Capítulo 10

Se abren las puertas de los nueve infiernos

Los Reinos tiemblan cada vez

que las seis últimas puertas de los Nueve Infiernos

se vuelven a abrir

para verter la última sangre derramada.

Entonces cualquier necio puede gritar y morir.

El truco está en darse cuenta, antes,

cuando las primeras puertas de los Infiernos se abren silenciosamente

y tétricas sonrisas anuncian el triste destino que se avecina.

Aumra Darreth Vauntress,

Meditaciones de un bardo,

publicado en el Año del Vagabundo

Laspeera se puso de pie con el anillo en la mano y cara inexpresiva.

—Hicisteis bien en llamarme —les dijo en voz baja al lionar y al primer espada.

—Alguien fue fulminado por un conjuro en este lugar —dijo el lionar con gravedad.

Ella se llevó un dedo a los labios.

—Tú no has dicho eso, y no volverás a decirlo —le advirtió—. Alguno de los que te oigan podría pensar que es necesario hacerte callar para siempre.

—¿Puede identificar el anillo al que murió? —preguntó el primer espada—. No puede haber tantos anillos con cabeza de unicornio como ese.

El lionar le dirigió una mirada penetrante.

—No los hay. Los llevan todos los alarfones en el cuerpo de los magos de guerra.

Laspeera asintió.

—De los cuales, por lo que parece, tenemos uno menos al servicio del reino.

—En realidad, tres menos para ser más exactos —dijo Ghoruld Applethorn frente al resplandor de su cristal de escudriñamiento—. Pero ¿quién lleva la cuenta? En cualquier momento recordaréis que soy el alarfón supremo y que debería saber dónde están todos los demás, incluidos los novicios estúpidos como Lacklar.

Se volvió para echar una mirada a la fila de huesos de dedos que había en el cofre que tenía detrás.

—Y de hecho, así es —dijo con una mueca despectiva.

La casa Platters era uno de los mejores merenderos del Paseo: buenos alimentos, personal atento y ambiente agradable, y todo sin los precios que quitan el aliento de los establecimientos de primera categoría. Por ello, estaba siempre atestada y resultaba casi ensordecedor el bullicio de cientos de voces de entusiasmados parroquianos.

Dos hombres de mediana edad y de situación desahogada empujaron las puertas y se fueron abriendo camino pacientemente por el local, lleno de gente, buscando cierto comedor trasero donde no se solían sentar los extraños. Sabían que dos jóvenes magos de guerra iban a merendar allí, en un apartado oculto tras unas cortinas para disfrutar luego de una partida de lancero.

Cuando llegaron a la arcada que buscaban, se deslizaron entre las cortinas encantadas para que no traspasara ningún sonido y entraron en la habitación, tenuemente iluminada y aparentemente desierta que había al otro lado. A continuación se sentaron con todo el sigilo de que eran capaces y que era mucho, en el apartado más próximo a la alcoba y se dispusieron a escuchar.

—¡… y esto lo había escrito Elminster en los márgenes! —murmuró indignada una voz joven—. ¡Nada menos que en el libro de su majestad! ¡Vaya agallas que tiene el hombre!

—Es famoso por ello —respondió una voz igualmente joven pero más nasal y reposada—. ¿Qué escribió?

—Bueno, lo copié para estudiarlo y asegurarme de que no era un código ni nada por el estilo. Escribió: «La muerte de un héroe anciano, desdentado, no es trágica. Puede parecerlo, pero los viejos huesos están en paz. Ya no sufren ni tienen sensación de pérdida. A los bardos, a los juglares y a los que desgranan relatos en las tabernas se les ha otorgado la libertad de hacer del héroe lo que ellos quieren que sea, un gigante imponente y otra cosa, sin estar constreñidos por inconvenientes tales como la verdad». ¡Me parece algo tan trillado! ¿Acaso cree que nadie ha pensado antes esas cosas?

—Tú nunca has asistido a las clases de Alaphondar sobre la Dignísima historia del reino, ¿verdad?

—¡No! ¡Menudo tostón! ¿Por qué?

—Te habrías enterado de que Elminster escribió eso hace más de mil doscientos años, para los ojos del rey Duar, cuando Duar era sólo un muchacho y estaba apenado por la muerte de varios grandes y ancianos lores de la Corte. Si hojeas otros volúmenes de Duar, encontraras algunos consejos mucho más (¿cómo diría yo?)… fascinantes.

—¿Ah, sí? ¿Por ejemplo?

—Cómo y cuándo tener herederos reales, y cómo no hacerlo. El arte de agradar a los demás y las maneras más adecuadas de negarse sin ofender.

—¿Estás de broma? ¿El Viejo Conjuros Apestosos dando consejos sobre cómo ligar?

—¡Uh, si eso te mueve a la incredulidad, imagínalo aconsejando a un Vangey joven e inexperto!

—¡Por los vómitos de Mystra! ¡Dioses de los Cielos y los Infiernos! Yo… yo…

A continuación se oyó un golpe sordo que podría haber sido de una uña sobre un tablero de madera, y el otro mago de guerra rió entre dientes.

—Supongo que este es un momento tan bueno como cualquier otro para recordarte que tu senescal está en peligro por la posición de mis dos campeones.

—¿Qué? ¡Diantres! ¡Armandras, eres un taimado bastardo!

—¡Vaya, Corlyn, cabeza de chorlito! —Armandras parecía divertido—. ¿Qué palabrotas son esas?

Los dos que escuchaban se miraron, hicieron gestos afirmativos con la cabeza y se retiraron hacia la puerta tan silenciosamente como habían llegado. En cuanto los dos magos de guerra volvieron a guardar silencio, avanzaron una vez más por la habitación, llevándose por delante unas sillas para hacer mucho ruido.

—Aquí dentro —susurró teatralmente Harreth a Yorlin mientras iban directos hacia la cortina—. Aquí no puede oírnos nadie.

Los dos agentes de lord Yellander se sentaron a una mesa separada apenas por la cortina de aquella donde los dos magos de guerra jugaban, de modo que no pudieran por menos que oírlos.

—Bien —dijo Yorlin con nerviosismo acercándose a través de la mesa—. ¡Esto es bastante privado, de modo que lárgalo ya, hombre! ¿Qué es eso tan secreto?

—¿Has oído hablar alguna vez de Emmaera?

—¿De quién?

—Más conocida como Emmaera Fuego de Dragón. Murió hace mucho tiempo y practicaba su magia por Halfhap. ¿No?

—Fuego de Dragón. Sí me suena de hace algunos años… algo sobre espadas animadas, creo. Una leyenda. A Vangey no le pareció útil.

—¡Esa misma! ¡Pues bien, las espadas son reales y han sido encontradas! Y hay más: ¡protegen el tesoro de Emmaera, todos sus libros de conjuros y varitas mágicas y otras cosas por el estilo! ¡Se rumorea por todo Halfhap que han estado escondidos en algún sitio durante años!

—¿Y quién ha sido el afortunado que lo ha encontrado y cuándo se presentará para hacernos a todos picadillo?

—Bueno, el caso es que no hay una sola persona que tenga toda la magia, al menos todavía. Verás, está esa vieja posada de Halfhap, El Ropavejero, con sus sótanos tan antiguos y húmedos como siempre. Bueno, el hecho es que una parte de ellos ha empezado a rezumar más humedad por un lado. Debido a eso quisieron excavar más para ganar espacio de almacenamiento en el lado más seco. Fue así que, hace unos diez días, descubrieron que uno de los muros de esos viejos sótanos ocultaba una cámara.

—Alguien levantó un muro en un extremo para mantener escondida la otra mitad.

—¡Exactamente! Pues bien, detrás de esa pared hay una pila de cajones, cofres y libros de conjuros y capas y varitas mágicas y no sé cuántas cosas más… pero nadie puede acercarse a ellos.

—¿Algo así como un conjuro que llena el aire de fauces hambrientas que engullen a todo el que pretenda acercarse?

—¡Qué va, algo mejor! ¡Ahí es donde aparecen las espadas! ¡Emmaera Fuego de Dragón colocó un círculo de espadas voladoras alrededor del tesoro para protegerlo, y las espadas arden con aliento de dragón, que todo lo consume! ¡El posadero le pagó a su palanganero para que se pusiera una armadura y tratara de llegar al tesoro, y las espadas lo partieron en dos como si fuera de humo! En realidad fue humo. En menos de lo que dura un suspiro. ¡Sólo quedó de él un puñado de cenizas en el suelo!

—O sea, que Vangerdahast y los suyos podrían entrar y apoderarse del tesoro, pero los demás…

—¡Corremos el riesgo de encontrarnos de sopetón en los brazos de la muerte! ¡Claro que eso no disuade a los aventureros que acuden desde Tilverton a toda la velocidad que les permiten sus caballos… y mueren con idéntica rapidez!

—Entonces ¿entre ellos no hay verdaderos magos?

—Todavía no. Al menos así era cuando el mercader que me lo contó partió hacia Arabel. Yo me enteré anoche. Me lo contaron él y otros dos que habían venido en la misma caravana desde Arabel. ¡Claro que, seguramente, si alguien logra hacerse con el tesoro nos enteraremos en seguida! Si no se vuelve a saber nada será que se trata de una broma o de algo demasiado macabro, o…

—O que nuestros siempre vigilantes y protectores magos de guerra han acudido y arramblado con todo —dijo Yorlin pesaroso—. Pues bien, esto merece un examen más minucioso, con una buena copa, o dos o tres. Vamos a algún sitio a apagar la sed.

—La brillantez de tu plan me abruma —dijo Harreth riendo entre dientes mientras se levantaban y salían corriendo sin atreverse a intercambiar un guiño hasta que estuvieron al otro lado de las cortinas.

Y allí quedaron los dos magos de guerra, mirándose entusiasmados por encima del olvidado tablero para a continuación dar un salto y volver corriendo a su trabajo después del almuerzo, por primera vez en su vida profesional.

—Por supuesto que no —concedió Duthgard Lathalance mirando al posadero con una sonrisa helada y prometedora—. La insatisfacción por mi parte resultaría… desafortunada.

La sonrisa de Maelrin no decayó en ningún momento.

—Si tenéis a bien seguirme…

—Claro que sí. —El atractivo zhentarim apoyó una mano en la empuñadura de la espada. Dos anillos que llevaba en la otra mano refulgieron. Si el posadero reparó en ello, no dio muestras de haberlo hecho mientras levantaba el farol y abría la marcha escalera arriba.

Lathalance miró en derredor y a continuación asintió.

Maelrin le hizo una reverencia.

—Solemos servir a nuestros huéspedes recién llegados un tentempié sin cargo. ¿Puedo hacer que os suban algo?

—¿Algo como qué?

—Cerveza, zzar o clarry, y sopa, estofado o venado o pastel de ave.

—Cerveza con especias y un pastel. De venado.

Maelrin hizo otra inclinación de cabeza y se retiró, dejando al zhentarim solo en la habitación, mirando hacia la ventana.

En cuanto el posadero se hubo marchado, Lathalance se dirigió a la ventana, retiró la tranca, abrió las contraventanas y se encontró con un juego exterior de contraventanas. Las abrió, miró por encima del vacío que tendría la altura de tres hombres, hacia el establo, y volvió a dejarlo todo como estaba.

A continuación se paseó por la habitación, examinando las paredes, el suelo y el techo antes de esbozar una sonrisa y coger la única silla que había en la habitación. La llevó al centro de la estancia, la puso de cara a la puerta cerrada pero sin cerrojo, y se sentó en ella. En instantes se quedó dormido, un sueño que duró hasta que una tabla del suelo crujió levemente, en el pasillo, al otro lado de la puerta.

Cuando los dos mozos golpearon educadamente a la puerta, Lathalance ya estaba totalmente despierto, de pie, y les salía al encuentro con gesto confiado.

—¿Es él?

Maelrin esbozó una sonrisa.

—Él es uno de ellos, sí. Si lo que quieres saber es si es un zhentarim, la respuesta es sí, sin duda. Vi el sigilo en la empuñadura de su daga. Es un mago y un guerrero. Probablemente podría luchar contra todos nosotros juntos, sólo con espadas, y derrotarnos. De modo que lo que corresponde es el nautus y la nuez moscada.

El cocinero asintió y destapó una bandeja que tenía relegada al fondo de su fogón. El pinche la cogió con una pala y la metió en el enorme horno de piedra.

El cocinero destapó el frasco de la nuez moscada y la espolvoreó generosamente en la cerveza puesta a entibiar en la rejilla de hierro, que había por encima de la ventilación del horno. Por separado, eran inofensivos, la nuez moscada una especia, y el nautus un espesante para salsas. Juntos eran un veneno rápido y mortal.

A los señores Yellander y Eldroon les encantaban los venenos. Y como todo el personal de la posada trabajaba para ellos, las preferencias Y deseos de Yellander y Eldroon eran órdenes, tal como habría de descubrir desgraciadamente Lathalance de los zhentarim.

Lathalance dio unos sorbos con satisfacción. La cerveza especiada estaba muy pero que muy buena. Bebió un poco más y volvió al pastel de venado no de muy buena gana. Estaba que ardía… ah, sí…

Sabía todavía mejor de lo que olía, y tuvo que pararse en mitad del bocado para no quemarse.

Y entonces, una especie de fuego diferente estalló dentro de él, subiendo por la garganta y saliendo por la nariz, y…

Lathalance fue presa de convulsiones y se fue poniendo rojo, como una fruta brillante y excesivamente madura. Se desplomó en la silla con los ojos muy abiertos y en blanco.

Después de un rato, la mosca que había entrado en la habitación junto con la comida se cansó de andar por el pastel comido a medias y por el borde de la jarra, y se lanzó con un zumbido hacia Lathalance, donde se dedicó a ir y venir por encima de sus ojos fijos.

—¿Ya habrá hecho efecto?

—Hace rato, si es que comió algo. Al menos que tenga algún tipo de protección mágica.

—¡Uh, si la hubiera tenido, hace rato que habría bajado como un rayo y habría tratado de hacernos picadillo a todos! Torance, Orban, subid y mirad si el profundo silencio de nuestro huésped zhent significa lo que yo creo.

—¿Y si está tan campante como un día de primavera y trata de matarnos?

—Llevad los anillos. Sus conjuros serán rechazados y sus espadas os atravesarán sin haceros daños, y tendréis una historia estupenda que contar en las tabernas.

Los dos mozos miraron a Ondal Maelrin con incredulidad, pero habían sido mercenarios al servicio de los señores Yellander y Eldroon el tiempo suficiente para saber lo que les sucedería si desobedecían a Maelrin. Como todos los mozos y mozas de la posada, servían a los dos señores en cuestiones tenebrosas y siniestras. Al menos en esa posada podían comer con regularidad y tener un techo sobre sus cabezas, además de cerveza y vino para saciar la sed.

Fue así que se pusieron los anillos, saludaron a Maelrin con una rápida inclinación de cabeza y subieron por la escalera con las espadas desenfundadas.

Hacía ya más de diez días que el panel secreto del fondo del armario no se usaba, y las bisagras chirriaron.

—Por las entrañas de Bane… —gruñó Orban. Torance lo miró con furia y le dio un golpe para acallarlo.

Como dos negras sombras, los dos mozos salieron del armario y atravesaron la habitación hasta el hombre desplomado en la silla. Torance se inclinó para examinar los ojos del zhentarim desde menos de un dedo de distancia y luego asintió.

—Totalmente muerto —le dijo a Orban—. Glorn no ha cavado la tumba todavía. El viejo Ondal quiere que tenga cabida para cinco o más, no sólo para este, de modo que por ahora tendremos que meterlo debajo de la paja en el esta…

Las manos del muerto saltaron y hundieron los dedos en la garganta de Torance, apretando con fuerza.

El sorprendido mozo se esforzó por levantar la espada y respirar, moviendo manos y pies, pero el muerto no hizo el menor caso de sus intentos y apretó con más fuerza todavía. De repente se puso de pie y, levantando a Torance del suelo, empezó a balancearlo.

Las botas del moribundo alcanzaron a Orban, que huía, en la nuca. El zhentarim muerto soltó a Torance, que fue a caer al otro lado de la habitación, estrellándose contra la pared. Lathalance dio un salto para arrojarse sobre Orban, sujetarlo contra el suelo con las dos rodillas y retorcerle brutalmente la cabeza.

En cuanto le hubo partido el cuello, Lathalance se levantó y cruzó la habitación para prestar el mismo servicio a Torance.

Sangrando copiosamente por las profundas heridas que le había hecho la espada de Torance, el zhentarim muerto recogió a los dos hombres a los que acababa de matar, se metió en el armario con ellos y se abrió camino hacia el pasillo de la servidumbre.

Mientras arrastraba a los dos mozos por la escalera de servicio, Viejo Fantasma hizo que el cuerpo al que animaba sonriera mostrando los dientes. ¡Cómo estaba disfrutando!

Rostros asustados lo miraban a su paso hacia la puerta abierta de las habitaciones de servicio con su macabra carga. Les dedicó la mejor sonrisa de Lathalance —o al menos la mejor sonrisa que un cadáver hinchado, a cuya cabeza le faltaba prácticamente la mitad, podía conseguir— y siguió bajando por la escalera del sótano, adonde los arrojó.

A su paso, el personal se dispersaba en todas direcciones. Algunos se procuraban un arma, otros buscaban un lugar donde esconderse, y unos cuantos corrían al portal para informar a sus señores y pedir con urgencia refuerzos armados.

Lord Yellander y lord Eldroon eran firmes partidarios del trabajo en equipo y de enviar refuerzos en abundancia.

En su precipitado recorrido por palacio hacia las habitaciones de Ghoruld Applethorn, Laspeera ordenó a los dos Dragones Púrpura que volvieran a sus obligaciones y reunió a un trío de magos de guerra de servicio. Sus palabras hicieron aflorar a sus rostros expresiones de profundo nerviosismo y a sus manos, varitas mágicas. Laspeera apuró el paso e hizo que los demás la siguieran.

La puerta del despacho de Applethorn estaba cerrada, y ella sonrió socarronamente al ver el anuncio colocado en ellas: «Para cualquier consulta, dirigirse a Laspeera, de los magos de guerra».

Estaba escrito de puño y letra de Ghoruld, eso era indudable. La maga alzó una mano e invocó los poderes del anillo que llevaba en el dedo corazón, pero se paró en seco y frunció el ceño. Alzó la otra mano para hacer una advertencia a los magos más jóvenes que estaban detrás.

La puerta tenía el cierre mágico echado y estaba activada la trampa mágica que inmovilizaría a cualquiera que atravesara la puerta sin desactivar el conjuro de cierre. Ambas cosas eran práctica habitual entre los magos de guerra, pero había algo más…

El anillo lanzó un destello de advertencia cuando ella lo sintonizó para pasar por alto el cerrojo, y buscar esa magia adicional. A sus espaldas, los otros tres magos de guerra esperaban pacientemente.

Era… algo hostil, por supuesto, pero ¿a qué se debía ese vacío? Laspeera dudó… ¡Por Mystra! ¡Debía de ser una trampa de debilitamiento mental! Muy peligroso para todos los magos y una práctica muy poco habitual entre los magos de guerra.

—Por los Nueve Infiernos —murmuró—. Que hayamos llegado a esto…

Entonces se arremangó la túnica y empezó a formular contraconjuros con su cuidado y minuciosidad habituales.

Jhessail bostezó, gruñó adormilada y se dio la vuelta en la cama por enésima vez, apartando de un puntapié las sábanas que la envolvían.

—¿No puedes dormir? —preguntó Islif junto a ella, alargando un brazo para atraerla hacia sí—. Trata de recordar todas las cosas que hemos hecho juntos en Espar, cuando soñábamos con ser aventureros. Eso hará que te duermas pronto, sin duda.

—Lo intentaré. ¿Tú tampoco puedes dormir?

—No hasta que Pennae deje de esperar a que las dos nos durmamos para poder levantarse y empezar a merodear por la posada. No quiero tener que perder mucho tiempo en buscar su cadáver.

—Te preocupas demasiado —murmuró Pennae en la oscuridad—. Primero tienen que cogerme.

—No les llevará mucho tiempo. Por si todavía no te has dado cuenta, este lugar es una gran trampa para gente como nosotros.

—Vosotros, los paletos, insistís en usar palabras equivocadas cuando habláis. No digas «trampa», sino más bien «reto».

—De acuerdo. Un gran reto. Y voy a quedarme despierta de todos modos.

—Gallina.

—Oveja negra.

Otra vez se impuso el silencio hasta que Jhessail lo interrumpió con un repentino ronquido.