Junto al arroyo Cojeul

Ya antes de irme de permiso relevamos en la primera línea a la Décima Compañía, el 9 de diciembre de 1917, tras unos pocos días de descanso. Ha quedado indicado antes que la posición estaba situada delante de la aldea de Vis-en-Artois. Los límites de mi sector eran los siguientes: por la derecha, la carretera que unía Arras con Cambrai; por la izquierda, el lecho fangoso del arroyo Cojeul. El contacto con la compañía vecina lo mantenían patrullas nocturnas que iban y venían de un lado a otro cruzando el arroyo. Una elevación del terreno, que se alzaba entre las primeras trincheras de ambos bandos, nos impedía ver la posición enemiga. Fuera de algunas patrullas que por las noches venían hasta nuestras alambradas y del zumbido de un motor eléctrico instalado en la cercana Granja de San Huberto, la infantería enemiga no dio señales de vida. Muy desagradables fueron, en cambio, los frecuentes ataques por sorpresa con minas de gas, que se cobraron varias víctimas. El enemigo realizaba esos ataques por medio de varios centenares de tubos de hierro introducidos en la tierra; la carga se hacía estallar eléctricamente y ocasionaba una ráfaga de llamas. Tan pronto brillaba aquel resplandor, se daba a gritos la alarma de gas, y quien no tenía colocada delante de su boca la máscara antes de que el gas llegase lo pasaba mal. En algunos puntos el gas alcanzaba, sin embargo, una densidad casi absoluta, de modo que de nada servía la máscara, por la sencilla razón de que no había oxígeno que respirar. Esto nos produjo varias bajas.

Mi abrigo estaba excavado en el escarpado talud de una gravera que abría sus fauces detrás de la posición y que casi todos los días era bombardeada intensamente. Detrás de la gravera se alzaba una silueta negra, el armazón de hierro de una destruida fábrica de azúcar.

Aquella gravera era un lugar siniestro. Entre los embudos, que se encontraban llenos de material de guerra ya utilizado, estaban clavadas las cruces, inclinadas por el viento, de numerosas tumbas en estado de abandono. Por la noche no se veía a dos dedos de los ojos, y si uno no quería salirse del seguro sendero formado por los enjaretados de hierro e ir a parar al lodo del cauce del Cojeul, se veía obligado, una vez que se había extinguido el resplandor de la bengala anterior, a aguardar a que se elevase la siguiente.

Cuando no tenía nada que hacer en la trinchera de los centinelas, aún en construcción, pasaba los días dentro de mi gélida galería, leía un libro y, para entrar en calor, golpeaba con los pies los marcos de madera de la galería. También servía para calentarnos la botella llena de menta verde que teníamos escondida en un agujero de la roca calcárea; mis ordenanzas y yo ingeríamos grandes tragos de aquel licor.

Pasábamos un frío tremendo; pero aquel lugar se habría vuelto inhabitable si hubiéramos dejado que desde la gravera ascendiese al nublado cielo de diciembre la humareda de una pequeña fogata. Hasta aquel momento el enemigo parecía creer que nuestro puesto de mando se hallaba instalado en la fábrica de azúcar y contra aquella chatarra vieja malgastaba casi todos sus proyectiles. Nuestros ateridos miembros no recobraban vida hasta que no llegaba la oscuridad. Entonces encendíamos nuestra pequeña estufa, que, junto a una humareda espesa, también desprendía un agradable calor. A poco se oía en la escalera de la galería el tintineo producido por las cacerolas de los encargados de traer el rancho, que regresaban de Vis. Aquellas cacerolas eran esperadas ansiosamente, y cuando judías y fideos interrumpían la perpetua repetición de colinabos, sopas de avena y legumbres secas, nuestra moral no dejaba nada que desear. A veces, mientras estaba sentado a mi pequeña mesa, me divertía escuchando las primitivas charlas de los ordenanzas. Envueltos en las nubes de humo de los cigarros, permanecían acurrucados alrededor de la estufa; encima de ésta había una cacerola llena de ponche, que difundía unos aromas muy fuertes. En aquellas charlas de los ordenanzas se comentaban de un modo muy prolijo la guerra y la paz, la lucha y la patria, los descansos y los permisos. También se hablaba de otros asuntos, y a propósito de ellos pesqué al vuelo algunas frases muy enjundiosas. Así, un enlace que marchaba de permiso se despidió de sus camaradas con estas palabras:

—Chicos, pero qué bonito es eso de que, ya en casa, estés metido en la cama la primera noche y acuda tu mujercita a apretujarse a tu lado, muy cerca, muy cerca.

El 19 de enero vinieron a relevarnos a las cuatro de la madrugada y, en medio de un violento temporal de nieve, marchamos a pie hasta Gouy. En esta aldea permanecimos bastante tiempo, dedicados a prepararnos para las tareas de la gran ofensiva. De las instrucciones dadas por Ludendorff para el entrenamiento de la tropa, que fueron distribuidas hasta el escalón de los jefes de compañía, pudimos deducir que muy pronto se iba a hacer el intento de decidir la guerra mediante un golpe poderoso.

Nos entrenamos en las casi olvidadas modalidades del combate de tiradores y de la guerra de movimiento. También hicimos con mucho celo ejercicios de tiro de fusil y de tiro de ametralladora. Como todas las aldeas situadas detrás del frente estaban abarrotadas hasta la última buhardilla, utilizábamos como campo de tiro cualquier talud que a ello se prestase, de manera que a veces los proyectiles centelleaban sobre el terreno como si estuviéramos en un combate. Uno de los tiradores de mi compañía derribó de su montura, con un disparo de su ametralladora ligera, al jefe de un regimiento distinto del nuestro, cuando se hallaba en pleno comentario de la maniobra. Por suerte el herido salió del trance con un balazo leve en una rodilla.

En complicados sistemas de trincheras realicé algunas veces simulacros de ataque con fuego real de granadas de mano; queríamos sacar provecho de las experiencias de la Batalla de Cambrai. También en estos ejercicios hubo heridos.

El 24 de enero se despidió de nosotros el coronel von Oppen; marchaba a Palestina a tomar el mando de una brigada. Desde el otoño de 1914 había estado ininterrumpidamente al frente de nuestro regimiento, cuyo historial guerrero se halla estrechamente vinculado a su nombre. El coronel von Oppen era un ejemplo viviente de que hay seres humanos nacidos para mandar. A su alrededor reinaba siempre una atmósfera de orden y de confianza. El regimiento es la última unidad del ejército en que los hombres pueden conocerse todavía personalmente; es, por así decirlo, la más grande de las familias del soldado, y la impronta que en ella deja un hombre de las cualidades del coronel von Oppen repercute de modo invisible en millares de soldados. Por desgracia no se cumplieron sus palabras de despedida, que fueron éstas:

—¡Hasta la vista en Hannover!

Murió poco después, víctima del cólera asiático. Estaba ya enterado de su muerte cuando recibí una carta escrita de su propia mano. Es mucho lo que le debo.

El 6 de febrero volvimos a trasladarnos a Lécluse. El 22 nos instalamos durante cuatro días en el campo de embudos situado a la izquierda de la carretera Dury-Hendecourt; allí realizamos por la noche trabajos de fortificación en la primera línea. Aquella posición, que se encontraba enfrente del montón de ruinas a que había quedado reducida la aldea de Bullecourt, me hizo ver con claridad que en aquel sitio iba a desarrollarse una parte del poderoso ataque del que se hablaba en voz baja, con mucha expectación, en todo el frente occidental.

En todas partes se trabajaba con una prisa febril, en todas partes se excavaban galerías y se trazaban caminos nuevos. El campo de embudos estaba sembrado de carteles que se alzaban en medio del pelado terreno; en ellos había jeroglíficos, que sin duda señalaban el emplazamiento de las baterías y de los puestos de mando. Nuestros aviones realizaban continuos vuelos de obstrucción para impedir que los aviones enemigos observasen nuestro campo. Con objeto de que la tropa supiese exactamente la hora, cada mediodía se dejaba caer, a las doce en punto, una bola negra desde los globos cautivos; aquella bola negra desaparecía a las doce y diez.

A finales de mes regresamos a pie a Gouy, a nuestros viejos acuartelamientos. Tras haber realizado varias maniobras en el escalón del batallón y del regimiento, la totalidad de la división ejecutó por dos veces una maniobra de ruptura del frente enemigo en una gran posición señalada con cintas blancas. Luego el jefe de la división pronunció una arenga; de ella pudimos todos deducir claramente que el ataque se desencadenaría en los próximos días.

Me gusta recordar la última noche. Estuvimos sentados, bebiendo, en torno a una mesa y, con las cabezas ardientes, charlamos de la inminente guerra de movimiento. Llevados por nuestro entusiasmo gastamos en vino hasta la última moneda que nos quedaba, pues ¿para qué necesitábamos ya dinero? Al día siguiente estaríamos, o más allá de las líneas enemigas, o en un Más Allá todavía mejor. El capitán tuvo que recordarnos que también la zona de la retaguardia quería vivir; sólo así pudo quitarnos de la cabeza la idea de estrellar contra las paredes los vasos, las botellas y toda la cristalería.

No nos cabía duda de que el gran plan tendría éxito. Por nosotros no quedaría, en todo caso. También la clase de tropa estaba en buena forma. Cuando uno la oía hablar, a su seca manera —la manera propia de los nativos de la baja Sajonia—, de la inminente «carrera en llano al estilo de Hindenburg», sabía que su actuación sería la de siempre: tenaz, fiable, y sin gritos innecesarios.

El 17 de marzo, después de la puesta del sol, dejamos aquellos alojamientos, a los que habíamos tomado cariño, y marchamos a pie hasta Brunemont. Todas las carreteras estaban abarrotadas de columnas de infantes que avanzaban sin descanso, de innumerables cañones, de convoyes que nunca acababan. El orden que allí reinaba era, no obstante, perfecto, y se guiaba por un plan de movilización cuidadosamente elaborado. Pobre de la tropa que no se atuviese con exactitud a los itinerarios y a los horarios marcados; era expulsada a las cunetas de la carretera y allí tenía que aguardar horas enteras antes de poder encontrar un hueco y meterse en él. También nosotros sufrimos un embotellamiento; en él el caballo del capitán von Brixen quedó ensartado en la vara de un carro, acabando así sus días.