Capítulo 29
Traición urdida para matar
¿Quién avanza, pues, valiente, para salvar al reino
y enfrentarse al día de los malditos traidores?
Nosotros que hemos amado la tierra hasta dar nuestras vidas
ahora nos alzarnos en nuestras tumbas, urdiendo una traición para matar.
Tethmurra Starmar, la Dama Bardo.
De la balada
Los muertos marchan en este día,
publicada en el Año de la Espuela
—Ghoruld —gruñó Vangerdahast dejando que la cabeza de lord Corona de Plata se le deslizara de las manos. La expresión del noble quedó vacía cuando cayó al suelo desmadejado y sumido en el olvido—. Debería haberlo sabido. Caballeros, venid conmigo. Al parecer, en este momento no puedo confiar en un solo mago de guerra. ¡Esta noche nos enfrentamos a una traición urdida para matar!
Traición, el murmullo empezó a propagarse a su alrededor, pasando de un conmocionado cormyriano a otro, un murmullo que atravesó el salón con la velocidad de una flecha disparada por un avezado arquero. Vangerdahast se encaminó a una pintura aparentemente sólida que había en la pared y pasó a través de ella como si no fuera más que aire, con los Caballeros de Myth Drannor tras él.
Todos, huéspedes, guardias y sirvientes, se quedaron boquiabiertos y en silencio. Un instante después, todos se pusieron a hablar a la vez, en una oleada de excitados murmullos.
En una profunda cámara de piedra había un círculo de plintos de piedra negra, rematado cada uno de ellos por una oscura bola de cristal. Cada uno de esos plintos de piedra, que le llegaban a un hombre a la altura de la cintura, estaba encerrado en un círculo de tiza trazado en el suelo, y cada círculo estaba unido por una línea también de tiza a un círculo central vacío. En uno de los círculos no había plinto, sólo una bola de cristal en el suelo, y ese cristal relucía, mostrando en sus profundidades formas y colores que se movían y parpadeaban.
Ghoruld Applethorn estaba de pie, dominando aquella esfera, observando y escuchando lo que se desarrollaba en sus profundidades. Vio a Corona de Plata deslizarse hasta el suelo y oyó cómo Vangerdahast revelaba el gran secreto en voz alta.
Applethorn rió entre dientes, y en su satisfacción pronunció ante el cristal palabras que sabía que el mago real no podría oír.
—Corona de Plata lo hizo casi tan bien como yo esperaba, Vangey… y lo mismo puede decirse de ti. No importa el motivo por el cual vienes hacia mí. Lo importante es que vengas.
Se oyeron unos golpecitos con una cadencia determinada en una puerta envuelta en la oscuridad de un rincón apartado del Gran Salón de Anglond. El sirviente que había estado esperando la llamada, abrió la puerta con cuidado, haciendo un gesto que imitaba el de tres dedos pulsando las cuerdas de un arpa.
El gesto fue acompañado de una sonrisa, y el sirviente abrió la puerta del todo. Resplandeciente en sus hermosos ropajes negros, Dalonder Reed pasó al interior.
—Siento llegar tarde —dijo entre dientes—. ¡La maldita campiña está cambiando! ¡El torrente que me gustaba seguir a través del Bosque del Rey ha desaparecido! ¡Así, sin más, desaparecido!
El sirviente miró al explorador Arpista con incredulidad.
—No hay problema —murmuró—. ¡El rey todavía no se ha dejado caer, de modo que no os habéis perdido nada! La emisaria está entrando en este mismo momento, por allí, y dudo que puedan hacerle algún daño. ¿Veis a aquella doncella, la que va pegada a su cadera? Bueno, la verdad es que su doncella está sumida en un conjuro de sueño en sus aposentos. Esa es Dove, que ha tomado su apariencia.
—¿Dove? ¡Bueno, entonces no me necesitáis para nada!
—Oh, yo no diría eso. Siempre se necesita mucha ayuda para limpiar la sangre cuando termina todo.
—Las princesas están a salvo con Beldos Margaster —les dijo Vangerdahast a los Caballeros con voz ronca mientras entraban a toda prisa en una habitación vacía—. Por lo tanto, de quienes más tenemos que preocuparnos es del rey y de la reina.
Después de que hubieron entrado, cerró bien la puerta.
—Vigílala —le ordenó a Islif, que sin mediar palabra alzó la espada y se colocó frente a ella.
Vangey asintió e indicó a Doust que se encaminara hacia un cuadro más alto que un hombre que había en la pared fronteriza, y a Semoor que se colocara ante un armario.
—Esas también son puertas. Montad guardia. Si algún mago de guerra (u otra persona, aunque sea el rey) tratad de entrar, intentad impedirlo.
Volvió a continuación al centro de la habitación y tras indicarles a Florin, Pennae y Jhessail que se reunieran con él alzó las manos en un gesto dramático, como si fuera a empezar a formular un conjuro.
—Bien —dijo alzando la voz—. Nada de cristales de escudriñamiento. Vamos a cazar magos de guerra traidores. ¿Dónde estás, Applethorn?
—¡Vaya, conque por fin la prudencia se apodera de nuestro mago real! —dijo Ghoruld Applethorn—. Y eso a pesar de ese exceso de confianza que es su perdición. ¿Quién va a protegerte, Vangey? ¿Acaso esos conjuros tuyos tan poderosos? ¿Un puñado de patanes aventureros, acaso?
Meneando la cabeza, Applethorn elaboró sin prisa un conjuro quele dio el aspecto de un plinto como los demás, un plinto con una mano que cuidadosamente levantó el cristal resplandeciente y se lo colocó encima, haciendo a continuación que la esfera quedara tan oscura como las demás.
En torno a aquel cristal en reposo, los dedos se hundieron en la parte superior del plinto mientras brotaba de él la voz burlona de Applethorn.
—Contempla, pues, cómo me escondo. ¿Podrás encontrarme? ¿A tiempo? ¿Antes de que te encuentre eso que desatará Margaster?
—No seas imprudente, Ghoruld —murmuró Margaster apartándose de su espiral de escudriñamiento—. ¡No hables de mí y de lo que estoy haciendo a todo el que quiera escucharte en Cormyr! Te estás volviendo prescindible.
Arrodillándose en el suelo de piedra, echó hacia atrás una esquina de la alfombra, dejando ver una hilera de nueve palabras escritas con tiza sobre las piedras. Una por una las fue tocando y pronunciando en voz alta con precisión firme y grave.
A continuación las borró todas.
En un pasaje oscuro, polvoriento y secreto situado en algún punto de palacio, cada una de las palabras de Margaster resonaron como si brotaran del aire, una por una, por encima de una fila de nueve calaveras apoyadas sobre pequeñas bases alo largo de un estante.
Cada calavera lucía el yelmo de un guerrero, y cada una de ellas estaba conectada por un rastro de sangre seca trazado deliberadamente que bajaba por el soporte sobre el que estaban colocadas hasta el estante, y desde este, por la pared y un pequeño tramo de suelo, hasta una espada desenfundada que yacía sobre las piedras.
Al pronunciar cada palabra, la calavera conectada con ella se balanceaba, relumbraba brevemente, se elevaba en el aire polvoriento y se desvanecía, dejando un yelmo vacío flotando en el aire.
El polvo se arremolinaba y se consolidaba hasta el punto de que cualquiera que pudiera observarlo —de haber habido alguien vivo en aquel pasaje oscuro y desierto— habría visto que unos hombros espectrales conectaban cada yelmo vacío con unos brazos que no parecían más que sombras y que sin embargo podían levantar, sostener y esgrimir una espada.
Nueve espadas sólidas, reales, se alzaban del suelo para ser empuñadas en fantasmal silencio. Las sombras se desvanecían como deshilachadas debajo de los hombros. Ninguna de las nueve sombras tenía ni torso ni piernas. Eran poco más que espectros desvaídos.
Nueve yelmos se volvieron hacia un lado y otro, como si los vacíos que había dentro de ellos se mirasen los unos a los otros, consultándose.
Entonces, todos a una, los nueve espectros de la espada volaron por el pasaje.
En medio de la ineludible fanfarria, el rey y la reina de Cormyr entraron del brazo en el Gran Salón de Anglond, saludando a los huéspedes y cortesanos con serenas sonrisas e inclinaciones de cabeza.
Sin dejar que su ancha sonrisa decayera en lo más mínimo, Azoun se dirigió a Filfaeril.
—Todo esto tiene trazas de acabar en desastre.
—Bueno, Az —le dijo ella con tono cariñoso—, como casi todas las cosas. Sólo son un desastre si tú actúas como si lo fueran. —Le palmeó la mano—. De modo que en lugar de eso, dedícate a seducir.
Azoun gruñó casi imperceptiblemente para hacerle saber que había captado su mensaje tranquilizador, y ambos siguieron adelante como si no oyeran los murmullos de «traición» que se propagaban audiblemente por todo el salón y se extendían por los balcones.
Filfaeril alzó la mirada y sonrió a la gente, como tenía por costumbre, luego se volvió y miró a los balcones que quedaban detrás, asegurándose de que nadie se sintiera menospreciado. Dio un leve codazo a su real esposo, indicándole que hiciera lo mismo. Se oyeron vítores por todo el salón que fueron coreados por los sirvientes y los Dragones Púrpura hasta que todo el salón estalló en una ovación.
Arriba, en los balcones, los mercaderes y sus esposas se apretaban tras las balaustradas. Entre ellos, a intervalos, había Dragones Púrpura impasibles y armados hasta los dientes. Todos tenían una ballesta lista para disparar y apuntaban al techo mientras paseaban la mirada vigilante por la multitud reunida abajo.
Entre el vocerío, la pareja real se deslizó hasta un punto del salón milagrosamente despejado gracias a la magia de sugestión de un mago de guerra, al encuentro de la emisaria de Luna Plateada.
Ella respondió, avanzando al mismo paso, mientras los ayudantes y doncellas de elegante belleza que la rodeaban se iban apartando. Los cormyrianos que llenaba el Gran Salón de Anglond dieron un respingo al ver la extraordinaria belleza de lady Aerilee Hastorna Bosquestival.
Era tan alta como Azoun y de sorprendente hermosura. Esta semielfa, esbelta en su vestido ondulante de color azul celeste y de una gracilidad de movimientos que recordaban a una ola avanzando por el refulgente mar, tenía cejas oscuras y arqueadas, unos pómulos altos y pálidos, una boca carnosa y de amable sonrisa, y ojos que parecían dos grandes y profundos zafiros. Iba descalza y las vaporosas gasas que la cubrían hasta los tobillos no dejaban dudas sobre lo que no cubrían del todo.
Saludó al rey de Cormyr con la respetuosa reverencia de un heraldo y con bellas palabras, pero acto seguido se volvió a abrazar a la reina Filfaeril y darle un beso apasionado, casi como si fueran amantes. Un beso largo, tierno que Azoun contempló, complacido y parpadeando de sorpresa mientras todo el salón hacía comentarios en voz baja.
—Vaya qué bien —suspiraron Dove y Dalonder Ree al unísono aunque estaban separados por unos veinte metros—. Ya empieza.
—Esta —añadió Dalonder mientras observaba cómo lady Bosquestival alargaba un brazo, casi como una reacción tardía, para atraer al rey a un triple abrazo— va a ser una velada interesante.
Vangerdahast murmuró algo, y un cofre diminuto apareció flotando frente a él.
Extendió la mano y lo abrió.
—Toca sólo el anillo con la cabeza del unicornio —le dijo a Jhessail—. Sácalo, pero no te lo pongas ni permitas que ni una ínfima parte de uno de tus dedos se aproxime siquiera al interior del círculo. Limítate a sostenerlo frente a mí.
Jhessail asintió y obedeció. Con un chasquido de dedos Vangey hizo que el cofre volviera a desaparecer. A continuación elaboró cuidadosamente un conjuro sobre el anillo.
Un rojo resplandor salió de él y empezó a palpitar. A Jhessail se le desencajó el rostro de dolor y empezó a temblar.
—¡Sujétalo! —le dijo el mago real con brusquedad.
La Dama-Caballero asintió, y una escena lentamente fue tomando forma en el aire entre ellos, la imagen de una desierta habitación de piedra iluminada por un solo cristal de escudriñamiento que palpitaba y relucía con la misma tonalidad rojiza que el anillo que sostenía Jhessail.
En las profundidades de aquel cristal, los Caballeros pudieron ver una imagen diminuta de sí mismos junto a Vangerdahast en la habitación donde ahora se encontraban.
El cristal estaba apoyado sobre un plinto de piedra oscura que formaba parte de un círculo de plintos idénticos; todos los demás tenían bolas de cristal oscuras, inactivas, sobre ellos. Cada uno de los plintos estaba rodeado por un círculo de tiza y todos los círculos estaban unidos por líneas, a modo de rayos, a un círculo central vacío.
Vangerdahast estudió con atención todos los plintos.
—¿Ves ese plinto que está debajo del cristal reluciente, Florin? Observa el círculo de tiza trazado en torno a él, las leves variaciones en el círculo y la línea respecto de los correspondientes a los demás. Si el cristal se oscureciera, ¿podrías distinguir ese plinto de los otros?
—Yo… sí —dijo Florin con firmeza—. Podría hacerlo.
—Bien. En realidad, ese plinto es un mago de guerra, un traidor al reino. Ve y mátalo con acero, golpeando lo más rápido que puedas y manteniéndote agachado, porque con una palabra puede hacer que todos esos cristales estallen y siembren mortíferas esquirlas por todas partes. Sal por el armario, gira a la izquierda y corre como un rayo. Mi voz te guiará a partir de ese momento.
Sin decir palabra, Florin atravesó corriendo la habitación, con la espada desenfundada en la mano, se lanzó al interior del armario y giró a la izquierda.
—¡Más rápido! —urgió Laspeera cuando otro puesto de guardia de Dragones Púrpura se aprestó a bloquearles el paso mirándolos con desconfianza.
Tathanter Doarmond lanzó hacia adelante su conjuro como un poderoso ariete pero, por los flancos, el andrajoso Intrépido y la mayor parte de la docena restante de Dragones Púrpura ya se lanzaba a la carga.
—¡Dejad paso! —bramó el ornrion—. ¡Apartaos! ¡Fuera de nuestro camino!
Cuando un guardia se detuvo vacilante, con la alabarda en alto, Intrépido se la hizo a un lado y estampó al soldado contra la pared. Cuando el guardia lanzó una maldición con voz bronca y echó mano a una daga, un Dragón Púrpura que corría detrás de Intrépido le dio un buen puñetazo que lo dejó tambaleándose, hasta que cayó al paso del precipitado tropel.
Tathanter, Malvert Lulleer, Laspeera y los Dragones ya habían recorrido demasiados pasillos del palacio, apartando a sirvientes y guardias que no se habían hecho a un lado con rapidez suficiente, pero… ¡por fin ahí estaban las puertas del Gran Salón de Anglond!
Los guardias que vigilaban la puerta les echaron una mirada y abrieron las puertas de par en par. El grupo de Laspeera irrumpió en el Gran Salón, jadeando.
Mientras las esposas bellamente ataviadas de los mercaderes chillaban y se dispersaban, Intrépido y sus doce Dragones se abrieron en abanico, corriendo entre los invitados apiñados, espada en mano y esperando encontrar problemas.
Problemas, como los Caballeros de Myth Drannor.
Los pajes, los escribas y los cortesanos de Luna Plateada gritaron alarmados y corrieron a rodear y proteger a su señora. La doncella de la emisaria corrió al lado de lady Bosquestival lanzando llamaradas de plata por los ojos.
Una voz sonó de repente en el pectoral de todos los Dragones Púrpura del salón:
—Soy Laspeera, del cuerpo de magos de guerra de Cormyr. ¡Leales Dragones y ciudadanos, no nos ataquéis a mí ni a los que corren a mi lado! ¡Servimos al reino!
—¡Ni rastro de ellos! —bramó uno de los Dragones.
—¡Tampoco aquí! —gritó otro. Otros gritos se sumaron a estos, anunciando que no había ninguna señal de la presencia de los Caballeros de Myth Drannor en todo el salón.
Laspeera frunció el entrecejo, formuló un rápido conjuro, e Intrépido y sus doce hombres fueron alzados por los aires y elevados hasta los balcones. Rápidamente empezaron a correr por los niveles superiores, buscando entre la gente.
En el salón todo era alboroto, pero cesó cuando Intrépido se abrió camino hasta la balaustrada del balcón más bajo, hizo señas a Laspeera y abrió las manos impotente, como diciendo «no están aquí».
Con gesto compungido, Laspeera se volvió hacia el rey y la reina para presentar sus excusas, pero se paró en seco con expresión de absoluto estupor cuando vio que el rey Azoun le dedicaba una amplia y genuina sonrisa antes de volverse hacia lady Bosquestival.
—¡Aerilee, en muchas de nuestras recepciones celebramos la labor de vigilancia que ejercen nuestros magos de guerra y nuestros Dragones Púrpura con un simulacro de persecución como el que acabáis de presenciar, tanto para entretener a los ciudadanos como para recordarles que los mejores del reino los protegen constante y vigorosamente! Permitidme que os presente a Laspeera Naerinth, uno de los miembros más destacados y capaces de nuestro cuerpo de magos de guerra.
Muda todavía de asombro, Laspeera se encontró de golpe envuelta en el cálido abrazo de la emisaria de Luna Plateada, cuyo entusiasta beso primero la puso tensa, luego le hizo encogerse de hombros y por fin participar en pie de igualdad en una guerra de lenguas.
—Apuesto a que dais fantásticos masajes de espalda —murmuró cuando por fin sus labios se separaron.
Airilee sonrió con gesto travieso.
—Oh, claro que sí. ¿Y vos hacéis masajes de pies?
Laspeera le devolvió la sonrisa y se encogió de hombros.
—No me importaría probar.
Arriba, en el balcón, presenciando todo aquel besuqueo, Intrépido aporreó la balaustrada con el puño.
—¡Maldita sea! ¡Cuánto daría yo por estar ahí abajo!
El guardia más próximo a él lo miró de arriba abajo y meneó la cabeza.
—Vos no dais la talla.
Los Dragones Púrpura de los alrededores empezaron a reírse mientras Intrépido miraba al otro con expresión de querer comérselo vivo.
Semoor Diente de Lobo lanzó un grito de sorpresa cuando las puertas del armario que estaba vigilando se abrieron de golpe con gran destrozo de madera y dos cosas espectrales, oscuras, cubiertas con yelmos, irrumpieron a través de ellas.
Apenas medio segundo más tarde, otras cinco sombras desgarraron el alto cuadro de la pared oriental al lanzarse a través de él y arremeter con sus espadas.
Al mismo tiempo, la puerta por la cual habían entrado los Caballeros se abrió bajo el embate de otros dos espadas espectrales de Margaster que tuvieron que enfrentarse a la furia desatada de Islif. El golpe de su espada hizo pedazos un yelmo casi de inmediato. El espectro cayó transformado en una nube de polvo y su espada se estrelló estrepitosamente contra el suelo.
La otra espada espectral pasó por encima de su hombro y se fue derecha a por el mago real de Cormyr.
Vangerdahast pronunció una palabra que quedó retumbando en todos los oídos… y destrozó tres espadas espectrales en el aire, derribando a la que se había lanzado a por él y a las dos que habían atravesado la pintura.
Jhessail lanzó un alarido y esquivó a otro espectro que la perseguía apuntándola con la espada. Pennae dio un salto para aferrarse a la lámpara que colgaba del techo y que era una rueda de velones. Un espada espectral la hirió en la espalda, provocándole un grito de dolor.
Doust estaba orgulloso de su magnífica técnica para formular escudos de fe y tartamudeó las palabras mágicas más rápido de lo que lo había hecho jamás. Jhessail apenas había empezado a reverberar dentro de su protección, cuando Doust le gritó:
—¡Eh, haz algo con estos!
Un momento después, una espada espectral le atravesó el vientre e hizo que se doblara sobre sí mientras le salía por la espalda, vomitando sangre encima de Jhessail mientras caía de bruces al suelo debatiéndose y retorciéndose.
La magia de santuario de Semoor se formó justo a tiempo, y las espadas espectrales lo rodearon como anguilas furiosas, pero sin atacarlo. En lo alto, Pennae apartó una espada espectral de un puntapié, dio un empujón a la lámpara y aprovechó para lanzarse con los pies por delante. Aterrizó con suavidad y recogió la espada de la sombra que Islif había destruido en la puerta.
La espada espectral que la perseguía se lanzó sobre ella por detrás, y a buen seguro le habría dado el mismo trato que a Doust de no haber sido porque Islif la desvió furiosamente.
La maga de los Caballeros se sentó en el suelo, con el rostro salpicado por la sangre de Doust, formulando frenéticamente un conjuro. En el otro lado de la habitación, Vangerdahast también entonaba algo.
Andando a gatas, Semoor atravesó la habitación, tratando de llegar a Doust. Vio que la reverberación que protegía a Jhessail se sacudía violentamente bajo la furiosa embestida de una sombra. Dos, tres veces, y la magia se desvaneció.
La espada espectral volvió a arremeter, pero Semoor alzó las manos para impedir que golpeara la cabeza sin protección de Jhessail. La espada atravesó su magia y a continuación a punto estuvo de cortarle una mano.
El Ungido de Lathander contempló con horror la ruina que le colgaba de la muñeca y empezó a gritar.
Precisamente en ese momento el golpe de batalla de Jhessail surtió efecto y su proyectil resplandeciente lanzó a un lado la espada espectral que se aprestaba a liquidar a Semoor.
Un instante después, Vangerdahast acabó su canturreo con las tranquilizadoras palabras «los muertos vivientes a la muerte», y los cinco espectros que quedaban se desplomaron entre un estrépito de espadas que caían y remolinos de polvo cadavérico.
—Islif—le dijo el mago real sin perder un segundo—, vete a ese lado del marco de la puerta. Allí encontrarás un cofre de pociones curativas. Usa lo que necesites. ¡Y ahora, no me molestéis!
Se irguió cuan alto era, cerró los ojos y proyectó su voluntad hacia el otro extremo del palacio, rogando a Azuth que no fuera demasiado tarde.
—¡Llego a tiempo! ¡Gira a la derecha! —la voz de Vangerdahast surgió repentinamente, como si el mago estuviera pegado al oído de Florin.
El explorador a punto estuvo de dar un salto, pero obedeció y se dispuso a girar mientras seguía corriendo en la oscuridad, apenas atenuada por los levísimos resplandores que dejaban escapar las cubiertas giratorias de las mirillas.
—Ve más despacio para que no pases por alto ese recodo… gira a la derecha —dijo Vangey, y Florin obedeció.
—Sigue adelante hasta el primer cruce y toma a la izquierda, sube los escalones… sigue… baja los escalones y a la derecha en el primer rellano… ahí… ahora. ¿Ves la línea de luz? Es el reborde de un panel… deslízalo, no hacia ti, sino en sentido contrario y entra girando inmediatamente a la izquierda. ¡Muévete rápidamente y mantente agachado!
Jadeando, el explorador hizo todo lo que se le decía, y en seguida vio los plintos y empezó a rodearlos. Allí estaba el falso. Lo vio mientras corría y lo pasó de largo. Vangey no dijo una sola palabra… ¡El mago también podía oírlo!
Dio la vuelta en el siguiente plinto y asestó un mandoble de revés con la punta de la espada. Sintió que la hoja penetraba la tela y la carne que había debajo.
Se oyó un grito áspero, y el explorador se tiró al suelo. En seguida se levantó, lanzándose contra el mago, al que no veía, antes de que este pudiera decir o hacer nada, no fuera a formular un conjuro…
—¡Abajo, Florin! —le gritó Vangerdahast—. ¡Cúbrete!
Tembloroso y aguantando los gemidos de dolor, Florin volvió a clavar la espada en su enemigo, luego tiró de una tela invisible y empapada de sangre y se echó hacia un lado. Se dio un buen golpe contra el suelo y arrastró con él al hombre que se debatía. Florin cerró los ojos y un alarido sibilante anunció el estallido de todos los cristales.
—¡Sigue rodando por el suelo! —le gritó Vangerdahast—. ¡Hacia la pared, trata de acercarte a la puerta! ¡Suelta a esa carroña!
El explorador obedeció más rápido de lo que se había movido en toda su vida, y entre una roja neblina de dolor logró entrever los fragmentos de cristal que atravesaban la habitación con fantasmagórica lentitud, desplazándose… desplazándose…
—¡No te quedes mirando, lelo! ¡Sal de ahí ahora mismo!
La voz de Vangerdahast sonaba más furiosa de lo que Florin la había oído jamás, de modo que el explorador obedeció sin rechistar.
Las secuelas del postrer conjuro de Ghoruld Applethorn lo atravesaron como una tormenta eléctrica, clavándosele en la cabeza e incendiando su mente.
Vangerdahast cayó de rodillas, respirando con dificultad y llevándose las manos a la cabeza. Se sorprendió cuando unas manos firmes lo alzaron del suelo y le acercaron a los labios una poción, obligándolo a beber.
Islif le dedicó una sonrisa irónica al ver que se ahogaba y tosía.
Después le dio un beso.
—Gracias por salvarnos la vida —dijo—. Y también por salvar al reino.
—¡Ya está bien, muchacha! —respondió Vangerdahast malhumoradamente mientras la apartaba con un gesto de la mano—. ¡Tengo que formular un conjuro!
Islif se puso en cuclillas para dejarle espacio libre, y el mago real hizo de prisa y corriendo una complicada magia que envolvió la habitación en una niebla azulada.
Cuando se despejó, después de un buen rato, él y los Caballeros se encontraban todos echados o de rodillas, en la misma pose en que se encontraban antes, pero en el centro del Gran Salón de Anglond. Frente a ellos, salpicado de sangre y con los ojos muy abiertos, Florin, y a su lado un guiñapo sangriento y cubierto con una túnica destrozada.
Una exclamación colectiva y horrorizada se extendió por el Gran Salón de Anglond. En el asombrado silencio que sobrevino, se oyó la voz de la emisaria de Luna Plateada.
—¿Y qué conmemoramos con esto?