Guillemont

El 23 de agosto de 1916 nos cargaron en camiones y nos llevaron hasta Le Mesnil. Aunque sabíamos ya que íbamos a entrar en combate en la aldea de Guillemont, foco legendario de la Batalla del Somme, nuestra moral era excelente. De un auto a otro volaban las bromas en medio de risotadas generales.

Durante una de las paradas el conductor de un camión, al accionar la manivela para poner en marcha el motor, se machacó uno de sus pulgares, que quedó partido en dos pedazos. A mí, que siempre he sido muy sensible a estas cosas, estuvo a punto de ponerme enfermo la visión de aquella herida. Menciono este curioso detalle porque en los días siguientes fui capaz de soportar el espectáculo de graves mutilaciones. Es un ejemplo de que, en la vida, el sentido de la totalidad es lo que determina las impresiones particulares.

Una vez que se hizo de noche, desde Le Mesnil marchamos a pie hasta Sailly-Saillisel. Allí el batallón depositó las mochilas en un gran prado y preparó el equipo de asalto.

Delante de nosotros rodaba y tronaba un fuego de artillería de una intensidad insospechada; millares de relámpagos que cruzaban el aire envolvían en un mar de fuego el horizonte hacia el oeste. Continuamente regresaban, arrastrándose, los heridos; tenían pálido y demacrado el rostro. Las piezas de artillería o las columnas de municiones que a su lado pasaban en medio de un gran estruendo los empujaban a menudo contra la cuneta de la carretera.

Se me presentó un enlace perteneciente a un regimiento wurttemburgués; iba a guiar a mi sección hasta el famoso pueblo de Combles, donde nos quedaríamos provisionalmente como reserva. El fue el primer soldado alemán que yo vi con casco de acero y enseguida se me apareció como el habitante de un mundo extraño, dotado de mayor dureza. Sentado a su lado en la cuneta de la carretera, le interrogué ansiosamente por lo que ocurría en la posición. Lo que escuché fue un relato monótono; hablaba de hombres que durante días enteros permanecían encogidos en los embudos abiertos por las granadas, sin contacto con nadie y sin ramales de aproximación, así como de ataques incesantes, campos llenos de cadáveres, sed que enloquecía a la gente, heridos que languidecían y cosas similares. Su rostro inmóvil, enmarcado en los bordes de acero del casco, su voz monótona, acompañada por el ruido del frente, producían en nosotros la misma impresión que si perteneciesen a un fantasma. Pocos días habían bastado para imprimir en aquel mensajero que iba a conducirnos al reino de las llamas un sello que parecía hacerlo diferente de nosotros, de un modo que no es posible decir.

—Quien cae, en el suelo se queda. Nadie puede prestarle ayuda. Nadie sabe si volverá vivo de allí. Todos los días ataca el enemigo, pero no consigue abrirse paso. Todos saben que es cuestión de vida o muerte.

Una gran indiferencia era lo único que subsistía en aquella voz; el fuego la había templado. Con hombres como aquél se podía marchar al combate.

Por una ancha carretera que, a la luz de la luna, se extendía sobre el oscuro terreno como una cinta blanquecina, echamos a andar hacia el tronar de los cañones; su devorador rugido aumentaba a cada paso. ¡Dejad toda esperanza! Lo que otorgaba un aspecto especialmente sombrío a aquel paisaje era la circunstancia de que las carreteras que lo atravesaban quedasen al descubierto, a la luz de la luna, como venas de color blanco, y el que en ellas no fuera visible ningún ser viviente. Era como si caminásemos por los senderos, vagamente alumbrados, de un cementerio a media noche.

Pronto empezaron a caer las primeras granadas a derecha y a izquierda del camino que seguíamos. Las conversaciones bajaron de tono y acabaron enmudeciendo por completo. Todos escuchaban atentamente el prolongado aullido que emitían los proyectiles al acercarse; escuchaban con aquella extraña tensión que otorga al oído una agudeza extrema. La travesía de la Granja de Frégicourt, pequeño grupo de casas situado delante del cementerio de Combles, puso especialmente a prueba nuestro ánimo. Allí era donde tenía su cierre más estrecho el cerco tendido por el enemigo en torno a Combles; por allí tenía que pasar todo el que quisiera entrar en aquella población o salir de ella; y por eso se había concentrado en aquella arteria vital un fuego intensísimo e ininterrumpido, parecido a los rayos de un espejo ustorio. El guía nos había ya preparado para aquella angostura tristemente famosa. La atravesamos a la carrera, mientras a nuestro alrededor se derrumbaban con estrépito las ruinas.

Por encima de ellas flotaba un espeso olor a cadáveres; tan violento era el fuego que nadie se preocupaba de los caídos. Era cuestión de vida o muerte el lanzarse a correr; y cuando noté, mientras corría, aquel tufo, apenas me sorprendió — formaba parte del lugar. Por lo demás, aquel hálito pesado y dulzón no resultaba tan sólo repugnante; mezclado como estaba con los acres humos de los explosivos, generaba también una excitación casi visionaria, que sólo la máxima cercanía de la Muerte es capaz de producir.

Fue allí donde hice la observación —y propiamente, durante toda la guerra, fue sólo en aquella batalla donde la hice— de que existe una clase de espanto que al ser humano le resulta extraña, como si fuera una región no explorada. Y así, en aquellos instantes no noté miedo, sino una ligereza grande, casi demoníaca; también unos sorprendentes ataques de risa, que no conseguía dominar.

Hasta el punto en que pudimos observarlo en la oscuridad, Combles no era ya más que la osamenta de un conjunto de casas. Ingentes cantidades de maderos entre las ruinas, así como utensilios domésticos diseminados en el camino, revelaban que la destrucción era de fecha muy reciente. Tras escalar numerosos montones de escombros, operación que fue apresurada por una salva de shrapnels, llegamos al lugar en que íbamos a alojarnos. Para mí y para tres de mis pelotones escogí como aposento una casa grande, agujereada como un cedazo, mientras mis otros dos pelotones se instalaban en el sótano de unas ruinas que quedaban enfrente.

A las cuatro vinieron a despertarnos y nos sacaron de nuestras yacijas, construidas con trozos de diferentes camas cogidos acá y allá; nos entregaron cascos de acero. Mientras esto ocurría encontramos en una cavidad del sótano de aquella casa un saco lleno de granos de café — este descubrimiento trajo consigo una afanosa actividad de preparación de café.

Después del desayuno salí a dar una vuelta por el pueblo. En pocos días la acción de la artillería pesada había transformado una pacífica aldea destinada al descanso de la tropa en un cuadro de espanto. Había edificios completamente aplastados por un solo proyectil que había acertado de lleno en ellos; otros habían sido seccionados por la mitad de manera que las habitaciones y sus muebles se cernían sobre aquel caos como las bambalinas de un teatro. De muchas ruinas salía un olor a cadáver, pues el primer ataque artillero, sobrevenido de repente, había cogido completamente por sorpresa también a sus moradores y sepultado a muchos de ellos bajo los escombros, antes de que pudieran escapar corriendo de sus casas. Ante el umbral de uno de los edificios, yacía una niña, extendida en un charco rojo.

Un lugar que había sido intensamente bombardeado era la plaza situada delante de la derruida iglesia, frente a la entrada de las catacumbas. Estas eran unos subterráneos antiquísimos en los que, con explosivos, se habían abierto algunas cavidades; en ellas se apretujaban casi todas las planas mayores de las tropas combatientes. Se contaba que, al comenzar los bombardeos, los vecinos del pueblo habían dejado expedita a golpes de pico la entrada de aquellas catacumbas, que estaba tapiada; durante todo el tiempo de ocupación la habían ocultado a los alemanes.

Las calles ya no eran más que estrechos caminillos que serpenteaban entre enormes montículos de vigas y ladrillos o pasaban por encima de ellos. En los huertos, cuya tierra estaba completamente removida, se pudrían las legumbres y las frutas.

Después del almuerzo, que nos preparamos en la cocina con raciones de reserva, las denominadas «raciones de hierro», aún muy abundantes, y a las que puso punto final, como es obvio, un café muy cargado, me eché en una tumbona para descansar un rato. Por las cartas que estaban esparcidas por todos los lados pude enterarme de que aquella casa pertenecía al dueño de una fábrica de cervezas apellidado Lesage. En aquella habitación había armarios y cómodas despanzurrados, un tocador volcado, una máquina de coser y un cochecito de niño. En las paredes colgaban cuadros y espejos rotos. En el suelo había, en un desordenado montón de un metro de altura, cajones sacados de sus sitios, ropa interior, sujetadores, libros, periódicos, mesillas de noche, trozos de vajilla, botellas, cuadernos de música, patas de silla, chaquetas, abrigos, lámparas, visillos, contraventanas, puertas arrancadas de sus goznes, lencería, fotografías, pinturas al óleo, álbumes, cajas aplastadas, sombreros de señora, macetas y alfombras. Todo ello formaba un revoltijo inextricable.

A través de los astillados postigos de las ventanas se veía el cuadrilátero, arado y removido por las granadas, de una plaza devastada; estaba cubierta por las ramas desgajadas de unos tilos. El incesante fuego de la artillería, que como un mar agitado bramaba alrededor de aquel lugar, ensombrecía aún más aquella mezcolanza de impresiones. De vez en cuando la explosión gigantesca de una granada del calibre 380 tapaba con sus rugidos todos los demás ruidos. Nubes de cascos de metralla atravesaban Combles barriéndolo, chocaban contra las ramas de los árboles o iban a caer en los tejados que aún resistían; entonces rodaban con estrépito sus lajas de pizarra.

Durante la tarde el fuego adquirió tal intensidad que la única sensación que se tenía era la de un solo estruendo monstruoso en el que quedaba engullido el resto de los ruidos aislados. A partir de las siete la plaza y los edificios que la rodeaban fueron bombardeados, a intervalos de medio minuto, con granadas del calibre 150. Muchas de éstas no estallaban, pero sus golpes secos, molestos, sacudían hasta sus cimientos la casa en que nos encontrábamos. Durante todo aquel tiempo permanecimos dentro del sótano, sentados alrededor de una mesa en sillones tapizados de seda; apoyábamos la cabeza en las manos y contábamos el tiempo que separaba una explosión de otra. Las bromas se fueron haciendo cada vez más raras y al final incluso el más osado enmudeció. A las ocho, tras ser alcanzada de lleno por dos proyectiles, se derrumbó la casa de al lado; su caída levantó una enorme nube de polvo.

Entre las nueve y las diez de la noche el fuego alcanzó una virulencia demencial. La tierra temblaba, el cielo parecía una inmensa caldera en ebullición. Alrededor de Combles, y dentro de Combles mismo, tronaban centenares de baterías de grueso calibre; por encima de nosotros se cruzaban, aullando y bufando, innumerables granadas. Todo estaba envuelto en un humo espeso, que las bengalas de colores iluminaban con un resplandor siniestro. Sentíamos en los oídos y en la cabeza violentos dolores; por ello, la única forma de entendernos consistía en aullar palabras, que se quedaban cortadas. La capacidad de pensar lógicamente y el sentimiento de la gravedad parecían anulados. Se tenía la sensación de algo ineluctable, de algo incondicionalmente necesario, como si nos enfrentásemos a una erupción de las fuerzas elementales. Un suboficial de la tercera sección sufrió un ataque de locura.

Sobre las diez comenzó poco a poco a hacerse la calma en aquel infernal aquelarre; lo único que permaneció fue un fuego de tambor, en el que, de todos modos, tampoco era posible distinguir por separado cada uno de los disparos.

A las once llegó un enlace; traía orden de conducir nuestros pelotones a la plaza de la iglesia. A continuación nos reunimos con las otras dos secciones y partimos hacia la posición. Para llevar el rancho a la primera línea se había constituido aparte una cuarta sección al mando del alférez Sievers. Mientras se oían llamadas urgentes y nos concentrábamos en aquel peligroso lugar, los hombres de esta cuarta sección nos rodearon y nos cargaron de pan, tabaco y carne en latas. Sievers me obligó a coger una cazuela llena de mantequilla, me despidió con un apretón de manos y nos deseó mucha suerte.

Luego nos pusimos en marcha en columna de a uno. A todos los soldados se les había ordenado que, pasara lo que pasase, siguiesen al hombre que los precedía. Ya en la salida misma del pueblo se dio cuenta nuestro guía de que se había extraviado. En medio de un intenso fuego de shrapnels nos vimos obligados a dar media vuelta. Luego fuimos caminando a campo traviesa, casi a la carrera; nos guiábamos por una cinta blanca que habían colocado en el suelo como hilo conductor y que los proyectiles habían partido en pedazos minúsculos. A menudo, cuando el guía se desorientaba, teníamos que detenernos en los sitios peores. Además, con el fin de mantener el contacto, estaba prohibido tirarse al suelo.

Pese a ello, la primera y la segunda sección desaparecieron de repente.

—¡Adelante!

Los pelotones quedaron retenidos en un camino en hondonada sobre el cual caía un violento bombardeo.

—¡Cuerpo a tierra!

Un penetrante olor nauseabundo nos enseñó que aquel lugar de paso había exigido ya muchas víctimas. Tras una carrera en la que estuvo expuesta a numerosos peligros nuestra vida, llegamos a un segundo camino en hondonada; en él se hallaba el abrigo en el que estaba instalado el puesto de mando de las tropas combatientes. Nos metimos en un camino sin salida y dimos media vuelta, en medio de un penoso apretujamiento de hombres nerviosos. A no más de cinco metros de donde estábamos Vogel y yo explotó con un estampido sordo, en el talud posterior del camino, una granada de mediano calibre; sobre nosotros cayeron terrones de tierra de un tamaño enorme, mientras un escalofrío de muerte nos recorría la espalda. Por fin nuestro guía volvió a encontrar el camino gracias a un llamativo grupo de cadáveres que le sirvió de punto de referencia. Uno de los caídos yacía con los brazos en cruz sobre la gredosa pendiente del talud — ¿qué fantasía habría podido encontrar un indicador más adecuado al paisaje en que nos encontrábamos?

—¡Adelante, adelante!

Algunos hombres se desplomaban mientras iban corriendo; los amenazábamos con dureza para que sacasen de sus extenuados cuerpos las últimas energías. Los heridos se caían, a derecha e izquierda, en los agujeros abiertos por las granadas; lanzaban un grito de socorro al que nadie hacía caso. Con los ojos fijos en el hombre que iba delante de nosotros seguimos caminando por una zanja que estaba formada por un cordón de embudos gigantescos. La hondura de aquella zanja no superaba nuestras rodillas; su suelo estaba cubierto de muertos tendidos uno al lado de otro. Con repugnancia pisaba el pie aquellos cuerpos blandos, que cedían; la oscuridad nos impedía ver su forma. También el herido que se derrumbaba dentro del camino sucumbía al destino de ser pisoteado por las botas de quienes apresuradamente seguían avanzando.

¡Y siempre, siempre, aquel olor dulzón! También empezó a tambalearse el pequeño Schmidt, mi enlace de campaña, que en tantas patrullas peligrosas me había hecho compañía. Le arranqué de las manos el fusil; incluso en aquel instante intentó resistirse aquel buen muchacho a ello.

Por fin llegamos a la primera línea; la guarnecían hombres que se hallaban encogidos en agujeros cavados en la tierra. Sus voces apagadas temblaron de alegría al enterarse de que había llegado el relevo. Con pocas palabras me hizo entrega del sector y de la pistola de señales un sargento bávaro.

El tramo del frente confiado a nuestra sección formaba el ala derecha de la posición defendida por nuestro regimiento; consistía en un camino en hondonada poco profundo que el fuego de tambor había aplanado, reduciéndolo a una somera depresión. Distaba unos dos centenares de metros de la parte izquierda de Guillemont y quedaba a una distancia un poco menor de la derecha del bosque de Trônes; era un camino abierto en terreno despejado. De la unidad que quedaba a nuestra derecha, el 76.º Regimiento de Infantería, nos separaba un espacio de unos quinientos metros; no estaba defendido, pues el fuego era tan violento en aquel punto que nadie podía permanecer allí.

El sargento bávaro había desaparecido de repente y yo me encontré enteramente solo, en medio de una siniestra zona de embudos; en la mano tenía mi pistola de señales. Bancos de niebla que permanecían a ras del suelo ocultaban de una manera enigmática y amenazadora aquella zona. A mis espaldas se oyó un ruido amortiguado, desagradable; con una objetividad extraña comprobé que provenía de un cadáver gigantesco que empezaba a descomponerse.

Como ni siquiera tenía claro por dónde podría quedar aproximadamente el enemigo, me dirigí hacia donde se hallaban mis hombres y les aconsejé que estuvieran preparados para cualquier eventualidad. Todos permanecimos aquella noche en vela; yo la pasé, junto con Paulicke y mis dos enlaces de campaña, en una madriguera cuya capacidad sería aproximadamente de un metro cúbico.

Cuando empezó a amanecer fueron poco a poco quedando al descubierto ante nuestros asombrados ojos aquellos alrededores extraños.

Entonces vimos que el camino en hondonada no era más que una serie de embudos gigantescos que se hallaban llenos de muertos, armas y jirones de uniformes. Granadas de grueso calibre habían removido completamente, hasta donde alcanzaba la vista, el terreno circundante. Los ojos, aunque buscasen, no podían ver ni una mísera brizna de hierba. El arañado campo de lucha era espantoso. Los defensores muertos estaban tendidos entre los defensores vivos. Al cavar agujeros para protegernos observamos que los muertos yacían unos encima de otros, en capas superpuestas. Una compañía tras otra había perseverado hasta el fin, apretujada, bajo el fuego de tambor; éste la había segado y después las masas de tierra lanzadas a lo alto por los proyectiles habían sepultado los cadáveres. Los hombres del relevo habían venido a ocupar el puesto de los caídos. Ahora nos llegaba el turno a nosotros.

El camino en hondonada y el terreno de detrás estaban sembrados de alemanes; el terreno de delante, de ingleses. De los taludes salían, rígidos, brazos, piernas y cabezas; delante de nuestros agujeros había miembros sueltos arrancados, así como cadáveres enteros. Sobre una parte de ellos habían sido arrojados capotes y lonas de tienda de campaña, con el fin de escapar así a la visión permanente de aquellos rostros desfigurados. A pesar de las altas temperaturas nadie pensaba en cubrir de tierra a los muertos.

La aldea de Guillemont parecía haber desaparecido sin dejar rastro; sólo una mancha blancuzca en el campo de embudos señalaba el lugar en que habían quedado reducidas a polvo las piedras gredosas con que estaban construidos los edificios. Delante de nosotros quedaba la estación, aplastada como un juguete; y más allá, el bosque de Delville, reducido a astillas.

Tan pronto como amaneció, un avión inglés que volaba a baja altura vino hacia nosotros y, cual un ave carroñera, empezó a describir círculos por encima de nuestras cabezas, mientras huíamos a escondernos en los agujeros y nos acurrucábamos dentro de ellos. A pesar de esto, la aguda mirada del observador nos descubrió sin duda, pues poco después sonaron arriba, separados por intervalos breves, los toques largos, sordos, de una sirena. Se parecían a las llamadas de un ser de fábula que flotase despiadado sobre un desierto.

Al poco tiempo una batería pareció haber captado las señales. Proyectiles de grueso calibre y de tiro rasante fueron acercándose uno tras otro con un zumbido; su violencia era increíble. Nosotros estábamos encogidos en nuestros refugios sin hacer nada; de vez en cuando encendíamos un cigarrillo y enseguida lo tirábamos, mientras esperábamos quedar sepultados en cualquier instante. Un gran casco de metralla le desgarró a Schmidt la manga de su guerrera.

Al tercer disparo, un proyectil monstruoso que explotó en el agujero vecino al nuestro sepultó a su morador. Lo desenterramos enseguida, pero la presión de las masas de tierra lo había extenuado hasta la muerte; tenía demacrado el rostro, que parecía una calavera. Era el cabo Simon. Un hombre escarmentado, pues durante aquel día, si alguien se movía a descubierto mientras los aviones nos espiaban, sentíamos su voz conminadora y veíamos su puño, que salía amenazante por un orificio de la lona de tienda de campaña que tapaba su madriguera.

A las tres de la tarde llegaron mis centinelas apostados en el ala izquierda y me dijeron que les resultaba imposible continuar allí; los proyectiles habían arrasado sus pozos. Me fue preciso recurrir a toda la fuerza de mi autoridad para enviarlos otra vez a su sitio. Claro que yo me encontraba en el lugar más peligroso de todos y allí es donde se goza de máxima autoridad.

Poco antes de las diez de la noche cayó sobre el ala izquierda de nuestro regimiento una tromba de fuego; veinte minutos después se desplazó hacia donde estábamos nosotros. Pronto estuvimos completamente envueltos en humo y polvo, pero los más de los proyectiles caían o bien delante o bien detrás de la trinchera, por dar tal nombre a la depresión del terreno en que nos encontrábamos, sobre la cual parecía haber pasado una apisonadora. Mientras rugía a nuestro alrededor aquel huracán, recorrí la zona defendida por mi sección. Los hombres habían calado las bayonetas; inmóviles como piedras, el fusil en la mano, estaban de pie junto a la pendiente delantera del camino en hondonada y miraban fijamente el terreno que tenían delante. De vez en cuando, si brillaba una bengala de iluminación, veía yo un casco de acero al lado de otro casco de acero, un machete al lado de otro machete. Aquello me infundió un sentimiento de invulnerabilidad. Podíamos ser aplastados, pero no vencidos.

En la sección que quedaba a nuestra izquierda el sargento Hock, el infeliz cazador de ratas de Monchy, quiso disparar una bengala blanca, pero se equivocó, y al cielo ascendió, siseando, una señal roja, una señal de tiro de barrera, que fue repetida a continuación desde todos los lados. En un santiamén entró en acción nuestra artillería con tal violencia que daba gusto. Aullando bajaban de los aires, muy juntas, granadas de mortero; reventaban en el terreno que quedaba delante de nosotros y despedían cascos de metralla y chispas. Una mezcla de polvo, gases sofocantes y vahos de los cadáveres lanzados al aire salía hirviendo de los embudos.

Tras esta orgía de exterminio fue calmándose el fuego y volvió otra vez a su nivel habitual. El movimiento nervioso de un solo hombre había puesto en marcha la poderosa maquinaria bélica.

Hock era y siguió siendo un hombre de mala suerte; aquella misma noche, al cargar su pistola, se disparó en la caña de su bota un proyectil de iluminación y fue preciso evacuarlo con graves quemaduras.

Al día siguiente llovió mucho. No nos vino mal, pues, una vez que hubo desaparecido el polvo, la sensación de sequedad en la garganta no resultaba ya tan atormentadora. La lluvia ahuyentó también a los grandes moscardones de color azulado que se habían concentrado en los lugares soleados, formando gigantescas masas compactas parecidas a cojines de terciopelo oscuro. Yo me pasé casi todo el día sentado en el suelo delante de mi madriguera; fumaba y, a pesar de lo que me rodeaba, comía con buen apetito.

A la mañana siguiente una bala de fusil, que nunca se supo de dónde llegó, le atravesó el pecho al fusilero Knicke, un hombre de mi sección. La bala le rozó también la columna vertebral, de modo que no podía mover las piernas. Cuando fui a verlo, estaba tendido, muy sereno, en un agujero, como alguien que ya ha arreglado sus cuentas con la Muerte. Al atardecer fue evacuado. Se lo llevaron a rastras, atravesando el fuego de la artillería; en esta ocasión se rompió además una pierna, cuando quienes lo portaban se vieron obligados a ponerse a cubierto. Murió en el hospital de sangre.

Por la mañana me llamó un hombre de mi sección y me hizo mirar con mis prismáticos, por encima de la arrancada pierna de un inglés, hacia la estación de Guillemont. Por un ramal de aproximación poco profundo iban avanzando apresuradamente centenares de ingleses. El débil fuego de fusilería que de inmediato ordené dirigir contra ellos no les causó ninguna preocupación especial. Aquel espectáculo era indicativo de la desigualdad de medios con que luchábamos. Si nosotros hubiéramos osado hacer aquello, nuestros destacamentos habrían sido abatidos en pocos minutos por los disparos. Mientras que no era posible ver un solo globo cautivo en nuestro lado, en el otro había más de treinta juntos; formaban un gran racimo de color amarillo brillante y observaban con ojos de Argos cualquier movimiento que en nuestro aplastado terreno se realizase, para dirigir inmediatamente hacia él un diluvio de hierro.

Al atardecer, en el momento en que estaba dando la consigna a los centinelas, un gran casco de metralla se estrelló contra mi estómago con un ronroneo; por suerte se hallaba ya casi al final de su trayectoria y cayó al suelo tras chocar violentamente con la hebilla de mi cinturón. Aquello me sorprendió tanto que sólo las preocupadas voces de mis acompañantes, que me tendían sus cantimploras, me hicieron caer en la cuenta del peligro que había corrido.

Delante de la zona defendida por la primera sección aparecieron al anochecer dos ingleses; pertenecían a los grupos encargados de llevar el rancho a las trincheras y se habían extraviado. Se acercaban muy tranquilos; uno llevaba en la mano una redonda perola de comida y el otro una alargada olla llena de té. Fueron abatidos a disparos hechos casi a quemarropa; uno cayó con la parte delantera de su cuerpo dentro del camino en hondonada, mientras que sus piernas permanecieron detenidas en el talud. En aquel infierno era casi imposible coger prisioneros; además, ¿cómo hacerlos atravesar la zona del fuego de barrera?

Sobre la una de la madrugada Schmidt me despertó violentamente de un sueño agitado. Me levanté nervioso y agarré el fusil. Había llegado nuestro relevo. Hicimos entrega de lo que se podía entregar y dejamos a nuestras espaldas lo más rápidamente posible aquel lugar del diablo. Acabábamos de llegar al ramal de aproximación poco profundo cuando estalló en medio de nosotros la primera salva de shrapnels. Un balín le atravesó la muñeca al hombre que me precedía; la sangre brotaba a chorros de la herida. Comenzó a tambalearse y quiso quedarse tendido a un lado. Lo agarré por el brazo, lo levanté, a pesar de sus quejidos, y no lo solté hasta que lo entregué en el puesto de socorro, situado junto a la galería ocupada por el jefe de las tropas combatientes. En aquellos dos caminos en hondonada corrimos numerosos peligros; muchas veces nos quedamos allí sin aliento. El peor rincón de todos fue una cañada a la que fuimos a dar y en la que sin cesar estallaban, con un fogonazo, shrapnels y granadas de pequeño calibre. ¡Brrum! ¡Brrum! A nuestro alrededor crepitaba el remolino de hierro, que lanzaba una lluvia de chispas en la oscuridad. ¡Juiiiii! ¡Otra ráfaga! Se me cortó la respiración, pues fracciones de segundo antes me di cuenta, por el cada vez más agudo aullido, de que la rama descendente de la trayectoria de aquel proyectil iba a terminar junto a mí. Inmediatamente después cayó en tierra con violencia, junto a la planta de mi pie, un grueso proyectil, que lanzó a lo alto pedazos de barro blando. ¡Precisamente aquella granada no estalló!

Por todas partes cruzaban apresuradamente la noche y el fuego tropas que iban a relevar a otras y tropas que habían sido relevadas. Muchas de ellas se encontraban totalmente desorientadas y, a causa del nerviosismo y del agotamiento, lanzaban gemidos. En medio de todo aquello resonaban llamadas y órdenes, así como los prolongados gritos de socorro, que se repetían monótonamente, de los heridos perdidos en el campo de embudos. Yo proporcionaba informaciones a los soldados desorientados cuando pasaba corriendo junto a ellos, sacaba a unos de los agujeros abiertos por las granadas, amenazaba a otros que querían tirarse al suelo, gritaba constantemente mi nombre para mantener agrupados a todos los míos, y así conseguí, como por milagro, que mi sección retornara a Combles.

Luego, atravesando Sailly y la Granja del Gobierno, hubimos de marchar a pie todavía hasta el bosque de Hennois, donde íbamos a vivaquear. En aquella marcha quedó de manifiesto en toda su amplitud nuestro agotamiento. Con la cabeza abúlicamente caída nos fuimos deslizando a lo largo de nuestra ruta, mientras automóviles o columnas de munición nos empujaban con frecuencia a un lado. Presa de una sobreexcitación enfermiza, llegué a creer que los vehículos que por allí pasaban con estruendo marchaban tan cerca del borde del camino con la única finalidad de molestarnos, y más de una vez sorprendí mi mano puesta en la funda de mi pistola.

Después de aquella marcha tuvimos aún que montar las tiendas; sólo entonces pudimos tumbarnos en el duro suelo. Mientras permanecimos en aquel campamento del bosque cayeron grandes aguaceros. La paja de las tiendas comenzó a pudrirse y muchos hombres enfermaron. Los cinco oficiales de la compañía no nos dejamos perturbar por la humedad; por las noches nos sentábamos sobre nuestras maletas dentro de las tiendas, ante unas cuantas panzudas botellas que sabe Dios de dónde habrían salido. El vino tinto es en tales ocasiones un medicamento.

Una de aquellas noches la Guardia tomó al asalto, en un contraataque, la aldea de Maurepas. Mientras las dos artillerías enemigas se enzarzaban, a distancia, en un violento cañoneo mutuo, estalló una horrible tempestad, de modo que la furia de la tierra rivalizaba con la del cielo, igual que en la batalla homérica de los dioses y los hombres.

Tres días más tarde salimos de nuevo hacia Combles. Allí ocupé con mi sección cuatro sótanos pequeños; construidos con bloques de greda, eran estrechos y alargados y tenían bóveda de cañón; prometían seguridad. Al parecer habían pertenecido a un viticultor —así al menos me expliqué yo el hecho de que en la pared hubiera pequeñas chimeneas—. Una vez que hube apostado a los centinelas nos tumbamos en los numerosos colchones reunidos allí por quienes nos habían precedido.

La primera mañana hubo una calma relativa; por ello me di un pequeño paseo por los devastados jardines y desvalijé unas espalderas llenas de sabrosos melocotones. En mis correrías fui a parar a un edificio, rodeado de elevados setos, que sin duda había pertenecido a un amante de los objetos bellos y antiguos. En las paredes de las habitaciones estaba colgada una colección de platos pintados; había también grabados, así como imágenes de santos tallados en madera. En grandes armarios se amontonaban porcelanas antiguas; dispersos por el suelo había delicados volúmenes encuadernados en piel, entre ellos una preciosa edición antigua de Don Quijote. Todos aquellos tesoros estaban entregados a la destrucción. Me hubiera gustado llevarme un recuerdo, pero me ocurría como a Robinson con la pepita de oro; allí no tenían ningún valor aquellos objetos. Así se estropearon en una fábrica grandes fardos de magníficas telas de seda, sin que nadie se preocupase de ellas. Cuando uno pensaba en el ardiente cerrojo instalado junto a la Granja de Frégicourt, un cerrojo que obturaba aquel paisaje, renunciaba de buena gana a todo equipaje superfluo.

Cuando llegué a mi alojamiento, mis hombres, que habían vuelto de una similar correría exploratoria por los huertos, habían preparado una sopa con los siguientes ingredientes: carne en conserva, patatas, guisantes, zanahorias, alcachofas y verduras de todas clases. Era tan espesa aquella sopa que apenas se podía mover la cuchara dentro de ella. Mientras comíamos cayó una granada en el edificio en que nos encontrábamos y tres en las proximidades, pero aquello no nos causó mayores molestias. El exceso de impresiones nos había embotado ya demasiado. Aquella casa había sido indudablemente escenario de acontecimientos sangrientos, pues sobre un montón de escombros hacinados en la habitación central se alzaba una cruz de madera toscamente labrada en la que estaban escritos varios nombres. Al día siguiente me traje de la casa del coleccionista de porcelanas un tomo de los suplementos ilustrados del Petit Journal, luego me senté en una habitación que aún permanecía intacta, encendí en la chimenea una pequeña hoguera con trozos de muebles, y comencé a leer. Con frecuencia me veía obligado a mover de un lado a otro la cabeza, pues habían caído en mis manos números de la época del asunto de Fachoda[5]. Mientras leía, las cuatro explosiones de siempre rodeaban con su estruendo nuestra casa a intervalos regulares. Sobre las siete de la tarde había doblado la última página. Entonces me dirigí al vestíbulo situado delante de la entrada del sótano; allí estaban mis hombres preparando la cena en un pequeño hornillo.

Acababa de llegar junto a ellos cuando se oyó delante de la puerta de la casa un estampido seco; en el mismo momento noté un violento golpe contra mi pierna izquierda. Gritando el ancestral grito de los guerreros: «¡Me han dado!», bajé dando saltos, con mi pipa en la boca, las escaleras del sótano.

Rápidamente se encendió una luz y se examinó el caso. Primero pedí, como hacía siempre en tales ocasiones, que me dijesen lo que tenía, en tanto yo miraba al techo, pues a uno no le gusta ver esas cosas con sus propios ojos. En mi polaina de vendas se abría un agujero de bordes dentados, del que caía al suelo un hilillo de sangre; en el lado opuesto se alzaba la redonda hinchazón de un balín de shrapnel, que había quedado debajo de la piel.

El diagnóstico era sencillo, por tanto — un típico «balazo de permiso en casa»: ni demasiado leve ni demasiado grave. En todo caso, aquella era la última ocasión de dejarse «hacer un arañazo», si no se quería perder el tren para Alemania. Había en el balín que me hirió algo parecido a un rebuscamiento. Aquel shrapnel había estallado en el suelo, al otro lado de la tapia que rodeaba nuestro patio; una granada anterior había abierto en aquella tapia un agujero redondo, semejante a una ventana; delante de aquel agujero se encontraba una planta de adelfas. Por tanto, mi balín había atravesado volando, primero el agujero abierto por la granada, después las hojas de la adelfa, más tarde había cruzado el patio y la puerta de la casa, y en el pasillo había ido a buscar precisamente mi pierna, entre las muchas otras piernas que allí estaban juntas.

Mis camaradas me colocaron primero un vendaje provisional y luego me llevaron, cruzando la bombardeada calle, a las catacumbas; allí me tendieron enseguida sobre la mesa de operaciones. Mientras el alférez Wetje, que se apresuró a venir, me sostenía la cabeza, nuestro coronel médico me extrajo con un bisturí y unas tijeras el balín del shrapnel; me felicitó, pues el plomo había pasado rozando la tibia y el peroné, pero no había causado la menor lesión en ninguno de los huesos.

Habent sua fata libelli et balli —dijo aquel hombre, que en sus años de universidad había sido miembro de una corporación estudiantil, mientras me confiaba a un enfermero para que me vendase.

Hasta que se hizo de noche permanecí tendido sobre una camilla en un nicho de las catacumbas. Durante ese tiempo tuve la alegría de ver que muchos de mis hombres venían a despedirse de mí. Malos días los aguardaban. También mi estimado coronel von Oppen acudió a hacerme una breve visita.

Al atardecer fui llevado con otros heridos hasta la salida del pueblo y allí me cargaron en un carro-ambulancia. El conductor partió a toda velocidad, sin prestar la menor atención a los gritos de los ocupantes. El carro fue dando tumbos sobre embudos y otros obstáculos por la carretera; cerca de la Granja de Frémicourt la carretera estaba batida, como siempre, por un intenso fuego. Por fin nos entregó a un auto, que nos depositó en la iglesia de aldea de Fins. El cambio de vehículos se realizó en plena noche, junto a un solitario grupo de casas; un médico examinaba allí los vendajes y decidía adónde habían de llevarnos. Me hallaba en un estado semifebril y tuve la impresión de que aquel médico era un hombre joven, que tenía enteramente blancos los cabellos y que se ocupaba de los heridos con una delicadeza increíble.

La iglesia de Fins estaba abarrotada por centenares de heridos. Una enfermera me contó que en las últimas semanas habían atendido y vendado allí a más de treinta mil hombres. Ante semejantes cifras, yo, con mi modesto balazo en la pierna, me consideré muy poco importante.

Desde Fins, junto con otros cuatro oficiales, me llevaron primero a un pequeño hospital y luego me instalaron en un edificio civil en San Quintín. Mientras nos descargaban, todos los cristales de las ventanas de aquella ciudad temblaban; era exactamente la hora en que los ingleses, recurriendo a un esfuerzo supremo de toda su artillería, conquistaban Guillemont.

Cuando bajaban del vehículo la camilla situada junto a la mía oí una de aquellas voces apagadas que jamás se olvidan.

—Por favor, llévenme enseguida al médico, estoy muy enfermo, tengo un flemón de gas.

Con esta expresión se designa una terrible forma de gangrena que a veces, si va unida con otras heridas, destruye la vida.

A mí me condujeron a una habitación en que había, una al lado de la otra, doce camas; tan pegadas estaban que se tenía la impresión de una habitación llena por completo de almohadas blancas como la nieve. Las heridas de los hombres que allí estaban eran casi todas graves; reinaba en aquel lugar un ajetreo en el que yo participaba como en sueños, febril como me encontraba. Así, a poco de mi llegada, un hombre joven se puso de pie de un salto en su cama y pronunció una arenga. Yo creía que se trataba de una broma especial suya, pero lo vimos desplomarse con la misma celeridad con que se había alzado. En medio de un silencio embarazoso sacaron su cama, empujándola sobre sus ruedas, por una pequeña puerta.

Junto a mí se encontraba un oficial de zapadores. Había pisado en la trinchera un cuerpo explosivo que, al ser tocado, escupió una llama larga como la de un soplete. Encima del pie de aquel hombre, que la llama había mutilado, habían colocado una campana de gasa transparente. Por lo demás, se hallaba de buen humor y estaba contento de haber encontrado en mí a alguien que le escuchase. A mi izquierda se hallaba un jovencísimo sargento aspirante a oficial al que atiborraban con grandes cantidades de vino tinto y yemas de huevo; había alcanzado el más extremo grado de enflaquecimiento que cabe imaginar. Cuando la enfermera quería hacerle la cama lo levantaba en alto como si fuese una pluma; bajo su piel eran visibles todos los huesos que el hombre lleva en su cuerpo. Cuando, al atardecer de aquel mismo día, la enfermera le preguntó si no quería escribir una cartita a sus padres, presentí lo que aquellas palabras significaban. Y, efectivamente, aquella misma noche sacaron también su cama, rodando, por la oscura puerta y la llevaron a la sala destinada a los moribundos, el llamado «moridero».

A las doce del día siguiente me encontraba ya en un tren hospital; me trasladó a Gera, donde me atendieron excelentemente en el hospital militar. Al cabo de una semana salía ya por las noches a dar una vuelta por los alrededores. Aunque había de tener cuidado de no toparme con el médico jefe.

Allí entregué también, como empréstito de guerra, los tres mil marcos que entonces poseía; nunca más volví a verlos. Cuando tuve en mi mano los recibos, me acordé de aquellos bonitos fuegos artificiales que una bengala disparada por error había provocado — un espectáculo que sin duda costó no menos de un millón de marcos.

Volvamos una vez más a aquel terrible camino en hondonada, para asistir al último acto que pone fin a aquel drama. Nos atendremos aquí a los informes proporcionados por los pocos heridos que sobrevivieron y sobre todo a los de Otto Schmidt, mi enlace de campaña.

Tras ser yo herido tomó el mando de la sección el segundo jefe, el sargento Heistermann, quien pocos minutos después condujo la sección al campo de embudos cercano a Guillemont. Excepto algunos pocos hombres que fueron heridos ya durante la marcha y que, en la medida en que podían caminar, volvieron a Combles, la unidad desapareció sin dejar rastro en los laberintos de fuego de aquella batalla.

Una vez realizado el relevo, la sección volvió a instalarse en las madrigueras que tan bien conocía. El continuo fuego de exterminio había ampliado entretanto hasta tal punto la brecha del flanco derecho que resultaba inabarcable con la vista. También se habían producido brechas en el flanco izquierdo, de modo que la posición se asemejaba a una isla rodeada de poderosos ríos de fuego. De islas semejantes a aquélla, mayores o menores, pero que cada vez se hacían más pequeñas, constaba el sector, en el sentido amplio de la palabra. El ataque inglés encontró una red cuyas mallas se habían agrandado tanto que era ya incapaz de retenerlo.

Así transcurrió la noche, en una agitación creciente. Cerca del amanecer apareció una patrulla del 76.º Regimiento; la componían dos hombres y había conseguido llegar hasta allí a tientas, después de pasar infinitas fatigas. Volvió a desaparecer enseguida dentro de aquel mar de fuego; con ella desapareció el último contacto con el mundo exterior. El fuego, cada vez más violento, se fue corriendo hacia el ala derecha y agrandó poco a poco la brecha a medida que iba destruyendo, uno tras otro, los nidos de resistencia.

Hacia las seis de la mañana Schmidt quiso desayunar. Alargó la mano hacia su plato, que había dejado delante de nuestra antigua madriguera; lo único que encontró fue un retorcido y agujereado pedazo de aluminio. El bombardeo se reanudó pronto y fue adquiriendo aquel grado de virulencia que sin duda era preciso considerar como indicio infalible de un ataque inminente. Aparecieron unos aviones enemigos y comenzaron a trazar círculos a baja altura sobre el suelo, como buitres que se lanzan sobre la carroña.

Heistermann y Schmidt, los dos únicos moradores de aquella diminuta cavidad que, como de milagro, había aguantado hasta entonces, supieron que había llegado el momento de largarse de allí. Cuando salieron al camino en hondonada, que estaba lleno de humo y de polvo, se encontraron completamente a solas. Durante la noche el fuego había arrasado los últimos y escasos refugios situados entre ellos y el ala derecha y sepultado a sus ocupantes bajo las masas de tierra que se desplomaban. Pero también a su izquierda apareció desnudo de defensores el borde del camino en hondonada. Los restos de la guarnición, entre ellos los sirvientes de una ametralladora, se habían concentrado en un estrecho abrigo que allí había y cuya única cobertura eran unas simples tablas y una delgada capa de tierra. Aquel abrigo tenía dos entradas y había sido excavado en el talud trasero del camino, hacia su parte central. También Heistermann y Schmidt intentaron llegar a este último refugio. Pero mientras se dirigían hacia allí desapareció el sargento, que justo aquel día celebraba su cumpleaños. Se quedó rezagado detrás de un recodo y nunca más fue visto.

El único hombre que todavía apareció, por la derecha, junto al pequeño grupo del abrigo, fue un cabo que llevaba vendada la cara y que de repente se arrancó el vendaje; salpicó con un chorro de sangre a hombres y armas y se tiró al suelo para morir. Durante este tiempo había ido acrecentándose sin cesar la intensidad del fuego; dentro del abarrotado abrigo, en el que, desde hacía mucho rato, nadie pronunciaba ya una sola palabra, se contaba en todo momento con la llegada de un proyectil.

Más a la izquierda algunos hombres de la tercera sección se habían aferrado a sus embudos; la posición de la derecha, a partir de la brecha anterior —brecha que había crecido tanto, desde hacía ya mucho tiempo, que se había convertido en un inacabable dique roto—, quedó aplastada. Aquellos hombres fueron sin duda los primeros en ver a las unidades inglesas de choque que allí irrumpieron tras un último cañoneo de fuego concentrado. En todo caso, la guarnición fue alertada primero por un griterío que resonaba a su izquierda y que anunciaba al enemigo.

Schmidt, que había sido el último en llegar al abrigo y que por ello era el que más cerca de la salida se hallaba, fue el primero en aparecer en el camino en hondonada. De un salto se metió en el cono chisporroteante producido por el estallido de una granada. A través de la nube que se iba disipando divisó entonces también a la derecha, precisamente en el sitio en que quedaba la vieja madriguera que tan fielmente nos había protegido, unas formas humanas agachadas, que iban vestidas con uniformes de color caqui. En ese mismo instante irrumpió el adversario, en grupos compactos, en el lado izquierdo de la posición. Lo que estaba ocurriendo al otro lado del talud delantero era algo que no resultaba visible, a causa de la profundidad del camino.

En esta situación desesperada, los moradores del abrigo que estaban más cerca de su entrada se lanzaron fuera, sobre todo el sargento Sievers, con una ametralladora aún intacta y sus sirvientes. En unos segundos quedó emplazada el arma en el piso del camino y enfilada hacia el adversario de la derecha. Pero en el momento en que el apuntador tenía ya la mano en el cargador y el dedo en el gatillo, por el talud delantero cayeron rodando varias granadas de mano inglesas. Los dos sirvientes de la ametralladora se desplomaron junto a su arma sin haber logrado que del cañón de ésta saliese una sola bala. Todos los demás hombres que salieron del abrigo fueron recibidos con tiros de fusil, de manera que en pocos instantes hubo alrededor de cada una de las dos entradas una ancha corona de caídos.

También a Schmidt lo derribó al suelo la primera salva de granadas de mano. Un casco de metralla le dio en la cabeza, otros le arrancaron tres dedos. Quedó tendido, con la cabeza apretada contra la tierra, cerca del abrigo; éste siguió atrayendo hacia sí, durante bastante tiempo, un intenso fuego de fusilería y de granadas de mano.

Por fin se hizo el silencio; los ingleses se apoderaron también de esta parte de la posición. Schmidt, tal vez el único hombre vivo que quedaba en el camino en hondonada, oyó pasos anunciadores de que los atacantes se aproximaban. Inmediatamente después resonaron a ras del suelo detonaciones de tiros de fusil y explosiones de cargas de voladura y bombas de gas, con las cuales limpiaban el abrigo. Pese a ello, aún salieron a rastras de allí, hacia el atardecer, algunos supervivientes; se habían ocultado en un rincón protegido. De ellos se compusieron sin duda los pequeños grupos de prisioneros que cayeron en manos de las tropas de asalto inglesas. Camilleros ingleses los recogieron y los llevaron a la retaguardia.

Poco más tarde cayó también Combles, una vez que quedó cerrado el cerco de la Granja de Frémicourt. Sus últimos defensores, que durante el bombardeo se habían refugiado en las catacumbas, fueron abatidos en la lucha por las ruinas de la iglesia.

Luego se hizo el silencio en esta región, hasta que la reconquistamos en la primavera de 1918.