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EL INCREÍBLE "CASO" DE DOS ESCRITORES

QUE NO SE ODIABAN

Entre Perico Espasa y Federico Orellana serpenteaba desde hacía años una fuente corriente de simpatía.

Ello obedecía, indudablemente, a que coincidían, a que se tenían una mutua estimación y a que se compraban en la misma tienda las corbatas.

Federico, hablando de Perico Espasa, solía decir:

- Es el número uno de los periodistas españoles.

Y Perico Espasa opinaba de Federico:

- Es el primer novelista de España.

Ciertamente que los dos vivían en ese mundo venenoso y corrom-pido de la letra impresa, donde todo es odio, donde cada cual desea que el compañero y el amigo se rompa las dos piernas (y, mejor que eso, que se haga astillas la caja torácica y, mejor que eso aun, que se fracture la base del cráneo), pero no menos cierto que uno y otro se saltaban a pie puntillas la ley general para mantenerse fieles en el afec-to y en la admiración. Ellos mismos habían comentado lo excepcional de su conducta.

- Bueno… ¿y tú y yo por qué no nos odiamos?

- A lo mejor por faltar material de tiempo…

Pero en las cosas incomprensibles de la vida, como en las Audien-cias provinciales, hay siempre alguna causa. Y la causa de aquella lealtad excepcional radicaba en que Federico Orellana y Perico Espasa se diferenciaban en muchos aspectos y en que entre ambos exis-tían profundas divergencias.

A fuerza de talento, ellos solían mantener las divergencias exis-tentes, y así por ejemplo, con respecto a la profesión, ni Federico habia extendido nunca su actividad hacia el periodismo, ni a Perico Espasa -después de sus primeros pasos- se le había ocurrido jamás dedicarse a la Literatura.

Tener un oficio y mezclarse en otro es tan estúpido como tener el pelo negro y empeñarse en teñírselo de rubio opinó un día Perico Espasa.

- Y el resultado es igual: nunca se llega a tener un pelo completamente negro concluyó Federico Orellana al oírle.

Además… estaban de acuerdo en innumerables cosas y en desacuerdo en infinitas más.

Gracias a lo primero podían permitirse la conversación, ese goce purísimo que inventaron los griegos (1), y merced al desacuerdo, se permitían el placer de la controversia, estimulante vivificador que evita el agotamiento de las conversaciones.

Lo que más en desacuerdo les ponía era, naturalmente, el problema sexual. -¿Cómo pueden gustarle los hombres, Perico? -¿Y a ti? ¿Cómo pueden gustarte las mujeres?

Pocas veces abordaban la cuestión, pero si por casualidad, alguna noche, al cerrar el periódico, se suscitaba entre ellos aquel tema siniestro, sucedía que les alumbraba el amanecer anda que te anda, peregrinando desde el portal de Espasa al portal de Federico y viceversa, parándose en todas las esquinas, despertando a todos los vecinos de todas las plantas bajas, exprimiendo razonamientos contrarios y espantando a todos los gatos que merodeaban por las bocacalles del trayecto.

A las siete de la mañana, cuando ya les habían sacudido encima diez o doce alfombras, era frecuente que llegasen a una conclusión cruel, casi siempre enunciada por Perico Espasa: -Desengáñate: las mujeres son unas estúpidas.

Y Federico, que poseía cierta cultura de la cuestión, gracias a "estudios prácticos verificados en el ramo", aprobaba:

- Sí. Realmente son unas estúpidas.

Perico Espasa intentaba, en vista de su éxito, sacar consecuencias del axioma.

Agregaba:

- De manera que lo lógico es volver los ojos hacia los hombres…

Pero Federico "ya no le seguía hasta allí".

Habían llegado a una divergencia. (1) Para compensar la invención de otros goces impuros.

Y contestaba:

- Eso, no. Son unas estúpidas, conformes. Pero están estupendas… Entonces Perico Espasa hacía un gesto de asco.

Y Federico echaba una ojeada al reloj de pulsera.

Y ambos se despedían para dirigirse a sus respectivos domicilios.

Sus porteros decían entre dientes al ponerles en marcha el ascensor: -¡Estos artistas se dan la vida padre!

CONTINUA EL

La tournée de Dios
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