Capítulo 23
Órdenes contradictorias
Pues los hombres buenos se convierten en humo y cenizas
Cuando el ánimo desfallece y las órdenes se contradicen
Dathglur, el Bardo Formidable.
De la balada
Espadas, guerra y penas,
publicada en el Año de las Brasas
Moviendo sus gigantescos y gordos brazos con tanta habilidad como un prestidigitador, y con la cara cada vez más congestionada, el jefe de cocina Braerast Sklaenton se parecía más que nunca a un cangrejo gigante y furioso levantado sobre las patas traseras.
—¡No! ¡Ni una copa sale de esta habitación sin que yo vea que se pone en la bandeja! ¡Y ni una bandeja sale por esa puerta sin que el que la lleva se haya sometido a los conjuros de nuestros magos de guerra! ¿Es que todos vosotros, necios, no podéis recordar una simple orden más tiempo del que tardáis en decir vuestros nombres? ¡Darthin! ¡Harlaw! ¡Volved aquí!
Temblándole la papada, el jefe de cocina señaló a los dos lacayos que estaban en el otro extremo de la cocina que se dirigieran hacia las puertas, donde unos magos de guerra, que ya no podían más, se habían dejado caer en unas sillas. Sus rostros pálidos denotaban el esfuerzo agotador de sondear mentalmente a todos los sirvientes que pasaban, para detectar posibles envenenadores y asesinos.
—¡Haced que todas las doncellas pasen por allí! ¡Y que se paren frente a los magos para que sean debidamente examinadas!
El camino para llegar hasta esos magos era un cambiante laberinto de doncellas provenientes de la trascocina, bodegueros, y trinchadores que gritaban y corrían de un lado para el otro con fuentes humeantes y todo tipo de afilados tenedores y cuchillos en la mano, demasiado ocupados para reparar en que los negros uniformes cerrados hasta el cuello de las doncellas de servicio, que con tanta habilidad se abrían camino entre ellos, dejaban al descubierto hasta la mitad las curvas superiores de lo que el jefe de cocina Sklaenton habría llamado «sus cuartos traseros».
Pero los magos de guerra sí que lo notaron y esbozaron unas sonrisas aprobadoras que hicieron que la joven maga a la que Vangerdahast había designado como su superior para esa tarea frunciera el entrecejo y diera un golpecito con la varita que llevaba en una mano sobre la palma de la otra. Un momento después, sobresaltada, casi dio un salto.
La causa fue un repentino bramido del jefe de cocina Sldaenton que gritó casi al lado de su oído:
—¡Lankel! ¿Dónde están los pasteles?
—¡Aquí, maestro! —el grito sonó lejano, desde una cocina adyacente.
—Bueno, ¿y qué hacen ahí? ¡Donde tienen que estar es aquí, y ahora mismo, en manos de estas mozas!
El subjefe Lankel hacía ya siete veranos que había aprendido que no valía la pena discutir ni dar explicación alguna.
—¡Sí, maestro! —gritó. Su voz sonaba ansiosa.
El jefe de cocina asintió con sonriente satisfacción —vaya, todavía respondían cuando él lo ordenaba— y pasó a otra cosa, sin hacer el menor caso a la mirada furiosa que le dirigió la maga de guerra Varrauna Tarlyon. Había dieciséis mil pasteles que requerían su atención, y él ya no se movía tan rápido como antes...
En ese momento se produjo una breve conmoción cuando una de las doncellas se puso tensa, retrocedió ante el mago de guerra Markel Dauren y le arrojó a la cara la bandeja cargada con bebidas que llevaba antes de darse la vuelta y salir corriendo.
Sin embargo, se detuvo al instante, cuando la varita mágica que Varrauna tenía en la mano la golpeó en la garganta y la paralizó. Markel sacudió la cabeza para desprenderse de parte del vino que le corría por la cara, pero el viejo Brasker, sentado en la silla de al lado, siguió sondeando a las doncellas como si lo más normal fuera que les tiraran las bandejas encima.
De pie junto a la temblorosa muchacha de ojos desorbitados y espalda al aire, Varrauna se tocó la hebilla del cinturón.
—Hemos encontrado a una, lord Vangerdahast —murmuró—. Merkel no tuvo ocasión de decir gran cosa con el vino que le había tirado encima, pero dijo algo así como «urlusco».
—Los merluscos —dijo la voz solemne que salía de su cinturón—. Nunca fueron muchos, fueron desterrados por el rey Duar y estuvieron inactivos durante años; pero desde la coronación del rey Azoun han sido los patrocinadores más enérgicos de asesinos a sueldo al este de Amn. Han enviado a alguien a casi todas las grandes recepciones de la Corte y aún tienen necios suicidas en abundancia.
Todavía seguía sangrando copiosamente. Ahora de forma algo más lenta, aunque eso tal vez se debiera a que ya había perdido mucha sangre.
Desanimada, Pennae abrió la trigésimo cuarta puerta sin saber por cuánto tiempo tendría todavía fuerzas.
Al abrirse, salió calor y se oyó el crepitar del fuego. Dentro había dos jóvenes sudorosos, cubiertos sólo de sudor, botas y taparrabos.
Tenían en las manos tenazas y atizadores tan largos como lanzas. Apartaron la vista de los troncos que acomodaban para mirarla sorprendidos. Su trabajo consistía en alimentar el fuego debajo de los fondos ennegrecidos de lo que parecían unas enormes calderas de agua. Sin embargo, ahora miraban con expresión de absoluto estupor a Pennae, que se apoyaba desfalleciente contra la jamba de la puerta. Una mujer desnuda de la cintura para arriba, que sostenía en la mano una espada ensangrentada y que daba la impresión de saber emplearla.
Sonrieron incrédulos y encantados ante lo que veían, y se miraron el uno al otro como para buscar una comprobación de que los dos estaban viendo lo mismo.
Pennae aprovechó ese momento para lanzarse hacia adelante, con la espada lista para rechazar el atizador del más próximo de los dos jóvenes y asestarle con todas sus fuerzas un golpe en la sien con la empuñadura de su daga.
El muchacho cayó, con la boca abierta, pero el dolor que le provocó ese movimiento hizo que Pennae se detuviera, quejándose y tambaleándose, mientras volvía a sangrarle la herida con renovado vigor.
—¿Qué estáis...? —El segundo joven estaba todavía tan prendido de sus atributos femeninos que casi no podía hacer nada más que mirar.
—¿Te gustan? —preguntó Pennae con voz entrecortada.
La respuesta fue la esperada, y Pennae aprovechó para dejarlo inconsciente tal como había hecho con su compañero, cayéndole encima y derribándolo al suelo.
Bueno, no todos los cormyrianos sabían usar la cabeza.
Sus taparrabos no estaban demasiado limpios, pero atados uno con otro eran suficientes para hacer un vendaje alrededor de sus costillas que, al menos, mantuviera la herida cerrada.
Con un gesto de dolor, Pennae salió de la habitación apoyándose en uno de los atizadores y, cuando era necesario, también en la espada.
Por los dioses, estaban tan débil como un pajarillo.
El pajarillo de juguete de un niño, hecho con plumas pegadas...
Rellond Platanegra avanzaba rígidamente por un pasillo del palacio, apretando la empuñadura de su espada de corte ornamental como si eso le diera confianza.
Y así era. Hacía mucho que su mente era un torbellino turbulento y nebuloso, aplastado a veces por grandes cataclismos de luces brillantes y sonidos rugientes, pero ahora... ahora había empeorado por la presencia de sentimientos inquietantes que lo atormentaban... y a través de los cuales intentaba aferrarse al único pensamiento que reconocía como propio desde que su flaqueante memoria le permitía recordar.
Estaba allí para matar a Azoun en cuanto lo viera.
—Señora —retumbó una voz familiar mientras una mano del tamaño de una pala la sacudía—. Alta Dama.
Le dolían terriblemente la mandíbula y el cuello, y la cabeza le zumbaba como la campana de un templo. ¡Ese torpe y bruto de Mano de Halcón! ¿Cómo se atrevía?
Eso era el resultado de la generosidad de Azoun. Aunque ella se había beneficiado mucho de ella, desde aquella primera cita atravesada en la montura de su caballo, hasta la formación que él le había facilitado para llegar hasta el puesto que ahora ocupaba, bien que lo había prevenido.
Su propensión a ayudar a los desleales, peligrosos e ineptos era una debilidad que podría costarle el Trono del Dragón.
¡Un explorador bruto de un lugar perdido del reino le salva la vida en una emboscada y va y le da una cédula real, y mano alta para reunir a lo peor de su comarca e ir por ahí con la espada en alto para castigar a los que no se someten a la ley! Vamos, hombre, ya se ocuparía ella de que eso se acabara, y pronto. Los exploradores no saben hacer nada con la cabeza cortada.
—¿Alta Dama? —volvió a llamar el Guardián de la Puerta, cuya sacudida hizo que el dolor de la mandíbula se le propagara por todo el cráneo. Debía de tenerla rota.
Se llevó una mano a ella para que al hablar no le hiciera daño, no se le fuera a desprender si la abría demasiado.
—Gracias, Baerem —consiguió farfullar a duras penas—. Dejadme que me quede tendida un poco más. Tengo que levantarme a mi aire.
—¿Estáis herida, Lady Targrael?
—No —contestó—. Es decir... sí, estoy herida.
La mortificaba desperdiciar una de sus preciosas pociones curativas por una mandíbula rota, pero ¡por los dioses que dolía! No es que estuviera muy acostumbrada al dolor desde que había terminado su entrenamiento... Era demasiado buena con la espada para eso.
Rebuscó en su cinturón, encontró la ampolla que necesitaba, intentó abrirla y... el dolor casi le hace echar las tripas por la boca cuando, olvidando por un momento su herida, trató de abrirlo como lo hacía siempre: quitando el corcho con los dientes.
Reprimiendo las náuseas en medio de una nube roja de dolor que hizo que se doblara y maullara como un gato mientras el gigantesco Baerem le hacía preguntas, preocupado, con su voz cavernosa, consiguió sacar el corcho con los dedos y a continuación dejó que aquel alivio refrescante le corriera por la garganta.
El alivio fue casi inmediato. Se sintió ya con fuerzas para incorporarse, con lo que se ganó un rugido de aprobación de Baerem —bendito sea— y volvió a centrarse en su ira.
Iba a cobrarse la cabeza de aquel explorador... sin perder un minuto. Ni siquiera se tomaría el tiempo necesario para reconfortar a Baerem ni para ayudarlo con el torno para levantar otra vez la puerta de la mazmorra.
La gran barrera de hierro había dividido a los intrusos, pero, por lo que se veía, no había aplastado a ninguno, de modo que su levantamiento podía esperar hasta que ella hubiera abatido a Florin Mano de Halcón y a alguno más de los Caballeros de Myth Drannor. En una ocasión le habían contado qué rey había mandado construir esa barrera, para bloquear el único camino que llevaba a las mazmorras del palacio y evitar así que se produjeran fugas, pero ahora no había prisioneros.
Sólo había intrusos deambulando por los sótanos del palacio, a los que había que convertir en tales prisioneros, o directamente en cadáveres.
Sonriendo ahora que ya no estaba herida, lady Targrael abrió los ojos y le tendió los brazos a Baerem, que se inclinó con esa suavidad que no dejaba de sorprenderla y la cogió por los hombros preguntándole:
—¿Estáis bien, Alta Dama?
—Lo estoy, Guardián de la Puerta del Palacio del Dragón —le respondió formalmente, lanzando fuego por los ojos mientras se ponía de pie, estirándose como una gata dentro de su negro uniforme de cuero—. Y estaré aún mejor cuando haya matado al hombre que se nos escapó. Florin Mano de Halcón debe morir.
Los magos de guerra solían ser irritables y malhumorados, pero esta era peor que la mayoría. Solía suceder eso con las jóvenes, ya que tenían la impresión de que debían demostrar que tenían más redaños que cualquier hombre.
El primer espada Brelketh Velkrorn vio interrumpido ese pensamiento nada feliz cuando la mismísima maga de guerra a la que estaba estudiando se volvió y lo miró duramente, en medio de un remolino de trenzas rubias.
—Dragones —les espetó con aire autoritario—. ¡A mí!
El trío de Dragones Púrpura se puso en marcha, con rostros estudiadamente impasibles, preguntándose para sus adentros qué podría haber tan apremiante en esos pasillos perdidos de palacio como para requerir su presencia con semejante urgencia, y por qué la maga de guerra Tarlauma Hallowhar sentía la necesidad de dar las órdenes con gestos tan teatrales.
—¡Ese hombre! ¡Es un peligro para la Corona! ¿Veis cómo sujeta la espada? ¿Su comportamiento sospechoso? ¡Apresadlo! ¡Y recordad que lo quiero vivo!
Los veteranos Dragones Púrpura siguieron la línea de su brazo, que señalaba, como una lanza, a un hombre solitario que se acercaba hacia ellos lentamente por un pasillo desierto.
—¡Ese es Rellond el Bruto! —le dijo el telsword Briarhult—. ¡Un peligro para cualquier chica sobre la que ponga el ojo, cierto, pero no para el rey o Vangerdahast... y supongo que hasta él tiene juicio suficiente como para no poner sus codiciosas manos sobre la reina Filfaeril!
A una señal suya, los tres Dragones se apartaron todos a una, pero Hallowhar le puso una mano firme sobre el hombro a Briarhult.
—¡Atentos! ¡Mirad ahora! —dijo con tono sibilante.
Los Dragones suspiraron, se volvieron y vieron a un cortesano que corría detrás de Plata Negra, llamándolo en voz baja.
—¡Rellond! Rellond, hay una habitación que quiero que veáis, ¿lo habíais olvidado? Además, prometí pulir vuestra espada. Dádmela y me pondré a ello, en cuanto hayamos llegado.
A Bravran Merendil le temblaba la voz. Esperaba que esa fuera la forma de hablar de un cortesano, porque esa maga de guerra y nada menos que tres Dragones Púrpura estaban apostados un poco más adelante, mirándolo fijamente. Tenía que ingeniárselas para hacer que Platanegra —por los dioses, ese hombre debía de ser ya poco más que un muerto viviente, con esos gusanos mentales que se lo iban comiendo por dentro— se detuviera y encerrarlo en alguna despensa hasta que hubiera terminado la recepción. Por fortuna todavía no había llegado a envenenar la espada del noble.
—Sois vos —gruñó Platanegra, recordando que Merendil lo había tratado amablemente y le había pagado unas copas en una taberna. Unas bebidas que, en la medida en que se lo permitía esa nebulosa que tenía en la cabeza, estaba seguro de que estaban drogadas. Alzó su espada para dar a ese mamarracho Merendil su merecido.
Bravran dio un salto atrás, sacando una daga de su jubón.
—¡Socorro! —gritó.
Los tres Dragones Púrpura intercambiaron miradas de fastidio y avanzaron, con la maga de guerra Hallowhar pisándoles los talones. Platanegra se dispuso a perseguir al servidor, que retrocedía con rostro asustado y pálido.
—¡Platanegra! —gritó Briarhult—, enfundad el arma o daos preso!
Rellond Platanegra se revolvió para enfrentarse a los Dragones, rugiendo de ira.
—¡Basta ya, Platanegra! —dijo la joven maga con decisión. La arrogancia de su tono hizo que los Dragones fruncieran el gesto y que Rellond Platanegra cargara contra ellos, con la espada dispuesta a cortar y cercenar.
—Sin rastro de Florin —dijo Jhessail, abriendo una puerta más. Detrás sólo había oscuridad, la silenciosa e inerte oscuridad que revelaba a las claras que no había ningún ser vivo dentro de la habitación.
—Ni huella de él aquí tampoco —dijo Semoor, dejando que se cerrara la suya—. ¿Has encontrado tú algo, Doust? ¿Aunque sea un trocito?
—Basta ya de bromas, Diente de Lobo —dijo malhumorada Islif, que iba por delante, abriendo puertas y mirando en todas las habitaciones mientras farfullaba cada vez más furiosa sobre cómo se les pasaba el tiempo.
A Doust se le ocurrió algo, pero lo desechó con un movimiento de cabeza al considerar que el momento no era propicio para recordarle a Islif que a cada instante que pasaba estaban más cerca de que fuera el último, y de la tumba que los esperaba, inexorable.
Con la soltura que sólo se consigue con una larga experiencia, los tres Dragones Púrpura sacaron sus espadas y se desplegaron para hacer frente al noble furioso con un muro de impenetrable acero de guerra. No tenían ninguna expectativa de que la maga de guerra Hallowhar, después de haber atraído a Platanegra a aquello, hiciera nada útil para enfrentarse a él. Y no se vieron decepcionados.
Cuando empezó el furioso entrechocar de aceros, Tarlauma Hallowhar se quedó mirando pensativa al cortesano, que se había puesto a buen recaudo y ahora guardaba la daga en su jubón con actitud bastante culpable.
Tarlauma frunció el entrecejo. Muchos de esos personajes llevaban pequeños cuchillos al cinto, y tenían permiso para ello, pero ¿semejante daga? ¿Y oculta bajo la ropa?
Meneó la cabeza y abrió las manos, empezando a formular un conjuro sobre el hombre del otro lado, que se disponía a alejarse. Cuando este vio lo que ella estaba haciendo, se le encendieron los ojos como brasas y a continuación se lanzó pasillo adelante contra ella, hecho una furia.
El telsword Briarhult tranquilamente retrocedió y se apartó de Platanegra para colocarse entre la maga de guerra y ese chiflado que corría hacia ella esgrimiendo la espada.
La maga de guerra Hallowhar remató su conjuro —una intromisión mental dirigida contra ese cortesano de la daga— y lo miró fijamente a los ojos dispuesta a sumergirse en su mente.
El hombre parecía aterrorizado, casi echaba espuma mientras se lanzaba por el pasillo adelante, directo a la espada de Briarhult, que lo espetaba. En el último momento metió la mano bajo el jubón y arrojó algo más que llevaba allí, una pequeña bolsa de tela cuyas cintas abrió rápida y directamente a la cara del Dragón Púrpura.
Le estalló a Briarhult sobre el puente de la nariz, dispersando por el aire una nube de polvo negro que tenía el familiar olor acre de la pimienta.
Briarhult manoteó a ciegas y sólo encontró aire. El servidor se hizo a un lado, golpeando pesadamente con los hombros en la pared del pasillo, y a continuación dio un paso adelante, al abrigo del vaivén de la espada, y lanzó una cuchillada a la cara de Briarhult, que apenas lo alcanzó en la mejilla.
El telsword Chorn Briarhult cayó al suelo instantáneamente, hecho un guiñapo.
La maga de guerra Hallowhar se quedó estupefacta ante lo que empezó a percibir en la mente de Bravran Merendil: traición por parte de ese heredero de una familia noble exiliada, con su madre sonriendo complaciente detrás...
Eso fue todo lo que pudo ver antes de que el cuchillo de Merendil se le clavara entre las costillas y Faerun desapareciera para siempre de su vista.
Lady Targrael cortaba distraídamente el aire con su espada mientras recorría un pasadizo tras otro. Le gustaba el tacto de su acero de guerra favorito y estaba ansiosa por usarlo. Pronto.
El sonido se propagaba de una manera extraña en esos pasadizos, pero a lo largo de los años había aprendido a discernir de dónde provenían algunos de los ecos. Se detuvo en uno de esos lugares y se quedó quieta para escuchar intensamente, hasta que oyó un leve murmullo y un golpe amortiguado. Después otro.
Puertas que se cerraban, y voces. Allí abajo existía siempre la probabilidad de que hubiera cortesanos y criados hablando o apilando cosas, o incluso arrastrando sillas y mesas, pero no sin que antes contactaran con el guardián de turno en ese nivel. Es decir, con ella.
Siguió adelante, sabiendo que esos sonidos tenían que venir del otro lado, de aquel recodo, al frente.
—Lady Dama-Caballero —se dijo para sí, esbozando una sonrisa—, que disfrutéis de la cacería.
La maga de guerra Hallowhar se desplomó como un abrigo inservible, y el cortesano que la había derribado se volvió y salió corriendo en frenética carrera, pasando a menos de una braza de la punta de la espada que el Dragón Púrpura alzó para impedirle el paso.
—¡Kaerlyn, cógelo! —soltó el Dragón de mayor graduación, sudando por el esfuerzo de enfrentarse a la rápida y hábil espada de Platanegra. ¡Aquel hombre parecía medio muerto unos momentos antes, cuando caminaba casi arrastrándose, pero ahora parecía dominar el arte de la espada como el mejor de Toril! ¡Que los dioses nos asistan!
Frenéticamente, el primer espada Brelketh Velkrorn enganchó la hoja de Platanegra en los gavilanes de la suya, a un dedo de que lo alcanzara en la cara, y se esforzó por mantenerlo a distancia. Platanegra lanzó una gélida carcajada, dio un paso atrás y hábilmente introdujo su acero en una juntura momentáneamente expuesta de la armadura del telsword, que trataba de sortearlo para lanzarse en persecución del cortesano.
El telsword Arnden Kaerlyn lanzó un gruñido, se retorció en un vano intento de rechazar la espada de Platanegra, oscura y húmeda con su sangre, y cayó con un ahogado grito de sorpresa cuando el noble le lanzó una finta a la cara pero a continuación volvió a hundir su acero en el mismo sitio, esta vez mucho más hondo.
El primer espada Velkrorn se quedó mirando por encima del hombro de Platanegra a la figura distante del cortesano, que desaparecía tras un recodo del pasillo.
—¡Maldita sea! —rugió Velkrorn cuando la espada del noble volvió a atacarlo, haciendo molinetes y tejiendo una red de brillantes arremetidas que a duras penas conseguía parar. Se lanzó hacia un lado del pasillo para obligar a Platanegra a volverse, en la esperanza de provocarle una caída, y justo cuando el noble se dio la vuelta para luchar, volvió a lanzarse hacia atrás.
La tercera vez funcionó. Platanegra se tambaleó, manoteó con el brazo que le quedaba libre para mantener el equilibrio, y Velkrorn aprovechó para enganchar la espada del noble con la suya, la forzó hacia un lado, introdujo una bota detrás de la pierna de Platanegra y empujó con fuerza.
Bien jugado. Rellond Platanegra cayó de espaldas y dio contra el suelo. Velkrorn le saltó encima, apoyando una rodilla en el brazo con que el noble sostenía la espada y la otra encima del estómago.
Cegado, Platanegra se debatía bajo su peso, tratando de respirar mientras su espada caía sonoramente a su lado. Velkrorn le dio un puñetazo en la mejilla y otro en la mandíbula. La cabeza del noble golpeó repetidamente en el suelo hasta que se quedó quieta, confirmando así al Dragón que estaba inconsciente.
El cortesano había desaparecido hacía tiempo. Con expresión de disgusto, Velkrorn examinó al telsword Kaerlyn. También estaba sin sentido y sangraba copiosamente, malherido, pero seguía vivo. Por el momento.
En cambio Briarhult...
—Muerto —susurró Velkrorn para sí—, por un rasguño que ni siquiera debería haberle hecho vacilar. —El telsword tenía los labios azules.
Se volvió hacia la maga de guerra. Estaba bien muerta, con los ojos fijos en el vacío, la piel brillante con un atisbo de sudor y los labios también azules.
El primer espada Brelketh Velkrorn se puso de pie mientras trataba de encontrar una maldición adecuada. Recogió la espada de Platanegra y salió a toda prisa en busca del gong de alarma más próximo.