Capítulo 28

La bienvenida a la bella luna plateada

Quitad el cerrojo y abrid de par en par la puerta,

extinguid la reluciente runa,

ha llegado el momento de dar la bienvenida

a la bella Luna Plateada.

Orammus, el Bardo Negro de Aguas Profundas.

De La llamada de Alustriel,

una balada contenida en El libro negro del viejo Or,

publicado en el Año del Azote

—Ya estoy harta —dijo Jhessail y levantó las manos para lanzar un hechizo.

Pennae se giró con rapidez y la cogió del brazo.

—No. Intenta esto primero. La palabra para activarla está en la empuñadura.

Cogió una varita del cinturón de Yassandra y se la plantó en la mano a Jhessail.

La maga pelirroja la miró, y después miró a Pennae.

—¿A qué mago le falta esto?

—A una a la que también le falta la vida (no lo hice yo) y por tanto no vendrá a quejarse. Confío. Aun así espera un momento, antes de empezar a disparar. Caballeros, un círculo alrededor de nosotras dos, por favor.

—Hecho —dijeron Florin e Islif con una sincronización perfecta, guiando a los dos sacerdotes por los hombros para formar lo más parecido a un círculo.

—Quietos —ordenó el Alto Caballero a los Dragones Púrpura que los rodeaban a pocos pasos—. Continuad avanzando lentamente y en formación. El hombre que cargue se las verá conmigo.

—Y con mi espada —añadió Islif, ganándose una mirada furiosa del cormyriano barbudo.

Pennae había sacado algo pequeño de uno de los bolsillos del cinturón de Yassandra, y lo sostenía en la mano. Lo cogió entre el índice y el pulgar, y lo lanzó.

Era una cuenta negra, y cuando alcanzó la nariz del Alto Caballero, hubo un resplandor azul y de repente el pasillo quedó bloqueado, emborronado por un campo de fuerza negro en forma de esfera brillante que lo llenó, parpadeando frenéticamente mientras trataba de expandirse más allá de lo que permitía la distancia entre el suelo y el techo. Los Dragones Púrpura gritaron y lucharon, atrapados en él. Muchos intentaban retroceder y, de repente, fueron tragados por la negrura, cuando la magia dejó de intentar expandirse e inundó el pasillo en ambas direcciones para sellarlo por completo.

Pennae volvió a coger a Jhessail del brazo, la hizo girar hacia el otro lado, y con un ademán tan florido como el de un sirviente, le dijo:

—Ahora podéis disparar, si os place.

Los Dragones Púrpura que se habían amontonado detrás de los Caballeros eran relativamente pocos, quizá dos docenas. Se echaron hacia atrás con cautela, frunciendo el ceño y formando una barrera de tres filas en el pasillo. Más de uno se volvió hacia el ornrion para preguntar:

—¿Permiso para ir a coger nuestros escudos, señor?

Lo que hubiera decidido el ornrion quedó sin decir, ya que Jhessail les dedicó una dulce sonrisa a los Dragones y dijo con toda claridad:

—Clarrdathenta.

La varita que tenía en la mano tembló y después escupió rayos mágicos de un color azul blanquecino.

Los misiles mágicos se dirigieron rápidamente hacia su objetivo, tal como ella quería, alcanzando a cada Dragón. Dos veces.

Los Dragones se tambalearon, y Jhessail los castigó con la varita una vez más.

Esta vez cayeron, y sólo quedaban unos pocos deslizándose pared abajo cuando Florin dijo:

—Vamos. Retroceded y comenzad a abrir puertas. Por todos los dioses, ¡vamos a encontrar esas malditas escaleras hacia arriba!

Los Caballeros se pusieron en marcha, y el único Dragón Púrpura que intentó hacerles frente (el ornrion) cayó boca abajo cuando Islif simplemente apartó su espada de un golpe y pasó por encima de él, con Jhessail y Doust detras.

Todos empezaron a abrir puertas.

—Creo que no es demasiado pedir que construyeran una puerta con una escalera detrás —gruñó Islif, cada vez más enfadada.

Pennae sonrió.

—¿Era esa tu decimoséptima puerta?

—No, la vigésimo sexta —dijo Islif—. No es que las esté contando…

—¡Alabado sea Lathander! —exclamó Semoor en ese mismo momento—. ¡Mirad! ¡Una escalera hacia arriba!

Islif corrió hacia la puerta abierta que el Ungido de Lathander estaba señalando con tanta alharaca y subió rápidamente por ella sin detenerse, con el resto de los Caballeros a la zaga.

La escalera terminaba en un pasillo de la servidumbre apenas iluminado. Allí había cuatro guardias, deslumbrantes con sus tabardos de Dragones Púrpura. Se volvieron, contemplando a los Caballeros con expresión ceñuda.

Islif y Florin hicieron como que no los veían y fueron directamente hacia las dos puertas más cercanas.

—¡Eh, alto! ¡Deteneos y arrojad las armas, en nombre del rey! —bramó un telsword que había entre los cuatro Dragones.

Islif se volvió y dijo:

—¿Qué habitación hay al otro lado de esta puerta?

—¡He dicho alto! —exclamó el soldado, corriendo por el pasillo y echando mano a la espada.

Islif lo dejó acercarse antes de sujetarle la muñeca y hacerle devolver el arma a su vaina. Cerrando el puño sobre su cuello, lo levantó del suelo para tenerlo frente a frente y le preguntó:

—¿Qué habitación, valiente Dragón, hay al otro lado de esta puerta?

Se oyó un gruñido y un golpe detrás de ella, cuando otro Dragón decidió girarse y correr hacia el gong de alarma, a lo que reaccionó Doust lanzando su maza a la entrepierna del soldado para dejarlo tirado, aturdido, en el suelo.

El telsword se quedó mirando a Islif a los ojos, y esta le devolvió la mirada, esbozando lentamente una sonrisa que no era precisamente cordial.

—Uh, ah, ugh —balbució el Dragón Púrpura estrangulado mientras Islif lo sacudía suavemente. Cuando esta aflojó un poco la presión dijo sin aliento—. ¡El G… Gran Salón de Anglond! D… donde la fiesta…

—Gracias —dijo Islif, dejándolo caer al suelo—. Y Vangey… perdón, el mago real Vangerdahast… ¿Estará en ese salón?

—S… sí —consiguió graznar el telsword, frotándose la garganta magullada y encogiéndose con una mueca de dolor cuando un mazazo de Semoor derrumbó en el suelo a otro de sus camaradas.

Cuando sacó la daga, la mujer alta de rostro equino se la quitó de un golpe, le dio un tortazo y, tirando de su tabardo hacia arriba, se lo echó por encima de la cabeza, cegándolo.

—Tabardos… ¡Buena idea! —dijo Florin—. ¡Cogedlos todos!

En el momento en que se hubo ajustado el tabardo, Islif abrió de par en par la puerta y entró de una zancada en el terrible jaleo que había dentro, seguida por los demás Caballeros. Jhessail parecía una niña vestida con el tabardo de su padre; el de Pennae estaba más que un poco arrugado, y los dos sacerdotes no llevaban ninguno, pero Florin e Islif parecían tan severos y leales como cualquier Dragón Púrpura. Florin hizo señas a los sacerdotes para que se mantuvieran detrás mientras los Caballeros avanzaban a grandes pasos detrás de Islif.

Así que Semoor acabó siendo el último Caballero de la fila. Le dedicó una exagerada reverencia al telsword que seguía gimiendo mientras atravesaba el umbral.

El Dragón, hecho polvo, le lanzó una última mirada y se desmayó.

El calor y el alboroto del salón lleno de gente estaban a punto de superar a Ildaergra Steelcastle. No era la misma persona brillante, mordaz y arribista de siempre. Hizo una mueca de dolor y miró a su alrededor con cara de preocupación.

—¿Creéis que vendrá la emisaria?

Ramurra Hornmantle, que estaba a su lado, sonrió desdeñosa.

—No os apuréis, Ildaergra. Los emisarios siempre llegan tarde. Es el único modo que tienen de demostrarles a reyes y reinas que tienen algo de poder, por endeble que sea. Simplemente relajaos, disfrutad de los dulces y los canapés. Si hubiera llegado pronto, no nos habrían servido todo esto, ¿verdad? Y mirad todas esas bandejas llenas hasta rebosar. ¡Nos podemos atiborrar, querida! Y además tenemos la oportunidad de echarle un buen vistazo al Gran Salón de Anglond y disfrutar de la velada. Después de todo, no tenéis prisa por ir a otro lugar, ¿verdad que no?

Ildaergra tomó un sorbo de su jarra de Vino de Fuego, sonrió con tristeza, y contestó:

—Creo que no.

—Bueno, entonces —dijo Ramurra—, disfrutad de la compañía y de la conversación… ¡Mirad, ahí está el mismísimo mago real, a menos de seis pasos de nosotras!

—Y veo que está rodeado por una docena de damas muy ligeras de ropa y con tan poco cerebro como para entusiasmarse por viejos granujas —dijo Ildaergra con un bufido.

—Puedo meteros entre ellas para que conozcáis al mismísimo Vangerdahast, si queréis.

—Oh. ¿Lo haríais?

—Nuestra entrada triunfal —comentó Semoor— y vamos a salir justo detrás de una columna. Qué apropiado.

—Cierra la boca, ingenioso patán —dijo Jhessail—. Hay cuatro hileras de balcones sobre nosotros, tendrán que sostenerlos con algo. Se quedaron entre las sombras bajo el balcón, entre gran número de sirvientes que se deslizaban de un lugar a otro con decantadores y bandejas de canapés. Algunos les lanzaron miradas severas o fruncieron el ceño al ver a los Caballeros ensangrentados y desaliñados, pero los tabardos de los Dragones Púrpura y los símbolos santos parecieron tranquilizarlos. Una doncella cogió un paño abrillantador que colgaba de su cintura y se lo lanzó. Pennae lo cogió al vuelo con una sonrisa de agradecimiento.

—Queso silverfin con costra —gimió Doust detrás de ella, captando el olorcillo que despedían algunos canapés que pasaron por su lado—. ¡En nombre de Timora, muchacha, alimenta a un sacerdote hambriento!

La doncella a la que se había dirigido se volvió con una sonrisa.

—No existen sacerdotes hambrientos, señor pero, en cualquier caso, comed lo que gusteis.

Doust le quitó la bandeja de las manos.

—¡Ahora sí que ya no los hay!

Antes de que la joven pudiera protestar, Pennae había cogido un montón de los canapés crujientes de la bandeja y se los había lanzado a sus camaradas. Doust le lanzó una mirada de reproche y se volvió para proteger con el hombro lo que quedaba, pero su protesta se perdió entre los gruñidos de los estómagos de sus compañeros. Vaciaron las manos de Pennae en un suspiro. Semoor se inclinó para lamerle los dedos hasta que ella los retiró bruscamente y le dio un bofetón.

Aquello hizo que la doncella sonriera, se encogiera de hombros y fuera a por otra bandeja.

—¡Allí! —dijo Florin de repente, señalando hacia el centro bien iluminado del salón, por encima de las cabezas de los cortesanos, nobles y plebeyos ataviados con sus mejores galas de multitud de colores, todos de pie, hablando y con bebidas en la mano.

De pie, bastante cerca, en medio de una multitud de damas con vestidos atrevidos y pendientes de cada palabra suya, estaba Vangerdahast.

Los Caballeros se apresuraron hacia él. Al verlos, unos Dragones Púrpura vestidos con brillantes armaduras y armados con alabardas, se apartaron de las columnas junto a las que estaban apostados y se pusieron en marcha para interceptar a los intrusos.

—Apartaos —murmuró Florin cuando el primer guardia se dispuso a cortarles el paso. El otro blandió la alabarda amenazador, pero el explorador no aminoró el paso.

Una de las damas que se agolpaban alrededor de Vangerdahast vio el destello descendente de la alabarda al mirar por casualidad en aquella dirección, y dio un grito.

Mientras las cabezas se volvían y los invitados comenzaban a mirar y a murmurar, el mago real del reino levantó la vista, vio a los Caballeros y los miró iracundo.

Un guardia interpuso una alabarda en el camino de Islif. Esta se agachó, la cogió por el asta, y tiró de ella, lanzando al hombre a un lado.

Al verse en posesión del arma, le dio un golpe rápido entre las piernas con el otro extremo al siguiente guardia, y después la perdió cuando este se estampó de bruces contra ella y se dio un duro golpe contra el suelo.

Desde otra dirección trataron de clavarle una alabarda a Pennae, que se agachó y rodó rápidamente por el suelo para darse contra los tobillos del que la blandía, arrojándolo… a los brazos de Florin.

El explorador levantó al guardia por los aires y se lo lanzó a los dos guardias que tenía justo detrás, haciendo que cayeran en medio de una maraña de alabardas entrecruzadas.

Las damas chillaron y trataron de huir, y un guardia que se tambaleaba le pisó la cola del vestido a una dama pechugona, dejándola en ropa interior y elegantemente enjoyada cuando su vestido de espalda abierta y amplio escote se desgarró de arriba abajo. Hubo exclamaciones tanto de regocijo como de ira ante aquello, y Vangerdahast salió con aire grandioso del círculo de admiradoras y extendió las manos, haciendo surgir anillos de fuego de todos sus dedos, para destruir a los Caballeros.

Florin levantó desesperado a Pennae en el aire, la alzó hasta su hombro y la lanzó lo más alto que pudo, mientras el hechizo explosivo del mago real alcanzaba a los Caballeros, empujándolos hacia atrás. Pennae, en pleno vuelo, escapó a aquella magia furiosa que arrasó también con guardias, sirvientes e invitados indistintamente, los barrió a todos, haciéndolos temblar hasta los tuétanos, más allá de las columnas, hasta la pared del fondo, para acabar con los Caballeros entre un caos de gente magullada y contorsionada.

Los invitados gritaron, y sus gritos hicieron girar la cabeza a todos los demás presentes en el salón, que se quedaron estupefactos y mudos ante semejante escena.

Ramurra Hornmantle y Ildaergra Steelcastle vaciaron rápidamente sus jarras, sin dejar de mirar lo que estaba sucediendo.

Vieron aterrizar a Pennae, que cayó de cuclillas. Sin detenerse, saltó como una acróbata, para esquivar hábilmente los rayos esmeralda del siguiente sortilegio de Vangerdahast, que hizo surgir hilillos de humo del suelo pulido.

Pennae aterrizó con gran estrépito en los brazos del mago real, haciéndolo caer al suelo y entrelazándose con él para sisearle.

—¡Hay una conspiración para mataros, mago! ¡No miréis dentro de ninguna bola de cristal ni os acerquéis a ellas! En cualquier momento os llegarán noticias de que ambas princesas están en peligro. ¡Esa es la señal!

Mientras Vangey parpadeaba, lord Maniol Corona de Plata gritó desesperado desde el centro del salón.

—¡Lord Vangerdahast! ¡Mago real! ¡Un secuestro! ¡Un secuestro! ¡Ghoruld Applethorn me pidió que os dijera que yo… que él ha capturado a las princesas! ¡Se jactó de ello, eso es! ¡Entonces desapareció delante mis ojos y no se adónde ha ido!

—Oh, maldita sea —gimió Vangerdahast, y sujetó a Pennae por la muñeca con mano de hierro—. No os vayáis, ladronzuela. Me vais a explicar todo esto.

—Con sumo agrado, mi señor —dijo Pennae imitando a la perfección el tono de una dama rendidamente enamorada.

El mago, corpulento y barbudo, la miró iracundo y gruñó:

—¡Aventureros! Ahora quitaos de encima de mi vejiga y dejad que me levante.

El mago de batalla Beldos Margaster estaba, como de costumbre, en sus aposentos. Cuando se desarrollaban eventos tan grandes como aquella fiesta, debía observar más de una docena de bolas de cristal que flotaban en el aire, y prefería la soledad de una habitación y rodearse de silencio para hacer su trabajo como mejor le conviniera.

Por eso alzó la vista, pestañeando, cuando los magos de batalla Tathanter Doarmond y Malvert Lulleer entraron a toda prisa, a la cabeza de una docena de Dragones Púrpura, que llevaban los cuerpos de lady Laspeera y un ornrion de los Dragones sobre enormes escudos decorativos que era evidente que habían arrancado de las paredes del palacio.

—He purgado de veneno a lady Laspeera, y está despertando —le explicó Tathanter, lleno de excitación, sin ni siquiera saludar—, pero ese es mi único hechizo de ese tipo. ¿Podéis atender a este ornrion? Los encontramos en el Gran Pasillo. Los guardias del fondo del palacio presentaban heridas similares. ¡Sólo dos vinieron hacia nosotros, advirtiéndonos de unos aventureros que deben de estar ahora mismo en el palacio!

Beldos Margaster frunció el entrecejo.

—¿Cómo es posible, con cientos de otros Dragones montando guardia por todo el sótano?

—Eso es exactamente lo que han hecho —gruñó uno de los Dragones Púrpura.

—Margaster enarcó una ceja, en un gesto de incredulidad. A continuación le echó un vistazo a la cara del ornrion que estaba sobre el escudo, y se dirigió apresuradamente hacia un armarito para coger una ampolla.

—Para esto —dijo señalando a ambos heridos—, las pociones son más fiables que el hechizo de purga. Por eso no tengo ese hechizo preparado.

Abrió a la fuerza la boca del ornrion, vació la ampolla dentro y mantuvo los labios laxos unidos con la mano.

Casi al instante, en el rostro del ornrion Taltar Dahauntul se dibujó una mueca y el hombre comenzó a toser, abriendo los ojos de golpe.

Su mirada se encontró con la de Margaster, mientras el mago retiraba los dedos rápidamente.

—¡Gaster! —dijo el ornrion con voz ronca—. A vos os lo quería contar, y justo voy y os encuentro. ¡Dejamos las espadas de Fuego de Dragón allá, en Halfhap! ¡Son reales! Vuelan y brillan, de veras. ¡Ahora mismo se han enseñoreado de la mayor parte de la posada!

Margaster pareció interesado, pero dijo:

—Tendrán que esperar hasta que me contéis qué os ha ocurrido a vos y a lady Laspeera. Aquí, quiero decir, en el Gran Pasillo, no en Halfhap.

Intrépido parpadeó.

—¡Oh, dioses! ¡Los Caballeros de Myth Drannor! Salieron de Halfhap con nosotros, ¡pero en cuanto lady Laspeera les dijo que el mago real los estaba buscando, se volvieron locos! La ladrona nos hirió a ambos con un anillo impregnado con veneno del sueño.

Margaster miró hacia donde estaba Laspeera, a quien le temblaban los párpados. Se volvió rápidamente hacia Tathanter y Malvert y les dio una orden:

—Llevad a este ornrion a la Habitación de los Estandartes de Batalla y dejadlo allí hasta que vaya a buscarlo. No lo dejéis solo, y no permitáis que vaya a ningún lugar. Yo me ocuparé de lady…

—Oh no, no lo harás, Gaster —dijo Laspeera con brusquedad, mirándolo—. ¡Te quedarás aquí informando de lo que ocurre, mientras los demás buscamos a esos Caballeros por el palacio! ¡Los quiero encadenados antes de que caiga la noche!

Se bajó del escudo, trastabilló y se apoyó en Intrépido.

—Dejadlo conmigo —les dijo a Tathanter y a Malvert. Después la expresión de su rostro cambió y les preguntó con voz algo cansada—: ¿No había una fiesta aquí esta noche?

—Sí, señora —se apresuró a responder Malvert—. La recepción de la emisaria de Luna Plateada.

Laspeera puso los ojos en blanco y se apoyó en Intrépido.

—Ahí es donde estarán. ¡Conozco a esos aventureros muertos de hambre! ¡No podrán resistirse a toda esa comida y a tantas joyas! ¡Conducidme allí!

Salió dando zancadas, recobrando visiblemente las fuerzas a cada paso, y todos fueron con ella menos Beldos Margaster.

De nuevo solo, el viejo mago de batalla sonrió. Luego se encogió de hombros, abrió otro armarito, sacó un montón de paños negros y agitó el que estaba encima de todos. Era una capucha. Cubrió rápidamente todas las bolas de cristal y las metió en el armarito. Cuando todas estuvieron guardadas y el pequeño armario perfectamente cerrado, fue al otro extremo de la habitación y lanzó un hechizo.

Cuando apareció el remolino horizontal en el aire, Margaster se inclinó para mirar en su interior, y mantuvo la mirada fija sobre él hasta que empezó a girar, y se puso a observar de nuevo.

—¡Strordinario! —comentó con entusiasmo lord Ildabray Indesm—. ¡Se lanzó directamente a por el viejo Vangey, eso hizo! Lo tiró al suelo y lo montó como una… como una…

De repente se percató de la mirada escrutadora y fría de su esposa, y carraspeó, quedándose callado mientras se ruborizaba.

—Creo —dijo lord Bellarogar Rowanmantle en voz alta—, que el reino necesita aventureros atrevidos como ella, para hacer que se tambalee la confianza de nuestro mago real una vez cada diez días poco más o menos. Sin mencionar el entretenimiento que su justo castigo nos proporciona.

Otros que estaban cerca pusieron los ojos en blanco. Lord Rowanmantle pensaba muchas cosas, y todas ellas en voz alta.

—Bueno, bueno —dijo lord Hornear Dauntinghorn con voz meliflua—. Debemos reconocer que, aparte de la dignidad herida y de algunos vestidos manchados de vino por los que la Corona sin duda pagará una buena compensación, nadie resultó herido. Nuestros Dragones están de nuevo en sus puestos, todos otra vez alabardas en mano, sin rastro de sangre en el suelo. Lo que es más, todos los rufianes se marcharon en compañía de lord Vangerdahast, cuya premura y despotismo obedecen al bien del reino. Y todos tenían algo de prisa, así que quizá…

—El día que esos aventureros se dediquen al bien del reino —dijo lady Indesm con expresión sombría—, será el día que los locos lleguen al poder y Cormyr, tal como lo conocemos, desaparezca. ¡Rezo a los dioses para no llegar viva a ese día!

—Que así sea —susurró Ramurra Hornmantle con repugnancia a su amiga Ildaergra, en medio del silencio que siguió a aquella melodramática declaración—. ¡Si pudiera hacerlo y escapar a la muerte por ello, cogería prestada la daga de un Dragón y respondería a sus plegarias en nombre de los dioses inmediatamente! ¿Por qué debería ella compartir el brillante futuro de Cormyr?

El Rey Azoun IV de Cormyr, Dragón de Dragones, Conquistador Triunfal de Arabel y Marsember, Señor de los Picos de la Tormenta y los Picos del Trueno, y docenas de títulos que prefería olvidar, miró la corona que estaba sobre el cojín de terciopelo negro con desagrado.

—¿Debo hacerlo? ¿Acaso no bastará con un simple aro? ¿O incluso nada? ¡La gente me conoce perfectamente!

—Lo podéis hacer si queréis insultar a la emisaria, querido —dijo la Reina Filfaeril con tono reprobatorio, cogiendo la corona para colocársela con manos expertas sobre su cabeza—. Pero representa a Luna Plateada, y es muy hermosa.

Se movió a su alrededor, ajustando la corona ligeramente y apartándose un poco para observarlo con ojo crítico, desde las puntas de la corona hasta las botas que lucía en los pies.

—Y sé perfectamente que las muchachas se desviven por un hombre que lleva corona.

Su aspecto majestuoso e impasible se vio estropeado de repente por un rápido guiño, se puso de rodillas con un suave movimiento de faldas y besó la brillante filigrana de oro de la ornamentada coquilla real.

—No lo llamaría exactamente «desvivirse» —rió entre dientes. La levantó del suelo y la cogió por la barbilla para besarla.

El beso fue largo y ardiente, y se frotaron uno contra otro murmurando un deseo sin palabras hasta que Filfaeril lo apartó con un susurro.

—Más tarde. Después de que hayáis probado lo que esa Luna Plateada tiene que ofrecer.

—Fil —dijo Azoun en tono de reproche—, no traicionaría…

—Shhh —dijo la Reina Dragón, poniéndole un dedo sobre los labios—. Os conozco, Az. Y no me estaréis traicionando… si Sune y Zares os sonríen, y la dama también… tenéis mi completo y amantísimo consentimiento.

Se inclinó, acercándose de nuevo, para besarlo en una oreja, y le susurró:

—Haced que Cormyr se sienta orgulloso.

Azoun pestañeó, sonrió, y finalmente, agitando la cabeza, admirado, dijo con voz ronca:

—Por los dioses. Os amo, mujer. No cambiéis jamás.

Su reina le dio la espalda, se levantó hábilmente el largo y elaborado vestido hasta la cintura para mostrarle que no llevaba nada debajo, sacó la lengua obscenamente antes de dejarlo caer de nuevo, y dijo:

—¡Llegamos más tarde de lo prudente! ¡Venid! ¡El Gran Salón de Anglond está bastante lejos, y no me puedo mover demasiado de prisa con esto!