Capítulo 26
¿Quién se alza contra ellos?
El último Dragón muerto y el fuego del campamento extinguido,
Goblins hambrientos descienden de las montañas.
¿Quién se alza contra ellos para cometer una masacre fantasmal?
Es el ejército de los caídos, yendo de nuevo a la guerra.
Tarandar Diezdagas, bardo.
De la balada
Sangrando por Cormyr
publicada en el Año del Aullido
Estaban apiñados, hombro con hombro, en el Cenador Negro de Baerauble, una estancia de techos altos, abovedados, cuyas paredes de oscuros paneles estaban cubiertas de viejas picas, enseñas desplegadas y retratos de reyes más altos que las casas de muchos plebeyos, cazando o guerreando. Tenían calor y ya no estaban tan hambrientos o sedientos, pues eficientes legiones de sirvientes se habían ocupado de abastecerlos. Aún no estaban borrachos, y eso no hacía más que aumentar su descontento.
—Bueno, he oído que el Gran Salón de Anglond está cruzando en línea recta el palacio desde aquí —rebuznó un mercader de artículos de cristal—. Me gustaría saber cuándo nos van a dejar pasar.
—Y si dicen que somos demasiados —gruñó un capitán de mar, espléndido con su capa y su brillante espada— y nos despiden sin siquiera dejarnos ver a los de Silvaeren, ¿quién se opone a ellos, eh? ¿Estaréis a mi lado entonces?
La elegante comerciante de caballos sacudió su brillante cabellera y resopló.
—¡Extranjeros! ¡Esto siempre pasa con los extranjeros! ¡Les lleva tanto tiempo bañarse y vestirse que dudo que podamos entrar ahí antes de que caiga la noche!
—No me importa mientras sigan trayendo estos quesos. ¡Y los pasteles también! ¡Vaya, casi compensan esta bazofia de vino que nos están sirviendo! ¿Acaso piensan que los comerciantes de Suzail no sabemos nada de vinos?
Algunos invitados habían descubierto las delicias esculpidas de la Cámara de Blackhakret en la puerta de al lado, y eso provocó que se abriera algo de espacio en la magnífica alfombra del cenador, permitiendo que los demás invitados pudieran moverse de un lado a otro.
Aquel movimiento hizo que se encontraran cara a cara una modelo de joyería, casi sin aliento por la excitación (espectacular con un vestido azul noche que sostenía y mostraba las dos magníficas razones por las que el viejo Raskro el Joyero la había elegido para lucir sus dos mejores pectorales), y un hombre con aires de grandeza, monóculo y bigote, cuyo fajín con insignias de intrincados diseños, cada uno simbolizando una aldea o una granja que debía de pagarle impuestos de mil leones dorados o más al año, lo proclamaba como una especie de noble.
—¡Bien hallado seáis, señor! —dijo con los ojos brillantes.
—Bien hallada, muchacha —contestó amablemente el gran personaje—. ¿Estáis disfrutando de la velada?
—¡Oh, sí! ¡He conocido a mucha gente apasionante, y he aprendido tanto acerca del reino! ¡La gente es tan interesante, sabe tantas cosas!
—¿La gente de aquí? ¿En esta habitación? Niña, si esto es una conversación informada, el reino se tambalea —gruñó el viejo noble, malhumorado, mirando fijamente durante un instante a un mercader con un abrigo largo adornado con pieles antes de volver a sonreírle con afecto a la muchacha—. Lo que oigo a mi alrededor, para mi gran disgusto, es una mezcla de discurso vacío y adornado, pura ornamentación (o sea, pelo de la dehesa, ja, ja, ja), pronunciado por necios tan encantados con el sonido tan poco habitual del funcionamiento de su cerebro que…
El parloteo ensordecedor que los rodeaba se detuvo en un instante cuando una joven con un vestido ensangrentado irrumpió en la habitación, corriendo como el viento sobre la alfombra y perseguida por Dragones Púrpura.
Tenía el vestido bajado hasta la cintura, con lo que estaba semidesnuda; ni siquiera llevaba corsé. Mientras corría, gritaba:
—¡Quitadme las manos de encima, bestias! ¡Me da igual que hayáis sido unos héroes, luchando por el reino! ¡Ni tampoco lo magníficos y rampantes que sois los Dragones Púrpura! ¡Nada os da derecho a…!
Por toda la habitación los nobles comenzaron a arrojar sus copas y a avanzar a grandes pasos, gruñendo.
La modelo se quedó boquiabierta cuando el hombre con el que había estado hablando se interpuso en el camino de los Dragones Púrpura.
Y desenvainó su espada ornamentada.
—Soy lord Cormelryn —anunció con un sonoro rugido que resonó en el techo abovedado—, y durante cincuenta y dos veranos cabalgué con los Dragones Púrpura. Ningún hombre bajo mi mando trataría así a una dama… ni siquiera a una muchacha que no fuera en absoluto una dama. ¡Deteneos y explicaos!
Los soldados se detuvieron bruscamente para evitar ser ensartados por aquella espada que parecía una aguja, e intentaron esquivar al que la blandía, pues para entonces su presa ya había cruzado la habitación y estaba a punto de desaparecer.
Pero encontraron el camino bloqueado por un noble más alto, delgado y algo más joven, aunque igual de furioso, que dijo con brusquedad:
—Soy lord Rustryn Staglance, Dragones, y seré el campeón de la bella damisela. ¿Pensabais ultrajarla delante de nuestros propios ojos, señores? ¿En qué se han convertido los Dragones Púrpura?
Entonces media docena de nobles les cortaron el paso y comenzaron a discutir. En la pared del fondo, Pennae posó la mano en el pomo de la puerta que más le gustaba; era estrecha y seguramente conducía a algún pasillo para la servidumbre. El anciano noble lleno de arrugas que había estado apoyado contra ella para descansar los brazos de los dos bastones que soportaban su peso se hizo a un lado, guiñándole un ojo.
Pennae le devolvió el guiño, hizo una breve pausa con la mano sobre la cadera para ofrecerle unas buenas vistas… y se deslizó por la puerta.
Bien, no se había equivocado y estaba de nuevo en un pasillo que podría llevarla hasta la familia real o hasta Vangerdahast.
Volvió a ponerse bien el vestido (tenía un aspecto lamentable, y no era de extrañar, pero ahora ya no tenía remedio) y a continuación apretó el paso.
Siguiendo un impulso, le dio un golpecito al pequeño ojo incrustado en la hebilla del cinturón de Yassandra y silbó suavemente, admirada, al ver que proyectaba una luz hacia adelante, como una piedra luminosa. Le volvió a dar un golpecito y el brillo se extinguió.
Por el ruido, ahora debía de estar rodeada de enormes estancias llenas de invitados. El centro de aquella planta del palacio debería estar por ahí, y seguramente encontraría muy pronto una escalera que llevara arriba, acercándola a los aposentos reales, o al menos al encuentro de alguien en quien pudiera confiar. Quizá por allí, donde las puertas eran más numerosas.
Torció una esquina y se encontró ante una sonrisa decididamente lobuna.
Adornaba aquel rostro que había visto en Arabel, el del hombre que había hablado de traición, el hombre que tenía la «trampa de los cristales». El hombre que ahora le impedía el paso con los brazos cruzados sobre el pecho, confiado.
—¿Quién sois? —preguntó como si fuera una muchacha aturdida.
—Soy el mago de batalla Ghoruld Applethorn —contestó educadamente—. ¿Y vos?
—Me llaman Pennae.
—Bien hallada —dijo con voz agradable—, pequeña zorra escurridiza. Prepárate… como suelen decir… para morir.
Pennae puso los ojos en blanco.
—Siempre estoy preparada —le dijo, abriendo de golpe una puerta y adentrándose en otra habitación llena de invitados—. ¿Podéis vos decir lo mismo?
—Me estoy cansando de estos pasillos interminables —masculló Islif—. ¿Qué tamaño tiene este palacio?
—He oído hablar a algunos sirvientes —repuso Semoor—, y dijeron que estos sótanos tienen kilómetros de extensión… por debajo de los jardines, y en esa dirección bajo el patio de armas, para conectar con las bodegas del palacio real. ¡Y después incluso cruzan el paseo!
—Gracias, Ungido de Lathander. Realmente me has animado.
—Siempre es un placer servir de ayuda —respondió Semoor.
Jhessail arrugó la nariz.
—Si llega hasta la ciudad, ¿cómo evitan que todos los que están cavando un sótano lleguen hasta aquí accidental o deliberadamente y después merodeen por el palacio robando?
—Los guardianes —dijo Semoor—. Muchos. Guardianes mágicos; armaduras con espadas que caminan, estatuas de piedra, esqueletos con armas… ese tipo de cosas.
—Gracias —masculló Doust, mirando a su alrededor con expresión nerviosa—. Me levantas el ánimo, ¿sabes?
—No pienses en ello —dijo Semoor alegremente—. Los que somos fieles a Lathander nos regocijamos con las nuevas oportunidades, con la alegría de…
—Callarte cuando te lo piden —dijo Islif con brusquedad, mientras cogía a Semoor por el cuello.
Le lanzó una mirada asustada.
—¿He hecho algo malo?
—¿Algo? No ¿Muchas cosas? Ahora mismo, sin embargo, me puedes contar más cosas acerca de esas armaduras andantes sobre las que farfullabas hace un momento.
—¿Sí?
—¿Cómo son, exactamente?
Semoor pestañeó.
—Bueno, no he visto ninguna. Sólo oí a los sirvientes… ¿Por qué?
Islif señaló al fondo del pasillo. A lo lejos, un yelmo sobre unos hombros cubiertos de armadura se estaba girando para mirarlos. Era oscuro y estaba vacío, no había ninguna cabeza dentro.
—Por eso —dijo.
—Oh, diablos —dijo Semoor estupefacto.
Ghoruld Applethorn murmuró un encantamiento, se aferró mentalmente a la imagen de noble señor que deseaba: alto, perilla blanca y unas cejas erizadas a juego, jubón de seda de tono flamígero y calzas, sí, y esperó a que se desvaneciera el cosquilleo.
Maldito aquel hargaunt por desaparecer cuando lo hizo. Sabía que estaba aún en el palacio, deslizándose por algún lugar cercano… pero no tenía tiempo para ir a buscarlo en ese momento, menos aún con los Caballeros de Myth Drannor corriendo de un lado a otro por el palacio, Vangerdahast despierto y rugiendo, y docenas de zhents y Magos Rojos o algo peor en las habitaciones de los alrededores, ocultos con sus pequeños disfraces y persiguiendo sus pequeños objetivos.
Sólo había un objetivo importante… y debía prevalecer.
El cosquilleo desapareció.
—Contemplad a otro noble señor espléndidamente vestido —murmuró—. Suzail, ¿estáis listo?
Abrió la puerta a través de la cual había desaparecido Pennae y entró audazmente en el Salón de los Archidragones, buscando a una muchacha con el vestido manchado de sangre y arrugado, o alguien que tratara de esconderse detrás de otra persona.
Había una pareja interponiéndose en su camino, un mercader de rostro enrojecido que sostenía una copa en una mano, y en la otra a una buena mujer enfundada en un vestido.
—Y Kaylea… ¿puedo llamaros Kaylea?… lo peor, en estos tiempos que corren, son esos mercaderes sembianos con más dinero que sentido común. Cada vez que importan más baratijas de las que jamás podrán comprar los Sembianos, intentan inundar nuestros mercados con lo que les sobra… ¡Desde taburetes con pies de dragón falsos, hasta pomos de puerta que brillan como el fuego!
—¿Ah? —preguntó la tal Kaylea, mirándolo con el más absoluto interés—. Pero intentan, dijisteis. ¿Quién se opone a ellos, pues?
Ghoruld Applethorn se hizo a un lado, tratando de sortearlos… y en ese momento Pennae apareció detrás de la desprevenida pareja, haciendo un giro, lo agarró por la muñeca con unos dedos increíblemente fuertes, le estampó la mano contra el marco de la puerta y la atravesó con una daga, inmovilizándola contra la madera.
Lo asaltó un dolor punzante, y Ghoruld Applethorn tuvo que inspirar con gran dificultad para poder emitir un aullido de dolor. Mientras intentaba liberarse, tratando de respirar, Pennae le tiró un beso y se volvió a introducir en el pasillo, estampandolo contra el marco de la puerta con la cadera mientras pasaba.
Incluso antes de que aullara de dolor, los invitados se quedaron mirando y cuchicheando. Se le saltaron las lágrimas antes de poder controlar su dolor lo bastante como para arrancarse la daga y liberarse, y cuando terminó, de tambalearse y de gemir.
Pennae se escabulló por el pasillo y abrió de golpe la primera puerta que encontró.
Encontró una rampa hacia la lavandería, una de las grandes, lo suficiente como para lanzar una cesta con ropa de cama de tres veces su tamaño. Se encogió de hombros, dio un golpecito en la hebilla de su cinturón para obtener luz suficiente, se metió dentro, cerró la puerta tras ella, y se soltó.
Su caída fue tan rápida, ya que el conducto era casi recto, que no se pudo agarrar al pomo de la puerta en el siguiente nivel. Se golpeó los dedos intentándolo, después ensanchó los hombros y se los magulló contra los lados del conducto, pero al hacerlo redujo lo suficiente la velocidad como para sujetarse firmemente en la puerta siguiente.
Se colgó de ella y se elevó con gran esfuerzo hasta su nivel, se agarró a la bisagra que sabía que estaría ahí, y la abrió de una patada, saliendo de nuevo a los sótanos.
Con un suspiro se giró y cerró la puerta de la rampa. Esperaba que Applethorn estuviera tan ocupado con su traición como para seguir persiguiéndola. Ahora todo lo que tenía que hacer era encontrar otro camino para subir al palacio desde aquel segundo nivel de los sótanos.
Si es que había alguno.
Se puso en marcha a ritmo ligero, atravesando un quicio que parecía haberse quedado sin puerta hacía tiempo.
Pennae pasó por otras puertas, algunas enormes, pero todas cerradas y oxidadas, como si llevaran años sin abrirse. Ninguna de ellas parecía conducir hacia arriba.
Tenía que seguir adelante a toda prisa. Daba la impresión de que el comienzo de la recepción no se iba a producir nunca, pero hasta ese «nunca» llegaría si tardaba demasiado.
Cuando dobló una esquina y vio lo que tenía por delante, Pennae estuvo a punto de ponerse a llorar.
Había una barrera de hierro demasiado familiar bloqueando el camino. Igual que antes, no podía ver por dónde seguir, ningún cabestrante para subir… nada. Todo aquel esfuerzo para acabar justo donde había empezado.
Bueno, todo parecía indicar que si el rey y la reina, y Vangerdahast querían ser rescatados por los Caballeros de Myth Drannor, iban a tener que esperar mucho tiempo, y a necesitar mucha paciencia.
Sacudiendo la cabeza ante tal ensamiento, se giró para volver sobre sus pasos y buscar otro camino, y se encontró cara a cara con un hombre cuya cabeza rozaba el techo, y cuya enorme figura se cernía sobre ella como una montaña.
Sus enormes y musculosos brazos sostenían un hacha casi tan alta como ella, y una espada corta, ancha y con dos cuernos en la punta. El gigante llevaba una suerte de capote hecho de retales de armaduras trozos de cuero desgarrados, y un yelmo que, al mirarlo, proyectaba un brillo similar al que emitía el cinturón de Yassandra.
—¿Quién sois vos, por todos los Dioses Vigilantes? —dijo Pennae con un grito ahogado.
—Me llaman —retumbó el hombre, extendiendo sus armas para bloquearle el camino mientras inclinaba los hombros con esfuerzo—, el Guardián de la Puerta. O la Perdición Acechante. ¿Qué nombre prefieres, pequeña muchacha condenada?
¡Mystra y Loviatar, cómo dolía! Maldiciendo, y preguntándose si su disfraz estaría fallando, Applethorn arrancó la daga que lo mantenía sujeto al marco de la puerta, gritando de dolor.
Quedó libre y gimoteando de manera incontrolable mientras se estrujaba la mano, que goteaba sangre sobre sus botas.
Otras botas (muchas) se acercaban ahora por el pasillo. Consiguió darse la vuelta, apretándose la mano pero sin soltar la daga, mientras los Dragones Púrpura se acercaban.
—¡Ahí estáis! —dijo echando fuego por los ojos—. Se ha ido. ¡Buscad por los pasillos! ¡Abrid todas las puertas!
Los Dragones fruncieron el entrecejo, y el capitán que los lideraba bramó:
—¡Rendíos señor! ¡Arrojad el arma!
—¡Os he dado una orden! —rugió Applethorn—. ¡Moveos!
—Rendíos —rugió el lionar, desenvainando la espada. Hizo un gesto con la cabeza y sus hombres se colocaron en semicírculo, mientras los invitados gritaban, chillaban y se refugiaban apresuradamente en las esquinas de la habitación, desenvainando también sus espadas.
—¿Me vais a escuchar? —escupió Applethorn, estrujándose la mano que le sangraba. Los Dragones lo miraron inexpresivos mientras se acercaban a él con cautela.
Con un rugido de exasperación el alarfón lanzó la daga a la cara del lionar y consiguió teletransportarse fuera de allí.
Pennae se bajó la pechera del baqueteado vestido.
—Supongo —preguntó esperanzada, levantando la vista hacia el enorme Guardián de la Puerta— que no os interesarán estas.
El monstruoso sonido que resonó por toda respuesta comenzó como una risita, pero terminó sonando como un resoplido.
—No —suspiró—, lo suponía. —Se volvió a subir el vestido arrugado y manchado de sangre, sacó dos de sus dagas, observó el hacha partida, y se preguntó cuántos alientos de vida le quedaban.
Un hacha golpeando pesadamente contra la piedra hace un ruido inconfundible. Florin lo oyó dos veces, y después un rugido, resonando débilmente justo delante de él. Alguien estaba luchando con el Guardián de la Puerta.
Frunció el ceño y se dirigió a la puerta más cercana para escuchar, justo a tiempo para oír un débil grito:
—¡Nunca!
Se puso rígido. ¿Era esa la voz de Pennae? Florin abrió de golpe la puerta y se encontró con un conducto de lavandería.
Los ruidos eran ahora más altos. Oyó otro ruido metálico y luego al Guardián de la Puerta rugiendo:
—¡Deja de correr, víbora!
Florin echó un vistazo a la puerta que acababa de abrir. Sí, tenía una anilla para tirar. Los que habían construido todo aquello hacía tanto tiempo habían hecho todas las puertas iguales. Eso significaba…
Sujetando la espada en una mano y la chaqueta de Pennae empapada de sangre en la otra para aminorar la caída contra los lados del conducto (parecía lo bastante ancho como para que cupiera una cesta de ropa) se giró hasta quedar frente a la puerta y se introdujo en el conducto, dando inmediatamente contra las paredes de hierro.
Su espada emitió un horrible chirrido. Aquello le produjo una dentera horrible que se reflejó en una mueca de desagrado, pero sus hombros temblorosos hicieron frente al desafío. Alcanzó la puerta de más abajo moviéndose con lentitud suficiente para agarrarla con la mano envuelta en la chaqueta y colgarse de ella.
Tuvo que balancearse varias veces a fin de conseguir el envión suficiente para abrir la puerta que conducía al pasillo y quedar colgando de ella, pero al fin lo consiguió. Dio una voltereta y cayó de pie, mientras los sonidos de la lucha se hacían más audibles.
Había dos conos de luz, como dos rayos de linterna que se cruzaban en la lejanía. Florin se dirigió hacia ellos, sosteniendo la espada. Todo lo que Pennae podía hacer era correr y correr para evitar que la atrapara, pero el gigantón sabía muy bien lo que intentaba. Si el enorme guardián conseguía golpearla una sola vez de lleno…
Entonces los alcanzó, vio la gran hacha efectuando un giro hacia atrás, y exclamó:
—¡Guardián de la Puerta, luchad conmigo!
Los enormes hombros comenzaron a girarse.
—¡Pennae, pasa por su lado y… sigue corriendo! —chilló Florin—. Hay un hueco pequeño; ¡aprovéchalo! —Y se lanzó contra las piernas del gigantesco guardián.
—¡Florin! —exclamó Pennae—. ¿Dónde has estado?
—Dando un paseo por el palacio —respondió con un grito, y después no tuvo más aliento para gritar. El Guardián de la Puerta sabía lo que hacía. Dio una patada con el pie derecho mientras se giraba, aplastando la espada que Florin había blandido con tanta rapidez y lanzando al explorador por los aires.
¿Dónde estaba Pennae? ¡No se alejaba corriendo! Dónde…
El Guardián de la Puerta se cernió sobre él, tratando de hacerlo picadillo con el hacha y la espada.
Florin se lanzó hacia adelante, en dirección al guardián, tratando de meterse entre sus piernas, donde su propio volumen no le permitiría verlo con perspectiva suficiente como para atacarlo.
El guardián se echó rápidamente hacia atrás, agitando la espada y el hacha frenéticamente para mantener el equilibrio, y a Florin se le quedó la boca seca al ver a Pennae, subiendo rápidamente por las muchas costuras y placas de las botas burdamente cosidas del enorme guardián para alcanzar la parte de atrás de su rodilla derecha, y clavarle la daga bajo la armadura.
El guardián se percató de su presencia y gruñó, haciendo descender el puño que sujetaba la espada para golpearla. Pennae se balanceó por detrás de la rodilla y quedó colgando de ella.
—¡Corre! —le gritó Florin desde donde estaba—. ¡Déjate caer y corre!
Pennae se balanceó, se impulsó hacia arriba, como un equilibrista, y cuando llegó arriba se soltó.
Florin dejó de observar. Si quería permanecer con vida debía meterse entre las piernas del guardián en ese mismo momento, y…
Lo consiguió, acabando junto a la parte interna de la bota izquierda del guardián. Había un hueco tentador entre las placas superpuestas que cubrían aquellos pies gigantescos, así que introdujo la espada en él, la hizo girar, y a continuación la sacó y siguió corriendo.
Fue una buena idea. El Guardián de la Puerta rugió de dolor, haciendo retumbar el techo y los pasillos, y se tambaleó, saltando a la pata coja hacia un lado, y dos botas gigantescas se movieron por el lugar donde momentos antes había estado el explorador.
Florin, que estaba detrás del gigante, y con el camino despejado delante de sí mientras Pennae lo miraba ansiosa desde lejos, agachó la cabeza y corrió. Si el guardián caía…
—¡Corre! —gritó en el instante en que tuvo aliento suficiente para hacerlo—. ¡Sigue corriendo!
Pennae se quedó donde estaba, esperándolo.
—¡Corre, maldita sea! —bramó.
Comenzó a moverse hacia atrás para seguir observándolos a él y al Guardián de la Puerta, que se tambaleaba pero había conseguido girarse e iba tras ellos haciendo que el pasillo se sacudiera.
—¡Pennae! —rugió Florin mientras se acercaba a ella.
Sonrió.
—Nunca se me ha dado bien aceptar órdenes —dijo—. Estoy segura de que te habrás dado cuenta.
—¡Simplemente corre! —le dijo bruscamente mientras pasaba corriendo por su lado, dándole en el trasero con la parte plana de su espada.
—¡Ah, menudo recibimiento para una muchacha! —rió, rompiendo a correr a su lado.
Florin, sin aliento, tan sólo asintió, y entonces, mientras lo adelantaba a gran velocidad, atravesó la puerta de un salto y aminoró la marcha, tambaleándose.
Pennae volvió la vista atrás mientras el Guardián de la Puerta rugía furioso de frustración, y a continuación extendió un brazo y se aferró a Florin mientras este se inclinaba, jadeando.
Cuando recuperó el aliento se enderezó y le alcanzó su chaqueta. Estaba empapada de sangre, fría, y mojada, pero los ojos de Pennae brillaron como si le estuviera ofreciendo el mayor tesoro de Cormyr.
—Gracias —dijo con una gran sonrisa, y se quitó el vestido por encima de la cabeza. Lo arrojó al suelo y se puso la chaqueta. La humedad del cuero la hizo estremecer.
—¡Vamos! —dijo Florin, dándole una palmadita en el brazo—. He descubierto otra trama. Alguien llamado Platanegra está rondando por palacio y…
Pennae le puso los dedos en la boca para silenciarlo, y los quitó un instante más tarde para besarlo.
Florin pestañeó.
Ella sonrió con ironía.
—Bueno, tenía que callarte de algún modo. Ahora escúchame y presta atención, ¡Oh poderoso y valiente Mano de Halcón!
Florin asintió, le dedicó una media sonrisa triste y le hizo un gesto como diciendo «continúa».
—Nada —le dijo Pennae con mirada seria—, absolutamente nada, es más importante que encontrar a nuestros camaradas Caballeros. Da lo mismo que caiga o se levante un reino, estamos juntos en esto. ¡Estoy harta de correr de un lado a otro por estos malditos sótanos, perdida y sola! Vamos a encontrar a Jhess y a Islif y a nuestros alegres santurrones, y no volveremos a separarnos jamás. ¡A continuación iremos todos a buscar al rey, a la reina y al maldito mago real Vangerdahast! ¿Algún problema, fiel perro explorador?
—Ninguno —respondió Florin con los ojos brillantes—. Ninguno en absoluto. —La rodeó firmemente con el brazo y la besó con pasión. Y con no poco atrevimiento.