Capítulo 14

La danza de los magos muertos

Invocad vuestros conjuros más poderosos, archimagos,

porque quiero ver altos e imponentes castillos derruidos,

grandes dragones cayendo en llamas del cielo

y a los magos muertos danzando.

Tethmurra Starmar, la Dama Juglar

De la balada

Alzad alta mi copa de sueños,

publicada en el Año de la Corona

—Aquí terminan los sótanos —dijo Jhessail, pasando una esbelta mano por una oscura y húmeda pared de tierra—, de modo que a menos que conozcáis una manera de atravesar la piedra sólida…

—Eso mismo —coincidió Florin—. Aquí combatiremos y moriremos. —Llevado por un impulso la rodeó con el brazo, la acercó a su pecho y la besó en la mejilla.

Sorprendida, Jhessail alzó los ojos hacia él, con el corazón desbocado. Le ofreció los labios para un beso de verdad, pero él le respondió con una sonrisa afectuosa y la soltó.

—Vamos —susurró—. Nuestros santurrones necesitan nuestra ayuda. Sus heridas son más graves de lo que yo pensaba.

Pensativa, Jhessail hizo lo que él había dicho, volviéndose en silencio para ayudar a Islif a vendar con tiras de lo que había sido la llamativa guerrera de Doust las peores heridas que las espadas de los zhent les habían inferido a él y a Semoor.

Los dos sacerdotes yacían pálidos y silenciosos en el suelo, con la mirada fija en el oscuro techo. Inclinada sobre ellos, Islif goteaba sobre sus pechos sangre de una herida propia, pero apartó la mano de Florin cuando él quiso sujetarla. Se había quitado su armadura para moverse con más soltura, y las prendas de cuero que llevaba debajo estaban oscurecidas por la sangre.

—Nosotros —dijo Doust con tono sombrío desde abajo— estamos hechos polvo.

—Valiente polvo —añadió Semoor con voz débil.

—La próxima vez —dijo Islif, pesarosa— no saldremos a recorrer rutas subterráneas tan precipitadamente como para dejarnos las pociones curativas en nuestras habitaciones.

—La próxima vez, dice. —Doust tosió, cerrando los ojos y estremeciéndose cuando los dedos de Islif detectaron una costilla rota en su costado—. ¿Crees que Pennae seguirá viva?

—Esa chica podría robarles a los propios dioses y salir indemne —dijo Islif—. No os preocupéis por ella.

Entonces alzó la cabeza de repente, escuchó y siseó:

—¡Silencio! ¡Alguien viene!

Los Caballeros estaban echados o de rodillas en la penumbra, detrás del dorado montón del tesoro de Fuego de Dragón, con su círculo de espadas guardianas, donde el suelo del sótano bajaba en dos anchos escalones hasta acabar en un oscuro recoveco que olía a moho.

Guardaron un silencio tenso, con las manos en la empuñadura de sus armas mientras unos cuantos avanzaban sigilosamente hacia el tesoro desde el otro lado. Unos cuantos que traían consigo su propia luz.

Se oyeron exclamaciones de admiración y juramentos en voz baja.

—No toquéis nada —dijo un hombre con innegable autoridad. Su voz sonó sorprendentemente alta y próxima—. Este tesoro no es más que una ilusión, todo él, pero las espadas son de verdad, y vuelan y matan con más precisión que nuestros mejores conjuros.

Jhessail estaba de rodillas, junto a Doust, en un extremo, y se arriesgó silenciosamente a mover la cabeza lo suficiente como para ver más allá con un ojo.

Lo que vio fue una esfera de luz que flotaba por encima de guerreros zhentilares vestidos con relucientes armaduras de placas negras y con hachas en las manos. Eran demasiados para poder contarlos, y estaban apiñados mirando el tesoro. En medio de ellos había tres hombres con túnicas. Magos. Magos zhentarim.

—Una mera ilusión —confirmó el mago más viejo—. Hemos explorado este lugar una docena de veces desde que fui destinado aquí. No hay nada…

El joven mago que estaba a su lado se puso rígido. Algo como una voluta de humo rodeó su cabeza. Después el humo desapareció, en su interior, y él, tranquilamente, sacó su daga, se volvió y la clavó hasta la empuñadura en el ojo del mago más viejo.

Todos gritaron, el joven mago asesino se desplomó cuando la voluta de humo salió como una flecha por sus ojos, dejándolos transformados en pozos oscuros y vacíos. Y el mago más viejo chilló mientras caía.

Tres espadas atravesaron al joven mago antes de que tocara el suelo. El humo se lanzó contra el último mago, que se resistió en vano, gritando palabras de salvaguarda que parecían provenir de lugares muy distantes, repetidas por el eco. Los zhentilares alzaron sus espadas formando un círculo para amenazarlo, y Jhessail se mordió el labio para no soltar una exclamación al ver a un guerrero solitario que aparecía en la puerta, detrás de los zhent, y se lanzaba hacia adelante como una especie de monstruo.

Tenía la piel purpúrea, hinchada, y lanzaba espumarajos por la boca, los ojos, los oídos y la nariz. Llevaba en la mano una varita mágica.

La varita lanzó un destello, transformando a los zhent en ruinas tambaleantes sin darles siquiera ocasión de gritar. El guerrero apuntó la varita y volvió a descargarla, sonriendo aviesamente bajo unos ojos ciegos por los que salía espuma mientras morían más zhent.

Duthgarl Lathalance jamás despreciaba un buen combate.

Pennae apartó de sí el cuerpo de la maga de guerra mientras soltaba el extremo del cinturón de Yassandra. Estaba tan cargado de bolsillos, llaves e instrumentos al parecer mágicos y de gran utilidad que no tenía manera de llevárselo todo sin el cinturón que lo sostenía.

Sólo tardó un momento en ajustarlo alrededor de su cadera, volverse para echar una mirada de advertencia al ornrion que estaba al otro lado de una pila de cadáveres y que yacía inmóvil, fingiéndose muerto todavía, y atravesar el recinto con todo sigilo para ver si se habían marchado todos los zhent.

Los demás Caballeros estaban en algún lugar, al otro lado de esa puerta, e iban a necesitar la ayuda de todos los Dioses Vigilantes para enfrentarse a nada menos que tres zhentarim, eso por no hablar de un pequeño ejército de guerreros zhentilares.

Desde el otro lado llegaron súbitos gritos de alarma, entrechocar de espadas y a continuación un sonoro silbido que parecía magia. Alguien gritó.

Pennae recogió del suelo una daga y empezó a correr. Si podía clavársela a un mago zhentarim por la espalda, tal vez impediría que dejara a Florin impedido con un conjuro.

Se detuvo a la entrada, con la boca abierta por el asombro, y de inmediato retrocedió y se hizo a un lado.

Era demasiado tarde para salvar a alguien arrojando una daga.

El círculo formado por zhentilares retrocedió tambaleándose ante el último mago que quedaba en pie, al ver florecer en sus dedos una ráfaga con muchos proyectiles fulgurantes que, como dardos, fueron a clavarse cruelmente en sus partes vitales.

Varios de ellos se volvieron para escapar del hombre de piel enrojecida armado con la varita mágica, pero otros volvieron a cargar, decididos a derribar al mago que los había liderado apenas unos momentos antes.

Él les lanzó otra descarga y los proyectiles mágicos una vez más los hicieron retroceder, pero un hacha que apareció volando se hundió en la cabeza del mago.

El zhentilar que la había lanzado saltó en pos de ella, golpeando furiosamente al mago y derribándolo al suelo, donde el zhentilar le abrió la garganta. No paró hasta que la cabeza del mago salió rodando.

Por encima de la cabeza de aquel zhentilar, la varita mágica del hombre de piel enrojecida destelló repetidamente, matando a un zhent tras otro mientras estos cargaban desesperados contra ella. El Fuego de Dragón relucía hasta alcanzar un brillo cegador cada vez que el destello de la varita lo tocaba.

Uno tras otro fueron cayendo los zhent, pero las descargas de la varita empezaron a hacerse más endebles, y una espada zhentilar consiguió alcanzarla y hacer mella en ella.

Estalló en una pequeña estrella de chispas, y, con un alarido resonante, aquella espada explotó en añicos.

Añicos que hicieron estragos en el zhentilar que la blandía, cuyo cuerpo lacerado cayó abierto en mil tajos, y cercenaron el brazo de Lathalance a la altura del codo.

El zhentilar lanzó un rugido de triunfo y dio un salto adelante, emprendiéndola a mandobles con el indefenso guerrero púrpura.

Aparentemente insensible al dolor de los cortes que el acero le iba haciendo, aquel guerrero solitario empezó a dar cortes a diestro y siniestro.

Jhessail cerró los ojos más de una vez ante la carnicería que se desarrollaba ante ella. El guerrero de piel enrojecida parecía totalmente indiferente a su propia suerte, y sembró la muerte por doquier antes de quedar totalmente superado por los zhentilares, que lo destrozaron.

Una voluta de humo brotó de él como una serpiente, y llevados por una arraigada costumbre, los zhentilares se retrajeron, porque en la Hermandad Negra, la magia no era ninguna broma.

Una segunda lengua de humo surgió de los restos del decapitado comandante zhentarim.

Las dos volutas de humo parecieron mirarse la una a la otra, como si hubieran entablado una conversación, y a continuación, al unísono, se volvieron y salieron como flechas por la puerta y subieron juntas por la escalera del sótano.

Con un rugido bronco, los zhentilares supervivientes corrieron tras ellas.

Cuando el último guerrero zhentilar —quedaban no más de una docena— subió a grandes zancadas la escalera que llevaba al salón, Pennae se levantó de entre los viejos barriles y cajones, corrió pegada a la pared y se deslizó a través de la puerta, manteniéndose agachada y moviéndose con rapidez.

A pesar de que sabía lo que iba a encontrarse, era tal la profusión de cuerpos de zhent diseminados por todas partes que a punto estuvo de perder el equilibrio al tener que detenerse de pronto. Al otro lado de los cadáveres apilados, el tesoro del Fuego de Dragón relucía, intacto en su esplendor.

Pennae le dedicó una sonrisa irónica. Engañoso y letal, como tantas cosas en Faerun.

A continuación se fue abriendo camino con cuidado entre los muertos, pegada a las paredes y lo más aprisa que pudo, hasta que consiguió rodear el extremo más lejano del tesoro, y vio…

¡Una espada que le salió al paso!

—¡Eh, un momento! —dijo entre dientes, dando un salto atrás.

Islif la miró sin emoción desde el otro extremo de la espada.

—La próxima vez, adviérteme. Seguimos teniendo oídos, ¿sabes?

—Sí —respondió Pennae con el mismo tono—, pero no somos los únicos que siguen con vida aquí abajo. ¡También está ese maldito ornrion de Arabel! Creo que está solo.

—¡Vómito de los dioses! —gruñó Florin—. Parece que nos tiene cariño.

Pennae asintió con amargura y a continuación miró desde más cerca a todos los Caballeros.

—¿Creéis que sobrevivirán nuestros santurrones?

—Si pudiéramos llegar a nuestras pociones curativas —respondió Islif con un encogimiento de hombros—, mi respuesta sería más optimista.

Pennae miró a sus compañeros con cara inexpresiva durante un momento, y a continuación abrió su guerrera para mostrarles su dethma de cuero gastado. Rebuscó algo bajo sus pechos, hasta que encontró una ampolla de acero reluciente cerrada con un tapón sellado con lacre y que llevaba grabado el símbolo del sol. Era una de las pociones curativas que habían cogido del tesoro de Susurro. Se la ofreció a Islif, que la miró con el ceño fruncido.

—¿Dónde la…?

—Jamás salgo a combatir sin lo esencial —murmuró Pennae.

Islif la miró un momento sin hablar.

—Gracias —le dijo por fin.

Pennae se encogió de hombros y luego volvió a mirar a los Caballeros y asintió.

—Florin —preguntó a continuación—, si Jhess e Islif se bastan para atender y proteger a los heridos, ¿querrías ayudarme a encontrar un modo de salir de estos sótanos?

Tras recibir dos gestos afirmativos de Jhessail y de Islif, Florin aceptó.

—Sí—dijo levantando la espada—. ¿Debo entender que las cosas se han tranquilizado en el resto de los sótanos?

Pennae le respondió con una sonrisa exenta de alegría.

—Podría decirse que sí.

En el salón aparentemente desierto de la posada, Viejo Fantasma y Horaundoon flotaban perezosamente en las sombras de la barandilla de la escalera del sótano, a la espera de su siguiente presa.

No tuvieron que esperar mucho. Once guerreros zhentilares de ojos desorbitados corrían escalera arriba, esgrimiendo espadas y hachas, sin pensar en nada que no fuera escapar del ente extraño, fuera cual fuese, que había matado a sus compañeros, y para colmo a tres magos zhentarim de indudable capacidad.

Viejo Fantasma y Horaundoon se introdujeron en los dos primeros zhents en cuanto estos llegaron al último escalón, hicieron que se miraran mutuamente con sonrisa de satisfacción y a continuación los obligaron a volverse y a atacar a sus compañeros.

Entre alaridos de temor y de ira, la batalla se inició en la escalera. Los zhentilares se abatían frenéticamente unos a otros para evitar ser empujados hacia los sótanos, y Viejo Fantasma y Horaundoon pasaban como centellas de un guerrero a otro cada vez que alguien pedía calma y que se depusieran las armas. Tres zhents murieron antes de que el combate se extendiera hacia el salón y lo recorriera derribando y destrozando a su paso mesas y sillas.

En medio de tanto grito, aullido y entrechocar de acero, Ondal Maelrin y una de sus criadas bajaron corriendo desde el piso de arriba, cargados con ampollas de acero, y atravesaron el salón, sorteando a los zhentilares, enzarzados en feroz combate.

—¡Nuestras pociones! —dijo Pennae entre dientes desde el lugar donde se había apostado cautelosamente en la escalera—. ¡Ese posadero berraco y ladrón nos está robando nuestras pociones! —Se lanzó escalera arriba desenvainando la espada para acompañar a la daga que llevaba en la otra mano. Florin frunció el ceño. Sacó a relucir su propia espada y cargó tras ella.

Pennae dio un rodeo y —con ayuda de una mesa que encontró a mano y un ágil salto— sorteó a los zhentilares de negra armadura, pero Florin tuvo que repeler un ataque de inmediato. Desvió la espada de su atacante, de un puntapié hizo volar una silla hacia la cara del hombre, después le asestó un fuerte puñetazo en la entrepierna que lo dejó sin respiración y, tras levantarlo por los aires, lo hizo caer de espaldas sobre una mesa, cosa que remató con un hábil revés en la garganta. Consiguió por fin, tras superar a otro zhentilar, seguir a Pennae por una puerta que había en el otro extremo del salón y que daba a una habitación llena de tapices, donde brillaba el fuego azulado de un portal mágico.

Frente a dicho portal habían detenido de golpe su loca carrera el posadero y su criada, porque alguien lo estaba atravesando en el otro sentido.

Era una mujer, herida y sola, y cuya cojera no les resultó familiar a los Caballeros, aunque sí su rostro.

Laspeera de los magos de guerra miró con desolación a Maelrin y a la criada, y después a Florin y a Pennae. Su cara tenía una palidez sepulcral.

El carruaje traqueteaba por las calles de Halfhap. El cochero, tembloroso y pálido, castigaba a los caballos para que fueran cada vez más rápido. Los mercaderes se apartaban del camino precipitadamente, y los gritos y chillidos no tardaron en atraer a las patrullas de Dragones Rojos, que vocearon e hicieron señas para que el cochero se detuviera.

El látigo volvió restallar. Y el cochero, que temblaba y sollozaba de miedo, chocó contra una verdulería, aplastando cestas y haciendo volar hortalizas por todas partes. El corpulento propietario, furioso, echó mano del tiro para impulsarse al pescante.

El hombre de expresión dura que iba unto al cochero sacó una varita mágica del cinto y con absoluta frialdad hizo estallar la cara rubicunda del tendero, haciendo volar por los aires esquirlas de hueso. A continuación dio idéntico tratamiento a dos Dragones Púrpura que trataban de sujetar a los caballos por las riendas.

Mientras sus cuerpos caían bajo los cascos de los caballos, el mismo hombre se puso de pie en el pescante, apuntó con cuidado e inmoló, uno por uno, a los demás miembros de la patrulla de Dragones Púrpura. El coche siguió a toda carrera hacia la Posada del Ropavejero.

Los zhentarim que iban dentro del carruaje se golpeaban contra las paredes del mismo y chocaban los unos con los otros, lo que les causaba contusiones.

El mago de más edad vio que uno de sus subalternos se mordía la lengua. Meneó la cabeza: era el tercero al que le sucedía. Ya hacía rato que había pasado un brazo por un enrejado lateral para sujetarse, y se valía de los pies para impedir que los que lo rodeaban lo apartaran del sitio que se había ganado.

—¡Tiraos al suelo, todos! —vociferó cuando los juramentos y quejidos se transformaron en un ruido ensordecedor—. ¡Jamás entenderé por qué admite la Hermandad en sus filas a semejantes necios!

Habían dividido la poción a partes iguales entre Doust y Semoor, que no habían tardado en dormirse. Pronto empezaron a recuperar el color y a parecerse cada vez más a hombres vivos tendidos de espaldas que a cadáveres desmadejados. Jhessail había dejado de mirarlos preocupada y ahora estudiaba el resplandeciente tesoro de Fuego de Dragón y ensayaba encantamientos en voz baja.

Islif la miraba con expresión sombría.

—No vayas a hacer que esas espadas nos ataquen —fue lo único que dijo.

Cuando Jhessail se reclinó con un suspiro acompañado de un gesto de desánimo, Islif detectó un movimiento en el otro extremo de la luminosidad. Se puso en cuclillas y puso la espada en posición de ataque.

Oyeron el ruido de un farol al que se le quitase el capuchón y a continuación vieron que su luz avanzaba lentamente, manteniéndose fuera del alcance de la espada.

El que lo portaba lo bajó hasta que pudieron ver la cara seria de Intrépido.

—Tregua —fue su saludo—. Vengo en son de paz.

—Vaya —respondió Islif, malhumorada, mientras bajaba un poco la espada—, supongo que hay una primera vez para todo.

Laspeera dio dos pasos hacia adelante y cayó de bruces, como un árbol talado.

El posadero hizo malabarismos con las ampollas un momento mientras sacaba su daga y se agachaba, dispuesto a apuñalar a su inesperada huésped.

Pero en lugar de eso, Ondal Maelrin emitió un sonido gorgoteante y sorprendido cuando Pennae le dio un tajo en la garganta desde atrás.

Siguió agachándose hasta darse de bruces contra el suelo.

Las ampollas cayeron dando botes y rodando. La criada alzó las manos y empezó a gritar. Florin se apoderó de una y se la hizo beber a Laspeera con brusca celeridad. La arrastró, acto seguido, y la puso fuera del alcance de la sangre del posadero, que iba formando un charco cada vez más grande.

Pennae abofeteó a la criada con el dorso de la mano y acalló sus gritos. Luego la empujó contra un tapiz, que cedió y detrás del cual había una puerta que atravesó. Mientras la ladrona empezaba a recoger las pociones, Laspeera empezó a toser y a estremecerse en brazos de Florin, y el portal azul empezó a lanzar destellos al ser atravesado por más hombres con armadura de cuero, que traían espadas y dagas en las manos.

—Por todos los dioses del infierno —maldijo Pennae—. ¿Es que no van a acabar nunca?

Florin tendió suavemente a Laspeera en el suelo y de un salto salió al encuentro de estos nuevos enemigos, que ya se lanzaban con expresión torva y blandiendo sus espadas contra los Caballeros. Eran seis… no, siete… ocho en total.

Pennae dio un puntapié a la ampolla vacía, que se interpuso en el camino del primero de los matones, haciéndolo resbalar y caer agitando los brazos y las armas. A punto estuvo de ensartar al que traía detrás, que retrocedió soltando una maldición. Eso hizo que, cuando Pennae saltó hacia ellos y se agachó para golpearlos en los tobillos, cayeran indefensos, arrastrando a un tercero en su caída. El cuarto y el quinto chocaron con sus camaradas, maldiciendo sorprendidos a voz en cuello. Mientras, Florin los apuñalaba con toda la rapidez de que era capaz y les hacía cortes en la frente a los que trataban de zafarse para que quedaran cegados por su propia sangre.

Un segundo apenas, y se vio obligado enfrentarse con el sexto y el séptimo de los matones, que habían conseguido sortear aquel embrollo y se le venían encima por ambos lados. El explorador se lanzó sobre el de la izquierda, usando su mandoble más amplio para rechazar la espada del otro y hacerle describir una media vuelta que lo llevó a tropezar con Laspeera, que trataba de ponerse de pie. Florin aprovechó el momento para lanzarse contra el séptimo de sus agresores.

El hombre era hábil en el uso de la espada, y tres veces estuvo a punto de atravesar a Florin en los primeros intercambios. El guardabosques pudo entrever a Pennae apuñalando al octavo matón en el estómago y volviéndose a continuación a cortar el gaznate al único superviviente de los ataques de Florin, que había conseguido desembarazarse a medias de los cadáveres de sus compañeros. A continuación, Pennae arrojó su daga al contrincante de Florin. La daga golpeó al hombre en el cuello con la empuñadura, sin ocasionar daño, pero sorprendió al hombre y lo obligó a dar un paso hacia un lado. Este se torció el tobillo, trastabilló y acabó ensartado en la espada de Florin, echando sangre por la boca.

Laspeera acabó de tomar su segunda poción. Se enjugó la boca y alzó la vista hacia los dos Caballeros.

—La reina hizo una buena elección —musitó—. Sois realmente capaces, al menos en un combate a espada.

El portal volvió a centellear y Pennae gruñó:

—¡Oh, no, por favor!

Laspeera alzó las manos para formular un conjuro y las dejó caer en seguida, mientras más hombres se amontonaban en el portal. Más matones. ¡Un sinnúmero de enemigos!

A toda prisa, Laspeera se puso a recoger pociones curativas, y Florin corrió a ayudarla.

—¡A los sótanos! —dijo con voz entrecortada, señalando hacia el salón—. ¡Por la escalera!

Laspeera asintió y se puso de pie de un salto, moviéndose como si estuviera totalmente curada y hubiera recuperado sus fuerzas. Demostró que podía correr casi tan velozmente como Pennae, de modo que iba a la cabeza de los tres mientras atravesaban el salón de la posada con los matones pisándoles los talones, gritando furiosos y amenazándolos con sus dagas y espadas.

Volutas de humo salieron al encuentro de esos matones, y los dos que llevaban la delantera se volvieron y mataron a los dos que venían a continuación. Entre alaridos y gritos de sorpresa, los hombres lanzados en loca carrera caían sobre los cuerpos que se daban de bruces contra el suelo.

Los escasos zhentilares de negra armadura que quedaban vivos en el salón se volvieron a mirar a estos nuevos enemigos y se dispusieron a combatirlos, todo ello mientras Laspeera y los Caballeros se precipitaban por la escalera del sótano.

Los matones lanzaron gritos desafiantes y salieron al encuentro de los zhentilares, que respondieron con fiereza. Todo era entrechocar de aceros de guerra.

A ese estrépito se sumó otro más profundo, el de una explosión que hizo que los combatientes parpadearan y se volvieran hacia la repentina irrupción de la brillante luz que lo inundó todo.

Las puertas delanteras de la posada habían sido voladas y cayeron hacia el interior de la habitación, aplastando las mesas y a los matones.

Fuera, el zhentilar atónito pudo ver un carruaje destartalado volcado y con las ruedas todavía girando, mientras los caballos se debatían.

Subiendo decididos los escalones, y atravesando el enorme agujero que había quedado donde antes estaban las puertas, aparecieron nueve magos zhentarim. En sus bocas se dibujaban crueles sonrisas mientras sus manos ya iban preparando conjuros.