Contra indios
El 6 de mayo de 1917 estábamos ya otra vez caminando hacia Brancourt, lugar que nos era bien conocido. Al día siguiente, atravesando Montbréhain, Ramicourt y Joncourt, nos dirigimos hacia la Posición Sigfrido, que habíamos abandonado un mes antes.
La primera noche fue agitada; violentos chaparrones cayeron sobre el inundado terreno. Una serie de días hermosos y cálidos nos reconcilió pronto, sin embargo, con nuestro nuevo lugar de residencia. Disfruté a manos llenas de aquella naturaleza espléndida, sin preocuparme ni de las bolas blancas de los shrapnels ni de los conos de tierra, semejantes a surtidores, que las granadas levantaban; de tales cosas apenas hacía caso ya. Con cada primavera empezaba un nuevo año de lucha; de él formaban parte tanto los indicios de una gran ofensiva como las prímulas y el verde joven de los árboles.
El sector ocupado por nosotros formaba un saliente en forma de media luna delante del canal de San Quintín; a sus espaldas se hallaba la famosa Posición Sigfrido. Para mí era un enigma el que nosotros tuviéramos que ocupar unas trincheras angostas, aún inacabadas, abiertas en la greda, mientras teníamos detrás aquel poderosísimo bastión.
La primera línea corría serpenteante por una zona de prados a los que daban sombra pequeñas arboledas; aquellos prados mostraban ya los delicados colores de la naciente primavera. Uno podía moverse impunemente por delante y por detrás de la trinchera, ya que numerosos puestos de vigilancia avanzados garantizaban la seguridad de nuestra posición. Estos apostaderos constituían una seria molestia para el enemigo; por ello, durante muchas semanas no hubo noche en que no intentase, por la astucia o por la fuerza, expulsar de acá y de allá a nuestros pequeños destacamentos.
Nuestro primer período en aquella posición transcurrió, sin embargo, en una agradable calma; el tiempo era tan hermoso que pasábamos las noches tumbados en la hierba. El 14 de mayo nos relevó la Segunda Compañía; dejando a nuestra derecha San Quintín en llamas, nos dirigimos a Montbréhain, lugar en que íbamos a descansar. Era una aldea grande; aún no había sufrido mucho por causa de la guerra y nos brindó unos alojamientos muy cómodos. El día 20 ocupamos, como compañía de reserva, la Posición Sigfrido. Allí tuvimos unas auténticas vacaciones de verano; pasábamos el día sentados en las numerosas glorietas construidas en el talud o nos bañábamos y remábamos en el canal. Durante este período leí con gran placer, tumbado en la hierba, todo Ariosto.
El inconveniente de estas posiciones modélicas reside en las frecuentes visitas de los mandos superiores. En las trincheras de tiradores, sobre todo, este tipo de visitas estropea en medida considerable el ambiente. De todos modos mi ala izquierda, que lindaba con la aldea de Bellenglise, ya bastante «arañada», no pudo quejarse de falta de fuego. Ya el primer día un shrapnel hirió en la nalga derecha a uno de mis hombres; era una herida sin orificio de salida. Enterado de lo ocurrido, acudí a toda prisa al lugar del accidente. Me encontré a mi hombre apoyado en la nalga izquierda; había ya recobrado el buen humor y, mientras aguardaba la llegada de los enfermeros, bebía café y se comía un gigantesco bocadillo de pan con mermelada.
El 25 de mayo relevamos a la Duodécima Compañía en la Granja de Riqueval; había sido en otros tiempos una importante explotación agrícola y ahora servía para alojar por turnos a las cuatro compañías que defendían la posición. Desde allí era preciso atender, asignando un pelotón a cada uno, tres nidos de ametralladoras que se hallaban diseminados en la retaguardia. Aquellos puntos de apoyo, que estaban agrupados detrás de la posición en forma ajedrezada, representaban el primer ensayo de una defensa elástica.
La granja quedaba a no más de mil quinientos metros detrás de la primera línea; sin embargo, todas sus edificaciones, que se agrupaban en torno a un parque en estado de abandono, se hallaban todavía intactas. La granja estaba abarrotada de hombres, ya que aún no se habían excavado galerías subterráneas. Las avenidas del parque, bordeadas de floridos acerolos de flores encarnadas, y los amenos alrededores daban a nuestra existencia, a pesar de la proximidad del frente, una cierta apariencia de esos alegres goces de la vida campestre de que tanto saben los franceses. En mi dormitorio había hecho su nido una pareja de golondrinas; ya en las primeras horas de la mañana comenzaba a alimentar con gran ruido a sus insaciables polluelos.
Al atardecer cogía del rincón mi bastón de paseo y me dedicaba a recorrer los estrechos senderos que serpenteaban por aquel paisaje de colinas. Los abandonados campos estaban llenos de flores de un perfume cálido y salvaje. A veces se alzaban junto al camino árboles aislados, a cuya sombra seguramente habían descansado en tiempos de paz los campesinos. Aquellos árboles estaban cubiertos de flores de color blanco, rosa o rojo oscuro; en medio de aquellas soledades constituían unas apariciones mágicas. A esta imagen del paisaje la guerra, sin destruir su encanto, había sobrepuesto sus tintes heroicos y melancólicos; la exuberancia de las flores producía allí un efecto más adormecedor y deslumbrante que en ningún otro lugar.
Resulta más fácil lanzarse a la batalla desde un paisaje como éste que no desde un muerto y frío paisaje invernal. Incluso al alma sencilla se le impone aquí el presentimiento de que su vida está asentada en una realidad profunda y de que su muerte no es un final.
El 30 de mayo se me acabó esta vida idílica, pues el alférez Vogeley, que había salido del hospital, retomó el mando de la Cuarta Compañía. Volví a la primera línea, a mi Segunda Compañía de siempre.
Dos secciones defendían la zona encomendada a nosotros, que se extendía desde la calzada romana hasta la denominada «Trinchera de la Artillería». El capitán de la compañía y los hombres de la tercera sección tenían su alojamiento detrás de una pequeña pendiente, a unos trescientos metros de la primera línea. Allí se levantaba también el diminuto cobertizo de madera en que me instalé con Kius, confiando en la mala puntería de la artillería inglesa. Uno de los lados de aquel cobertizo quedaba pegado a una pequeña pendiente que corría paralela a la dirección del tiro; los otros tres lados ofrecían sus flancos al enemigo. Todas las mañanas, cuando barría el terreno la primera granada inglesa, llamada por nosotros «el saludo matutino», podía oírse un diálogo parecido a éste, que se desarrollaba entre el ocupante de la litera de arriba y el ocupante de la litera de abajo:
—¡Oye, Ernst!
—¿Hm?
—¡Creo que están disparando!
—Bah, quedémonos un ratito más en la cama; creo que han sido los últimos disparos.
Al cuarto de hora:
—¡Oye, Oskar!
—¿Qué?
—Parece que hoy la cosa no acaba nunca; creo que un balín de shrapnel acaba de atravesar la pared. Más vale levantarse. ¡Hace ya mucho tiempo que se ha largado el observador de artillería de al lado!
Éramos tan insensatos que siempre nos quitábamos las botas al acostarnos. Cuando por fin estábamos listos, casi siempre habían dejado también de disparar los ingleses, así que podíamos sentarnos felices a nuestra mesa, que era ridículamente pequeña, tomar el café, que las altas temperaturas habían estropeado, y encender el puro mañanero. Por las tardes, para escarnio de la artillería inglesa, tomábamos un baño de sol delante de la puerta de la barraca, tendidos en nuestra lona de tienda de campaña.
También en otros aspectos resultaba muy divertido nuestro cobertizo. Cuando estábamos tumbados, entregados a una dulce inactividad, en nuestro camastro —un camastro que tenía somier de tela metálica— contemplábamos las gigantescas lombrices de tierra que colgaban de la pared pegada al talud. Era incomprensible la rapidez con que se metían en sus agujeros cuando las molestábamos. Un huraño topo salía de vez en cuando a olisquear fuera de su madriguera y contribuía en gran medida a animar nuestras prolongadas siestas.
El 12 de junio tuve que ir con veinte hombres a hacerme cargo del puesto de guardia avanzado correspondiente al sector defendido por nuestra compañía. Dejamos a hora tardía la posición y fuimos caminando hacia un tibio atardecer por un caminito que serpenteaba a través del ondulado terreno. Estaba ya tan avanzado el crepúsculo que las amapolas que en los incultos campos crecían se fundían en un bien empastado color con el verde de la hierba. A medida que la luz disminuía, más penetrante era la intensidad que iba adquiriendo mi color favorito, el rojo casi negro, un color que provoca un estado de ánimo fiero y a la vez melancólico.
Con el fusil colgado del hombro íbamos caminando silenciosos por aquella alfombra de flores, ocupado cada cual en sus pensamientos; veinte minutos tardamos en llegar a nuestro destino. En voz baja nos pasaron la consigna y el puesto de guardia. Aposté en silencio a los centinelas. Luego desapareció en la oscuridad la tropa que habíamos venido a relevar.
Aquel puesto de guardia avanzado se apoyaba en una pequeña pendiente; en ella habían sido cavadas de prisa unas cuantas madrigueras. A nuestra espalda se hundía en la noche un espeso bosquecillo de vegetación intrincada; un prado de unos cien metros de ancho lo separaba de nuestra pendiente. Dos colinas, por las que discurría la línea inglesa, se alzaban una en la parte de delante y otra en el flanco derecho. En una de ellas había unas ruinas que llevaban el prometedor nombre de «Granja de la Ascensión». Entre las dos colinas un camino en hondonada se dirigía hacia el adversario.
Estaba haciendo una ronda de inspección de los centinelas cuando me topé con el sargento Hackmann y unos cuantos hombres de la Séptima Compañía, que se disponían en aquel momento a realizar una patrulla. Aunque en realidad no me estaba permitido abandonar mi cuerpo de guardia, me uní a ellos como un simple espectador.
Empleando un método de avance inventado por mí salvamos los obstáculos de alambre y llegamos así hasta lo alto de las colinas sin haber tropezado con ningún centinela inglés, lo cual era una cosa extraña. Desde allá arriba oíamos a los ingleses cavar en su trinchera, a derecha e izquierda de donde nos encontrábamos. Más tarde caí en la cuenta de que el adversario había replegado sus centinelas con objeto de que no sufrieran también ellos las consecuencias del ataque artillero por sorpresa que iba a lanzar contra nuestro puesto de vigilancia avanzado y del que enseguida hablaré.
Él método de avance a que acabo de referirme consistía en hacer que, cuando una patrulla se movía en un terreno en que podía toparse a cada momento con el enemigo, sus componentes se adelantaran uno a uno, con el vientre pegado a la tierra. De esta manera, en cada instante un solo hombre —sin duda elegido por el Destino— quedaba expuesto al peligro de que lo fusilase un tirador enemigo que estuviese al acecho, mientras los demás permanecían detrás, en formación cerrada, listos para intervenir. Tampoco yo me excluía de ese servicio, aunque hubiese sido más correcto que me quedase con la patrulla; pero en la guerra no son únicamente las consideraciones tácticas las que deciden.
Bordeamos en silencio varios destacamentos enemigos que estaban haciendo obras de fortificación en la trinchera; por desgracia los separaban de nosotros obstáculos difíciles, de salvar. Tras rechazar, en una breve deliberación, la propuesta del sargento, un hombre un poco raro, de pasarse al enemigo como desertor y negociar con el primer centinela hasta que lo hubiésemos rodeado, regresamos a nuestro puesto de guardia avanzado.
Estas andanzas tienen un efecto estimulante; la sangre circula más rápida y los pensamientos se agolpan. Decidí pasar aquella suave noche entregado a mis ensoñaciones y para ello me preparé en la alta hierba, en la parte superior de la pendiente, una especie de nido, que posteriormente tapicé con mi capote. Lo más a escondidas que pude me encendí una pipa; luego me entregué a mis fantasías.
Cuando me hallaba en medio de una ensoñación bellísima me sobresaltó un murmullo extraño que llegaba del bosquecillo y del prado. Ante el enemigo los sentidos se hallan siempre en estado de alerta, y es curioso comprobar cómo en tales instantes, al sentir ruidos que en sí mismos no son inusuales, uno sabe con toda certeza: ¡está a punto de ocurrir algo! Inmediatamente después llegó corriendo hasta mí el centinela más próximo y me dijo:
—¡Mi alférez, setenta ingleses avanzan ahora mismo hacia la linde del bosque!
La precisión de la cifra me extrañó un poco; mas, por si acaso, me escondí en la alta hierba de la parte superior de la pendiente, con los cuatro fusileros que tenía cerca de mí, para observar el desarrollo de los acontecimientos. Unos segundos después vi cómo cruzaba rápidamente el prado un grupo de soldados. Mientras mis hombres apuntaban sus fusiles hacia allá, di desde arriba, en voz baja, un «¿Quién vive?». Era el suboficial Teilengerdes, un veterano y acreditado guerrero de la Segunda Compañía, que estaba reuniendo a su pelotón.
También los demás pelotones se acercaron apresuradamente. Ordené que formasen una línea de tiradores; sus alas se apoyaban en la pendiente y en el bosquecillo. En un minuto quedaron alineados los hombres, con la bayoneta calada. Ningún daño se sacaba de revisar la alineación; en circunstancias como éstas nada vale tanto como la pedantería. Cuando quise llamar al orden a un hombre que quedaba un poco retrasado, recibí esta réplica:
—¡Soy camillero!
Aquel hombre conocía bien el reglamento. Tranquilizado, di orden de emprender la marcha.
Mientras estábamos cruzando el prado pasó por encima de nuestras cabezas una granizada de balines de shrapnel. El adversario nos encerraba de este modo bajo una densa campana de fuego, para cortarnos el contacto con nuestras tropas. Involuntariamente nos lanzamos a la carrera para alcanzar el ángulo muerto de la colina que quedaba delante de nosotros.
De repente se alzó de la maleza, delante de mí, una sombra. Saqué una granada de mano y, dando un grito, la arrojé contra ella. Al resplandor de la explosión reconocí con horror al suboficial Teilengerdes; se había adelantado sin que me diese cuenta y había tropezado en un alambre. Por fortuna resultó ileso. En aquel mismo instante resonó junto a nosotros el seco estampido de granadas de mano inglesas y el fuego de shrapnel alcanzó una intensidad desagradable.
Se descompuso la línea de tiradores y desapareció en dirección a la pendiente, que ya estaba sometida a un intenso fuego; yo mantuve mi puesto, con Teilengerdes y otros oficiales. De repente uno de mis hombres me dio un codazo:
—¡Los ingleses!
Desde el prado iluminado por chispas dispersas saltó entonces a mis ojos, y en ellos se quedó clavado como la imagen de un sueño, un doble cordón de figuras humanas arrodilladas, en el segundo mismo en que se levantaban para avanzar. Reconocí la figura del oficial inglés, quien, colocado en el lado izquierdo, daba la orden de ejecutar aquel movimiento. Amigos y enemigos quedaron como paralizados por aquel encuentro repentino e inesperado.
Luego nosotros echamos a correr —era lo único que podíamos hacer—, sin que el adversario, estupefacto, disparase contra nosotros.
Nos levantamos de un salto y nos abalanzamos hacia la pendiente. Tropecé en un alambre arteramente tendido en la alta hierba y di una voltereta, pero conseguí llegar sano y salvo hasta la pendiente; allí encontré a mis hombres, que estaban muy nerviosos. No me fue fácil conseguir que formasen una compacta línea de tiradores, unidos codo con codo.
Nuestra situación era entonces la siguiente: nos hallábamos bajo una campana de fuego que se asemejaba a un cesto densamente trenzado. Todo parecía dar a entender que con nuestro avance habíamos sorprendido al destacamento enemigo que pretendía desalojarnos de nuestro sitio en el preciso momento en que se disponía a envolvernos. Estábamos al pie de la pendiente, en un camino vecinal por el que habían transitado vehículos. Pero las someras depresiones dejadas por sus ruedas bastaban para ponernos a cubierto, aunque de un modo precario, contra los tiros de fusil. Pues cuando hay peligro se aprieta uno contra la tierra como si ésta fuera nuestra madre Nuestros fusiles estaban apuntados hacia el bosquecillo; por tanto, teníamos a nuestra espalda las líneas inglesas. Esto me intranquilizaba más que todo lo que en el bosquecillo pudiera ocurrir; por ello, mientras se desarrollaban los acontecimientos que vinieron a continuación, envié de vez en cuando a la parte alta de la pendiente a alguien para que espiase lo que allí sucedía.
El fuego enmudeció de repente; teníamos que prepararnos a recibir un ataque. Apenas se había acostumbrado el oído a aquel silencio sorprendente cuando por entre la maleza del bosquecillo se deslizaron múltiples crujidos y murmullos.
—¡Alto! ¿Quién vive? ¡El santo y seña!
Seguramente estuvimos cinco minutos aullando estas palabras; también gritamos la vieja consigna del primer batallón: Lüttje Lage, expresión que designa el aguardiente con cerveza y que es familiar a todos los nativos de Hannover. La única respuesta que obtuvimos fue un griterío incomprensible. Por fin me decidí a dar la orden de abrir fuego, aunque algunos de mis hombres aseveraban haber oído vocablos alemanes. Mis veinte fusiles barrieron con sus balas el bosquecillo; las vainas saltaban con estruendo y pronto oímos en la espesura los lamentos de los heridos. Mientras aquello sucedía tenía una desagradable sensación de incertidumbre, pues no era imposible que hubiésemos disparado contra refuerzos nuestros que acudían a auxiliarnos.
Por ello me tranquilizó ver que de vez en cuando salían de allá hacia nosotros Mamitas amarillas, que, de todos modos, se extinguían enseguida. Una bala hirió en el hombro a uno de mis soldados y el enfermero se puso a atenderlo.
—¡Alto el fuego!
La voz de mando fue llegando lentamente a los tiradores y el fuego se calmó. Aquella acción había rebajado la tensión de nuestros nervios.
Volvimos a pedir el santo y seña. Hice acopio de mis conocimientos de inglés y grité hacia el otro lado requerimientos persuasivos:
—Come here, you are prisoners, hands up!
A mis palabras respondió desde allí un griterío de muchas voces; algunos de los nuestros aseveraban que sonaba como «¡venganza, venganza!». Un tirador solitario salió de la linde del bosque y avanzó hacia nosotros. Alguien cometió el error de gritarle:
—¡El santo y seña!
Desconcertado, se paró y dio media vuelta. Era claro que trataba de reconocer el terreno.
—¡Pegadle un tiro!
Una docena de disparos; aquella figura humana se desplomó y quedó perdida en la alta hierba.
Este entreacto nos llenó de satisfacción. En la linde del bosque volvía a oírse aquel vocerío extraño y confuso; sonaba como si los atacantes se animasen unos a otros a lanzarse contra aquellos defensores misteriosos.
En un estado de máxima tensión mirábamos fijamente la oscura linde. Comenzaba a amanecer y una bruma ligera se alzaba del prado.
Se nos ofreció entonces un espectáculo infrecuente en aquella guerra en la que predominaban las armas de largo alcance. De la oscuridad del sotobosque se destacó una hilera de sombras que salió a la pradera y quedó allí al descubierto. Cinco, diez, quince, toda una fila. Manos temblorosas quitaron el seguro a nuestros fusiles. Aquellas sombras se fueron acercando a cincuenta, a treinta, a quince metros…
—¡Fuegooo!
Los fusiles estuvieron crepitando unos minutos. Saltaban chispas cuando el plomo chocaba con violencia contra las armas y los cascos de acero.
De repente, un grito:
—¡Cuidado por la izquierda!
Desde el extremo de ese lado corría hacia nosotros un grupo de atacantes; a su frente iba una figura gigantesca, que nos apuntaba con su revólver y blandía una maza blanca.
—Pelotón de la izquierda, ¡media vuelta a la izquierda!
Mis hombres se volvieron y recibieron de pie a los intrusos que llegaban. Algunos de los adversarios, entre ellos su jefe, se desplomaron bajo las balas disparadas precipitadamente; los otros desaparecieron con la misma rapidez con que habían llegado.
Aquel era el momento de lanzarnos a por ellos. Gritamos un ¡hurra! furioso y con la bayoneta calada nos dispusimos a tomar al asalto el bosquecillo. Volaron hacia la intrincada maleza las granadas de mano y en un santiamén volvimos a ser los únicos dueños de nuestro puesto de guardia avanzado, aunque no pudimos atrapar a nuestro escurridizo adversario.
Nos reunimos en un trigal que quedaba cerca y nos miramos fijamente a los ojos; tras aquella noche en vela teníamos pálidos los rostros. Había salido un sol radiante. Una alondra se elevó por los aires y empezó a molestarnos con sus trinos. Todo aquello era irreal, como después de una noche enteramente dedicada a un juego febril.
Mientras nos tendíamos unos a otros las cantimploras y encendíamos unos cigarrillos oímos cómo el adversario se alejaba por el camino en hondonada, con algunos heridos que gemían en voz alta. Incluso divisamos por un instante su comitiva, mas, por desgracia, no el tiempo suficiente para acabar con ellos.
Decidí echar un vistazo al lugar del combate. Del prado se alzaban voces y gritos que me resultaban extraños. Aquellas voces recordaban el croar de las ranas en los prados después de una tormenta. En la alta hierba descubrimos varios muertos, así como tres heridos; apoyados en los brazos, nos imploraban gracia. Parecían estar firmemente convencidos de que íbamos a matarlos.
Pregunté:
—Quelle nation?
Uno de ellos respondió:
—Pauvre Radschupt!
Teníamos, pues, delante de nosotros a indios, a indios que, atravesando los mares, habían llegado hasta aquel trozo de tierra dejado de la mano de Dios para ir a romperse los cráneos contra unos fusileros de Hannover.
Aquellas gráciles figuras presentaban un aspecto lamentable. A distancias tan cortas la bala de fusil tiene el efecto de un explosivo. Algunos de aquellos hombres habían sido heridos mientras estaban tumbados en el suelo, de modo que la bala, en su trayectoria, había recorrido sus cuerpos cuan largos eran. Ninguno había recibido menos de dos tiros. Recogimos a los heridos y los arrastramos hacia nuestra trinchera. Gritaban como condenados, por lo que mis hombres les tapaban la boca y los amenazaban con el puño; esto acrecentaba su miedo. Uno murió por el camino, pero también a él nos lo llevamos, pues daban una recompensa por cada prisionero, vivo o muerto, que uno presentase. Los otros dos trataban de ganarse nuestra benevolencia gritando sin cesar:
—Anglais pas bon!
Nunca he llegado a comprender por qué razón hablaban francés aquellos hombres.
Aquel cortejo, en el que los lamentos de los heridos se mezclaban con nuestros gritos de júbilo, tenía algo de tiempos remotos. Aquello no era ya una guerra, era una imagen de épocas arcaicas.
En la trinchera la compañía nos hizo un recibimiento triunfal; había oído el ruido del combate mientras estaba sometida a un violento fuego de obstrucción. Nuestro botín fue admirado como merecía. Allí conseguí tranquilizar un poco a nuestros prisioneros; al parecer les habían contado cosas horribles de nosotros. Los indios fueron perdiendo su timidez y nos dijeron sus nombres. Uno de ellos se llamaba Amar Singh. Pertenecían a los First Hariana Lancers, un buen regimiento. Después me retiré a mi cobertizo con Kius, quien había tomado media docena de fotografías; para celebrar la jornada hice que me preparase unos huevos fritos.
La orden del día de la división mencionó nuestra pequeña escaramuza. Pese a que el mando nos había indicado que nos replegásemos si nos veíamos atacados por una fuerza superior, nosotros habíamos plantado cara victoriosamente, con veinte hombres, a un destacamento enemigo varias veces superior y que ya nos tenía cercados. El ansia con que, durante el aburrimiento de la guerra de posiciones, había estado yo esperando una ocasión como aquélla era demasiado grande.
Por lo demás se comprobó que, aparte del herido, habíamos perdido un solo hombre, que había desaparecido de modo misterioso. Se trataba de un soldado que era ya casi inútil para el servicio de campaña, pues una herida anterior había dejado en él la secuela de un miedo enfermizo. Hasta el día siguiente no lo echamos en falta; supuse que, lleno de miedo, habría corrido hacia uno de los trigales y que allí una bala certera lo habría derribado.
Al atardecer del día siguiente recibí la orden de hacerme cargo otra vez de aquel puesto de vigilancia avanzado. Como cabía la posibilidad de que en el intervalo el adversario se hubiese hecho fuerte allí, rodeé el bosquecillo con dos destacamentos, en forma de tenaza. Uno lo mandaba Kius; el otro, yo. Por vez primera utilicé aquí un modo especial de aproximación a un punto peligroso: consistía en envolver el objetivo en un amplio círculo, haciendo que los hombres marchasen en fila india. De esta manera, si se descubría que el enemigo ocupaba el lugar, un simple giro a derecha o a izquierda nos proporcionaba un frente de tiro que cogía de flanco al adversario. Después de la guerra introduje esta táctica en el «Reglamento de combate de la infantería» con el nombre de «fila de tiradores».
Nuestros dos destacamentos se encontraron al pie de la pendiente sin haber sufrido ningún contratiempo — si prescindimos de que Kius, al montar su pistola, estuvo a punto de meterme una bala en el cuerpo.
Del enemigo no quedaba el menor rastro visible; sólo en aquel camino en hondonada que yo había reconocido con el sargento Hackmann había un centinela; nos dio el alto, disparó una bengala y abrió fuego contra nosotros. Tomamos buena nota de aquel impertinente joven para darle su merecido en nuestra próxima excursión.
En el sitio donde la noche anterior habíamos rechazado el ataque de flanco había tres cadáveres: dos indios y un oficial blanco. Este llevaba en las hombreras dos estrellas doradas; era, pues, un teniente. Le había entrado una bala por un ojo. El proyectil, al salir, le había perforado la sien y destrozado el borde de su casco de acero; me llevé aquel casco como trofeo. Su mano derecha aferraba aún la maza, que tenía salpicaduras de su propia sangre; la izquierda empuñaba un revólver Colt de seis tiros, cuyo cargador no contenía más que dos balas no disparadas. Así pues, había hecho todo lo posible por atentar contra nuestra vida.
En los días siguientes descubrimos aún varios cadáveres ocultos en la maleza del bosquecillo —señal de que los atacantes habían sufrido graves pérdidas—. Aquellos cadáveres hacían aún más lúgubre el lugar. En una ocasión en que iba solo abriéndome camino por la maleza me extrañó oír un ruido leve, algo que era como un siseo y un burbujeo. Me acerqué y tropecé con dos cadáveres que parecían haber resucitado a una vida fantasmal a consecuencia de las altas temperaturas. La noche era sofocante y silenciosa; largo rato estuve parado, como hechizado, ante aquel cuadro siniestro.
El 18 de junio volvió el enemigo a atacar nuestro puesto de guardia avanzado. Esta vez no rodaron tan bien las cosas. La guarnición fue presa del pánico, se dispersó y no fue posible reunirla. En la confusión uno de los hombres, el suboficial Erdelt, echó a correr directamente hacia la pendiente, cayó rodando por el otro lado y allí se encontró rodeado por un grupo de indios que estaban al acecho. Lanzó a su alrededor granadas de mano, pero pronto un oficial indio lo agarró por el cuello de la guerrera y le golpeó la cara con un látigo de alambre. Después le quitaron el reloj y a empujones y codazos lo obligaron a caminar; logró escabullirse, sin embargo, aprovechando un momento en que, acosados por el fuego rasante de nuestras ametralladoras, los indios se tiraron al suelo. Después de haber andado vagando largo tiempo por detrás del frente enemigo regresó a nuestra línea con gruesos verdugones en el rostro.
Al atardecer del 19 de junio, acompañado por el pequeño Schultz, diez hombres y una ametralladora ligera, salí de aquel lugar, que poco a poco empezaba a hacerse opresivo, con el propósito de realizar una pequeña patrulla; queríamos hacer una visita a aquel centinela inglés que poco antes se había hecho notar por su osadía en el camino en hondonada. Schultz avanzó con sus hombres por la derecha del camino, yo lo hice por la izquierda; habíamos acordado que, en caso de que el enemigo abriera fuego contra uno de los grupos, el otro acudiría en su ayuda. Avanzamos a rastras por entre hierbas y matas de retama; de vez en cuando nos parábamos a escuchar con atención.
De repente se oyó el chasquido del cerrojo de un fusil que alguien abría y cerraba. Nos quedamos pegados al suelo. Todo veterano de las patrullas sabe lo que significan los varios sentimientos desagradables que se experimentan en los segundos que siguen a una cosa como ésa. Uno ha perdido provisionalmente la libertad de acción y tiene que aguardar a ver qué hace el adversario.
Un tiro desgarró aquel silencio opresivo. Yo estaba detrás de una mata de retama; alguien, a mi derecha, dejó caer unas granadas de mano en el camino en hondonada. Luego vimos delante de nosotros los fogonazos de una línea de bocas de fusil. La seca detonación de los disparos indicaba que los tiradores se hallaban sólo unos pasos delante de nosotros. Me di cuenta de que habíamos caído en una trampa peligrosa y di la orden de repliegue. De un salto nos pusimos en pie y echamos a correr hacia atrás con una prisa loca mientras también desde nuestra izquierda abrían contra nosotros fuego de fusiles. En medio de aquel tiroteo abandoné toda esperanza de regresar sano y salvo. A cada momento aguardaba mi subconsciente que una bala me alcanzase. La Muerte estaba de cacería.
De la izquierda salió un destacamento que se lanzó contra nosotros gritando un estridente ¡hurra! El pequeño Schultz me confesó más tarde que tuvo la impresión de que tras él corría, blandiendo un cuchillo, un delgado indio, el cual estuvo a punto de agarrarle por el cuello de la guerrera.
En un determinado momento caí al suelo y por encima de mí cayó también el suboficial Teilengerdes. Perdí mi casco de acero, mi pistola y mis granadas de mano. ¡Seguir, seguir! Por fin alcanzamos la pendiente protectora y nos lanzamos hacia abajo. Al mismo tiempo llegó Schultz con sus hombres; me contó, jadeante, que al menos había dado su merecido al insolente centinela inglés, tirándole unas cuantas granadas de mano. Inmediatamente después trajeron a rastras hasta donde estábamos a un hombre nuestro que tenía atravesadas por las balas sus dos piernas. Nadie más estaba herido. La mayor desgracia fue que el soldado que portaba la ametralladora, un recluta, había tropezado con el herido y había abandonado el arma.
Mientras intercambiábamos palabras acaloradas y planeábamos una segunda aproximación, se inició un fuego de artillería que me trajo a la memoria la noche del día 12; entre otras cosas, por el funesto desconcierto que enseguida se propagó entre la tropa. De pronto me encontré a solas, y sin armas, junto a la pendiente; el único que allí quedaba era el herido. Arrastrándose sobre las dos manos se acercó hasta mí y me suplicó entre gemidos:
—¡No me deje solo, mi alférez!
Aunque me resultaba muy penoso, hube de dejarlo allí tendido, para ir a ocuparme de organizar nuestro puesto de guardia avanzado. Pero antes de que amaneciese evacuaron a aquel herido hacia la retaguardia.
Nos reunimos en una serie de pozos de centinela situados junto a la linde del bosque; cuando amaneció sin que hubiera acontecido nada especial, nos sentimos muy contentos.
La noche siguiente nos encontró en el mismo lugar; nos proponíamos ir a recoger nuestra ametralladora. Pero una serie de ruidos sospechosos que oímos mientras sigilosamente nos acercábamos nos hizo comprender que, una vez más, un fuerte destacamento enemigo estaba al acecho.
El mando nos ordenó que recuperásemos por la fuerza el arma perdida. A las doce de la noche siguiente, tras una preparación artillera de tres minutos, debíamos atacar los apostaderos enemigos y buscar la ametralladora. Ya me había temido que aquella pérdida nos iba a acarrear muchas molestias, pero puse al mal tiempo buena cara y yo mismo regulé aquella tarde el tiro de algunas baterías.
A las once de la noche volví a encontrarme con Schultz, mi camarada de infortunios, en aquel siniestro trozo de tierra que ya nos había procurado tantas horas agitadas. En aquella atmósfera sofocante el olor de la putrefacción había aumentado hasta tal punto que resultaba casi insoportable. Habíamos llevado con nosotros unos sacos de cloruro de cal y lo esparcimos sobre los caídos. Las manchas blancas brillaban en la oscuridad como mortajas.
La operación tuvo este comienzo: las balas de nuestras propias ametralladoras empezaron a revolotear alrededor de nuestras piernas y a estrellarse contra la pendiente. Por este motivo surgió una acalorada discusión entre el pequeño Schultz y yo, pues él era el que había apuntado las ametralladoras. Pero nos reconciliamos cuando Schultz me descubrió detrás de una mata conversando con una botella de Borgoña que me había llevado como reconstituyente para aquella dudosa aventura.
A la hora fijada llegó zumbando la primera granada; cayó a cincuenta metros detrás de nosotros. Antes de que nos diera tiempo a asombrarnos de aquel extraño tiroteo, una segunda granada dio en la pendiente, cerca de donde estábamos, e hizo caer sobre nosotros una lluvia de tierra. Esta vez ni siquiera pude maldecir a nadie, pues yo mismo había graduado el tiro.
Tras esta introducción tan poco alentadora seguimos avanzando, pero más por motivos de honor que porque abrigásemos la esperanza de tener éxito. Nos cupo la suerte de que los centinelas enemigos hubieran abandonado, al parecer, sus puestos; de lo contrario habríamos encontrado una acogida nada suave. Por desgracia no dimos con la ametralladora, aunque también es verdad que no estuvimos mucho tiempo buscándola. Es probable que estuviese en poder de los ingleses desde mucho antes.
Mientras regresábamos, Schultz y yo volvimos a decirnos claramente lo que pensábamos el uno del otro; yo, sobre la instalación de sus ametralladoras, y él, sobre la regulación de las piezas de artillería. Había graduado el tiro con tal exactitud que me resultaba incomprensible lo ocurrido. Hasta más tarde no supe que las piezas de artillería tiran más corto por la noche y que tenía que haber agregado cien metros cuando señalé la distancia. Luego deliberamos sobre lo más importante de aquella operación: el parte. Lo redactamos de tal manera que todo el mundo quedó contento.
Aquellas escaramuzas terminaron, pues al día siguiente vinieron a relevarnos tropas de otra división. Volvimos provisionalmente a Montbréhain y desde allí marchamos a pie a Cambrai; en esta ciudad pasamos casi todo el mes de julio.
Aquel puesto de vigilancia avanzado se perdió definitivamente la noche que siguió a nuestro relevo.