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Comienzan a encenderse las luces en pueblecitos próximos y lejanos. Vallecas, Móstoles, San Martín cíe la Vega, Perales de Tajuña, Pinto, Navalcarnero.
Arriba centellean estrellas, y Venus -la charca de los antiguos peruanos- abre en ojo de gato el objetivo de su claridad fulgente.
Parpadean millares de faros "Marchal".
Once kilómetros de carretera alquitranada están totalmente ocupados por un rebaño inacabable de automóviles qué, de tres en fondo, pretenden avanzar hacia el Sur. Las aletas delanteras rozan los faros pilotos. Los estribos se tocan con los estribos. Los motores braman como bestias anhelantes.
Los escapes lanzan chorros de humo.
Benzol y "Gargoyle".
Polvo.
Desesperado rugir de claxons y bocinas se extiende hasta el infinito.
Un clamoreo insólito formado por miles y miles y miles de conversaciones mantenidas en un área de treinta kilómetros cuadrados se une al bramido de los motores y al rugir de los claxons y bocinas para organizar un guirigay infernal en el que nadie se entiende.
La noche, cayendo en barreta sobre el campo, parece hacer más confuso todavía el gigantesco barullo.
Gritos, exclamaciones, protestas, voces de mando. Una especie de tablero de ametralladora se acerca por momentos.
De un megáfono parten aullidos desesperados. -¡Dejen libres las cunetas! ¡¡Dejen libres las cunetas!! ¡¡¡Dejen libres las cunetas!!!
Un rosario de sombras humanas, que desfilaba por las cunetas, se tiran a los campos y salta a los ribazos. Y una moto, dos motos, tres motos, una hilera de motos llenas de soldados se deslizan por las cunetas, por entre el rebaño de automóviles y los palos de teléfono, con sus siete caballos y medio inflamados puestos a ochenta y escupiendo tufaradas de aceite de ricino quemado. Pasan como perros rabiosos.
En la lejanía se va apagando la orden apremiante, que parte de la primera: ¡Dejen libres las cunetas!! ¡ ¡Dejen libres las cunetas!! ¡dejen li…!
Y cuando la última ha desaparecido, el rosario de sombras humanas salta de nuevo de los campos y desciende de los ribazos para volver a ocupar la cuneta en su lenta e incesante marcha hacia el Sur. Se las descubre al resplandor fantasmagórico de los millares de faros: de todas las edades, hombres, mujeres y niños; obreros, gente del pueblo, campesinos, ciudadanos, clase media, burgueses. Se llaman unos a otros. - ¡ Por aquí! -¡ Marianooo! -¡ No os separéis! -¡…co!
Se mezclan los nombres propios con las risas y los llantos de chiquillos perdidos en el tumulto. Muchos montan caballos, borricos o mulas, y llevan espoliques o impedimenta a la grupa.
Palabras de impaciencia. Regaños. Toses. Relinchos.
Arrastrar de incontables pies. Un burro no quiere andar: palos y juramentos. Los que vienen atrás empujan. Un caballo se desmanda, se pone de manos y cae sobre los ocupantes de un seis cilindros turismo. Ayes. Más juramentos.
Heridos. Dos disparos. Muere el caballo. Disputa. Estacazos.
Se forma un apretado corro. La mayor parte sigue adelante, no queriendo perder tiempo. El polvo, como un denso telón que se corre y descorre alternativamente, ya los oculta o ya los muestra, con sus paquetes y morrales y sus cestas, donde llevan la cena de aquel día que ahora acaba y el desayuno del día siguiente.
Grupos de muchachos y muchachas pasan corriendo, cantando y atropellando a las gentes de edad, que protestan.
Familias, que se esfuerzan por caminar unidas, con los niños sentados en los hombros del padre o del tío, gruñen entre el ruido y el polvo. -¡ A este paso no vamos a llegar nunca! -¡ A buena hora cenaremos hoy! -Si cenamos. -Todo sea por Dios -dice alguien.
Y esta frase provoca infinidad de comentarios.
Unos mozalbetes se han cogido de las manos gritando: -¡Marana tha! Marana tha, que se ha roto la fuenteeeee!.
Sus gritos se pierden.
Y miles de voces repiten en todos tonos.
- Marana tha! Marana tha! Marana tha! -¿Marana tha?
Sí, señor. Eso es: marana tha!
El bramido de los motores y el rugir de bocinas y claxons continúa incesante. De pronto, a lo largo del rebaño de autos corre un estremecimiento, es que la cabeza, allá en la lejanía, ha comenzado, sin saberse por qué, a movilizarse. Los motores aceleran, las palancas encajan primera, los escapes lanzan más chorros de humo. Lentamente los coches se ponen en movimiento conservando sus distancias de centímetros. Así avanzan tres metros, cuatro; y el rebaño de acero y de goma recauchutada vuelve a detenerse.
Son las siete y media de la noche. ¡NO LLEGAMOS!
A las once de la noche se sigue igual. El rebaño de autos apenas ha adelantado kilómetro y medio. Todo el mundo se desespera. Muchos se han quedado sin gasolina y los que aún tienen les proveen. ¿Generosidad de automovilistas? No. Es que si ellos se quedan allí los que vienen detrás no podrán pasar adelante.
Empiezan a verse agentes de circulación. Todos los agentes de circulación de Madrid han sido trasladados a aquel trozo de carretera, de una docena escasa de kilómetros, y sus cascos blancos despiden destellos emergiendo de la oscuridad y a las zonas de luz.
Nuevo avance, exageradamente lento. El tumulto ensordece y aturde. Luz roja. Luz verde.
El rebaño de autos cruza en desorden, mezclado con los peatones sudorosos, con las bestias de tiro y los animales de montura. Los motores braman ya con verdadera rabia, recalentados por esa marcha inaudita en la que se tarde una hora para recorrer cien metros. Los tubos de escape están al rojo y por entre su humo babean rápidas llamas. Los peatones se agarran a las aletas; muchos se suben a los estribos. Los chiquillos cogen piedras y escriben sus nombres en la carrocería, rayando el duco. -¡Niño! -¡Maldita sea! -¡Tu padre!
- Su padre soy yo. ¿Ocurre algo?
Bocinazos. La caravana inmensa salva el paso a nivel.
A derecha e izquierda, en toda la extensión inmensa de los campos, hasta el límite lejano del horizonte, brillan centenares de miles de hogueras. -¿Qué es aquello?
- Gente acampada. -¿Gente acampada?
Sí. Se ha acampado en aquel área de treinta kilómetros cuadrados desde donde el mundo espera poder "asistir al acontecimiento". Familias enteras de Madrid y de provincias se han instalado -varios días antes- con sus utensilios más indispensables colocados bajo tiendas de campaña.
Muchos se han construido barracas. Las cocinas se han situado al aire libre en anafes, estufas o simplemente sobre los montones de piedra. Pequeños comerciantes hacen su agosto. Hay centenares de puestos de churros, de patatas asadas, de gallinejas, de chuletas empanadas. Altramuces, cacahuetes, castañas, almendras, aceitunas. Faroles de carburo parpadean aquí y allá. Por el campamento inmenso caracolean, dando tumbos, grandes camiones de los municipios próximos vendiendo carne, legumbres y pan. La Cruz Roja ha establecido hospitales de campaña. El vocerío de aquella multitud, que es como una horda que corriera a una conquista o un pueblo que emigrara de una inundación, sube hasta el cielo en nube tangible. Pregones innumerables.
Un caos de palabras.
La brisa de la noche trae ruidos de millares de vajillas, canciones, llamadas, sonar de acordeones y guitarras, ayes lejanos y un olor anárquico de guisos, de transpiraciones, de respirar aglomerado, de seres en promiscuidad, de gas y de fritangas múltiples.
En la carretera continúa el lento desfile, la enorme serpiente de autos y de sombras humanas. -¡ Cuidado con atropellar… animal!
- Pues sálgase de la carretera y vaya por el campo. -¡ El campo "está ocupado"!…
- En el campo no cabe un alfiler. ¿No lo sabe usted ya, so idiota? -¡ Más le valía a usted tener un poco de…! -¡Usted a mí…!
Desde el estribo de un "Ford" interviene un fraile dominicano: -¡ Hijos míos, hijos míos, no regañen la víspera de la presencia de Dios…
De pronto, agudos pitidos llegan rebosando de auto en auto. -¿Y eso por qué?
Miles de luces anaranjadas se encienden en las traseras de los coches, junto a las maletas y las ruedas de repuesto.