Langemarck

Cambrai, nombre que va unido a numerosos recuerdos históricos, es una ciudad pequeña y soñolienta de Artois. Callejuelas estrechas y vetustas ciñen el enorme edificio del ayuntamiento, así como las carcomidas puertas de las murallas y también las numerosas iglesias, en la más grande de las cuales predicó Fénélon. Sólidas torres emergen de una confusa aglomeración de tejados puntiagudos. Anchas avenidas conducen al cuidado parque municipal, en donde se alza un monumento al aviador Blériot.

Los habitantes de Cambrai son gentes tranquilas y amables, que llevan una vida cómoda en los grandes edificios de su ciudad; por fuera tienen estos edificios una apariencia sencilla, mas en su interior están lujosamente amueblados. Muchos rentistas pasan en Cambrai los últimos años de su vida. Con razón lleva esta ciudad el nombre de «La ville des millionaires», pues antes de la guerra la habitaban más de cuarenta millonarios.

La Gran Guerra despertó violentamente de su sueño de Bella Durmiente a aquella pacífica población y la transformó en un foco de batallas gigantescas. Una vida nueva y ajetreada pasaba con estruendo por el desigual empedrado de sus calles y hacía temblar los cristales de las pequeñas ventanas de las casas; detrás de aquellas ventanas acechaban rostros angustiados. El vino que los rentistas habían ido acumulando con tanto cariño en sus bodegas se lo bebían ahora, hasta no dejar gota, unos extranjeros que también se acostaban en sus amplios lechos de caoba y turbaban con sus continuas idas y venidas el contemplativo sosiego de sus vidas. En medio de un ambiente tan cambiado, los rentistas se congregaban en las esquinas de las calles y en las puertas de las casas y con voz precavida se murmuraban al oído historias de horror y noticias segurísimas acerca de la inminente victoria final de sus compatriotas.

La clase de tropa se instaló en un cuartel; los oficiales fuimos alojados en la Rue des Liniers. Durante nuestra estancia allí tomó esta calle la apariencia de un barrio de estudiantes; nos dedicábamos a charlar todos juntos de ventana a ventana, así como a entonar canciones por la noche y a intentar pequeñas aventuras.

Cada mañana marchábamos a hacer instrucción a la gran explanada próxima a Fontaine, aldea que, más tarde se haría famosa. El servicio que me tocaba hacer era de mi gusto, pues el coronel von Oppen me había encargado que formase y entrenase una unidad de asalto. Muchos voluntarios se presentaron para formar parte de ella; elegí preferentemente a los hombres que me habían acompañado en mis patrullas y correrías de reconocimiento. Como se trataba de nuevas modalidades de combate, redacté yo mismo las líneas básicas del reglamento.

El lugar en que me alojaba era cómodo; los dueños de la casa, una amable pareja de joyeros, los Plancot-Bourlon, raras veces me dejaban almorzar sin enviar a mi habitación algún agradable obsequio. Por la noche nos sentábamos juntos ante una taza de té, jugábamos al chaquete y charlábamos. Con mucha frecuencia comentábamos, como es natural, una cuestión que tiene difícil respuesta: por qué guerrean los seres humanos.

El buen Monsieur Plancot me contó en aquellas veladas toda clase de chismes acerca de los burgueses de Cambrai, gentes en todo momento ociosas y divertidas; en tiempos de paz aquellos chismes habían provocado ruidosas carcajadas en las calles, tabernas y mercados semanales de la ciudad. A mí me recordaban vivamente las deliciosas historietas de Mi tío Benjamín.

Por ejemplo, un guasón envió cierto día una citación a todos los jorobados de los alrededores para que comparecieran en casa de un determinado notario con objeto de tratar un importante asunto de herencia. Escondidos en una ventana de la casa de enfrente, aquel guasón y sus amigos disfrutaron a la hora fijada del espectáculo de diecisiete furiosos y vociferantes monstruos contrahechos que invadían la casa del infortunado notario.

También tenía gracia la historia de una vieja solterona que vivía en la casa frontera a la nuestra y que se distinguía por poseer un cuello de cisne extrañamente doblado hacia un lado. Veinte años atrás había tenido fama de muchacha deseosa de casarse a cualquier precio. Seis jóvenes se pusieron de acuerdo y cada uno de ellos obtuvo de la solterona la autorización, concedida muy a gusto, de pedir su mano a sus padres. Una carroza gigantesca, en la que iban sentados los seis pretendientes, se paró delante de la casa al domingo siguiente. Aterrorizada, la bella cerró la casa y se escondió, mientras los cortejadores se entregaban a toda clase de bromas en la calle, con gran regocijo del vecindario.

O la historieta siguiente: un día se presenta en el mercado un joven de Cambrai que tenía muy mala fama y pregunta a una campesina, mientras señala con el dedo un queso blando, redondo y salpicado de sabroso puerro verde:

—¿Cuánto vale ese queso?

—Veinte céntimos, señor.

El joven le entrega los veinte céntimos:

—Ahora el queso es mío, ¿no es así?

¡Desde luego, señor!

—Entonces ¿puedo hacer con él lo que me venga en gana?

—¡Pues claro que sí!

¡Zas! El joven agarra el queso, se lo estampa en la cara a la campesina y se marcha dejándola allí plantada.

El 25 de julio dijimos adiós a aquella amable y pequeña ciudad y partimos en tren en dirección norte, hacia Flandes. En los periódicos habíamos leído que desde hacía semanas se venía librando allí un combate de artillería que superaba incluso al de la Batalla del Somme, si no en intensidad absoluta, como en Guillemont y Combles, sí en amplitud.

En Staden nos descargaron de los vagones; desde allí se oía el lejano tronar del cañón. Luego, atravesando un paisaje que nos resultaba desacostumbrado, marchamos a pie hasta el campamento de Ohndank. A derecha e izquierda de la ancha y rectísima carretera se veía el verdor de unos campos feraces, elevados en forma de bancales, y de unos prados jugosos, que estaban rodeados de setos. Diseminados por aquellos campos había limpias casas de labor; sus bajos techos eran de paja o de pizarra y en sus paredes colgaban manojos de hojas de tabaco puestas a secar. Los campesinos que con nosotros se cruzaban en nuestro camino eran de estirpe flamenca y hablaban entre ellos un lenguaje rudo, que recordaba nuestro idioma materno. Aquel día pasamos la tarde en los huertos de diversas granjas aisladas, ocultos a las vistas de los aviadores enemigos. De vez en cuando cruzaban zumbando por encima de nuestras cabezas, con un gorgoteo que llegaba de lejos, unas granadas enormes; las disparaban piezas de artillería de marina y explotaban en los alrededores. Una de esas granadas cayó en uno de los numerosos arroyuelos de aquella comarca y causó la muerte del 91.º Regimiento que en él se estaban bañando. Al atardecer tuve que ponerme en camino, con un destacamento avanzado, hacia la posición ocupada por el regimiento de reserva, con objeto de preparar el relevo. Para llegar hasta el mencionado regimiento atravesamos el bosque de Houthulst y la aldea de Kokuit; durante aquella caminata, granadas de grueso calibre nos hicieron «perder el paso» algunas veces. En la oscuridad oí la voz de un recluta que aún no estaba familiarizado con nuestras costumbres:

—Pero ese alférez nunca se tira al suelo.

—Sabe bien lo que tiene que hacer —le instruyó un hombre de la unidad de asalto—. Cuando se acerca alguna granada dirigida a nosotros es el primero en echarse a tierra.

Ya no nos poníamos a cubierto más que cuando era preciso, pero entonces lo hacíamos rapidísimamente. De todos modos, sólo el soldado experimentado es capaz de apreciar el grado de necesidad; con el sentimiento intuye cuál será el punto final de la trayectoria de un proyectil antes de que el novato haya percibido siquiera el ligero aleteo que lo anuncia. En las zonas peligrosas, con objeto de oír mejor, yo solía cambiar el casco de acero por la gorra.

Nuestros guías, que no parecían muy seguros de lo que tenían que hacer, avanzaban serpenteando por una «trinchera de superficie» que no acababa nunca. Este es el nombre que se da a los corredores que, en razón de las aguas subterráneas, no están excavados en la tierra, sino construidos al nivel del suelo con sacos terreros y fajinas. Luego pasamos al lado de un bosque que estaba pelado de un modo siniestro; según nos contaron los guías, la insignificancia de un millar de granadas del calibre 240 había expulsado de él unos días antes a la plana mayor de un regimiento.

—Parece que aquí no se escatiman gastos — pensé para mis adentros.

Tras haber andado errantes de acá para allá por un terreno cubierto de espesa maleza nos encontramos sin saber qué hacer, pues nuestros guías nos habían abandonado. Nos hallábamos en una zona cubierta de cañaverales y rodeada de pantanos en cuya negra superficie se reflejaba la luz de la luna. Las granadas se hundían en el suelo blando; el cieno que lanzaban a lo alto volvía a caer con un chapoteo ruidoso. Por fin retornó el infortunado guía, sobre el que se concentró toda nuestra furia, y dio a entender que había encontrado el camino. Pero volvió a llevarnos por una ruta equivocada y acabamos en un puesto de socorro. A intervalos regulares y muy breves venían a estallar encima de aquel puesto de socorro los shrapnels; los balines y las vainas de éstos atravesaban ruidosamente las ramas de los árboles. El médico que atendía aquel puesto de socorro puso a nuestra disposición un hombre sensato que nos condujo hasta el denominado «Fuerte de los Ratones»; allí estaba instalado el mando de las tropas de reserva.

Inmediatamente después me encaminé hacia el lugar en que se encontraba la compañía del 225.º Regimiento que iba a ser relevada por nuestra Segunda Compañía. Después de mucho buscar en aquel terreno lleno de embudos encontré unas pocas casas ruinosas, que por dentro tenían un discreto revestimiento de hormigón armado. El día anterior un proyectil de grueso calibre, que la acertó de lleno, había hundido una de ellas; la plancha del techo se vino abajo con estruendo y aplastó, como en una ratonera, a la guarnición que la habitaba.

Para pasar el resto de la noche logré hacerme un hueco en el abarrotado fortín de hormigón que servía de puesto de mando al jefe de la compañía. Era un bravo «cerdo del frente»; él y su ordenanza mataban el tiempo con una botella de aguardiente y una gran lata de carne adobada. A menudo el jefe se detenía en sus ocupaciones y, moviendo arriba y abajo la cabeza, escuchaba con atención el fuego de la artillería, cada vez más intenso. Luego, suspirando, se ponía a añorar la hermosa época que había pasado en Rusia y maldecía las continuas bajas que se producían en su regimiento. Al fin se me cerraron los ojos.

El sueño fue pesado y angustioso; los proyectiles de grueso calibre que, en medio de una oscuridad impenetrable, caían alrededor de la casa producían, en aquel paisaje muerto, una indecible sensación de soledad y abandono. Involuntariamente me apretujé contra un hombre que yacía a mi lado en el camastro. En una ocasión, una sacudida violenta me hizo ponerme en pie, asustado. Con las linternas alumbramos las paredes para examinar si la casa estaba agujereada. Se descubrió que una granada de pequeño calibre se había estrellado contra la pared exterior.

La mañana siguiente la pasé en el puesto de mando del jefe del regimiento, instalado en el Fuerte de los Ratones. Continuamente, sin interrupción ninguna, estallaban cerca de aquel sitio granadas del calibre 150, mientras el jefe, un capitán de caballería, jugaba una interminable partida de tresillo con su ayudante y con el oficial de enlaces, y hacía pasar de mano en mano una botella de gaseosa llena de un aguardiente de mala calidad. A veces dejaba las cartas sobre la mesa para despachar a un enlace o iniciaba con gesto preocupado una conversación acerca de la resistencia que nuestro fortín de hormigón podía ofrecer a las bombas. A pesar de sus acaloradas réplicas pudimos convencerlo de que no aguantaríamos un proyectil certero que diese en el techo.

El fuego habitual adquirió hacia el atardecer una intensidad demencial. En la primera línea se elevaban bengalas de colores en sucesión ininterrumpida. Unos enlaces que llegaron sudorosos trajeron la noticia de que el enemigo atacaba. Después de varias semanas de tiro de tambor de la artillería hacía ahora su aparición el combate de infantería. Habíamos llegado, por tanto, en el momento justo.

Retorné al puesto de mando del jefe de la compañía y allí aguardé la llegada de la Segunda Compañía; apareció a las cuatro de la madrugada, en el momento en que se desencadenaba un violento ataque artillero por sorpresa. Me hice cargo de mi sección y la conduje al sitio que se le había asignado. Era una construcción de hormigón y se hallaba cubierta por las ruinas de un edificio enteramente destruido; estaba en medio de un gigantesco campo de embudos de una desolación horripilante.

A las seis de la mañana se disipó la espesa niebla típica de Flandes y pudimos echar una ojeada a aquellos alrededores de espanto. Inmediatamente después apareció una escuadrilla de aviones enemigos; volaba casi a ras del suelo y estuvo examinando con detenimiento aquel pisoteado terreno en tanto emitía señales con una sirena y en los agujeros abiertos por las granadas procuraban esconderse los infantes extraviados.

Media hora después se inició un ataque artillero por sorpresa. Los proyectiles rugían alrededor del lugar donde estábamos refugiados, que parecía una isla en medio de un mar azotado por un tifón. El bosque de proyectiles que estallaban en torno a nosotros se fue haciendo cada vez mas espeso, hasta acabar convirtiéndose en un muro que giraba formando remolinos. Estábamos allí acurrucados unos junto a otros y a cada momento aguardábamos el proyectil certero que nos haría pedazos, el proyectil que nos barrería, sin dejar rastro, a nosotros y a los fortines de hormigón, y transformaría en un desierto de embudos el lugar en que nos hallábamos.

Todo el día estuvimos sometidos a aquellas violentas trombas de fuego; en los largos intervalos entre una y otra nos preparábamos para la siguiente.

Un extenuado enlace apareció a última hora de la tarde y me trajo una orden por la que me enteré de que las compañías primera, tercera y cuarta iban a efectuar un contraataque a las diez horas y cincuenta minutos de aquella noche, y la segunda debía aguardar a que llegase su relevo y luego avanzar desplegada hacia la primera línea. Quise acumular fuerzas para poder enfrentarme a las horas que nos aguardaban y me tendí a descansar; no sospechaba que en aquel momento mi hermano Fritz, al que yo suponía en Hannover, se lanzaba al ataque con un pelotón de la Tercera Compañía y atravesaba a corta distancia de mi cabaña aquel huracán de fuego.

Largo tiempo perturbaron mi sueño los lamentos de un herido dejado en nuestro refugio por dos soldados sajones que se habían extraviado en el campo de embudos; completamente agotados, aquellos dos soldados se habían quedado dormidos. Cuando a la mañana siguiente se despertaron encontraron muerto a su camarada. Lo llevaron al agujero de granada más próximo, lo cubrieron con unas cuantas paladas de tierra y se fueron de allí; tras ellos dejaban una más entre las innumerables sepulturas solitarias y desconocidas de esta guerra.

Hasta las once de la mañana no me desperté de mi profundo sueño; entonces me lavé en mi casco de acero y envié un hombre al jefe de la compañía para que recogiese las órdenes. Me quedé estupefacto al enterarme de que, se había marchado sin ni siquiera notificarnos su partida. En la guerra ocurren cosas como ésta; vemos negligencias que la gente que actúa en los campos de maniobras no osaría ni siquiera imaginar.

Mientras continuaba sentado en mi camastro, lanzando maldiciones y reflexionando sobre lo que debía hacer, apareció un enlace del batallón y me trajo la orden de que tomase inmediatamente el mando de la Octava Compañía.

Me enteré de que el contraataque efectuado la noche anterior por el Primer Batallón había fracasado y que había habido numerosas bajas; lo que de aquel batallón quedaba se defendía dentro, y también a derecha e izquierda, de un bosquecillo que teníamos delante, el bosque de Dobschütz. A la Octava Compañía se le había confiado la misión de ir a reforzar a aquellos hombres, para lo cual debía penetrar desplegada en el bosquecillo; pero, en el terreno intermedio, un fuego de barrera la había desperdigado, ocasionándole numerosas bajas. Como también estaba herido su jefe, el teniente Büdingen, yo tenía que conducir otra vez hacia delante la citada compañía.

Me despedí de mi sección, a la que dejaba huérfana, y luego me puse en camino con el enlace; teníamos que atravesar un páramo en el que caían shrapnels en gran número. Íbamos corriendo agachados; una voz desesperada detuvo por un momento nuestra carrera. Desde lejos nos hacía señas con el sanguinolento muñón de su brazo una figura humana que sobresalía con medio cuerpo de un embudo. Le señalamos con el dedo la cabaña que acabábamos de abandonar y seguimos corriendo.

La Octava Compañía que me encontré era un exiguo puñado de hombres acurrucados dentro de unos cuantos fortines de hormigón.

—¡Los jefes de sección!

Se presentaron tres suboficiales y declararon que era imposible efectuar un segundo ataque contra el bosque de Dóbschütz. Los proyectiles de grueso calibre que caían delante de nosotros se interponían allí, en efecto, como un muro de fuego. Lo primero que hice fue concentrar las secciones detrás de tres de aquellos fortines de hormigón; cada sección se componía ya tan sólo de unos quince o veinte hombres. En aquel momento se desplazó el fuego enemigo hacia donde estábamos. Hubo entonces un desconcierto indescriptible. Todo un grupo de hombres voló por los aires junto al fortín de la izquierda; el de la derecha fue alcanzado de lleno por un proyectil. Los escombros de aquel fortín, que pesaban toneladas, enterraron al teniente Büdingen, que aún yacía herido allí dentro. Nos hallábamos como dentro de un mortero en el que continuamente se golpease con fuerza. Los rostros, de una palidez cadavérica, se miraron fijamente unos a otros; y seguían y seguían resonando los gritos de los heridos por la metralla.

En aquellas circunstancias daba igual que nos quedásemos allí echados cuerpo a tierra o que nos replegásemos o que avanzásemos. Por ello di a los hombres la orden de que me siguieran. De un salto me metí en medio del fuego; una granada me cubrió de tierra a los pocos pasos, tirándome de espaldas en el embudo que más cerca quedaba. Era casi inexplicable que no estuviese herido, pues los proyectiles caían tan juntos que parecían pasar rozando el casco y los hombros; se asemejaban a grandes animales que escarbasen el suelo bajo sus pies. El que yo pudiese atravesar corriendo aquella barrera sin ser alcanzado se debía sin duda únicamente a que el terreno, movido y removido tantas veces, se tragaba los proyectiles; éstos penetraban muy hondo en él y no estallaban hasta chocar con algo duro. De esta manera, los conos producidos por las explosiones no eran como matas enormes, sino que ascendían derechos, semejantes a lanziformes álamos. Había otros proyectiles que levantaban únicamente una campana de tierra. No tardé en darme cuenta de que la violencia del fuego disminuía cuanto más avanzaba yo. Una vez que hube escapado de la zona más peligrosa, miré a mi alrededor. No se veía un alma.

De las nubes de humo y polvo fueron saliendo finalmente, primero dos hombres, luego uno, y por último otros dos. Con estos cinco alcancé sano y salvo mi objetivo.

El alférez Sandvoss, jefe de la Tercera Compañía, y el pequeño Schultz estaban sentados dentro de un medio aplastado fortín de hormigón; tenían consigo tres ametralladoras pesadas. Me dieron la bienvenida con un clamoroso ¡hola! y con un buen trago de coñac y luego me explicaron la situación; era muy poco agradable. Los ingleses se hallaban inmediatamente delante de nosotros y ni por la derecha ni por la izquierda existían contactos con otras tropas nuestras. Llegamos a la conclusión de que aquel rincón sólo era apto para guerreros muy veteranos, encanecidos entre el humo de la pólvora.

De pronto me preguntó Sandvoss si me habían dicho algo acerca de mi hermano. No será difícil de imaginar mi inquietud al enterarme de que había participado en el ataque nocturno y que lo habían dado por desaparecido. Era el hermano que yo más quería; experimenté, como un abismo que se abría ante mí, la sensación de una pérdida irreparable.

Inmediatamente después llegó un hombre y me comunicó que mi hermano yacía herido en un abrigo próximo. Mientras hablaba me señalaba con el dedo un desolado blocao; se hallaba cubierto de árboles arrancados de cuajo y sus defensores lo habían abandonado ya. Rápidamente atravesé un claro del bosque que estaba batido por un preciso fuego de artillería, y entré. ¡Qué reencuentro! En una habitación llena de olor a cadáver estaba tumbado mi hermano en medio de una muchedumbre de heridos graves que gemían. Lo encontré en unas condiciones deplorables. Dos balines de shrapnel lo habían alcanzado mientras se lanzaba al asalto; uno le había perforado un pulmón, el otro le había reducido a astillas el codo derecho. Sus ojos estaban brillantes por la fiebre; sobre el pecho tenía una máscara antigás abierta. Le costaba mucho esfuerzo moverse, hablar y respirar. Nos estrechamos la mano y nos contamos lo ocurrido.

Para mí era claro que mi hermano no debía permanecer en aquel lugar, pues en cualquier momento podían lanzarse al asalto los ingleses, o bien una granada podía dar el golpe de gracia a aquel fortín de hormigón, ya muy deteriorado. El mejor servicio que como hermano podía prestarle era lograr su evacuación hacia la retaguardia. Aunque Sandvoss se oponía violentamente a todo lo que debilitase nuestras fuerzas de combate, di a los cinco hombres que conmigo habían venido la orden de que condujesen a Fritz al puesto de socorro denominado «Huevo de Colón» y que trajesen de allí a más gente para evacuar a los otros heridos. Envolvimos a mi hermano en una lona de tienda de campaña, atamos la lona por los picos, metimos un palo largo y luego dos hombres cargaron con aquel fardo. Un nuevo apretón de manos, y aquella triste comitiva se puso en movimiento.

Seguí con los ojos la bamboleante carga que se alejaba serpenteando por entre un bosque de columnas, altas como campanarios, que las granadas levantaban al estallar. Cada una de las explosiones provocaba en mí una sacudida; por fin el pequeño cortejo desapareció entre los vapores del combate. Me sentí representante de nuestra madre y, a la vez, responsable ante ella de la suerte de mi hermano.

Desde los embudos situados junto a la linde delantera del bosque sostuvimos una pequeña escaramuza con los ingleses, que iban avanzando; luego pasé la noche, junto con mis hombres —cuyo número había aumentado entretanto— y con los sirvientes de una ametralladora, entre las ruinas del fortín de hormigón. Ininterrumpidamente caían muy cerca de nosotros granadas de efecto explosivo de una violencia extraordinaria; por un pelo no me había matado una de ellas a última hora de la tarde.

Hacia el amanecer el tirador de nuestra ametralladora abrió fuego de repente, pues se aproximaban unas sombras humanas oscuras. Era una patrulla de enlace de 76.º Regimiento de Infantería; uno de sus hombres fue abatido por aquellos disparos. Errores como éste eran frecuentes en aquellos días, pero nadie les daba demasiada importancia.

A las seis de la mañana vino a relevarnos un contingente de la Novena Compañía; me trajeron la orden de que pasase a ocupar una posición de combate en el denominado Fuerte de las Ratas. Mientras marchábamos hacia aquel lugar un shrapnel dejó inútil para la lucha a un sargento aspirante a oficial.

El Fuerte de las Ratas resultó ser una casa reforzada por dentro con un revestimiento de hormigón; estaba acribillada a balazos y se hallaba al lado mismo del lecho pantanoso del arroyo Steen. El nombre de la casa estaba bien elegido. Agotados, entramos en ella y nos tumbamos en unos camastros cubiertos de paja, hasta que una comida copiosa y la reconfortante pipa de tabaco que la siguió consiguieron levantarnos un poco el ánimo.

En las primeras horas de la tarde se inició un bombardeo enemigo con proyectiles de grueso calibre. Desde las seis hasta las ocho se sucedieron ininterrumpidamente las explosiones; a menudo las atroces sacudidas de los proyectiles que caían cerca y no explotaban hacían temblar la estructura del edificio que nos albergaba; parecía que iba a derrumbarse. Durante este tiempo estuvimos haciendo comentarios, como era usual, acerca de la seguridad que nos ofrecía nuestro refugio. Opinábamos que la cubierta de hormigón era bastante fiable; pero como aquel edificio se hallaba al lado mismo de la escarpada orilla del arroyo, temíamos que algún proyectil de grueso calibre y de tiro rasante socavase sus cimientos y nos arrojase, junto con los bloques de hormigón, al fondo de aquél.

Hacia el anochecer, cuando se calmó un poco el fuego, me escabullí hasta el puesto de socorro Huevo de Colón por una loma que estaba envuelta en una chirriante red de balines de shrapnel. Iba a pedir al médico noticias de mi hermano. En el momento en que llegué, estaba examinando la pierna horrorosamente destrozada de un moribundo. Tuve la gran alegría de oír que a mi hermano lo habían evacuado hacia la retaguardia en relativo buen estado.

A hora tardía aparecieron los hombres del rancho; trajeron a nuestra pequeña compañía, que había quedado reducida a veinte hombres, lo siguiente: una sopa caliente, carne en latas, café, pan, tabaco y aguardiente. Comimos abundantemente e hicimos pasar de mano en mano una botella de Porcentaje 98. Después nos entregamos al sueño, que fue interrumpido muchas veces por las nubes de mosquitos que subían del arroyo, así como por las granadas y por ocasionales bombardeos con gas.

Me quedé tan profundamente dormido tras aquella agitada noche que mis hombres tuvieron que despertarme cuando, por la mañana, empezó a parecerles inquietante la violencia cada vez mayor de los disparos. Me contaron que de la zona de delante volvían ya algunos soldados diciendo que nuestra primera línea había sido evacuada y que el adversario estaba avanzando.

Me atuve al principio militar que dice: «Un buen desayuno fortalece el cuerpo y el alma», y lo primero que hice fue tomar un copioso desayuno y encenderme una pipa; luego salí a ver qué ocurría fuera.

Era muy reducida la zona que podía abarcar con la vista, pues los alrededores estaban envueltos en una espesa humareda. A cada minuto que pasaba crecía la intensidad del fuego; pronto alcanzó aquel máximo de potencia en que la excitación nerviosa, incapaz ya de aumentar, deja paso a una indiferencia casi placentera. Un diluvio de terrones de tierra caía ininterrumpida y ruidosamente sobre el techo de nuestro fortín, que en dos ocasiones fue alcanzado directamente. Granadas incendiarias lanzaban a lo alto pesadas nubes de color blanco lechoso, de las que se desprendían y caían a tierra haces de fuego. Un pedazo de esa masa de fósforo se estrelló contra una piedra ante mis pies y allí estuvo ardiendo todavía algunos minutos. Más tarde oímos decir que los hombres alcanzados por el fósforo se revolcaban en el suelo sin conseguir apagar el fuego. Los proyectiles de espoleta retardada se hundían en el suelo con un bramido y levantaban pequeñas campanas de tierra. Bancos de gas y de niebla se arrastraban pesadamente sobre los campos. Delante de nosotros se oían muy cerca disparos de fusiles y de ametralladoras, señal de que el enemigo tenía que encontrarse cerca.

Abajo caminaba chapoteando por el cauce del arroyo un grupo de hombres; atravesaba un bosque de géiseres de cieno que arrojaban sus salpicaduras a lo alto. Reconocí al jefe de nuestro batallón, el capitán von Brixen, que llevaba un brazo en cabestrillo y se apoyaba en dos enfermeros; me precipité hacia él. Con palabras presurosas me gritó que el enemigo iba avanzando y me advirtió que no me quedase allí más tiempo al descubierto.

Pronto resonaron en los embudos cercanos los primeros disparos de la infantería, que iban también a estrellarse contra lo que quedaba de las paredes de nuestro fortín. Siluetas fugitivas, cada vez más numerosas, desaparecían a nuestras espaldas en las nubes de humo, mientras un furioso fuego de fusil daba testimonio de la enconada defensa de nuestros hombres que aún resistían en vanguardia.

Había llegado el momento. Era preciso defender el Fuerte de las Ratas e hice ver bien claro a mis hombres, algunos de los cuales ponían mala cara, que de ningún modo había que pensar en una retirada. Distribuí a la tropa detrás de las aspilleras y emplacé en el hueco de una ventana la única ametralladora que poseíamos. Decidí que un embudo hiciera las veces de puesto de socorro e instalé en él a un enfermero; pronto tuvo abundante trabajo. También recogí del suelo un fusil que no tenía dueño y me colgué del cuello una cartuchera.

Como nuestro grupo era muy reducido procuré reforzarlo con los numerosos soldados que, carentes de jefe, iban errantes de un lado para otro. Los más hacían caso a nuestras llamadas, contentos de poder unirse a alguien; otros, en cambio, tras detenerse un momento perplejos y ver que teníamos poco que ofrecerles, seguían corriendo. En situaciones como éstas no se anda uno con cumplidos, así que ordenaba a mis hombres que los encañonasen con los fusiles.

Atraídos magnéticamente por las bocas de las armas, aquellos hombres iban acercándose poco a poco, aunque en su cara podía leerse que se unían a nosotros de muy mala gana. Hubo excusas, discusiones y exhortaciones más o menos suaves.

—Pero si yo ni siquiera tengo fusil.

—Pues aguarde a que un tiro mate a alguien.

Hubo una última, poderosa intensificación del fuego. Durante ella las ruinas de nuestra casa fueron alcanzadas en varias ocasiones; los fragmentos de tejas que caían de lo alto chirriaban al chocar contra nuestros cascos. Un relámpago, una explosión horrible, me tiró al suelo. La tropa se quedó estupefacta cuando me vio levantarme sin la menor herida.

Después de esta poderosa tromba final vinieron unos momentos más tranquilos. El fuego saltaba por encima de nosotros y se fijaba en la carretera que unía Langemarck con Bixschoote. Esto no nos gustó nada. Hasta entonces el bosque no nos había dejado ver los árboles. Tanto y de tantas maneras nos había amenazado el Peligro que no nos había sido posible parar mientes en él. Ahora que la tormenta había pasado rugiendo sobre nosotros, cada cual encontraba tiempo de equiparse para hacer frente a lo que inevitablemente llegaría.

Y llegó. Callaron los fusiles que delante de nosotros disparaban; los defensores habían sido abatidos. De la humareda surgió una compacta línea de tiradores enemigos. Acurrucados detrás de las ruinas, mis hombres abrieron fuego de fusil contra ellos; la ametralladora empezó a tabletear. Como si algo los hubiera borrado, los atacantes desaparecieron en los embudos y nos inmovilizaron con sus disparos. Pronto estuvimos rodeados por una corona de tiradores.

Era una situación sin salida; carecía de sentido sacrificar la tropa. Di orden de emprender la retirada. Ahora lo difícil era conseguir que se pusieran en pie aquellos hombres; se habían aferrado al combate con fuego de fusil.

Aprovechando una larga nube de humo que se mantenía a ras del suelo nos escabullimos; en algunas ocasiones tuvimos que atravesar arroyos cuyas aguas nos llegaban por encima de la cintura. El cerco estaba casi cerrado, pero, serpenteando cautelosamente, supimos atravesarlo. Fui el último en abandonar aquel pequeño fortín; apoyado en mí caminaba el alférez Höhlemann, que sangraba por una grave herida de la cabeza y hacía chistes para sobreponerse a la torpeza de sus pasos.

Al cruzar la carretera nos topamos con la Segunda Compañía. Soldados heridos habían informado a Kius de la situación en que nos encontrábamos y acudía a sacarnos de aquel trance; lo había hecho no sólo por propio impulso, sino también porque sus hombres lo apremiaron.

El mando no había ordenado ejecutar aquella operación y por eso me emocionó y me llenó de una alegría loca y desbordante, de una moral en la que a uno le gustaría arrancar árboles de cuajo.

Tras una breve deliberación decidimos quedarnos en aquel lugar y parar al adversario. También allí fue preciso recurrir a la violencia para hacer comprender a los artilleros, a los hombres de las señales ópticas, a los telefonistas y a otra gente similar a ellos, que erraban solos por el campo de batalla, que, dadas las circunstancias, también ellos tenían que formar en la línea de tiradores con un fusil en la mano. A fuerza de ruegos y culatazos logramos crear un nuevo frente de tiro.

Luego nos sentamos en una trinchera apenas comenzada a construir y desayunamos. Kius sacó su inevitable máquina e hizo algunas fotos. Notamos que había movimiento por nuestra izquierda, junto a la salida de Langemarck. Nuestros hombres abrieron fuego contra unas figuras humanas que corrían de un lado para otro, hasta que lo prohibí. Poco después apareció un suboficial y nos comunicó que una compañía de fusileros de la Guardia se había apostado junto a la carretera y que nuestros disparos habían causado algunas bajas.

Ordené entonces a mis hombres que se adelantasen y colocaran a la misma altura. Este movimiento lo realizamos bajo un intenso fuego de fusil. Algunos hombres cayeron muertos; Bartels, un alférez de la Segunda Compañía, fue herido de gravedad. Kius permaneció a mi lado; mientras avanzaba iba comiéndose su bocadillo de pan con mantequilla. Una vez que nos instalamos unto a la carretera, desde la cual el terreno descendía hacia el arroyo Steen, nos percatamos de que los ingleses habían pensado hacer lo mismo que nosotros. Las primeras figuras vestidas con uniformes de color caqui habían avanzado ya hasta quedar a veinte metros de nosotros. Hasta donde alcanzaba la vista, el terreno de delante estaba lleno de líneas de tiradores y de columnas de a uno inglesas. También alrededor del Fuerte de las Ratas había ya una enorme cantidad de soldados enemigos.

Aquellos hombres actuaban con una despreocupación total. Un soldado inglés llevaba a cuestas un rollo de alambre e iba tendiendo una línea telefónica. Era evidente que no habían disparado mucho contra ellos; por eso avanzaban con tanta desenvoltura. Pronto echamos un cerrojo al avance del enemigo, a pesar de su enorme superioridad numérica. Abrimos fuego contra él, un fuego intenso y también certero. A un fornido cabo de la Octava Compañía lo vi apoyar con mucha calma su fusil sobre el astillado tronco de un árbol; a cada disparo que hacía caía muerto un atacante. Los otros se quedaron desconcertados y, en medio del fuego, empezaron a dar saltos de un lado para otro como liebres, mientras entre ellos se alzaban pequeñas nubes de polvo. Herimos a una parte de los atacantes; los demás se metieron a rastras en los embudos abiertos por las granadas y allí permanecieron escondidos hasta que llegó la noche. Habíamos hecho fracasar rápidamente su avance; lo habían pagado caro.

Hacia las once de la mañana empezaron a planear sobre nosotros, a muy baja altura, unos aviones adornados con escarapelas; con nuestros furiosos disparos los obligamos a alejarse. En medio de aquel loco tiroteo no pude reprimir una carcajada cuando se me presentó un soldado con la pretensión de que le certificase por escrito que él solo había incendiado un avión con el fuego de su fusil.

Inmediatamente después de ocupar la posición de la carretera había informado de ello a nuestro regimiento y solicitado apoyo. Por la tarde nos llegó un refuerzo; consistía en algunas secciones de infantería, así como zapadores y ametralladoras. Siguiendo la táctica del Viejo Federico situé a toda aquella gente en la primera línea, que estaba superabarrotada. De vez en cuando los ingleses nos derribaban algunos hombres que cruzaban imprudentemente la carretera.

Sobre las cuatro de la tarde se inició un muy desagradable tiroteo de shrapnels. El enemigo concentraba el fuego exactamente sobre la carretera. Sin duda los aviones habían descubierto ya nuestra nueva línea de resistencia; nos esperaban horas difíciles.

Pronto empezó, en efecto, un violento bombardeo con granadas de pequeño y de grueso calibre. Apretujados los unos contra los otros, permanecimos tumbados en la abarrotada y rectilínea cuneta de la carretera. El fuego danzaba ante nuestros ojos; sobre nosotros caían, silbando, ramas de árboles y terrones de tierra. A mi izquierda brilló un relámpago muy cerca de mí; dejó tras de sí un vapor blanco y sofocante. A gatas me arrastré hasta mi vecino. Ya no se movía. Cascos de metralla afilados y dentados le habían causado numerosas heridas; de ellas brotaba sangre. También hubo muchas bajas por mi derecha, pero más lejos.

Al cabo de media hora se hizo el silencio. Cavamos aprisa agujeros hondos en la poco profunda depresión de la cuneta de la carretera, con el objeto de quedar protegidos al menos contra los cascos de metralla cuando el enemigo volviera a bombardearnos. Nuestras palas tropezaron con fusiles, correajes y cartuchos del año 1914, señal de que no era la primera vez que aquel suelo se empapaba de sangre. Antes de nosotros habían luchado allí «Los Voluntarios de Langemarck».

El enemigo volvió a acordarse de nosotros a la caída de la tarde. Yo estaba acurrucado junto a Kius en un agujero en donde podíamos esta sentados; muchos callos nos había costado. Los proyectiles que caían cerca, muy cerca, hacían que el suelo oscilase como la cubierta de un barco. Estábamos preparados para todo.

Con el casco aplastado sobre la frente mordisqueaba mi pipa, miraba fijamente la carretera y filosofaba sobre el coraje que me hacía falta; mis filosofías tuvieron éxito. Me pasaban por la cabeza pensamientos extravagantes. Así, por ejemplo, estuve acordándome muy vivamente de una novela francesa por entregas, Le Vautour de la Sierra, que en Cambrai había ido a parar a mis manos. Varias veces susurré esta frase de Ariosto: «A un corazón grande no le horroriza la muerte, llegue cuando llegue, con tal de que sea gloriosa». Todo esto generaba en mí una especie de embriaguez, parecida a la que uno experimenta al mecerse en un columpio. Cuando las granadas dejaban un poco en paz a mi oído escuchaba cerca de mí fragmentos de la hermosa canción titulada «La ballena negra de Askalón» y pensaba que mi amigo Kius estaba más borracho que una cuba. Cada cual tiene su forma peculiar de spleen.

Cuando ya estaba a punto de finalizar aquel bombardeo, un casco de metralla de gran tamaño me dio en una mano. Kius encendió su linterna de bolsillo. Descubrimos un rasguño superficial.

Después de la medianoche comenzó a lloviznar. Las patrullas de un regimiento nuestro que entretanto se habían desplegado y que avanzaron hasta el arroyo Steen encontraron llenos de cieno todos los embudos. El enemigo se había retirado a la otra orilla del arroyo.

Extenuados por las fatigas de aquella dura jornada nos sentamos dentro de nuestros agujeros, excepto los centinelas que quedaron de guardia. Me eché sobre la cabeza el desgarrado capote del hombre que había muerto a mi lado y me sumí en un agitado sueño. Me desperté cuando estaba amaneciendo; tiritaba de frío. Descubrí entonces que me hallaba en una situación lamentable. Llovía a cántaros y los regatos de la carretera vertían el agua en el fondo del agujero en que estaba sentado. Levanté un pequeño dique e intenté achicar el agua con la tapadera de mi cacerola. Como los regatos traían cada vez más agua fui haciendo mas y más alto mi parapeto; al fin la presión cada vez mayor del agua derribó mi débil construcción y una sucia corriente burbujeante llenó hasta arriba mi agujero. Mientras procuraba repescar del cieno la pistola y el casco de acero, el pan y el tabaco fueron arrastrados a lo largo de la cuneta de la carretera; algo parecido les ocurrió también a los demás moradores de aquel lugar. Temblorosos y ateridos, con el cuerpo completamente empapado, estábamos de pie en medio del cieno de la carretera y éramos conscientes de que el próximo bombardeo nos sorprendería sin ningún lugar donde refugiarnos. Fue una mañana atroz. Una vez más pude comprobar que ningún fuego de artillería es capaz de quebrantar la fuerza de resistencia con la eficacia con que lo hacen la humedad y el frío.

Aquella lluvia representó para nosotros, sin embargo, en el marco general de la batalla, un verdadero regalo divino, pues obligó al ataque inglés a detenerse precisamente en los primeros días, que son los más importantes. Mientras nosotros podíamos traer nuestros carros de municiones por carreteras que permanecían intactas, nuestro adversario se vio forzado a salvar con su artillería una empantanada zona de embudos.

A las once de la mañana, cuando ya éramos presa de la desesperación, apareció un ángel salvador; lo hizo en la figura de un enlace que nos trajo la orden de que el regimiento se concentrase en Kokuit.

En el camino hacia esa población pudimos ver lo difícil que tuvo que ser mantener el contacto con la primera línea el día en que se inició el ataque. Las carreteras estaban sembradas de cadáveres de hombres y animales. Junto a unos cuantos armones agujereados como un rallador yacían, cerrando el camino, doce caballos horriblemente mutilados.

Los restos de nuestro regimiento se congregaron en un prado que estaba inundado por el agua de la lluvia; por encima de él se veían, como si fueran nubecillas, las bolas, de un color blanco lechoso, de algunos shrapnels aislados. Lo que allí quedaba era un puñado de hombres, su número equivaldría a los efectivos de una compañía. En medio de la tropa había algunos oficiales. ¡Cuántas pérdidas! Casi la totalidad de los oficiales y de los soldados de dos batallones. Bajo una lluvia torrencial se mantenían allí en pie, con una mirada sombría, los supervivientes, aguardando a que llegasen los aposentadores. Más tarde nos secamos, agrupados alrededor de una estufa al rojo vivo, en una barraca de madera; un desayuno abundante nos devolvió el coraje de vivir.

A última hora de la tarde cayeron algunas granadas en la aldea de Kokuit. Fue alcanzada una barraca y algunos hombres de la Tercera Compañía murieron. A pesar del bombardeo, pronto nos acostamos; una sola esperanza abrigábamos: que no nos sacasen de allí otra vez, que no nos hiciesen salir otra vez afuera, a la lluvia, para lanzarnos a un contraataque o a organizar de repente una defensa.

A las tres de la madrugada llegó una orden que nos mandaba replegarnos. Caminamos hacia Staden por la carretera; estaba cubierta de cadáveres y vehículos destruidos por los disparos. El fuego había llevado su furia hasta allí. Encontramos un cráter que había sido abierto por un único proyectil; alrededor yacían doce muertos. Staden, que cuando llegamos era todavía una población llena de vida, mostraba ya numerosos edificios destruidos por los disparos. La desierta plaza mayor estaba sembrada de enseres domésticos destrozados. Una familia abandonó el pueblo al mismo tiempo que nosotros; lo único que se llevaba consigo era una vaca, que caminaba detrás de ellos. Eran gente sencilla; el marido tenía una pata de palo y la mujer llevaba cogidos de la mano a los hijos, que iban llorando. El confuso ruido que a nuestras espaldas se oía hacía aún más sombrío aquel triste cuadro.

Los restos del Segundo Batallón fueron alojados en una solitaria casa de labor; quedaba oculta por unos espesos setos y se hallaba en medio de unos campos jugosos, en los que la vegetación estaba muy crecida. Allí se me confió el mando de la Séptima Compañía; con ella había de compartir alegrías y sufrimientos hasta el final de la guerra.

Al atardecer nos sentamos delante de una chimenea que tenía un revestimiento de viejos azulejos; en aquel lugar recuperamos fuerzas gracias a un ponche caliente bien cargado y escuchamos con atención el renovado tronar de la batalla. En un periódico reciente leí un comunicado militar; una de sus frases me llamó la atención: «Conseguimos detener al enemigo en la línea del arroyo Steen».

Resultaba extraño enterarse de que se daba publicidad a una actividad aparentemente confusa que habíamos realizado en medio de las tinieblas de la noche. Habíamos contribuido con la parte que nos tocaba a paralizar un ataque enemigo iniciado con unas fuerzas muy poderosas. Las masas de hombres y material podrían ser ingentes, pero el trabajo en los lugares decisivos lo habían llevado a cabo unos pocos combatientes.

Pronto nos entregamos al descanso en un suelo cubierto de heno. Habíamos ingerido en abundancia bebidas soporíferas, pero los más de los durmientes fantaseaban y daban vueltas de un lado para otro en sus yacijas, como si tuvieran que volver a sostener otra vez la Batalla de Flandes.

El 3 de agosto, cargados abundantemente con ganado y productos agrícolas de la región que abandonábamos, emprendimos la marcha hacia la estación del cercano pueblo de Gits. Aquel batallón, que había quedado muy reducido, pero que volvía a gozar de una moral excelente, estuvo bebiendo café en la cantina de la estación; las dos fornidas camareras flamencas que lo servían sazonaron el café con atrevidas frases, lo que produjo un regocijo general. Lo que más divertía a la tropa era que las camareras, de acuerdo con la costumbre del país, tuteasen a todo el mundo, también a los oficiales.

Algunos días más tarde recibí una carta de mi hermano Fritz; me escribía desde un hospital de Gelsenkirchen. En ella me decía que perdería sin duda la movilidad de un brazo y que los pulmones le quedarían como una carraca.

De las anotaciones de mi hermano tomo prestado el pasaje siguiente; completa mi relato y refleja de un modo muy plástico las impresiones que experimenta un soldado bisoño cuando es arrojado a las furias de la batalla de material.

«—¡A formar para el ataque!

»La cara del jefe de mi sección se inclinó sobre la pequeña caverna en que nos hallábamos. Los tres hombres que estaban a mi lado finalizaron su charla y, lanzando maldiciones, se pusieron rápidamente de pie. Yo me levanté, me ajusté el casco de acero y salí a la oscuridad.

»Hacía un tiempo nublado y frío; se habían producido cambios atmosféricos entretanto. El fuego de granadas se había desplazado y ahora se hallaba, con su sordo tronar, encima de otros lugares de aquel gigantesco campo de batalla. Unos aviones cruzaron el espacio crepitando; las grandes cruces de hierro pintadas en la parte baja de las alas tranquilizaron los ojos que, llenos de miedo, los miraban.

»Una vez más fui corriendo a un pozo; aunque se hallaba entre ruinas y escombros, había conservado un agua notablemente clara. Allí llené mi cantimplora.

»Los hombres de la compañía estaban formando por secciones. Deprisa colgué de mi cinturón cuatro granadas de mano y me dirigí a donde estaba mi pelotón; faltaban dos hombres. Apenas tuve tiempo de anotar sus nombres, pues toda aquella masa de soldados se puso enseguida en movimiento. Las secciones cruzaban en fila de a uno el terreno de embudos, sorteaban maderos, se apretaban contra los setos y avanzaban serpenteantes hacia el enemigo; con sus armas producían ruidos rechinantes.

»El ataque lo llevaron a cabo dos batallones; un batallón del regimiento vecino entró en acción al mismo tiempo que nosotros. La orden era breve y terminante: había que rechazar al otro lado del canal a unos destacamentos ingleses que lo habían cruzado. En aquella operación se me había encomendado la misión de permanecer cuerpo a tierra con mi pelotón en la posición alcanzada y detener el contraataque enemigo.

»Llegamos a las ruinas de una aldea. En la llanura flamenca, marcada por horribles cicatrices, se alzaban, negros y astillados, los troncos de unos cuantos árboles; era lo único que quedaba de un gran bosque. Enormes bancos de humo se desplazaban por el aire y ocultaban con sus nubes sombrías y pesadas el cielo vespertino. Sobre la tierra pelada, que había sido desgarrada una y otra vez de un modo implacable, flotaban gases asfixiantes; eran de color amarillo y pardo y se desplazaban perezosamente.

»Nos habían ordenado que estuviésemos preparados para un ataque de gas. En aquel momento se inició un fuego monstruoso —los ingleses habían descubierto que atacábamos—. La tierra saltaba en rugientes surtidores y un diluvio de cascos de metralla pasaba sobre el terreno barriéndolo. Todos nos detuvimos un instante como petrificados; luego nos dispersamos con rapidez. Todavía pude oír la voz del jefe de nuestro batallón, el capitán de caballería Böckelmann; recurriendo a todas las fuerzas de su garganta gritó una orden cuyo significado no llegué a comprender.

»Mis hombres habían desaparecido; me encontraba en una sección que no era la mía. Rápidamente me dirigí con los demás hacia las ruinas de una aldea que las granadas implacables habían arrasado hasta los cimientos. Sacamos de los estuches nuestras máscaras de gas.

»Todo el mundo se tiró al suelo. Cerca de mí se hallaba, rodilla en tierra, el alférez Ehlert, un oficial al que yo conocía ya del Somme. Tumbado junto a mí, un suboficial reconocía el terreno. La violencia del tiro de barrera era horrible; confieso que superaba mis expectativas más audaces. Un amarillo muro de fuego oscilaba delante del sitio en que nos encontrábamos; sobre nosotros caía un diluvio de metralla, terrones de tierra y fragmentos de tejas, que arrancaba chispas blancas de los cascos de acero. Yo tenía la sensación de que entonces resultaba más difícil respirar, de que en aquella atmósfera saturada de hierro en cantidades masivas ya no quedaba aire suficiente para los pulmones.

»Largo tiempo estuve mirando fijamente aquella olla de brujas; su límite visible lo formaba el ardiente fuego que salía de la boca de las ametralladoras inglesas. El oído era incapaz de percibir aquel enjambre de mil cabezas que sobre nosotros se vertía y que estaba hecho de disparos. Me di cuenta de que este poderoso fuego defensivo había desbaratado ya en sus inicios nuestro ataque, el cual había sido preparado por un tiro de tambor de media hora de duración. Dos veces se oyó, con un intervalo muy breve entre el primero y el segundo, un estallido mostruoso, que se tragó todos los demás ruidos. Las minas que allí reventaban eran de máximo calibre. Campos enteros de escombros volaban por los aires, se mezclaban en sus remolinos y caían a tierra con un estrépito infernal.

»Ehlert me gritó algo y yo miré hacia la derecha. Levantó la mano, hizo una seña a los demás y saltó hacia adelante. Me levanté pesadamente y eché a correr detrás de él. Mis pies continuaban quemándome como fuego, pero el dolor punzante había disminuido.

»Apenas había dado veinte pasos cuando, en el momento en que estaba saliendo una vez más de un embudo, me cegó la luz ardiente de un shrapnel que había estallado a no más de diez pasos delante de mí y a unos tres metros de altura del suelo. Sentí dos golpes sordos, uno contra el pecho y otro contra los hombros. El fusil se me cayó automáticamente de las manos, me desplomé con la cabeza hacia atrás y fui rodando hasta el embudo. Confusamente oí todavía la voz de Ehlert, quien, al pasar corriendo a mi lado, gritó:

»—¡Le han dado!

»Ehlert no llegaría a acabar vivo el día siguiente. Nuestro ataque fracasó; durante el repliegue Ehlert murió junto con todos los hombres que lo acompañaban. Una bala que le entró por la nuca puso fin a la vida de aquel valiente oficial.

»Mucho tiempo estuve sin sentido; cuando volví en mí reinaba allí cierta calma. Intenté levantarme, pues me hallaba tumbado cabeza abajo, pero sentí en el hombro un dolor violento, que aumentaba a cada movimiento que hacía. Mi respiración era entrecortada y jadeante, parecía como si los pulmones fueran incapaces de absorber suficiente aire. Un tiro de rebote en los pulmones y en el hombro, pensé, acordándome de los dos golpes sordos, indoloros, que había recibido. Me desprendí del equipo de asalto, del correaje y, en un estado de total indiferencia, también de la máscara antigás. Conservé puesto el casco de acero y colgué la cantimplora de una agarradera de mi ceñidor.

»Logré salir del embudo. Pero tras haber recorrido penosamente a rastras unos cinco pasos, me quedé tirado, inmóvil, en un embudo vecino. Una hora más tarde hice un segundo intento de seguir avanzando a rastras, pues sobre aquel campo empezaba a caer otra vez un ligero fuego de tambor. También este intento fracasó. Perdí mi cantimplora, que estaba llena de preciosa agua, y me sumí en un agotamiento infinito; de él me sacó, mucho tiempo después, la sensación de una sed ardiente.

»Comenzó a lloviznar. Con el casco de acero logré recoger un poco de agua sucia. Había perdido el sentido de la orientación y era incapaz de formarme una idea clara del trazado del frente. Había allí una hilera de embudos seguidos, cada uno mayor que el anterior, y lo único que yo conseguía ver desde el fondo de aquellos profundos fosos eran paredes de barro y el cielo gris. Se desencadenó una tempestad, pero el ruido de los truenos quedó sofocado por el de un fuego de tambor que entonces comenzó. Me apreté estrechamente contra la pared del embudo. Una pella de barro cayó sobre mis hombros; por encima de mi cabeza pasaban, barriendo el suelo, cascos de metralla de grandes dimensiones. Poco a poco fui perdiendo también la noción del tiempo; ya no sabía si era por la mañana o por la tarde.

»En un determinado momento aparecieron dos hombres que iban cruzando el campo a grandes saltos. Les grité en alemán y en inglés; sin escucharme desaparecieron como sombras en la niebla. Por fin se acercaron a mí otros tres hombres. Reconocí a uno de ellos; era el suboficial que el día anterior había estado tumbado en el suelo a mi lado. Me llevaron consigo a una pequeña cabaña que quedaba cerca —estaba abarrotada de heridos a los que atendían dos enfermeros—. Yo había permanecido trece horas en el embudo.

»El violento fuego de la batalla continuó realizando su labor; parecía un martillo pilón, una laminadora. Cerca de nosotros caían seguidas las granadas y a veces cubrían de arena y tierra el techo de la barraca. Me vendaron, me dieron una nueva máscara antigás, un trozo de pan con mermelada roja de mala calidad y un poco de agua. El enfermero me cuidaba como un padre.

»Los ingleses comenzaban ya a progresar en su avance; se aproximaban a saltos y desaparecían en los embudos. Hasta dentro de la barraca llegaban los gritos y las llamadas de fuera.

»De repente penetró en la cabaña un oficial joven; desde los pies hasta el casco se hallaba salpicado de barro. Era mi hermano Ernst, al que ya el día anterior, en la plana mayor de nuestro regimiento, habían dado por muerto. Nos saludamos con una sonrisa conmovida y un poco extraña. Miró lo que había alrededor y luego fijó en mí sus ojos con angustia. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Aunque pertenecíamos al mismo batallón, aquel reencuentro en el inmenso campo de batalla tenía algo de milagroso, de sobrecogedor; el recuerdo de ese reencuentro continúa siendo para mí algo precioso y venerable. A los pocos minutos me dejó y trajo consigo a los cinco últimos hombres de su compañía. Me colocaron en una lona de tienda de campaña, la atravesaron con un árbol joven y me condujeron fuera del campo de batalla.

»Quienes me llevaban se relevaban de dos en dos. El pequeño convoy se movía deprisa, unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda, y evitaba con movimientos de zigzag las granadas que de manera masiva explotaban. Unas cuantas veces se vieron forzados mis portadores a buscar rápidamente un refugio en que guarecerse y me dejaron caer a tierra, de modo que me di fuertes golpes contra los embudos.

»Finalmente llegamos a un abrigo; estaba forrado de hormigón y hojalata y llevaba el prodigioso nombre de “Huevo de Colón”. Me arrastraron dentro y me tendieron en un camastro de madera. En aquel sitio estaban sentados, silenciosos, dos oficiales a los que yo no conocía; escuchaban atentamente el huracanado concierto de la artillería. Más tarde me enteré de que uno de ellos era el alférez Bartmer, y el otro un médico auxiliar llamado Helms. Nunca trago alguno me ha sabido mejor que la mezcla de agua de lluvia y vino tinto que aquel médico vertió en mi boca. La fiebre se apoderó de mí como un incendio. Me costaba mucho respirar, luchaba por absorber aire; además, me oprimía como una pesadilla la idea de que el techo de hormigón de aquel abrigo estaba colocado encima de mi pecho, y de que yo presionaba contra él con cada una de mis respiraciones e intentaba levantarlo.

»Entró jadeante Köppen, un alférez médico. Perseguido por las granadas, había atravesado a la carrera el campo de batalla. Me reconoció, se inclinó sobre mí y vi que su rostro se contraía en una mueca que era una sonrisa tranquilizadora. Detrás de él entró el jefe de mi batallón; era un hombre muy severo y, cuando me golpeó con suavidad el hombro, hube de sonreír, pues pensé que enseguida entraría allí el Kaiser para interesarse por mí.

»Aquellos cuatro hombres se sentaron juntos; bebían en vasos de aluminio y cuchicheaban. Noté que hablaban de mí un momento y capté palabras sueltas como “hermano”, “pulmón”, “herida”; intentaba comprender lo que querían decir. Después comenzaron a hablar en voz alta sobre la situación de la batalla.

»Una sensación de felicidad penetró entonces en la mortal extenuación en que me hallaba; esa sensación de felicidad se hizo cada vez más intensa y duró semanas. Todos los acontecimientos de mi vida me parecían asombrosamente sencillos; con la consciencia de “tener arregladas las cuentas” me hundí en el sueño».