Capítulo 8

Más malditos planes

Ni lucha ni enemigo alguno de Cormyr lograron enfurecerme jamás.

No me quedaba ira para ello, ya que no pasaba un día en que

no sintiera dos o tres veces rabia ante todos esos malditos planes.

Horvarr Hardcastle,

Nunca un Alto Caballero:

La vida de un Dragón Púrpura,

publicado en el Año del Arco

Tras dejar la valiosa ampolla de cristal en la bolsa que llevaba al cuello y que casi nunca usaba, Pennae se deslizó por el orificio de aireación con todo el sigilo de que era capaz hasta que pudo ver a través de un enrejado un repentino resplandor que llegaba de una habitación donde deberían haber reinado la oscuridad, las telarañas y el moho.

Era un resplandor frío, de un color azul parpadeante. Magia.

Provenía de un orbe colgado en una cadena que llevaba al cuello una figura cubierta con una capa y una capucha que lo sostenía en alto.

Un segundo hombre, ataviado de la misma manera, sostenía un segundo orbe que claramente respondía al primero.

—Con estos dos funcionando —dijo con voz masculina de acento cormyriano—, ni siquiera la magia de Vangey puede vernos ni oírnos. Qué maravilla.

Un hombre que también parecía nativo de Cormyr, aunque un poco más joven, respondió de forma aún más sarcástica.

—¿Ha llegado por fin el momento de atacar? —preguntó.

—Todavía no. Pronto.

—¿Cuándo?

—Cuando todos los alarfones estén muertos —es decir, cuando crean que tú estás muerto—, y Laspeera no sea más que polvo, y Vangerdahast esté debilitado o preocupado, o ambas cosas a la vez. Yo escribiré “gotera aquí” sobre la pared en la revuelta del Pasadizo Largo, para indicar que ha llegado el momento. Si alguien lo ve pensará que es el mensaje de un mayordomo a los albañiles.

Pennae frunció el entrecejo. Los alarfones eran los investigadores internos de los magos de guerra, los que velaban por la honestidad de estos. O la supuesta honestidad, a juzgar por eso.

En la habitación de abajo, el primer hombre, el viejo, bajó el orbe.

—¿Y entonces?

—Ponemos las trampas en los cristales. Cuando estemos listos, escribes la misma frase en la pared opuesta del pasadizo, frente a la mía, y sabré que debo poner en conocimiento de Vangey que las princesas están en peligro.

—Y vendrá corriendo y… ¡zas! ¿Entonces qué?

—El mismo señuelo debería funcionar también con Azoun. Procura preparar algo físico, como una piedra que le caiga desde arriba, para dejarlo inerme en caso de que sus protecciones sean lo bastante potentes como para derrotar tus conjuros.

—Sí. No querría acabar enfrentándome a él con la espada.

—No, es cierto. Mátalo, pero conserva la cabeza. Es posible que la necesitemos.

—Todos tenemos que tener una cabeza en este mundo.

—Ja, ja. Detendremos a Filfaeril acusándola de traición, de la muerte de Azoun… podemos decir que encontramos la cabeza escondida en el hueco de su armario. A Tana la casamos con nuestra marioneta, a Alusair la mantenemos oculta como recurso último, esclavizada con un conjuro… y entonces, lamentablemente, la traidora Filfaeril muere bajo nuestros conjuros cuando intenta escapar.

—Nada refinado, pero…

—No tiene por qué serlo. Muchos se quejan de nosotros, a diario, pero ¿cuántos se atreven a denunciar o a amenazar a sus magos de guerra? Recuerda: “gotera aquí”.

—“Gotera aquí”. ¿Y si alguien trata de comprobar lo de las princesas antes de que estemos listos?

—Eso déjamelo a mí.

Los dos hombres rieron entre dientes y luego se separaron. Cuando uno de ellos —aquel que por la voz parecía más joven— se volvió, Pennae pudo verle la cara a la luz del orbe.

No lo había visto nunca, pero lo reconocería a partir de ese momento. Pelo blanco en las sienes enmarcando un rostro atractivo, dominante.

Nariz voluntariosa, mirada dura.

Pennae no hizo el menor movimiento hasta que el otro hombre, cuya cara siguió oculta por la capucha, se hubo marchado. Entonces volvió sigilosamente por donde había venido, sin atreverse siquiera a jurar en un susurro.

—Se diría que esta lluvia debería habernos lavado el olor a sangre —se quejó Semoor mientras tiraba de las riendas que su piafante y tozudo caballo amenazaba con arrancarle de las manos.

Los otros tres Caballeros de Myth Drannor estaban demasiado ocupados para responderle. Los demás caballos estaban tan agitados como el suyo. Ya hacía un buen rato que no veían un zhent vivo, pero Florin llevaba el mismo tiempo desaparecido, aunque Pennae, que no dejaba de desvanecerse y volver a aparecer, como una sombra fugaz en la noche, insistía en que su cuerpo no aparecía por ninguna parte, ni dentro de los establos ni en sus alrededores.

Había dejado a cuatro Caballeros luchando en medio de la noche y de la lluvia con caballos para todos, más dos sobrantes que Pennae había insistido en llevarse de los establos “porque la reina sin duda quiere vernos debidamente equipados”.

Los cuatro estaban magullados, empapados y helados. Demasiado cansados para tener miedo, pero muy nerviosos, y cada vez más ante la perspectiva de cualquier desgracia que pudiera sobrevenirles todavía. Esta podía llegar en forma de un ataque de los zhent o de Intrépido y docenas de torvos Dragones Púrpura armados hasta los dientes y empeñados en arrestarlos.

—Me viene a la memoria un día mucho menos húmedo que este —dijo Doust suspirando— en que un heraldo proclamó nuestros nombres y el agradecimiento del rey Azoun, y las multitudes aclamaron y…

—Qué bien suena. Me habría gustado estar allí —dijo Pennae desde detrás de ellos. Sonrió burlona ante el respingo del sacerdote de Tymora.

—Pennae, si vuelves a hacer eso… —dijo el sacerdote volviéndose.

—¿Vas a volver a hacer ese sonido tan bonito? Lo aguardo con ansia —le dijo la ladrona con voz suave, palmeándolo en el brazo. Dejó en el suelo un saco casi tan grande como ella que produjo un estrépito metálico—. Dagas —explicó—, las recogí entre los zhent, como estaban muertos no se resistieron.

—¿Una costumbre que cogiste en las salas de banquetes? —preguntó Semoor. La oscuridad impidió que vieran el grosero gesto con que le respondió, pero él pudo ver lo suficiente como para saber lo que había hecho—. Me dejas destrozado —dijo.

—Todavía no, Luz de Lathander —murmuró Pennae con una voz que era toda una promesa—. Todavía no.

Entonces se volvió llevando la mano a una daga enfundada. De repente se vio el brillo de una espada que golpeó de plano sobre esa mano.

—No lo hagas —dijo Florin desde el otro extremo de esa espada—. Me estoy cansando de ver tanto acero esta noche.

Pennae asintió.

—Esa no es tu espada. ¿Qué te ha ocurrido y dónde has estado?

—Ay, ojalá tuviera mi propia espada. Esta es antigua, buen acero, como no podía ser menos. ¡Me la ha dado una princesa!

—Vaya ¿conque una princesa? ¿Y qué más has conseguido de esa bella flor real? ¿O acaso hablamos de una «princesa» de una sala de fiestas?

—Pues no —dijo Florin—. Estamos hablando de la princesa Alusair Nacacia, con quien me encontré por pura casualidad. Un zhent estuvo a punto de matarla, pero yo fui capaz de defenderla… hasta que un número excesivo de Dragones Púrpura me hizo desistir de enfrentarme a ellos. Por desgracia, también desistió la princesa, que usó algún sortilegio para desaparecer. Supongo que a estas alturas esos Dragones no están muy contentos.

—No me sorprende —dijo Jhessail—. Tratándose de Arabel, es muy probable que a estas alturas tengan las manos muy ocupadas con algunos locos muy agresivos. ¿Una princesa Obarskyr caminando nada menos que aquí?

—Lo más probable es que fuera alguien que te dijo que era Alusair —dijo Doust peleando con dos caballos que no parecían nada felices— para evitar meterse en líos. Lo más probable es que fuera una saqueadora de templos, o aspirante a serlo.

—Amigos —dijo Florin—, he visto a las dos princesas unas cuantas veces cuando estuvimos en palacio, y esta, sin duda alguna, era la princesa Alusair.

—Claro —dijo Semoor—, tuviste tiempo para examinarla a fondo, comprobando todas sus marcas de nacimiento, ¿verdad? ¡Se pondrán contentos de vernos los Obarskyr! Vamos directos a la tumba si empiezas a liarte con infantas. —Le pasó a Florin las riendas del caballo más grande—. Es un gusto saber que sigues teniendo el cerebro en la bragueta —añadió—. ¡La pena es que no sea más grande, así al menos tendrías alguna esperanza de usarlo un poco más!

—Semoor —dijo Florin con tono serio—. Nuestro encuentro no tuvo nada que ver con eso, y no fue culpa mía…

—¿De modo que —una voz harto familiar surgió de la noche, detrás de ellos— debo agregar el haber molestado a un personaje real al robo de caballos en mis motivos para haceros azotar a todos hasta la muerte? ¿O acaso tenéis delitos más creativos que añadir? Tomaos el tiempo necesario y no omitáis nada en vuestra respuesta. A los Dragones Púrpura siempre nos viene bien un poco de diversión.

Media docena de faroles se descubrieron al mismo tiempo, y los Caballeros de Myth Drannor se encontraron ante la sonrisa inclemente del ornrion Intrépido, a la cabeza de docenas de torvos Dragones Púrpura armados hasta los dientes. La mayoría llevaba ballestas y apuntaban con ellas a las caras de los Caballeros.

—Mano de Halcón dice la verdad —dijo alguien con tono que no admitía réplica desde detrás del ornrion. Era Laspeera de los magos de guerra—. Espero de corazón que siga haciéndolo y le pregunto: ¿Qué fue de mi compañero Melandar Raentree, que os estaba ayudando en los establos?

Florin se encogió de hombros.

—Nos dijo adiós y se fue, e inmediatamente fuimos atacados por muchos zhentarim, armados con espadas y encabezados por un mago que, según creo, fue destruido por un conjuro.

—¡De modo que se ha ido, todos estos zhents están muertos y la princesa Alusair también ha desaparecido! —Por el tono de su voz quedaba bien claro que Intrépido no creía una sola palabra de aquello—. ¡Vaya, qué conveniente ha resultado todo eso!

—¡Intrépido! —El tono de Laspeera revelaba que estaba conteniendo su furia. Les echó a los Caballeros una mirada prolongada y dijo con brusquedad—: Vamos a sacaros de Arabel antes de que suceda alguna otra cosa más.

—Lathalance la pifió —informó Sarhthor—, y nos ha costado el aprendiz Neldrar, que parecía prometedor.

Manshoon, señor de los zhentarim, se volvió tras encender la última de las altas velas que había junto a la cama y sonrió sardónicamente.

—Las meteduras de pata de Lathalance forman parte de su encanto. Haz que esa muerte sirva para algún fin útil.

Sarhthor asintió.

—Lo he enviado a Halfhap.

—¿Y cómo nos va a resultar útil en esa floreciente metrópolis?

—Los aventureros a los que Bastón Negro les ha entregado el Colgante de Ashaba llegarán allí mañana, de camino al Valle de las Sombras.

—Ya veo. Puede resultar divertido. Ahora déjanos.

Sarhthor hizo una reverencia, se volvió y se dirigió a la puerta. Cuando la abrió, se encontró frente a frente con la misteriosa y hermosa Symgharyl Maruel, la Shadowsil, actual favorita de Manshoon. El suyo era un rostro muy temido entre los zhentarim, especialmente cuando lucía la pequeña sonrisa felina que lo adornaba en ese momento.

La Shadowsil enarcó una ceja en señal de mudo desafío cuando sus miradas se cruzaron. Sarhthor procuró mantener una leve sonrisa gentil en su cara sin apartar los ojos de los de ella, que llevaba el negro manto abierto, dejando ver su desnudez.

En absoluto silencio, le hizo una reverencia y se apartó para permitirle la entrada. La Shadowsil dejó que el manto se deslizara de sus hombros, se lo entregó a Sarhthor y entró en la habitación de Manshoon, con sus altas botas negras como única indumentaria.

—Al menos ha parado de llover —musitó Semoor con una mirada a la luna que brillaba sobre ellos, en un cielo lleno de estrellas por el que flotaban unas cuantas nubes en jirones.

—¡Calla! —le dijo Jhessail en voz baja—. ¡Los dioses van a oírte y enviarán una granizada o algo peor!

—Me gustaría que llovieran monedas de oro —dijo Pennae mirando al cielo—, de cecas respetables, algo desgastadas por el uso y que ningún tesoro echara de menos. —Esperó, con la mano tendida, pero no sucedió nada.

—Yo creo que los dioses consideran que ya has sido suficientemente recompensada —gruñó Islif— por haber salido de esa refriega sin un solo rasguño y dejando un montón de muertos a tu paso.

—Eso —respondió Pennae— fue obra mía, no de los dioses.

Doust y Semoor carraspearon al mismo tiempo y ella se volvió, llevándose un dedo a los labios, recomendándoles que se estuvieran callados. Semoor usó uno de sus dedos para responderle con otro gesto bien diferente.

Los Caballeros, cautelosos, llevaban a sus caballos al trote por la Senda de la Montaña que parte de Arabel en dirección nor—nordeste.

—¿Y cómo vamos a dar con el Valle de las Sombras? —murmuró Jhessail mirando el bosque oscuro y las altísimas montañas que se elevaban más allá.

—Este camino lleva allí —le dijo Doust—, de modo que a menos que nos despistemos en Tilverton o en otro sitio…

Pennae se volvió en su montura, mostrando los dientes en una sonrisa, para abrir la alforja que tenía detrás de su pierna izquierda. Tras abrirla, sacó algo con un movimiento ostentoso. Un mapa, de espléndida factura como todos pudieron ver por el brillo mágico que proyectó toda la superficie dibujada en cuanto lo desplegó.

Doust parpadeó.

—¿De dónde has sacado eso? —Sin pararse siquiera a respirar añadió con aire sombrío—: Como si no lo supiera…

—Lo robé —respondió ella con despreocupación—. Y dicho sea de paso…

Con un gesto todavía más ostentoso, Pennae se abrió la capa corta que llevaba y sacó una cosa que llevaba a la espalda.

La luna se reflejó en ella cuando le dio vueltas en la mano: una espada muy usada y de factura espléndida. Se la pasó a Florin, quien la sostuvo en la mano con gesto de aprobación.

—Ahora el oficial Intrépido —dijo ella antes de que él pudiera preguntar nada— tiene dónde guardar su carácter endemoniado: la funda vacía de su espada.

Florin gruñó. Semoor lanzó un silbido de admiración.

—¡No habrás sido capaz! —le espetó Jhessail mientras Doust e Islif se volvían en sus montura para mirar hacia atrás por si los perseguían.

—Claro que sí —dijo Pennae encogiéndose de hombros—, y la maga de guerra Laspeera me vio y no dijo ni media palabra. Supongo que estaba muy ocupada guiñando el ojo.

En las calles más oscuras de Arabel no era infrecuente ver a los pocos viandantes acaudalados e importantes que osaban salir por la noche, rodeados por un círculo de guardaespaldas.

En esa calle en particular, esa noche, un mercader borracho salió tambaleándose de un callejón y se encontró cara a cara con los guardaespaldas que formaban uno de esos círculos. Uno de ellos lo apartó de una bofetada… y a continuación se puso rígido, giró en redondo y dio un paso rápido para agarrar a su amo, que caminaba en medio de sus guardias; un mago de los zhentarim.

Este se puso rígido mientras los demás guardaespaldas luchaban para apartar de él a su compañero.

Todos vieron que los ojos del mago relumbraban.

—Soltadlo —les ordenó enérgicamente—. No me ha hecho ningún daño.

Los guardaespaldas miraron a su amo con desconfianza ya que tanto la actitud como la forma de hablar no era propios de él, pero les hizo señas de seguir con tono imperativo, incluso enfadado. Obedecieron, dejando al mercader borracho tirado en los adoquines.

Unos pasos más adelante, el mago cayó de golpe.

Los guardaespaldas soltaron maldiciones y fueron a levantarlo. Sus maldiciones se convirtieron en gritos de miedo y de horror cuando sintieron la ligereza del cuerpo que sostenían en sus brazos… y vieron que estaban sosteniendo poco más que huesos y piel. Dejaron que los restos sin vida cayeran al suelo y salieron corriendo en todas direcciones.

Ninguno de ellos vio la nube que se formaba en la oscuridad por encima del cadáver del mago. Se fue adensando y formó un remolino mientras Horaundoon mentalmente pasaba revista a los recuerdos que acababa de hurtar de la mente del mago.

No quedaba ninguno de los guardaespaldas para oírlo murmurar:

—De modo que Lathalance está fuera, en la Senda del Mar de la Luna… y allí estará todavía un tiempo. ¡Ah, Lathalance, tú serás el primero!

—Cierto, Horaundoon —musitó Viejo Fantasma, atravesando como una flecha la noche iluminada por la luna, muy por encima de la Senda de la Montaña—, pero no serás el único en darle casa. Cuando llegues allí, me encontrarás a mí.

Inició el descenso que acabaría sobre el desprevenido Lathalance. El zhentarim galopaba velozmente por el camino, sin importarle maltratar a su caballo. No tenía la menor intención de ir más lento hasta que consiguiera ver a los Caballeros, momento en el cual empezaría a seguirlos con mayor sigilo hasta Halfhap.

Duthgard Lathalance era tan cruel y capaz como atractivo. No sólo era mago de los zhent, sino también un espadachín que obedecía a sus amos con una eficacia sin vacilaciones, y mataba fríamente a docenas de hombres por orden suya. Su magia lo protegía contra las flechas y demás armas, e incluso lo protegería en caso de que su veloz corcel cayera y lo arrojara al suelo. Iba bien sujeto al caballo y disfrutando de la cabalgada.

De repente algo cayó del cielo sobre él, haciendo que arqueara la espalda y diera un respingo.

Lathalance vaciló en la silla, sus ojos lanzaron destellos rojos… luego dorados… azules… y al fin volvieron a su color castaño normal.

Lentamente fue desapareciendo su expresión preocupada y empezó a sonreír con sonrisa lobuna.

Cuando Intrépido no llevaba todavía en su escritorio el tiempo suficiente para sentirse realmente seco tenían que traerle precisamente eso.

A la luz de la lámpara miró con odio a aquel joven de una apostura misteriosa, tal vez no mayor de catorce años, que estaba seguro de no haber visto antes, y que le sonreía a pesar de estar bien sujeto entre dos peludos y corpulentos Dragones Púrpura.

—Trifulcas con espada, magos volando por los aires, ¿qué más? —dijo Intrépido con ironía—. ¿Y bien?

—Dice que su nombre es Rathgar —respondió uno de los Dragones—. Dice que lo estaba esperando quienquiera que sea que vive al otro lado de la ventana a la que lo sorprendimos trepando.

—¿Ah, sí? —la voz del ornrion bajó a tonos cargados de sarcasmo—. ¿La lleva encima (la ventana quiero decir) o forma parte de un edificio que yo conozca?

—La casa de la viuda Tarathkule, en el Paseo.

El ornrion Dahauntul se quedó mirando al chico, que le guiñó un ojo.

—¡Es insaciable! —dijo con tono animado—. ¡Vale la pena tomarse tantas molestias!

—Chico —dijo Intrépido con desgana—, ha visto más de noventa inviernos, camina apoyándose en dos bastones, está sorda como una tapia y es tan atractiva como esta mesa. Vuelve a intentarlo.

—Ah, bueno… —El chico que había dicho llamarse Rathgar miró a los Dragones Púrpura que lo flanqueaban y a continuación, por encima de la cabeza de Intrépido, como si buscara espías en la oscuridad que había más allá. Trató de inclinarse hacia adelante, pero los Dragones tiraron de él con firmeza, de modo que optó por bajar el tono de la voz a un susurro—. Me perdí cuando acudía a mi cita con la princesa. Conté primero lo de la Tarathkule porque, bueno, uno no debe manchar el buen nom…

—Te perdiste… ¡Un momento! ¿De qué princesa me estás hablando?

—Ahhh… de su alteza, Alusair Nacacia Obarskyr. Ella responderá por mí.

Los Dragones miraron a Intrépido con expresión neutra, y él los volvió a mirar. Ninguno se molestó en poner los ojos en blanco.

Se hizo un largo silencio al que puso fin el ornrion cuando, cansado, volvió la cabeza para mirar con dureza al guapo chico.

—Chico —gruñó—. No sé cómo te llamas, sólo sé que tu nombre no es Rathgar. No sé cuál es tu juego, pero mientes como un bellaco. No creo una sola palabra de lo que dices, y todo lo que sé sobre ti es que vienes de Puerta Oeste, lo sé por tu acento, y que tienes tres pulgares. Tres pulgares, dos falcones y una daga demasiado grande para tu mano. Eso significa que puedes sobrevivir en esta ciudad unos cinco días si comes en los peores lugares y no bebes nada que no salga de una bomba y duermes en la calle. Así pues, ¿quieres que te echemos de la ciudad o estás buscando trabajo?

—No es que me atraiga mucho la idea de ser un ornrion sarcástico y fanfarrón —replicó el chico mientras le rugían las tripas ostensiblemente—, pero si el trabajo me permite mantener mi juramento a la encantadora Alu, estoy dispuesto a aceptar vuestra amable oferta.

Intrépido lo miró con furia y luego sonrió con sorna.

—Que pase la noche en un calabozo. Y dadle algo de comer. Dejad la daga aquí.

—¿Mi trabajo es inspeccionar mazmorras? —preguntó el muchacho con picardía mientras los Dragones lo alzaban y le hacían dar la vuelta sin tocar el suelo y luego se ponían en marcha—. ¿O es que la princesa me quiere encadenado? No mencionó semejantes gustos, pero…

Una pesada puerta se cerró con un portazo tras ellos. Meneando la cabeza, Intrépido volvió a sus informes.