orden de que mi compañía se adelantase hasta situarse junto a la carretera Frémicourt-Vaux. Este avance escalonado me hizo comprender que nos aguardaban sangrientos sucesos antes de que acabase el día.
Aquel terreno estaba siendo bombardeado y ametrallado por aviones que volaban en círculo por encima de nosotros y por ello hice que mis tres secciones lo atravesaran en hilera, moviéndose en zigzag. Una vez que llegamos a la meta nos distribuimos en embudos y agujeros, pues hasta la parte de acá de la carretera llegaban, aunque de manera aislada, las granadas lanzadas por el enemigo.
Me sentía tan mal aquel día que inmediatamente me tendí en una pequeña zanja y me quedé dormido. Al despertarme me puse a leer el ejemplar de Tristram Shandy que llevaba en mi guardamapas; así pasé la tarde, tumbado al sol, que me calentaba con sus rayos, en ese estado de indiferencia propio de los enfermos.
A las seis y cuarto de la tarde llegó un enlace; nos convocaba a los jefes de compañía a una reunión con el capitán von Weyhe.
—Tengo que darles una grave noticia, y es que atacamos. Habrá una preparación artillera de media hora y a las siete nuestro batallón se lanzará al ataque. Partirá de la linde occidental de Favreuil; el punto de dirección de la marcha es el campanario de Sapignies.
Hicimos algunos comentarios acerca de la orden y tras un enérgico apretón de manos salimos deprisa hacia donde se hallaban nuestras compañías; el fuego comenzaría diez minutos más tarde y aún teníamos que recorrer a pie un largo trayecto. Informé a mis jefes de sección de la orden recibida y mandé que la compañía formase.
—Los pelotones, en columna de a uno, separados por una distancia de veinte metros. Dirección de la marcha, hacia la izquierda, oblicuamente, las copas de los árboles de Favreuil.
Una buena señal del espíritu que aún seguía vivo entre nosotros fue que me vi obligado a decidir quién se quedaría atrás para informar a la cocina de campaña sobre el lugar en que estaríamos. Nadie se ofreció voluntario.
Iba caminando muy por delante de mi compañía; me acompañaban mis ordenanzas y el sargento Reinecke, que conocía bien aquella zona. De detrás de los setos y las ruinas saltaban los disparos de nuestros cañones. Su fuego se asemejaba más a un ladrido furioso que a una marea exterminadora. Cuando miraba hacia atrás veía a mis pelotones avanzar en un orden impecable. Junto a ellos se alzaban las pequeñas nubes de polvo producidas por los proyectiles lanzados desde los aviones. Ráfagas de balas, vainas de granadas y aletas de shrapnels atravesaban con un bufido infernal los espacios vacíos que entre las menguadas hileras de mis hombres quedaban. A la derecha se hallaba Beugnâtre, que estaba siendo bombardeado con dureza; desde allí llegaban pesadamente hasta nosotros con un gruñido trozos dentados de hierro que, tras una breve detonación, quedaban aplastados en el suelo legamoso.
Más desagradable todavía fue el avance detrás de la carretera Beugnâtre-Bapaume. Varias granadas de efecto explosivo estallaron de repente delante, detrás y en medio de nosotros. Nos dispersamos y nos arrojamos dentro de los embudos. Yo caí de rodillas encima del «producto del miedo» dejado allí por alguien que me había precedido; a toda prisa hice que mi ordenanza me limpiase burdamente los pantalones con un cuchillo.
Las nubes producidas por las numerosas explosiones de las granadas se aglomeraban ya en las afueras de la aldea de Favreuil; en medio de aquellas nubes subían y bajaban en rápida alternancia columnas de tierra de color pardo. Me adelanté hasta las primeras ruinas con el fin de escoger una posición y luego, con mi bastón de paseo, hice señales a los hombres para que me siguieran.
Aquella aldea estaba rodeada de barracones destruidos por los disparos; detrás de ellos se fueron reuniendo algunos contingentes de los batallones primero y segundo. Una ametralladora enemiga nos causó algunas víctimas durante el último trecho del camino. Desde mi puesto observaba el fino cordón de nubecitas de polvo que las balas levantaban; de vez en cuando quedaba prendido en aquel cordón, como en una red, alguno de los hombres que llegaban. Uno de los heridos fue el sargento Balg, de mi compañía; una bala le atravesó una pierna.
Una figura humana vestida con un Manchester pardo atravesó impasible el bombardeado terreno y vino a estrecharme la mano. Kius y Boje, el capitán Junker y Schaper, Schrader, Schläger, Heins, Findeinsen, Hóhlemann y Hoppenrath se encontraban detrás de un seto barrido por el plomo y por el hierro y discutían largamente acerca del ataque. Durante muchos días de cólera habíamos luchado en un mismo campo y también aquella vez los rayos del sol, ya muy bajo en el horizonte, iluminarían la sangre de casi todos nosotros.
Algunos contingentes del Primer Batallón penetraron en el parque del castillo. Del Segundo Batallón, únicamente mi compañía y la quinta habían logrado cruzar casi intactas aquella cortina de llamas. Atravesando embudos y ruinas de edificios nos fuimos abriendo paso hasta llegar a un camino en hondonada que corría por la linde occidental de la aldea. Mientras iba andando recogí del suelo un casco de acero y me lo planté en la cabeza — sólo en situaciones muy comprometidas solía hacer eso—. Con gran asombro comprobé que Favreuil estaba muerto. Al parecer, la guarnición había abandonado el sector que le correspondía defender; sobre las ruinas gravitaba ya esa atmósfera tensa que en tales momentos es peculiar de los espacios sin dueño, una atmósfera que otorga una agudeza extrema a los ojos.
Sin que nosotros los supiéramos, el capitán von Weyhe, gravemente herido, yacía a solas dentro de un embudo situado detrás de la aldea. La orden que nos había dado era que las compañías se lanzasen al asalto del modo siguiente: en primera línea, las Compañías Quinta y Octava; en segunda, la Sexta; y en tercera, la Séptima. Como ni la Sexta ni la Octava daban señales de vida, resolví atacar, sin preocuparme por más tiempo del escalonamiento.
Eran ya las siete de la tarde. A través de las bambalinas formadas por restos de edificios y troncos de árboles vi salir a campo abierto, disparando un débil fuego de fusil, una línea de tiradores. Seguramente era la Quinta Compañía.
En el camino de hondonada que nos servía de protección dispuse a la tropa para el ataque y ordené que entrase en acción en dos oleadas.
—Distancia, cien metros. Yo mismo iré entre la primera y la segunda oleada.
Partimos hacia el último asalto. ¡Cuántas veces habíamos caminado en los años anteriores hacia el sol poniente en un estado de ánimo similar al que entonces nos embargaba! ¡Les Eparges, Guillemont, Saint-Pierre-Vaast, Langemarck, Passchendaele, Moeuvres, Vraucourt, Mory! De nuevo nos aguardaba una fiesta de sangre.
Abandonamos el camino en hondonada con la misma precisión con que lo habríamos hecho en un campo de ejercicios, si prescindimos de que «yo mismo», como decía la bonita fórmula de la orden que había dado, me encontré de repente en campo abierto delante de la primera oleada; junto a mí caminaba el alférez Schrader.
Mi estado físico había mejorado un poco, pero aún me sentía débil. Haller, que más tarde emigró a Sudamérica, me contó, cuando vino a despedirse, que el hombre que iba a su lado le había dicho:
—¡Oye, me parece que el alférez no regresa hoy!
Haller era un hombre extraño; a mí me gustaba su espíritu salvaje y destructivo. En aquella conversación me reveló una serie de cosas por las cuales me enteré, con asombro, de que el simple soldado pesa el corazón de su jefe en una balanza de precisión. Yo me sentía efectivamente muy débil y desde el principio pensé que aquel ataque era un error. Sin embargo, de todos los que realicé es éste el que más me gusta recordar. Aquel ataque carecía del ímpetu poderoso de la Gran Batalla, de la hirviente euforia que reinaba en ésta. Pero los sentimientos que me embargaban eran muy impersonales, era como si me observase a mí mismo con unos prismáticos. Fue aquélla la primera vez que en la guerra pude oír los siseos de los pequeños proyectiles como algo que pasase silbando junto a un objeto. El paisaje era de una transparencia cristalina.
Los disparos que salían a nuestro encuentro llegaban todavía de manera aislada; tal vez los muros de la aldea que quedaban a nuestra espalda impedían que el enemigo nos viese con claridad. Yo llevaba en la mano derecha mi bastón de paseo y en la izquierda la pistola; avanzaba a grandes pasos. Casi sin darme cuenta dejé en parte a mi espalda y en parte a mi derecha la línea de tiradores de la Quinta Compañía. Mientras avanzaba noté que se me había desprendido del pecho la Cruz de Hierro; había caído al suelo. Schrader, mi ordenanza y yo nos dedicamos a buscarla con todo interés, aunque tiradores ocultos nos tomaban como blanco de sus fusiles. Por fin la sacó Schrader de una mata de hierba y volví a prendérmela.
El terreno descendía. Sobre un fondo de barro de color pardo-rojizo se movían unas figuras borrosas. Una ametralladora nos aporreaba con sus ráfagas. Se acrecentó la sensación de que no había escapatoria. Pese a ello, empezamos a correr mientras el fuego se concentraba sobre nosotros.
Saltamos por encima de pozos de tiradores y de tramos de trinchera excavados a la ligera. En el preciso momento en que estaba saltando por encima de una trinchera un poco mejor construida, me lanzó por los aires, como un ave de caza, un golpe incisivo que noté en el pecho. Di un sonoro grito, con cuyo chillido pareció escapárseme el aire de la Vida, giré en redondo y caí al suelo con estrépito.
Por fin me había atrapado una bala. A la vez que percibía el balazo sentí que aquel proyectil me sajaba la vida. Delante de Mory, en la carretera, había notado ya la mano de la Muerte — esta vez me aferraba más fuerte, más nítidamente—. Mientras caía pesadamente sobre el piso de la trinchera había alcanzado el convencimiento de que aquella vez todo había acabado, acabado de manera irrevocable. Y, sin embargo, aunque parezca extraño, fue aquél uno de los poquísimos instantes de los que puedo decir que han sido felices de verdad. En él capté la estructura interna de la vida, como si un relámpago la iluminase. Notaba un asombro incrédulo, el asombro de que precisamente allí fuera a acabar mi vida; pero era un asombro lleno de alegría. Luego oí cómo el fuego se debilitaba; parecía que me hundiese como una piedra bajo la superficie de un oleaje furioso. Allí no había ya ni guerra ni enemistad.