Capítulo 3
Más partidas
Mi vida ha estado llena de partidas, algunas tristes,
otras felices, y muchas de esas de las que los reyes
suelen decir que fueron «por un pelo».
Tamper Tencoin,
El cúmulo de errores de toda una vida,
publicado alrededor del Año del Pájaro de Sangre
—¿El mago real…?
—Tiene otras cuestiones apremiantes que atender —dijo Laspeera—. No obstante, creo que yo misma y vosotros cinco nos bastamos para transportar a seis Caballeros durmientes de aquí a Arabel. Ahora.
Pocas veces abandonaba aquella mujer, a la que la mayoría de los magos de guerra llamaba afectuosamente «madre», su tono bondadoso y cálido, aunque sólo fuera por un momento. Eso hizo que los que estaban a su alrededor parpadearan y, sin decir esta boca es mía, se dedicaran a formular un conjuro rápido y preciso.
Los magos, las sillas y los durmientes desplomados en ellas desaparecieron de repente de aquella habitación del palacio y aparecieran en otra más pequeña y sórdida, con ventanas cubiertas por tablas y que, por el ruido de cascos y de ruedas de carretas, debía de estar pegada a una calle o un callejón.
—Madre —preguntó con cautela el mago de guerra Sarmeir Landorl—, ¿me juego el cuello si hago alguna pregunta sobre la cuestión que nos ocupa?
La sonrisa repentina de Laspeera fue tan brillante como una llamarada.
—Claro que no, Sarm. No debes temer mis «prontos» en lo más mínimo, siempre y cuando me obedezcas siempre con presteza.
—Vaya —musitó otro mago—, eso es lo que suele decir Vangey.
—Cierto, Orzil, por lo cual no debe sorprenderte saber que harás bien en creemos a los dos —dijo Laspeera—, y en comportarte en consecuencia.
—¿Tus preguntas, Sarm?
—Esta es una casa franca en Arabel, ¿verdad?
—Sí —confirmó Laspeera.
Sarm esperó que ella dijera algo más, pero fue en vano. Como el silencio se prolongaba y la cordial sonrisa de Laspeera no decaía, una risita burlona empezó a bailar en los labios de algunos de los otros magos.
—Y siendo así —dijo Sarmeir midiendo sus palabras—, ¿por qué no hemos hecho pasar a los Caballeros por el portal habitual?
—Sarmeir —replicó Laspeera—, tal vez sea necesario que la mitad de los Valles no se entere todavía de la existencia de ese portal. Además, ninguno de nuestros durmientes tiene la clave de ese portal y tampoco quiero que se enteren.
—¿Y por qué iban a querer la clave?
—Porque eso reduce las desapariciones, y ellos llevan un colgante que no queremos que pierdan.
—¿Desapariciones?
—¿Te has preguntado alguna vez por qué, teniendo en cuenta que todos los suficientemente dotados pueden hacer portales, los mercaderes se empeñan en recorrer los caminos, entre el barro y las molestas moscas, los bandidos y las tormentas, para llevar, por ejemplo, velas desde aquí hasta los aldeanos que los esperan en el mercado de allí?
—La verdad es que no —replicó Sarmeir—. Da la impresión de que se nos alienta más a hacer lo que se nos manda y dejar que Vangerdahast y Margaster y tú os preguntéis las cosas.
—Tocada, Sarm. Me tambaleo, pero me recupero. —Los hoyuelos que se formaron en las mejillas de Laspeera les dijeron a los magos de guerra que no iba a haber ningún arranque de ira—. Pasemos, pues, al nuevo y emergente peligro de los portales: las desapariciones.
—¿Quieres decir que la gente se pierde?
—No, ese peligro no tendría nada de nuevo. Me refiero a la cuestión de que los portales a veces hacen desaparecer cosas que pasan por ellos: mercancías, la espada que lleva un caminante en la mano o en el cinto. Ese tipo de cosas.
—Ah —intervino Orzil—, la vieja cuestión de «camino de terribles hazañas, cargo por el camino provisto de armadura y con la espada en la mano, y me encuentro al otro extremo enfrentado a mis enemigos desnudo y sin armas».
—Eso mismo.
Yassandra, la hermosa y misteriosa maga de guerra, frunció el ceño al oír aquello.
—Creía que los expertos en esas cuestiones siempre achacaban esas desapariciones a robos realizados por las criaturas que vigilan o guardan los portales.
—Así es, pero yo pensaba que la formación de los alarfones era suficiente como para no creerse eso.
Yassandra enrojeció.
—Que yo sepa —dijo con brusquedad—, a ninguno de nosotros se nos ha hablado nunca de las desapariciones en los portales. Si os he entendido bien, esa es la razón por la cual los portales nunca van a reemplazar a las caravanas para viajar por los caminos. ¿Es así?
Laspeera asintió.
—Y por la cual seguimos usando los conjuros de teletransporte colectivo, ¿no?
Sarmeir frunció el entrecejo.
—Pero nos han dicho que un teletransporte realizado únicamente por un conjuro no puede ser rastreado, mientras que un salto por un portal (especialmente de un individuo con clave) sí. O sea, ¿que eso era una mentira y que la verdadera razón eran esas desapariciones?
—No, los magos de guerra usan los portales siempre que pueden porque son más fiables y además porque si tenéis algún problema, los demás podemos rastrearos más fácilmente. Y si os persiguen y ocultáis un documento o un objeto para que los enemigos no se apoderen de ellos cuando os cojan, los colegas que investiguen el caso pueden hacer un seguimiento de los usos del portal para saber dónde buscar. Sin embargo, cualquiera que no haya prestado juramento a la Corona de Cormyr y que, por ocupar un puesto de confianza, llegue a conocer la ubicación y la naturaleza de un portal, dejará una brecha abierta en la protección del reino. Esa es la razón por la que evitamos los portales y nos aferramos a los conjuros cuando el tiempo y las circunstancias lo permiten, cuando se trata de trasladar a ciudadanos comunes y a extranjeros por Cormyr. No se puede otorgar una clave a un taimado, ni siquiera cuando la persona a la que se la otorgamos no tiene conocimiento de lo que estamos haciendo, ya que no tardará en descubrir lo que hemos hecho ni los poderes que acabamos de darle. Por eso no solemos asignar una clave a los aventureros a los que se acaba de nombrar y cuyas lealtades pueden estar muy alejadas de nosotros… —señaló con la mano a la fila de durmientes Caballeros de Myth Drannor, en el preciso momento en que Doust empezaba a caerse de la silla. Laspeera atravesó rápidamente la habitación justo a tiempo para sujetarlo y volver a acomodarlo en el asiento, y se volvió llevándose un dedo a los labios para imponer silencio a los jóvenes magos antes de concluir—: pero sí otorgamos clave a los mensajeros y emisarios de la Corona.
—¿Y a qué se debe —preguntó con voz melosa el mago de guerra Ghoruld Applethorn, sonriéndole al rostro incauto de Laspeera que aparecía en su reluciente cristal de escudriñamiento— que yo pueda seguir el rastro de todo el que use cualquier portal del palacio?
Apreció su belleza sin que ella pudiera verlo y le habló sin que ella pudiera oírlo.
—Vangey me ha confiado demasiadas cosas durante demasiado tiempo. Y la confianza, como hombres mejores que nuestro querido mago real descubrieron para su desgracia, es un arma de doble filo.
Florin se despertó de repente y se encontró mirando a un par de atentos y oscuros ojos pardos. Pertenecían a un hombre agraciado, esbelto y de pelo oscuro que estaba inclinado sobre él y al que había visto recientemente, pero… ah, sí, era uno de los cinco magos de guerra que Laspeera les había presentado en…
Unas cuantas miradas le confirmaron que sus compañeros seguían sentados en sus sillas junto a él. Islif también estaba despierta, pero los demás parecían dormidos. Sin embargo, la habitación en la que se encontraban era totalmente desconocida para Florin. Y de Vangerdahast, Laspeera y los demás magos de guerra no había ni rastro.
—¿Dónde estamos? —preguntó—. ¿Y por qué?
—En Arabel, y estáis aquí obedeciendo una orden de la reina.
—La de abandonar el reino inmediatamente —dijo Islif—. ¿Y vos sois… Melandar… eh… Raentree?
El apuesto mago de guerra asintió, con sonrisa tensa y una cara que no revelaba nada en absoluto.
—A vuestro servicio. Habéis sido transportados aquí por medios mágicos mientras dormíais. A mí se me ha encargado supervisar vuestra partida.
—Bueno —gruñó Semoor—, supongo que es demasiado pedir que la reina confíe en nosotros… y eso que somos sus Caballeros jurados.
—Lo que somos es aventureros —le dijo Jhessail con una sonrisa triste. Daba la impresión de que se estaban despertando todos.
—Bien hallados una vez más, compañera en el Arte y Hombre Santo de Lathander —los saludó Melandar—. No ha pasado mucho tiempo desde que hablasteis con Su Majestad, pero por medios mágicos estáis ahora en Arabel. Esta es, bueno, una casa en un callejón anodino, propiedad de la Corona y que está pegada a un establo muy frecuentado. En él hay cabalgaduras para todos vosotros, ensilladas y listas. Eran monturas de los Dragones Púrpura cuando amaneció, pero ahora son vuestras.
—¿Ah, sí? —Semoor lo miró con los ojos entornados—. ¿Y cuántos Dragones Púrpura lo saben? ¿Cuántos nos van a perseguir ansiosos de encadenarnos y meternos en un calabozo por robar sus caballos?
Florin frunció el entrecejo.
—Todo esto ha sido… muy rápido. Lady Narantha Corona de Plata ni siquiera está todavía en la cripta familiar, y nadie ha pagado por su muerte. ¡Y es algo de lo que yo mismo pretendo ocuparme antes de abandonar Cormyr!
El mago de guerra asintió con aire grave.
—Entiendo vuestros sentimiento, creedme, pero a veces somos víctimas de nuestros juramentos de lealtad, y debemos posponer la venganza para un momento más oportuno.
La mirada que le dirigió Florin fue pétrea.
—¿Y acaso el asesino de Narantha esperó un «momento más oportuno» para llevarla a la perdición?
Jhessail se volvió y apoyó una mano con suavidad en el hombro de su amigo.
—Florin —murmuró—, nada de lo que hagamos, o dejemos de hacer, le devolverá la vida. Te ruego que busques la calma en tu interior y escuches. Vangerdahast me prometió que su muerte sería escrupulosamente investigada, y lo mismo dijo la propia reina. Confío en que ella velará porque cumpla su palabra, y él puede hacer mucho más que nosotros. No podemos obligar a los nobles bajo amenaza a que confiesen o colaboren con nosotros. No tenemos nada con que amenazarlos.
—No, ahora que nos han ordenado a abandonar el reino, no lo tenemos —dijo Florin con amargura—, pero ¿alguno de ellos lo sabe ya? —Miró con furia a Melandar—. ¿Cuánto tardarán en saberlo?
—Sir Mano de Halcón —respondió el mago de guerra con palabras bien estudiadas—, os ruego que escuchéis las prudentes palabras de la dama Árbol de Plata y abandonéis el reino, por ahora, sin demora ni disputa. Si supierais exactamente quiénes eran los culpables y dónde buscarlos y casualmente estuvieran en Arabel, yo mismo podría ayudaros con mis conjuros a llegar a ellos y a hacer lo debido en el mayor secreto. Sin embargo, no es así, y podría llevaros años de infructuosa búsqueda averiguar a quién debéis perseguir. Eso si ese u otro noble no os matara antes por pura irritación.
Florin se volvió a mirar a los demás.
—¿Y bien? —gruñó—. ¿A vosotros qué os parece?
Doust alzó una mano para acallar a los demás.
—Detesto abandonar Cormyr —dijo con tono calmado—, pero todavía me desagrada más empezar nuestra carrera de caballeros desobedeciendo una orden real.
—¿Pennae?
La ladrona se encogió de hombros.
—Cuando una reina te hace saber que sabe en qué has andado y acto seguido te dice que salgas de la ciudad… digamos simplemente que yo no soy un dragón de incógnito ni un lich arcaico para destituir reyes a mi antojo y, digan lo que digan las fantasías de los trovadores, desobedecer a la reina Fil no es lo primero que me viene a la cabeza, ni lo sexto o séptimo siquiera.
Melandar hizo una mueca de desagrado al oír aquello de «la reina Fil», pero no dijo nada, aunque la mirada que echó a Islif fue tan clara como cualquier orden que hubiera dado.
Islif le devolvió una sonrisa tensa y luego se dirigió a Florin.
—Yo también soy reacia a abandonar nuestro amado Cormyr, pero no me interesa en absoluto ser perseguida por nobles ni andar por ahí buscando culpables en este momento. Al final tendremos que combatir con algunos de nuestros compatriotas y acabaremos en prisión, en el exilio o puede que muertos. Florin, me temo que si te quedas para vengar a Narantha tendrás que hacerlo solo. Y el que tenemos delante es un mago de guerra. No tendrás libertad para andar por Cormyr de noche y atravesar con la espada a los que consideres culpables, a menos que lo hagas como una marioneta de Vangey. Eso no tiene mucho que ver con la gloria de aventurero que me gustaría conseguir.
Florin la miró tristemente, luego miró a Jhessail, y al final volvió a mirar a Melandar con rabia. El mago de guerra no abrió la boca.
De algún lugar próximo llegó un ruido amortiguado, gritos de hombres que discutían acaloradamente sobre algo, una serie de golpes, como si estuvieran apilando y trasladando cosas pesadas.
Pennae miró a Melandar con expresión inquisitiva.
—Esta casa está muy cerca de un almacén —murmuró el mago—, justo al otro lado del establo. Siempre hay animación, noche y día.
Melandar no apartó en ningún momento los ojos de Florin, y sobrevino un silencio interrumpido únicamente por el traqueteo de una carreta que pasaba. Sólo terminó cuando el explorador alzó la vista y habló con los dientes apretados.
—Está bien, nos vamos. Por ahora.
—Bien —dijo Melandar—. Es el momento ideal para salir de Arabel. Ha caído la noche y llovizna. Habrá poca gente en las calles para veros con claridad mientras os alejáis a caballo.
Doust lo miró con preocupación.
—Pero si es de noche, las puertas…
—Por extraño que parezca —dijo el mago con una sarcástica sonrisa—, nos hemos ocupado de eso.
Del capote de Norandur se escurría la lluvia copiosamente.
—Han llegado las lluvias —dijo sin necesidad.
—Hummm, así es —gruñó el ornrion Intrépido alzando la vista de su mesa—. ¿Qué hacen entonces esos engreídos magos de guerra que de pronto necesitan nuestros mejores caballos?
Norandur resopló.
—Esos aventureros a los que perseguimos por el almacén —dijo con voz áspera mientras una gota le caía de la nariz—, esos a los que la reina armó caballeros. Parece ser que tiene en mente alguna misión privada para ellos.
Intrépido miró al Dragón Púrpura con la boca abierta mientras se iba poniendo blanco de ira.
Norandur le sostuvo la mirada, impasible. Eso prometía ser divertido.
El chorreante primer espada no iba a quedar decepcionado. Intrépido golpeó con tal fuerza la pluma que tenía en la mano que dio la impresión de que quería atravesar con ella la madera. La pluma se partió y el golpe hizo que el tintero cayera y se estrellara contra el suelo de piedra.
—¡Que Tyr y Torm me confundan si me merezco esto! Una misión privada, ¿dónde?
El soldado se encogió de hombros.
—No lo sé. Ahora sólo hay con ellos un mago de guerra y me puso muy mala cara cuando traté de hablar con ellos.
—Muy bien, vamos a dejar que nuestros ojos hagan el servicio que no pueden hacernos nuestras lenguas —se burló Intrépido—. No van a avanzar ni el largo de sus caballos sin que nosotros lo veamos, de ahora hasta…
—Hasta que yo te ordene lo contrario, ornrion Dahauntul —dijo la maga Laspeera con dureza, saliendo de la nada junto a su codo—, que es lo que estoy haciendo ahora. Limpia esa tinta y ocúpate de hacer tu trabajo aquí, y los Caballeros de Myth Drannor se limitarán a salir de vuestras vidas, si Tymora nos es propicia.
La niebla azulada se desvaneció de golpe, y la princesa Alusair se encontró en una ciudad, a la intemperie y en medio de la noche, bajo una lluvia que caía mansamente. Estaba sobre un tejado casi plano. Parpadeó a la vista de un enorme e impresionante muro de torres de piedra que se alzaban a su lado, no, que se cernían sobre ella. El tejado de un templo.
Alusair miró a su alrededor hasta que se aseguró. Sí, aquellas torres y aguilones le resultaban familiares, era una calle conocida; estaba en Arabel, aunque no consiguió recordar a qué dios pertenecía ese lugar sagrado.
No importaba; estaba allí y por fin estaba sola. ¡Aventura!
El tejado sobre el que se encontraba era apenas un alero para dar cobijo a una zona de carga de carretas a la que daba la puerta de un templo y de donde partía un camino que llevaba al establo. En su extremo exterior (caminó con cuidado apartándose del encumbrado templo) terminaba un muro de piedra que cerraba el recinto del templo, un muro coronado con una fila herrumbrosa de lanzas de hierro. La bota de un hombre no cabría entre esas lanzas, pero un pie calzado con un escarpín, sí.
Más allá, en la oscuridad de la noche, entrevió un estrecho callejón al que daban las traseras de tiendas y casas de aspecto sombrío y con ventanas cerradas que no eran nada en comparación con el templo que tenía a sus espaldas.
¡El templo que debía de estar lleno de sacerdotes y de magia, y posiblemente también de bestias guardianas y encantados centinelas de piedra!
Alusair se estremeció de emoción. Se estaba mojando pero no le importaba. Se dirigió hacia la fila de lanzas agachada y nerviosa, con la espada bien sujeta en su mano, como un bastón para guardar el equilibrio. ¡Por fin una aventura!
Que ella recordase, había estado en Arabel dos o tres veces; la Ciudad Rebelde, la llamaban algunos cortesanos. Casi en los confines del reino, repetían otros cada vez que tenían ocasión, o incluso «la fortaleza que mantiene a raya a las Tierras Rocosas».
Ella no se creía ni la mitad de los relatos de dragones y cosas peores de los cuales se suponía que estaban plagadas las Tierras Rocosas porque…
Ya bastaba. Se estaba empapando. Necesitaba que su aventura le ofreciera pronto un fuego encendido o al menos una capa.
Alusair respiró una buena bocanada de aire húmedo de Arabel, sonrió a la noche impasible y puso cuidadosamente un pie entre dos lanzas del muro. Echó el peso del cuerpo hacia atrás para asegurarse de poder levantar fácilmente ese pie de su prisión y, tras descubrir que así era, se irguió, blandiendo espada y daga con soltura, para dar un salto y caer de pie en el oscuro callejón.
Sintió dolor al caer y aplastar algo húmedo y blando que se alegró de no poder ver. Sus escarpines resbalaron en algo que parecía pelo o piel. Dando un salto a la derecha, Alusair salió corriendo callejón adelante, y lo encontró maloliente y lleno de fragmentos de madera descompuesta y de algo que parecían restos limosos de hojas.
El corazón le dio un salto al ver que algo se movía en la oscuridad por delante de ella. ¡Un hombre! Un tipo tambaleante, de ojos vidriosos, vestido con cuero gastado y una guerrera que más bien parecía andrajosa. La miró con curiosidad y dijo algo como si se le trabara la lengua.
—¡Bbor los dioses! ¿Es q’ahora las jovvencitas van por ahí con espadas y dagas? ¿Es q’van a volverrr los orrcos?
Trató de sujetarla con sus dedos vacilantes, pero ella lo esquivó y apuró el paso, dejándolo atrás después de sonreírle por toda respuesta, mientras le mostraba bien su espada para convencerlo de que no la siguiera. Miró hacia atrás unos segundos después y no vio ni rastro de él entre las sombras de la noche.
El callejón apestaba a estiércol y basura, y cosas peores, olores entremezclados con olor a humo y un delicioso aroma ocasional a comida, pero Alusair respiraba con fruición, llena de felicidad, corriendo bajo la lluvia con una sonrisa en el rostro. ¡Por fin estaba corriendo una aventura!
¡Y ni un solo mago de guerra a la vista! No, estaba…
La mano que surgió de la oscuridad esta vez fue rápida y fuerte. La sujetó por el hombro y la obligó a girar sobre sí sin que pudiera hacer otra cosa que dar un respingo.
Una aventura…