Douchy y Monchy
A los quince días estaba ya curada mi herida. Me enviaron a Hannover, al Batallón de Depósito, y allí me concedieron un breve permiso con el fin de que volviera a acostumbrarme a andar.
Una de las primeras mañanas que pasé en casa, mientras caminábamos por el jardín viendo cómo habían agarrado los árboles, me hizo mi padre esta sugerencia:
—Presenta la solicitud de sargento aspirante a oficial.
Le hice caso, aunque al comienzo de la guerra me había parecido más atractivo participar en ella como soldado raso, pues así no era responsable más que de mí mismo y de nadie más.
Mi regimiento me envió, pues, a Döberitz, para que tomase parte en un cursillo de perfeccionamiento; seis semanas más tarde abandoné aquel lugar con el grado de sargento aspirante a oficial. Los centenares de jóvenes que de todos los rincones de Alemania afluían a Döberitz eran una prueba manifiesta de que por entonces no carecía Alemania de tropas buenas y belicosas. En Recouvrence había aprendido la instrucción individual; aquí, en cambio, nos adiestraron también en las diversas formas de mover pequeñas unidades sobre el terreno.
En septiembre de 1915 me reincorporé a mi regimiento. Dejé el tren en la aldea de Saint-Léger, donde se hallaba instalado el Estado Mayor de nuestra división, y marché a pie, como jefe de un pequeño destacamento de reserva, hasta Douchy, lugar de descanso de mi regimiento. Delante de nosotros se hallaba en su apogeo la ofensiva francesa de otoño. El frente se dibujaba en los vastos campos como una nube larga, hirviente. Por encima de nosotros tableteaban las ametralladoras de las escuadrillas aéreas. A veces, cuando nos sobrevolaba a baja altura alguno de los aviones franceses, cuyas escarapelas multicolores parecían escudriñar el suelo como grandes ojos de mariposas, me ocultaba con mi pelotón bajo los árboles de la carretera para ponernos a cubierto de las vistas. Los proyectiles disparados por los cañones antiaéreos dejaban en el aire largos cordones de madejas blancas; los fragmentos de su metralla caían luego silbando acá y allá sobre los sembrados.
Esta pequeña marcha a pie iba a ofrecerme muy pronto la ocasión de hacer un uso práctico de los nuevos conocimientos que había adquirido. Es probable que nos hubiesen visto desde alguno de los innumerables globos cautivos cuyas envolturas amarillas brillaban hacia el oeste; lo cierto es que, justo en el momento en que íbamos a girar para entrar en la aldea de Douchy, estalló delante de nosotros la bola negra de una granada. Cayó en la puerta del pequeño cementerio aldeano, situado al borde mismo de la carretera. Por vez primera conocí allí el segundo exacto en que es preciso dar respuesta, adoptando una decisión, a un acontecimiento inesperado.
—Hacia la izquierda; dispersarse, ¡aprisa, aprisa!
La columna se dispersó a la carrera por los campos; luego hice que los hombres volvieran a reunirse hacia la izquierda y, dando a continuación un gran rodeo, los introduje en la aldea.
Douchy, lugar de descanso del 73.º Regimiento de Fusileros, era una aldea de medianas dimensiones que aún no había sufrido mucho por causa de la guerra. Durante el año y medio que nuestro regimiento pasó en aquella zona participando en la lucha de posiciones, transformó aquel lugar, situado en el ondulado terreno de Artois, en una segunda guarnición, en un lugar en que la tropa encontraba distracciones y recobraba fuerzas tras las difíciles jornadas de lucha y trabajo pasadas en la primera línea. ¡Cuántas veces no dimos un suspiro de alivio al divisar en las oscuras noches de lluvia una luz solitaria que brillaba en la entrada de la aldea! Allí volvía uno a tener un techo sobre la cabeza y una cama sencilla y tranquila en una habitación seca. Allí podía uno dormir sin verse obligado a salir a la noche cada cuatro horas y sin ser perseguido hasta en los sueños por la constante espera de un ataque por sorpresa. A uno le parecía que acababa de volver a nacer cuando, el primer día de descanso, había tomado un baño y quitado al vestuario la suciedad de la trinchera. Hacíamos instrucción y gimnasia en los prados para desentumecer nuestros oxidados huesos y para despertar otra vez nuestra sociabilidad, pues durante las largas guardias nocturnas nos habíamos ido convirtiendo en unos solitarios. Esto nos ponía en forma para las graves jornadas que de nuevo vendrían. En los primeros tiempos las compañías marchaban por turnos a la primera línea para realizar allí labores de excavación durante la noche. Esta fatigosa ocupación doble quedó suspendida más tarde por orden de nuestro coronel von Oppen, que era una persona inteligente. La seguridad de una posición se basa en el vigor y en el inexhausto coraje de sus defensores, no en que sus caminos de acceso tengan una estructura enmarañada ni en que sean muy profundas las trincheras donde se combate.
Douchy ofrecía a sus grises habitantes, durante las horas libres, bastantes clases de esparcimiento. Aún estaban abiertas numerosas cantinas repletas de comestibles y de bebidas; existía un salón de lectura, así como un salón-café, y más tarde hubo incluso una sala de cine, instalada con todo primor en un gran pajar. Los oficiales disponían de un casino magníficamente amueblado y de una bolera, situada en el jardín de la casa parroquial. A menudo se celebraban fiestas propias de la compañía, según los viejos y buenos usos alemanes, en ellas los mandos y la tropa rivalizaban en beber. No quisiera olvidar tampoco las fiestas en que hacíamos matanza; en ellas se veían obligados a dejar su vida los cerdos de la compañía, que habían sido excelentemente engordados con las sobras de las cocinas de campaña.
La población civil seguía viviendo en la aldea, por ello el espacio se aprovechaba al máximo y de todas las maneras posibles. En una parte de los jardines se habían construido acuartelamientos y abrigosviviendas; un gran huerto de legumbres que estaba en el centro de la aldea había sido transformado en la «Plaza de la Iglesia»; otro, al que llamábamos «Plaza de Emmich», en un parque de recreo. Allí se hallaban, en dos abrigos cubiertos con troncos, el salón-barbería y el salón del dentista. Un gran prado que había junto a la iglesia hacía las veces de cementerio; casi todos los días marchaba allí una compañía para dar escolta por última vez, mientras se entonaba una coral, a uno o varios camaradas.
En el plazo de un año le había crecido encima a aquella decrépita aldeúcha rural, como un parásito enorme, toda una ciudad militar. Bajo ésta resultaba casi irreconocible la vieja y pacífica fisonomía de la aldea. En el estanque los dragones bañaban a sus caballos; en los jardines hacía instrucción la infantería; en los prados se tendían los soldados a tomar baños de sol. Todas las instalaciones se iban desmoronando; en perfecto estado hallábase tan sólo aquello que guardaba relación con el combate. Las vallas y los setos habían sido derribados o se los había hecho desaparecer para mejorar las comunicaciones; en todas las esquinas brillaban, en cambio, los grandes cartelones que indicaban las direcciones. Mientras se hundían los techos y poco a poco íbamos quemando los muebles de las casas para calentarnos, surgieron instalaciones telefónicas y líneas eléctricas. Partiendo de los sótanos de los edificios se habían abierto galerías subterráneas con el fin de ofrecer a quienes allí habitaban un refugio seguro en caso de bombardeo. La tierra procedente de la excavación de aquellas galerías se había dejado despreocupadamente amontonada en los jardines. No había en toda la aldea ninguna frontera divisoria ni ninguna propiedad individual.
La población francesa había sido confinada en la salida hacia Monchy. Los niños jugaban en los umbrales de edificios que se hallaban en estado ruinoso y los viejos se deslizaban encorvados por entre aquel trajín nuevo que indudablemente les había vuelto extraños, sin la menor consideración, los lugares en que habían pasado toda su vida. Los jóvenes del pueblo tenían que presentarse todas las mañanas y el comandante de la plaza, el teniente Oberlander, los distribuía en grupos para que cultivasen las tierras comunales. Nosotros no teníamos ningún contacto con los vecinos, salvo cuando les llevábamos nuestra ropa interior para que nos la lavasen o cuando les comprábamos mantequilla y huevos.
Una de las imágenes curiosas de aquella ciudad de soldados la constituían dos pequeños franceses; eran huérfanos y se habían agregado a la tropa. Aquellos muchachos, uno de los cuales podría tener unos ocho años y el otro doce, iban vestidos del mismo color «gris de campaña» que nuestros soldados y hablaban alemán con toda fluidez. Siempre que se referían a sus compatriotas, los calificaban de Schangels[4], palabra que habían oído a nuestros soldados. Su mayor deseo era que se les permitiese formar con «su» compañía. Podían hacer impecablemente la instrucción, saludaban a los superiores, en las revistas se colocaban en el lado izquierdo y, cuando querían acompañar a los encargados de la cantina a hacer compras a Cambrai pedían permiso para hacerlo. En una ocasión el Segundo Batallón marchó a Quéant a realizar un cursillo de perfeccionamiento de algunas semanas; el coronel von Oppen había dado orden de que uno de aquellos muchachos, el llamado Louis, se quedase en Douchy. Nadie lo vio durante la marcha a Quéant, pero, cuando el batallón llegó al citado pueblo, saltó todo contento de un furgón dentro del cual se había escondido. Según oí decir, el de mayor edad fue enviado más tarde a Alemania a una escuela de suboficiales.
A una hora escasa de camino de Douchy estaba Monchy-au-Bois, la aldea en que se hallaban acantonadas las dos compañías de reserva de nuestro regimiento. En el otoño de 1914 esta población había sido objeto de combates enconados; al final había quedado en manos alemanas. La lucha se había ido luego paralizando poco a poco en el angosto semicírculo tendido alrededor de las ruinas de este lugar, muy rico en otro tiempo.
Ahora las casas estaban quemadas o se habían derrumbado, las granadas habían arado profundamente los jardines cubiertos de malezas y los árboles frutales estaban rotos. Zanjas, alambradas, barricadas y puntos de apoyo construidos con hormigón habían transformado aquella maraña de piedras en un dispositivo defensivo. Desde un fortín de hormigón denominado «Fuerte Torgau», que estaba situado en el centro del pueblo, era posible batir las calles con fuego de ametralladora. Había otro punto de apoyo, el Fuerte Altenburg; era una obra de campaña, a la derecha de la aldea, y en ella se alojaba una sección de la compañía de reserva. También era importante para la defensa una mina de la cual se había extraído en tiempos de paz la piedra caliza para construir las casas y que nosotros habíamos descubierto por puro azar. A un cocinero de nuestra compañía se le cayó un cubo a un pozo; bajó a por él y allí dentro descubrió un agujero que se abría en forma de cueva. Se exploró el lugar, se abrió una segunda entrada, y a partir de entonces aquel sitio ofreció un refugio a prueba de bombas a un gran número de combatientes.
En una solitaria altura junto al camino que llevaba a Ransart había unas ruinas, un antiguo merendero, llamado «Bellevue» en razón de las amplias perspectivas que se tenían sobre el frente — yo sentía predilección por aquel lugar, no obstante lo peligroso de su situación. Desde allí la vista se extendía a lo lejos por aquel país sin vida cuyas muertas aldeas se hallaban enlazadas por carreteras sobre las que ningún vehículo pasaba y en las que no era visible ningún ser vivo. Al fondo se dibujaba confusamente la silueta de Arras, la ciudad abandonada, y más lejos, hacia la derecha, brillaban los embudos gredosos abiertos por las grandes explosiones de minas en Saint-Eloi. Yermos estaban también los campos, que habían sido invadidos por los hierbajos; sobre ellos se deslizaban con lentitud las sombras de las grandes nubes, y en ellos la tupida red de las trincheras extendía sus mallas amarillas y blancas, que desembocaban en los caminos de aproximación, parecidos a largos cordones. Sólo acá y allá se alzaba en remolino el humo de una granada, como si la mano de un fantasma lo empujase hacia arriba, y luego se dispersaba en el viento; o la bola de un shrapnel se quedaba quieta encima de aquella tierra desolada, como un gran copo blanco que lentamente se fundía. El semblante del paisaje era sombrío y fabuloso; la lucha había borrado la faceta amable de aquella región y grabado muy hondo en ella sus férreas marcas, que producían un escalofrío al contemplador solitario.
La impresión de tristeza causada por la destrucción reforzaba aún más aquel abandono y aquel silencio profundo que únicamente el sordo retumbar de los cañones rompía de vez en cuando. Mochilas desgarradas, fusiles destrozados, fragmentos de uniformes, en medio de todo aquello un juguete infantil que formaba un contraste cruel, espoletas de granadas, embudos profundos abiertos por la explosión de los proyectiles, botellas, instrumentos de recolección de cosechas, libros despedazados, utensilios domésticos machacados, agujeros cuya oscuridad cargada de misterio indicaba un sótano en el que tal vez bandadas de atareadas ratas se dedicaban a roer los cadáveres de los infelices habitantes de la casa, un melocotonero que había sido despojado del muro en que se apoyaba y que extendía sus brazos demandando auxilio, en los establos los esqueletos de los animales domésticos atados aún a sus cadenas, en los devastados jardines tumbas, y entre ellas, florecientes, profundamente ocultos entre los hierbajos, ajenjos, cebollas, ruibarbos y narcisos, en los vecinos campos graneros sobre cuyos techos proliferaban ya los cereales: todo ello atravesado por un ramal de aproximación medio derruido y envuelto en el olor del incendio y de la podredumbre. Pensamientos tristes asaltan al guerrero en tales lugares cuando recuerda a quienes poco tiempo antes los habitaban en paz.
Como ya ha quedado dicho, la posición de combate formaba alrededor de la aldea un estrecho semicírculo que quedaba unido a ésta por un ramal de aproximación; a su vez, la posición misma estaba dividida en dos zonas, que eran Monchy-Sur y Monchy-Oeste. Estas se articulaban, por fin, en los seis sectores encomendados a nuestra compañía, los cuales iban de la A a la F. El trazado en forma de arco de la posición ofrecía a los ingleses una buena posibilidad de tomarla por el flanco; mediante un hábil aprovechamiento de esa posibilidad nos causaron muchas bajas. Para ello se servían de una boca de fuego que estaba escondida inmediatamente detrás de su primera línea y que disparaba shrapnels de pequeño calibre. El disparo y la llegada del proyectil resultaban simultáneos para el oído; a lo largo de la trinchera se deslizaba brillante, cual si llegara de un cielo sereno, un enjambre de balines de plomo que con bastante frecuencia se cobraba un centinela.
Con la finalidad de dejar claro el significado de algunas expresiones que se repetirán una y otra vez, lo primero que vamos a hacer ahora es darnos un paseo por las trincheras, tal como habían llegado a ser en esta época.
Para acceder a la primera línea, llamada sin más «la trinchera», penetramos en uno de los numerosos caminos o ramales de aproximación, cuya misión consiste en posibilitar una marcha a cubierto de los disparos hasta la posición de lucha. Estas zanjas, que con frecuencia son muy largas, conducen, pues, hacia el enemigo, pero su trazado es zigzagueante o ligeramente ondulado, para evitar que se las pueda batir a lo largo. Tras una marcha de un cuarto de hora atravesamos la segunda línea; corre paralela a la primera y está destinada a que en ella se siga resistiendo en el caso de que el enemigo haya tomado la «trinchera de lucha» o «primera línea».
La trinchera de lucha se distingue ya a simple vista de las instalaciones poco sólidas que surgieron al comienzo de la guerra. Hace ya mucho tiempo que ha dejado de ser una simple zanja; por el contrario, su profundidad es de dos o tres veces la altura de un hombre. Los defensores se mueven, pues, como por el piso de una mina. Si quieren observar el terreno que se extiende delante, o hacer fuego, suben al llamado «peldaño del centinela»; a él se accede por escalones cavados en la tierra o por anchas escaleras de madera. El peldaño del centinela es una banqueta larga; se halla cavada en la tierra de tal manera que quien está de pie sobre ella sobresale con la cabeza del nivel del terreno. Cada tirador o fusilero está de pie en el llamado «apostadero» o «puesto del centinela», que es una especie de cavidad o nicho más o menos sólido; sacos terreros o una plancha de acero le ponen a cubierto la cabeza. La verdadera observación del enemigo se realiza a través de unas aspilleras diminutas por las que se saca el cañón del fusil. Las grandes cantidades de tierra extraídas de la trinchera están amontonadas en la parte de atrás; forman allí un montículo que al mismo tiempo pone a cubierto las espaldas. Detrás de esos montículos de tierra están instalados nidos de ametralladoras. En cambio, en la zona de delante de la trinchera la tierra está siempre aplanada con todo cuidado, para que quede libre el campo de tiro.
Delante de la trinchera se extiende la alambrada, casi siempre en varias hileras; es un confuso tejido de alambres de pinchos y tiene como misión detener al adversario, para así poder batirlo tranquilamente desde los apostaderos.
Ese obstáculo de alambre está cubierto de altos hierbajos silvestres, pues en los desolados campos comienza ya a prender una clase nueva y distinta de plantas. Las flores silvestres que antes crecían aisladas entre los cereales han conseguido ahora el predominio; acá y allá prolifera incluso el matorral bajo. También están cubiertos de plantas los caminos, pero éstos se destacan con mayor nitidez que antes, pues sobre ellos se extienden las redondas hojas del llantén. Las aves se sienten muy a gusto en esta vegetación salvaje; así, por ejemplo, las perdices, cuyo extraño reclamo se percibe a menudo durante la noche; o las alondras, cuyo polifónico canto resuena por encima de las trincheras con las primeras luces del día.
El trazado de la trinchera de lucha tiene forma de meandro, para hacer imposible que se la enfile de flanco; es decir, la trinchera ondula hacia atrás a intervalos regulares. Estos tramos que retroceden se llaman «traveses» y están destinados a retener los disparos procedentes de los flancos. El luchador se encuentra, pues, a cubierto por todas partes; a la espalda, por el montículo de detrás; a los lados, por los traveses; y al frente, por el talud delantero de la trinchera, que le sirve de parapeto.
Al descanso están destinados los denominados «abrigos». Estos no son ya ahora unos simples agujeros hechos en la tierra, sino que han evolucionado hasta convertirse en auténticas habitaciones cerradas; tienen un techo de vigas y sus paredes están revestidas de tablones. Los abrigos tienen aproximadamente la altura de un hombre y están de tal manera excavados en la tierra que su suelo se halla a la misma altura que el piso de la trinchera. Encima de su techo de vigas hay todavía, por tanto, una capa de tierra capaz de resistir los impactos de proyectiles ligeros. Cuando éstos son de grueso calibre, el abrigo equivale a una ratonera; por eso la gente prefiere buscar en tales momentos las profundidades de las «galerías».
Estas se hallan reforzadas con robustos marcos de madera. El primero de ellos está instalado, a la altura del suelo, en el talud delantero de la trinchera y forma lo que se llama la «boca» o «entrada» de la galería; cada uno de los marcos de madera siguientes está colocado dos palmos más abajo que el anterior, de manera que pronto queda uno a cubierto. Surge así la escalera de la galería; cuando uno ha llegado al trigésimo escalón tiene encima de si, por tanto, nueve metros de tierra, y doce sí se cuenta también la profundidad de la trinchera. Unos marcos un poco mayores se instalan formando ángulo recto con la escalera, o bien en su prolongación; así se construyen las habitaciones. Mediante ramales transversales surgen pasillos subterráneos; los ramales que avanzan en dirección al enemigo se utilizan como galerías de escucha o para instalar minas explosivas.
El conjunto hemos de imaginarlo como una poderosa fortaleza de tierra que se encuentra aparentemente sin vida en el terreno, pero en cuyo interior se ejecuta un bien reglamentado servicio de vigilancia y trabajo y en la que cada hombre se encuentra en su puesto a los pocos segundos de sonar la alarma. Asimismo es conveniente no hacerse una idea demasiado romántica del estado de espíritu que allí reina; lo que predomina es, más bien, una cierta somnolencia y una cierta pesadez, tal como suele generarlas el contacto estrecho con la tierra.
Yo fui asignado a la Sexta Compañía. A las pocas fechas de mí llegada marché a la trinchera al mando de un pelotón; nada más llegar, unas cuantas minas lanzadas por los ingleses nos dieron la bienvenida. Estas minas eran unos proyectiles hechos de hierro quebradizo; iban provistas de un mango y estaban llenas de material explosivo. Para hacerse una idea de su forma, lo mejor es imaginarse una pesa de gimnasia de cien libras a la que se le hubiera cortado una de las bolas. El ruido producido por su disparo era un ruido sordo, poco nítido, y con frecuencia quedaba enmascarado por el fuego de las ametralladoras. Ver de repente muy cerca de nosotros unas llamas que iluminaban la trinchera y sentir una insidiosa presión del aire, que nos sacudía, me produjo, por ello, la misma impresión que me habría producido un fantasma. Los hombres de la tropa me metieron enseguida en el abrigo destinado a nuestro pelotón, abrigo junto al cual acabábamos de llegar. Allí dentro percibimos todavía cinco o seis veces el pesado morterazo de los impactos. Propiamente la mina no estalla, sino que «se desparrama»; esta discreta forma de causar destrucción produce en los nervios un efecto más desagradable que una explosión. Cuando a la mañana siguiente recorrí por vez primera a la luz del día la trinchera, por todas partes vi colgadas delante de los abrigos aquellas grandes bolas con mango, ya sin carga, como sí fueran gongs de alarma.
El Sector C, en el que se hallaba nuestra compañía, era el más avanzado de todo el regimiento. Su comandante, el alférez Brecht, que a comienzos de la guerra se había apresurado a volver de Norteamérica, era el hombre apropiado para defender un sitio como aquél. Brecht era un hombre que amaba el peligro y cayó combatiendo.
La vida dentro de la trinchera estaba regulada de un modo estricto. Voy a trazar aquí un esbozo de cómo transcurría una jornada, una de aquellas jornadas que durante dieciocho meses se fueron sucediendo iguales una tras otra, excepto en aquellos casos en que la habitual actividad de fuego crecía hasta adquirir un carácter de sumo peligro, hasta convertirse expresamente en lo que nosotros denominábamos «aire espeso».
La jornada en la trinchera se inicia en el momento en que comienza a oscurecer. A las siete de la tarde un hombre de mí pelotón me despierta de la siesta, que he dormido en previsión de las guardias nocturnas. Me abrocho el cinturón, coloco en el correaje la pistola de señales y unas cuantas granadas de mano y abandono mi abrigo, que es más o menos confortable, según los casos. Al hacer la primera ronda por el sector encomendado a mi sección, un sector que conozco muy bien, me aseguro de que todos los centinelas estén en los lugares exactos que les corresponden. En voz baja se pasa el santo y seña. Entretanto se ha hecho ya de noche y los primeros proyectiles luminosos ascienden plateados hacia el cielo, mientras los fatigados ojos están fijos en el terreno que tienen delante. Una rata, que se desliza rápidamente por entre las latas de conserva arrojadas por encima del parapeto, mete ruido. Se le agrega una segunda, que llega siseando, y pronto aquel lugar pulula de sombras que se mueven veloces y que afluyen de los sótanos ruinosos de la aldea o de galerías destruidas por los proyectiles. La caza de ratas ofrece una apreciada distracción en la monotonía del servicio de guardia. Se coloca como cebo un trozo de pan y se apunta hacia él el fusil, o bien se esparce en sus madrigueras pólvora explosiva, recogida de los proyectiles que no han estallado, y luego se le prende fuego. Las ratas salen disparadas; llevan chamuscada la piel y van dando chillidos. Estos animales son unos bichos nauseabundos; nunca puedo dejar de pensar en la oculta actividad de profanación de cadáveres que ejecutan en los sótanos de la aldea. Una cálida noche iba caminando por entre las ruinas de Monchy cuando las ratas empezaron a salir de sus madrigueras en cantidades tan increíbles que el suelo parecía una alfombra viviente en la que acá y allá la blanca piel de una rata albina hacía las veces de dibujo. También algunos gatos han acudido a las trincheras desde las aldeas derruidas; les gusta la proximidad de los seres humanos. Un gran gato blanco que tiene rota una de las patas delanteras vaga a menudo como un fantasma en la llamada «tierra de nadie»; parece mantener relaciones con ambos bandos.
Pero estaba hablando del servicio de trincheras. A uno le gustan estas digresiones; para llenar con algo la noche oscura y el tiempo interminable, uno se vuelve locuaz con mucha facilidad. Por eso me he parado junto a un guerrero que me es conocido, o junto a otro suboficial, y escucho con gran atención las mil naderías que cuenta. Como soy un sargento aspirante a oficial, también me enreda con mucha frecuencia en una benévola charla el oficial que está de guardia; su estado de ánimo es igual de desapacible que el nuestro. El oficial llega incluso a comportarse con mucha camaradería, habla en voz baja y apasionada, cuenta chismes, descubre secretos, manifiesta deseos. De buena gana accedo a esas charlas, pues también a mí me agobian los taludes pesados y negros de la trinchera, también yo anhelo un poco de calor, algo que sea humano en esta soledad inhóspita. De noche el paisaje irradia una frialdad peculiar; es una frialdad de índole espiritual. Y así ocurre que uno comienza a tiritar cuando atraviesa alguno de los sectores de la trinchera en que no hay nadie apostado y que sólo son recorridos por patrullas; y cuando uno penetra en la tierra de nadie situada más allá de las alambradas, ese tiritar se intensifica hasta llegar a transformarse en un ligero malestar que hace castañetear los dientes. La manera en que los escritores de novelas emplean esta expresión, «castañeteo de dientes», es casi siempre errónea; nada violento hay en ello, se asemeja más bien a una débil corriente eléctrica. Muchas veces uno no nota su propio castañeteo, como tampoco se da cuenta de que habla cuando está dormido. Por lo demás, desaparece tan pronto como ocurre realmente algo.
La charla languidece. Estamos agotados. Soñolientos, nos apoyamos en un través y miramos fijamente el cigarrillo que brilla en la oscuridad.
Cuando hay helada, pateamos ateridos el suelo, alzando y bajando los pies; la dura tierra resuena entonces, sacudida por múltiples pisadas. En las noches frías se oye un toser incesante, cuyo sonido llega lejos. Cuando uno va avanzando a rastras por la tierra de nadie, esas toses son a menudo el primer indicio de la línea enemiga. A veces un centinela silba o tararea en voz baja una canción; si uno está aproximándose sigilosamente a él con intenciones homicidas, eso constituye un contraste odioso. Con frecuencia llueve, y entonces uno, triste, permanece de pie, con el cuello del capote subido, bajo los voladizos contra la lluvia colocados en las entradas de las galerías, y escucha absorto el uniforme caer de las gotas.
Está prohibido pararse en la boca de las galerías; por ello, si se oyen las pisadas de un superior en el húmedo suelo de la trinchera, uno sale rápidamente de donde está, avanza unos pasos, da de repente media vuelta, da un taconazo y se presenta:
—Suboficial de servicio en la trinchera. ¡Sin novedad en el sector!
Uno piensa en otras cosas. Mira a la luna y recuerda días bellos y agradables pasados en casa, o se imagina la gran ciudad que queda allá, muy lejos, por la parte de atrás, y en la cual la gente sale de los cafés precisamente a esta hora y muchos faroles iluminan el intenso trajín nocturno del centro. Parece como si esas cosas las hubiera soñado — quedan increíblemente lejos.
De repente se ha movido algo delante de la trinchera, produciendo un murmullo. Los sueños se esfuman en un momento, todos los sentidos se aguzan hasta tal punto que llega a resultar doloroso. Uno trepa hasta el apostadero y dispara a lo alto una bengala luminosa; nada se mueve. Seguramente habrá sido una liebre o una perdiz.
A menudo se oye trabajar al enemigo en sus alambradas. Entonces uno dispara rápidamente varios tiros seguidos en esa dirección, hasta vaciar el cargador del fusil. Y hace eso no sólo porque así está mandado, sino también porque encuentra en ello cierta satisfacción. Piensa lo siguiente: «Ahora ellos estarán allí, aplastados contra la tierra al otro lado. Incluso es probable que hayas dado a alguien». También nosotros tendemos alambradas todas las noches y con frecuencia tenemos heridos. Entonces lanzamos maldiciones contra aquellos ingleses, que son unos cerdos miserables.
En muchos sitios de la posición, por ejemplo en los extremos delanteros de las denominadas «zapas», es decir, los ramales ciegos que avanzan hacia el enemigo, los centinelas de ambos bandos no están a más de treinta pasos de distancia. Allí llegan a establecerse a veces relaciones personales, como las que se dan entre conocidos; por su manera de toser, silbar o cantar reconoce uno a Fritz, a Wilhelm o a Tommy. De un lado al otro van y vienen cortas frases que no carecen de un humor tosco.
—Eh, Tommy, ¿sigues ahí?
—¡Sí!
—¡Pues agacha la cabeza, que voy a disparar!
A veces se oye también, tras un disparo sordo, algo que llega silbando y aleteando.
—¡Atención! ¡Una mina!
Uno se precipita hacia la entrada de la galería que le queda más cerca y contiene la respiración. Las minas explotan de una manera por completo distinta a las granadas, su estallido nos pone mucho más nerviosos; tienen en sí algo de desgarrador, de pérfido, algo que es como una animosidad personal. Las granadas de fusil son ediciones en miniatura de las minas. Ascienden como flechas desde la trinchera enemiga; sus cabezas están hechas de un metal de color marrón rojizo y, para que puedan fragmentarse con mayor facilidad, su superficie está cuadriculada a la manera de las tabletas de chocolate. Cuando el horizonte nocturno se ilumina en determinados sitios, todos los centinelas bajan de un salto de su apostadero y desaparecen. Saben por larga experiencia dónde están emplazados los cañones que apuntan contra el Sector C.
Por fin la esfera del reloj luminoso anuncia que han pasado dos horas. Ahora, a despertar rápidamente a los hombres del relevo y a meterse en el abrigo. Tal vez los soldados encargados de transportar el rancho a las trincheras han traído cartas, paquetes o un periódico. Uno experimenta una sensación extraña al leer las noticias que hablan de la patria y de sus pacíficas preocupaciones, mientras las sombras proyectadas por la luz temblorosa de una vela se deslizan rápidas por los toscos maderos situados a poca altura por encima de la propia cabeza. Tras haberme raspado con una astilla lo peor de la suciedad adherida a las botas y haber restregado éstas contra la pata de una mesa toscamente labrada, me tumbo en el camastro y me cubro la cabeza con una manta para dedicarme durante cuatro horas a «roncar»; ésa es la expresión técnica con que denominamos tal forma de dormir. Afuera los proyectiles continúan cayendo ruidosamente, con monótona repetición, sobre la capa de tierra que queda encima del abrigo. Por mi cara y mis manos se desliza en silencio un ratón, pero no perturba mi sueño. También me dejan tranquilo los otros bichos pequeños; hace pocos días hemos desinfectado a fondo el abrigo.
Dos veces más todavía me sacan del sueño para que me dedique a ejecutar la misión que tengo encomendada. Durante la última guardia, una franja de claridad que aparece en el cielo a nuestras espaldas, hacia el este, anuncia un nuevo día. Van adquiriendo mayor nitidez los perfiles de la trinchera; a la luz gris de la amanecida, ésta produce una impresión de indecible abandono. Una alondra se eleva; sus trinos me resultan molestos. Apoyado en un través, observo, con una sensación de gran lucidez, el terreno muerto que se extiende ante nosotros y que está cercado de alambradas. ¡Los últimos veinte minutos no acaban nunca! Al fin se oye en el ramal de aproximación el tintineo de las perolas de quienes han ido a buscar el café y ahora retornan: son las siete. La guardia nocturna ha llegado a su final.
Me meto en el abrigo, bebo café y me lavo en una lata de arenques. Esto me despabila; se me han ido las ganas de echarme a dormir. Por otro lado, a las nueve he de organizar los trabajos y distribuirlos entre los hombres de mi pelotón. Somos en verdad una gente que puede hacer de todo, la trinchera nos plantea a diario sus mil exigencias. Excavamos profundas galerías, construimos abrigos y fortines de hormigón, preparamos obstáculos con alambre de espinos, instalamos desagües, revestimos los taludes con tablas, apuntalamos, nivelamos, alzamos y rebajamos el terreno, cegamos letrinas; en suma, con nuestros propios hombres ejercemos todos los oficios. ¿Y por qué no, si se nos han enviado aquí representantes de todos los estamentos y de todas las profesiones? Lo que uno no sabe hacer, lo sabe hacer el otro. Hace poco estaba yo cavando dentro de la galería de nuestro pelotón cuando un minero me quitó el pico de las manos y me dijo:
—Cavar siempre abajo, mi sargento, ¡la tierra de arriba cae por sí sola!
Es curioso que hasta ese momento no supiera uno una cosa tan sencilla como ésa. Pero aquí, instalados en pleno campo, forzados a protegernos de repente de los disparos, a guarecernos del viento y de la intemperie, a fabricarnos la mesa y la cama, a construirnos hornillos y escaleras, aquí se aprende muy pronto a hacer uso de las manos. Uno descubre el valor del trabajo manual.
A la una traen el rancho del mediodía; lo acarrean en grandes recipientes que en otro tiempo fueron vasijas de leche o latas de mermelada; la cocina está instalada en un sótano de Monchy. El rancho es de una monotonía militar, pero continúa siendo abundante; eso, claro está, en el supuesto de que quienes lo traen no hayan recibido «vapor» durante el camino y hayan derramado la mitad. Después de comer, los hombres duermen un rato o leen. Poco a poco se van acercando las dos horas que están previstas para hacer guardia en la trinchera; pasan mucho más deprisa que las de la noche. Uno observa con prismáticos o con anteojos goniométricos la posición enemiga, que le es bien conocida; con bastante frecuencia se le presenta asimismo la ocasión de disparar a la cabeza del enemigo con un fusil provisto de mira telescópica. Pero, cuidado, también los ingleses tienen buena vista y buenos prismáticos.
De repente se desploma un centinela; está cubierto de sangre. Un tiro en la cabeza. Los camaradas le arrancan de la guerrera los paquetes sanitarios y lo vendan.
—No vale la pena, Wilhelm.
—Pero, hombre, si todavía respira.
Luego llegan los camilleros para llevárselo al puesto de socorro. La angarilla va chocando con dureza contra los esquinados traveses. Alguien echa una palada de tierra sobre el rojo charco y cada cual sigue realizando la tarea en que estaba ocupado. Sólo un novato, cuyo rostro se ha puesto pálido, sigue apoyado en los maderos que recubren la trinchera. Se esfuerza en comprender lo que ha ocurrido. Ha sido todo tan repentino, tan horriblemente sorprendente, un ataque por sorpresa de una brutalidad indecible. Esto no puede ser posible, no puede ser real. Pobre muchacho, hay otras cosas completamente distintas que te están acechando allá en el otro lado.
También ocurren a mentido cosas bastante divertidas. Muchos centinelas se dedican a su tarea con un celo propio de cazadores. Observan los impactos de nuestra artillería en la trinchera enemiga con el goce peculiar de los expertos.
—Chico, ése ha dado.
—Coño, vaya meada que les cae encima. ¡Pobre Tommy! Allí no queda uno vivo.
Les gusta disparar hacia la otra parte granadas de fusil o minas de pequeño calibre. A los espíritus timoratos esto les desagrada mucho.
—Pero, hombre, deja esa estupidez, ¡ya recibimos bastante leña!
Esto no les impide, sin embargo, estar continuamente pensando en la mejor manera de lanzar granadas de mano con una especie de catapultas inventadas por ellos mismos, o en el modo de hacer más peligroso, mediante cualquier tipo de máquinas infernales, el terreno que se extiende delante de ellos. Unas veces abren con las tijeras un estrecho pasillo en el obstáculo de alambre situado frente a su apostadero, para atraer así hacia su fusil a algún explorador enemigo al que le agrade aquel paso tan cómodo. Otras se deslizan silenciosamente ellos mismos hacia el otro lado y cuelgan de las alambradas una campana; luego, desde la trinchera propia, tiran de ella con una larga cuerda y así ponen nerviosos a los centinelas ingleses. La guerra los divierte.
En algunas ocasiones puede ser muy agradable la hora del café de la tarde. Ocurre a menudo que el sargento aspirante a oficial ha de hacer compañía a alguno de los oficiales. Se guardan todas la formalidades; incluso hay allí dos tazas de porcelana que brillan sobre el tablero de la mesa; éste se halla cubierto con un mantel hecho de tela de saco terrero. Luego el ordenanza coloca una botella y dos vasos en la mesa, que se bambolea. La charla se hace más confidencial. Resulta curioso que también aquí sea el prójimo, el querido prójimo, el que tenga que proporcionar la materia predilecta de las conversaciones. Incluso ha llegado a desarrollarse un floreciente chismorreo de trincheras; en las visitas de la tarde la gente difunde con todo celo esos chismes; muy pronto ocurre lo mismo que en una pequeña guarnición. Los superiores, los camaradas y los subordinados son sometidos a una crítica sistemática, y un rumor nuevo recorre en un santiamén la totalidad de los abrigos de los jefes de sección de los seis sectores, desde el flanco derecho hasta el izquierdo. En este asunto del chismorreo no están enteramente libres de culpa los oficiales de reconocimiento, quienes, cargados con sus prismáticos y su carpeta de planos, recorren la posición ocupada por nuestro regimiento y van escudriñándolo todo. La posición defendida por nuestra compañía no está, en efecto, completamente aislada y cerrada; hay un intenso tráfico de gente que pasa por ella. En las horas tranquilas de la mañana aparecen los oficiales de Estado Mayor y hacen que la gente trabaje con mucha diligencia. Tales visitas fastidian mucho al pobre soldado raso, el llamado «cerdo del frente», que acaba de echarse a dormir después de la última guardia y tiene que salir corriendo de la galería, vestido reglamentariamente, cuando suenan estas palabras espantosas:
—¡Está en la trinchera el jefe de la división!
Luego llegan los oficiales de zapadores, los oficiales de construcción de zanjas, los oficiales encargados de los desagües — todos ellos se comportan como si la trinchera hubiera sido creada exclusivamente para sus trabajos especiales. De manera poco amistosa se saluda al oficial observador de artillería, que quiere hacer una prueba de tiro de barrera; tan pronto se ha ido con su anteojo goniometrico —un aparato que saca acá y allá sus antenas por encima de la trinchera y las agita como si de un insecto se tratara—, hace acto de presencia la artillería inglesa. Y siempre es el soldado de infantería el que ha de pagar los platos rotos. Tampoco dejan de comparecer los mandos de los destacamentos avanzados y de las secciones de excavación. Estos se sientan en el abrigo del jefe de sección hasta que se hace completamente de noche, beben ponche caliente, juegan a la lotería polaca y al final dejan limpia la mesa, como si fueran ratas ambulantes. A una hora tardía aparece por la trinchera, como un fantasma, un hombrecillo; se desliza sigiloso detrás de los centinelas, les grita al oído «¡ataque de gas!» y cuenta los segundos que al centinela le lleva ponerse la mascarilla. Es el oficial encargado de la protección contra los gases. En plena noche, una vez más vuelve alguien a llamar a la puerta, hecha de tablas, de mi abrigo:
—Pero, hombre, ¿es que ya está usted durmiendo? ¡Fírmeme aquí enseguida un recibo por veinte caballos de Frisia y por seis marcos de madera para las galerías!
Es que han llegado los hombres que traen los materiales. Hay así, al menos en los días tranquilos, un constante ir y venir. Al desgraciado habitante de las galerías subterráneas este ajetreo acaba arrancándole el siguiente suspiro:
—¡Si al menos hubiese un poco de tiroteo! Así tendría uno al fin un poco de tranquilidad.
No cabe duda de que algunos proyectiles potentes, los llamados «bocados difíciles», contribuyen a levantar la moral. Entonces está uno con los suyos y queda liberado del molesto papeleo.
—Mi alférez, ¿me da permiso para que me vaya? ¡Es que dentro de una hora entro de servicio!
Los montículos de barro situados en la parte alta de la trinchera brillan allá fuera iluminados por los últimos rayos del sol. La trinchera se encuentra ya sumida en una espesa sombra. Pronto asciende la primera bengala luminosa y los centinelas nocturnos se dirigen a sus puestos.
Comienza el nuevo día para el soldado de las trincheras.