CAPÍTULO XIX: LA RÉPLICA
El viaje te lleva a la cárcel de piedra,
donde los posos en su reflejo esperan
La senda se retorcía de forma brusca una y otra vez debajo de nuestros pies, mientras las monturas pisaban con paso firme y presto el polvo y las piedras del camino, reflejando en sus cascos la tenue luz de un amanecer frío e invernal.
Arropados los tres sobre nuestros caballos, nos enrollábamos continuamente entre los pliegues de nuestros ropajes, intentando que el frío no nos venciera una vez más esa mañana.
El camino hacia el norte, en dirección al monasterio de San Juan de la Peña, cada día se hacía más pesado y lánguido. Seguíamos mirando hacia nuestras espaldas todas las jornadas, observando cada recodo del camino, cada matorral y cada árbol, intentando descubrir si seguían nuestros pasos desde que dejamos el castillo de Monzón.
Hasta esa mañana, nuestros perseguidores parecían no dar señales de vida y, durante un instante efímero, revoloteó por mi cabeza la idea de que, tal vez, hubiéramos dejado atrás al traidor del Temple y su séquito purpurado de hombres papales. Pero esa idea con la misma facilidad con que vino a mi mente se fue y mis sentidos volvieron a ponerse alerta, mientras me acomodaba de nuevo sobre la silla de Mistral.
Durante los días de marcha y sus noches de confidencias Adriana me había mencionado el dolor de corazón que pesaba sobre su conciencia, ya que toda aquella situación había hecho de ella una indigna de cara a su fe. Como buena cátara, la joven tenía prohibido por sus enseñanzas, el levantar una mano en contra de sus semejantes y, desde la muerte de su padre y posteriormente con la llegada de frey Rodrigo y la mía a su vida, había acogido el lenguaje de las armas y había derramado sangre de hombres.
Esa situación parecía martillear incansable la mente de Adriana y ansiaba purgar sus pecados cuanto antes.
Durante las noches de confesiones al remanso del fuego, yo había intentado apaciguar la sensación amarga que corría por las venas de la cátara. Mi amor por ella crecía como lo hacían las flores en la pronta primavera y no podía evitar sufrir con ella, cuando ella sufría sin mí.
Sus angustias por aquello se convirtieron en las mías y consolaba a mi amada intentando que viera el final de aquel viaje como una redención a sus posibles pecados y a la honra de la memoria de su padre. La expliqué que su situación la había avocado a aquella dolorosa tesitura, que no había sido por antojo personal, y que para mí, ella siempre sería pura ante mis ojos.
Mis palabras en las jornadas, poco a poco fueron haciendo mella en la conciencia de Adriana que me lo agradecía cada noche alrededor del fuego entrelazando mis manos con las suyas y regalándome su sonrisa antes de reanudar la marcha.
Los días pasaron y nuestros pasos siguieron firmes hacia el norte. El paisaje se había tornado muy agreste, desde que dejamos Monzón, y un sin fin de grupos rocosos en forma de colinas, riscos y cordilleras se imponían ante nuestro camino un día sí y el otro también.
La vegetación se había trasformado en un conjunto de bosquecillos continuos de altas encinas y hayas, que de vez en cuando dejaban paso entre sus ramajes a los arces, álamos y chopos que daban un hermoso colorido al follaje, dejando descubrir un crisol de verdes y ocres, manchados por el blanco tronco de los abetos.
Entre los cortados de las rocas, en sus oquedades y recovecos colgados, un gran número de aves de todo tipo encontraban sus nidos inaccesibles, convirtiendo esas cuevas en su refugio perfecto para criar a sus polluelos.
Sobre nuestras cabezas los buitres y alimoches planeaban a las primeras horas de la mañana en busca de presas que llevarse a la boca. Su majestuoso vuelo dejaba de vez en cuando sombras entre el ramaje de la vegetación rocosa, mientras en el sigilo de troncos y piedras se dejaban ver de forma furtiva ginetas y gatos monteses que a nuestro paso huían hacia la inmensidad de los bosques que íbamos descubriendo.
Al cabo de dos jornadas más, ante nuestra vista apareció la ciudad de Jaca, parada que se nos antojaba necesaria antes de acometer la llegada a San Juan de la Peña, ya que desde hacía días no veíamos a aldeanos a nuestro paso, y el trayecto hasta el cenobio no estaba muy claro en nuestras cabezas.
La ciudad de Jaca era pequeña y coqueta a la vez, enmarcada entre las piedras de una muralla exterior. Sobre el tremendo lío de tejados marrones y casas encaladas sobresalía la imagen de una gran iglesia, cerca de la puerta norte de la ciudad, la cual estaba totalmente opuesta a la entrada por donde nosotros habíamos llegado.
En el laberinto de sus calles infestadas de gente de toda clase y condición sobresalían los grupos de peregrinos llegados desde el otro lado de las montañas pirinéaqueas, que abarrotaban cada rincón de Jaca creando un mar de fe cristiana.
Decidimos buscar una plaza amplia para poder desmontar y reponer nuestras fuerzas después del duro viaje, así que preguntando a los oriundos de la ciudad, sus indicaciones nos llevaron hasta las faldas de la gran iglesia que sobresalía sobre los tejados de la urbe.
En el lado sur de su fachada, las calles confluían en una plaza donde estaba dispuesto un mercado con sus tiendas de telas de colores vivos y el griterío de sus tenderos mezclándose con el regateo de las voces de sus clientes.
Desmontamos de nuestros caballos, y con las riendas en nuestras manos, nos confundimos con el gentío del mercado, buscando un puesto de comida, donde nos pudieran dar algo que llevarnos a la boca.
Encontramos un puestecillo donde un enjuto hombre con un pañuelo anudado a su cabeza servía escudillas de carne a la brasa aderezada de verduras y vino especiado, por lo que yo eché mano de dicha carne y frey Rodrigo, por ser día en el que no podía comerla y Adriana por no hacerlo de forma habitual, solo quisieron las verduras y el vino.
Nos retiramos en una esquina de la gran iglesia de Jaca a sentarnos en unos escalones y degustar la comida de ese día. Observábamos el ir y venir de gente a la plaza y a la iglesia. Continuas riadas de peregrinos entraban en el templo para rezar y luego lo abandonaban con el alma renovada, mientras unos niños correteaban entre los ropajes de las gentes y las telas de los puestos del mercado.
Una vez que terminamos de comer me acerqué a dar las últimas monedas que nos quedaban al hombrecillo del puesto de carne a la brasa y aproveché para pedirle indicaciones de cómo llegar hasta el monasterio de San Juan de la Peña.
Sus señas fueron precisas. El monasterio solo estaba a un día de viaje desde Jaca. Debíamos seguir el curso de un río cercano, al que llamaban Aragón y seguir ribera abajo, hasta que divisáramos a nuestra izquierda un pequeño valle el cual nos llevaría hasta el monasterio de Santa Cruz, identificado claramente por su esbelta torre de piedra de su iglesia, monasterio regentado por la congregación de las hermanas benitas.
Una vez en ese punto del valle deberíamos ascender por un camino complicado, rocoso, y muy empinado, donde en su final, en lo más alto del mismo, nos esperaba el monasterio de San Juan de la Peña, debajo de una techumbre de roca maciza que lo guardaba como si fuera una capa pétrea.
Sin aguardar un instante, abandonamos la ciudad de Jaca por su puerta norte, siguiendo la senda del río Aragón.
Tras una mañana larga y pausada, llegamos a la boca del estrecho valle que esperábamos con impaciencia que apareciera ante nosotros, como así lo hizo. Girando hacia la izquierda, acometimos la entrada al frondoso y verde valle que tras unos pasos sobre nuestros caballos nos dejó avistar el monasterio de Santa Cruz, con su majestuosa torre de piedra apuntando hacia las nubes, rodeada de una armonía natural que sobrecogía.
La tarde ya había hecho acto de presencia en la jornada, cuando dejamos atrás el monasterio de las hermanas benitas y atacamos con ansia un caminito angosto y cubierto de ramaje frondoso y tupido que ascendía de forma brusca a través de un bosque lleno de claroscuros.
La senda estaba repleta de rocas sueltas que dificultaban la ascensión sobre los caballos por lo que decidimos desmontar y seguir el camino hasta el cenobio a pie tirando de nuestras bestias.
Cuando la tarde llegaba a su fin y la luz del sol ya no se colaba entre el follaje de las copas de los árboles de aquel bosquecillo lleno de sonidos y de vida, apareció como salido de entre la roca de una montaña, la figura colosal y ruda del monasterio de San Juan de la Peña.
Debajo de un balcón de piedra que surgía de la roca de una montaña se escondía el monasterio. Su aspecto era grandioso y pacífico, una gruesa pared de sillares cerraba el edificio de arriba abajo dejando el cenobio incrustado en una especie de cueva natural.
La visión era sobrecogedora, los sonidos del paraje se mezclaron con nuestro asombro ante tal estampa. En medio de aquel vergel de naturaleza casi salvaje, descansaba agarrado a la montaña el monasterio, en silencio, majestuoso.
La luz de la tarde se convirtió en un mero reguero de sombras sobre los árboles cuando ascendimos hasta la entrada del cenobio, justo en el momento en el que desde el tejado de una de sus dependencias, una bandada de palomas torcaces emprendió el vuelo, alterando por un instante el silencio del recinto.
En su puerta de entrada nos encontramos con dos monjes benedictinos ataviados con sus hábitos marrones hasta los pies y con su cabeza descubierta de las capuchas que se disponían sobre sus espaldas.
Uno de ellos de edad avanzada, cabeza calva y barba blanca y recortada, nos interrogó con sus ojos formando dos ranuras sobre su arrugada cara.
—Somos viajeros del sur, que nos dirigimos al paso de las montañas fronterizas, y nos ha sorprendido la caída del día, cuando hemos avistado vuestro monasterio —habló mintiendo piadosamente el templario.
—Parecéis cansados de vuestro viaje hermanos, pero antes debéis ser recibidos por el Abad de nuestra Casa. Debe saber de vuestra llegada —contestó el moje haciendo una señal con sus manos invitándonos a pasar dentro de los muros benedictinos.
El otro monje, más joven que su hermano, recogió las riendas de nuestros caballos y desapareció detrás de una esquina recia de un muro, no sin antes aclarar que nuestras monturas estarían bien atendidas por sus hermanos de orden, dedicándonos una sonrisa juvenil y pura.
Siguiendo los pasos del monje, nos adentramos en el interior de una iglesia formada por dos ábsides con sus dos naves. Mientras recorríamos las alargadas naves del templo sus ábsides nos enseñaban las pinturas románicas que se plasmaban en sus piedras, que llegaban justo al final de la iglesia, hasta una puerta por donde las dejamos atrás y desembocamos en otra estancia del monasterio.
Aparecimos en una enorme sala dividida en cuatro tramos mediante arcos de medio punto, los cuales se sostenían sobre pilares cruciformes. La luz tenue de la luna en la noche, se adentraba en aquella estancia por un conjunto de aspilleras dispuestas en los muros de la sala.
A nuestro paso, antes de atacar una escalera amplia de sillares recios que ascendía a un piso superior, una pequeña fuente por donde fluía agua clara y transparente, dejaba escuchar el sodio de sus gotas al caer sobre el agua ya recogida.
La escalera estaba iluminada por antorchas en su recorrido de subida y su luz nos permitió descubrir una sala de tránsito de forma rectangular donde sus paredes parecían albergar nichos de difuntos nobles aragoneses.
El paso del monje delante de nosotros, pareció acelerarse, y nos hizo atravesar aquel panteón de piedra y desembocar en una nueva iglesia de grandes dimensiones, su nave se estrechaba cuando llegaba a tres ábsides que coronaban la parte del altar y que estaba iluminada por dos amplios ventanales. La bóveda de ese templo era la misma roca viva de la montaña donde el monasterio residía sus muros y aquello hacía comulgar al espíritu con la naturaleza.
Por una puerta pequeña en la zona opuesta a los tres ábsides de la iglesia se coló como un ratón nervioso nuestro guía, al que rápidamente seguimos para que no nos dejara atrás en el interior de los muros de San Juan de la Peña.
Nuestros pasos terminaron su recorrido en un hermoso claustro formado por una columnata rectangular con capiteles románicos. Formaba la construcción un patio interior cerrado al exterior por muros de piedra hasta el techo del claustro, el cual estaba hecho por la roca limpia de la montaña. Allí nos dejó el monje y nos invitó a esperar al Abad del monasterio.
El silencio seguía envolviéndonos de forma serena en aquel lugar sagrado. La débil luz de varios velones dispuestos en las esquinas de aquel maravilloso claustro natural creaban sombras estrechas que se resbalaban por los muros del monasterio.
Unos pasos nos alertaron de la pronta presencia del Abad del cenobio y, ansiosos, los tres nos dispusimos a recibirlo.
Ante nosotros la sorpresa tomó forma al instante. La estampa de una mujer robusta, de carrillos llenos y sonrosados, de pelo castaño largo y recogido con una trenza hasta el final de la espalda, se disponía recortada en la entrada del claustro, mirándonos penetrantemente.
La luz de los velones hacía claros sobre el vestido largo y morado que le llegaba hasta sus pies.
—¿Quién sois? —dijo la mujer.
—No puedo creerlo. Debe ser un sueño y no he despertado aún de él —dijo Adriana, mientras se descubría la cabeza del capacete que ocultaba su ya larga melena.
Frey Rodrigo y yo nos mirábamos asombrados ante aquella situación que nos había sorprendido entre esos muros.
—¿Adriana? ¿Eres tú, hermana? ¿Eres tú, de verdad? —dijo la mujer del vestido morado.
—¡¡Claro que lo soy, Julia, soy yo hermana!! —y Adriana salió corriendo a abrazar a su hermana perdida años atrás.
El instante se volvió toda una vida pasando por las mentes de aquellas dos hermanas que se abrazaban de nuevo, inmersas en un llanto de alegría por su reencuentro. Se miraban y remiraban la una a la otra, mientras se abrazaban fuertemente y con sus manos se palpaban las caras intentando asegurarse de que aquello no era una visión pasajera.
La cátara nos presentó al templario y a mí a su hermanastra Julia, de la que no sabía nada desde aquella noche de marzo en la que sus padres las separaron para siempre después de haber visto como soldados papales aniquilaban su aldea del sur de Francia.
Los cuatro nos sentamos en la balaustrada del claustro para que las hermanas cátaras pudieran seguir hablando.
—¿Pero que haces en San Juan de la Peña, Julia? —preguntó Adriana curiosa.
—Es una historia muy larga, de la que tú debes tener conciencia de ella —adelantó Julia a su hermanastra—. Cuando nos separaron aquel día en ese bosque de Francia, madre y yo huimos aún más hacia el sur a un recinto fortificado llamado Montsegur en lo alto de una enorme montaña picuda, rodeado de verdes bosques. Allí durante años nuestra congregación fue feliz y vivió en paz. Allí también fue donde tomé conciencia de mi futuro y responsabilidad —hizo una pasusa y siguió relatando—: Madre me contó que nuestra familia era la única heredera de la sangre de Jesús de Nazaret, la cual durante años había sobrevivido al paso del tiempo y que yo era la última heredera de la estirpe de Jesús y de su esposa María Magdalena.
Aquello hizo que los tres quedáramos boquiabiertos ante tal revelación. Aquella joven robusta era la única heredera real de la sangre del rey David y, por consiguiente, de la sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
—Ahora empiezo a comprender el por qué de nuestra separación por nuestros padres —dijo Adriana—. Sabían de la importancia de que tú siguieras viva.
—En efecto, hermana. En Montsegur fui consciente de quien era y cual era mi misión, la de esperar el momento, en el que la humanidad pudiera asimilar la existencia de un único Dios que acabara con las guerras de religión que asolan el mundo, un Dios que será engendrado por la sangre real de Jesús de Nazaret. Pero ese momento no llegará hasta que el mundo pueda comprenderlo, y por eso estoy escondida en estas montañas, hasta que pueda proclamar la verdad divina —explicó Julia con una sombra de desdicha en su frente.
—¿Pero como llegaste hasta San Juan de la Peña, Julia? —siguió preguntando la cátara.
—Un día de infortunado recuerdo, el castillo de Montsegur, fue sitiado por tropas del Papado, intentando acabar con nosotros culpándonos de herejía. La Inquisición había terminado de convencer a los obispos católicos de que las enseñanzas cátaras eran peligrosas para la paz cristiana de las tierras de Europa. Aguantamos durante muchos días con sus noches, hasta que el señor de Montsegur, Raymond de Pereilha decidió rendir la fortaleza. Pero la noche antes de la rendición, por la zona más escarpada de la montaña de nuestro castillo, dos templarios escalaron hasta los muros de Montsegur, y me sacaron de allí sana y salva. Mientas descendía con ellos por aquel escarpado paraje lloraba desconsolada pensando en el futuro que le depararía a madre sin mí. Más tarde supe que las tropas sitiadoras quemaron por herejes a todos nuestros hermanos en un mote cercano —los ojos de Julia se cerraron, dejando escapar una lágrima cristalina por su roja mejilla.
—¿La Orden del Temple os ayudó a escapar de allí? —preguntó frey Rodrigo.
—Así es. Si no hubiera sido por ellos ahora no viviría, y el mayor secreto de la humanidad se hubiera perdido en la noche de los tiempos. Ellos me escoltaron hasta el monasterio de Santa Cruz, donde las hermanas benitas cuidaron de mí —contestó Julia.
—¿Pero por qué os trajeron aquí y no a alguna de sus encomiendas, donde podían protegeros mejor? —pregunté extrañado.
—Porque aquí estoy más cerca del cáliz, y es donde debo estar, custodiándolo hasta que llegue el día señalado para que él y yo nos unamos ante los ojos de toda la humanidad.
—¿El cáliz? ¿Estás hablando del grial, hermana? —preguntó Adriana de forma curiosa.
Sin mediar palabra, Julia se levantó y asintió con la cabeza. Con un leve movimiento de su mano nos indicó que la siguiéramos. Salimos del claustro por la puerta por donde habíamos entrado, y volvimos a parecer en la iglesia que habíamos atravesado con anterioridad.
De nuevo su única nave se abría ante nosotros, iluminada por sus dos amplios ventanales, y los pasos de Julia nos guiaron a través de ella hacia los tres ábsides de la iglesia. Los muros rebosaban calidez y sacramentalidad a raudales, y poco a poco íbamos viendo lo que la hermanastra de Adriana quería enseñarnos.
Ante nuestros ojos curiosos el ábside semicircular rematado por una columnata, acogía en su regazo un pequeño altar de piedra maciza, limpio, sin adornos, austero. Sobre él, el grial descansaba en silencio. Un recipiente hecho de ágata roja, de ancho como algo menos de un palmo, descansaba como si estuviera dibujado ante nosotros.
Era un cuenco de color rojo, bien pulido y sin adorno alguno, simplemente un cuenco sin asas ni pedestales que lo sujetaran.
Su simplicidad acrecentaba aún más su belleza, la pieza era delicada, austera pero de una hermosura apabullante.
Por un instante mi alma se sobrecogió ante aquella reliquia, pero pronto recordó que aquel cáliz era una réplica del auténtico, ya que frey Íñigo Valcárcel tiempo atrás escondió el auténtico en alguna parte y éste fue suplantado por la copa que los tres estábamos admirando en ese momento.
Ninguno de los tres, quisimos revelar la falsedad de aquella copa a Julia, ya que no sabíamos el paradero aún del verdadero grial, y para que la ignorancia de toda aquella locura hiciera de protección sobre la vida de la hermanastra de Adriana. Por lo menos hasta el día en el que llegáramos al final de nuestro viaje, si es que lo hacíamos.
Al instante volvieron a mi cabeza las palabras del verso que nos había llevado hasta San Juan de la Peña.
“El viaje te lleva a la cárcel de piedra, donde los posos en su reflejo esperan”
La cárcel de piedra era el monasterio en si mismo, ya que este custodiaba la copa encerrándola como en una cárcel, pero la siguiente estrofa aún no tenía ningún sentido para mí.
Mientras yo pensaba en el poema y Adriana y frey Rodrigo seguían observando la réplica del grial, unos pasos sobre la piedra de la nave de la iglesia se escucharon a nuestras espaldas.
Un moje benedictino se acercó hasta donde estábamos y se presentó.
—Buena dicha os acompañe, hermanos. Mi nombre es frey Pedro de Setzera, abad de San Juan de la Peña —dijo el monje sacando sus manos de entre las mangas de su pardo hábito.
—Y a vos también, frey Pedro —respondí de forma humilde e inclinando levemente la cabeza.
—Ya veo que habéis conocido a Julia de Gisors. Es la única mujer que pisa el suelo de esta santa casa, y como veo ella misma os ha enseñado lo que guardamos con ayuda de estos muros —siguió diciendo el abad.
—Es increíble que vuestra congregación guarde con tal devoción el Santo Cáliz y además dejéis entrar a una mujer aquí dentro —dijo frey Rodrigo.
—Lo cierto es que hasta que los Caballeros del Temple trajeron hasta estos lares a Julia, nunca una mujer pisó este santo suelo, pero tuvo que ser su Gran Maestre en persona el que, una vez que Julia se acomodó en la congregación de las hermanas benitas en el regazo del valle que habéis debido de dejar atrás hasta llegar aquí, se personase ante mí y me pidiera nuestra colaboración para además de guardar el grial, dejar a Julia que visitara este monasterio. No sabemos la razón de esa petición, pero la protección del temple y sus suculentas donaciones, bastan para que los monjes de este cenobio, no hagamos preguntas —contestó el abad mirándonos a todos con sus profundos ojos negros.
—Le estaríamos muy agradecidos a vos y a sus hermanos que nos dejaran descansar en San Juan de la Peña durante unos días, ya que venimos de un viaje largo —dijo el templario.
—Por supuesto, hermano templario. Los monjes de la cruz roja siempre son bien recibidos en esta casa, si no fuera por ellos jamás hubiéramos tenido dentro de nuestras puertas el Santo Cáliz, y sus espadas protectoras a nuestro servicio. Por lo tanto un hermano del Temple siempre es bien recibido en San Juan de la Peña —contestó frey Pedro de Setzera.
El abad dio órdenes para que nos acomodaran en una estancia contigua a la iglesia donde estábamos, en el piso superior del monasterio.
La noche ya se había colado entre los sillares de San Juan de la Peña, y la débil luz de las velas que se distribuían en cada esquina del cenobio era la única iluminación en la noche cerrada.
La estancia en la que nos habían acomodado era austera, sin ventanas al exterior y con tres camastros dispuestos de forma simple y casi castrense.
Adriana había acompañado a caballo a Julia hasta el monasterio de Santa Cruz, ya que parecía ser que la hermanastra de la cátara tenía prohibido quedarse en San Juan de la Peña después del toque de completas. Adriana que no había revelado su identidad de mujer al abad del cenobio pudo salir del mismo cómodamente para acompañar a Julia, y así también poder regresar al mismo sin ningún tipo de problema.
Cuando Adriana volvió a entrar en la estancia donde pasaríamos la noche, frey Rodrigo y yo seguíamos dándole vueltas a los versos del poema, intentando encontrar la siguiente parada del viaje, ya que parecía que estábamos muy cerca de su final.
La cátara llegó con una gran sonrisa en su cara, el reencuentro con Julia había sido la mayor alegría que la joven había tenido en muchos años y eso se veía reflejado en su bello rostro bañado por la luz amarillenta de las velas de nuestra habitación.
Aquella noche, casi no pudimos dormir, Adriana por la excitación de lo vivido y el templario y yo por las incansables elucubraciones acerca de las palabras del poema.
Los días trascurrieron de forma rápida entre los muros del monasterio. Nuestra inquietud crecía cada vez que moría una jornada entre aquellos muros. No sabíamos como seguir nuestras pesquisas y los versos en nuestro poder no parecían dar mayores pistas para nuestra búsqueda.
Adriana y Julia utilizaron aquellos días para reanudar sus lazos familiares que un día se rompieron, y frey Rodrigo y yo nos pasábamos las jornadas pensando y recorriendo cada palmo del monasterio intentando descubrir una leve huella que nos diera la luz que necesitábamos.
El invierno era ya muy crudo en aquella zona del alto Aragón y pronto llegarían las nieves. Éstas dejarían bloqueados los caminos de entrada y salida del monasterio, así que teníamos que darnos prisa en encontrar algo, además de por las inminentes nieves por la incertidumbre de no saber si nuestros perseguidores llegarían hasta San Juan de la Peña, y poner en peligro vidas inocentes además de las nuestras.
Las señales no aparecían por ningún lado, la vida en el cenobio se había convertido rutinaria y monacal y la ansiedad ya había comenzado a asentarse en mi ánimo.
Los paseos arriba y abajo por los pasillos, estancias y esquinas del recinto eran continuos, los días eran cada vez más cortos y la luz del sol desaparecía con rapidez entre los ventanales del lugar, mientras los primeros copos de nieve comenzaban a caer sobre el ramaje del bosque que escondía nuestro refugio.
Mis pasos se escuchaban jornada tras jornada dentro de los muros, y rebotaban dentro de mi cabeza como cascos de caballo sobre el campo de batalla. El frío entre las piedras de San Juan de la Peña era ya insoportable, y dentro de la estancia donde dormíamos, éste se acrecentaba por la ausencia de un fuego que lo evitara.
Helado hasta la misma alma, intentaba entrar en calor andando por los rincones del monasterio, una y otra vez. De vez en cuando frey Rodrigo me acompañaba en mis pensamientos y andanzas pero con un resultado infructuoso.
En uno de esos paseos matutinos nos encontrábamos, hablando de nuestra particular prisión, cuando mi compañero templario y yo, descendíamos del piso superior al inferior, por la escalera de piedra pulida que iba desde el panteón de nobles hasta el lugar donde los monjes dormían. El recinto estaba debajo de cuatro tramos de arcos de medio punto, que se apoyaban en pilares cruciformes, y un pasillo rematado por infinidad de puertas de las celdas de los monjes se presentaba ante nosotros.
Al fondo de dicho deambulacro vimos como los monjes se paraban a beber agua en una pequeña fuente que fluía limpia, y que el primer día que llegamos a San Juan de la Peña ya había llamado mi atención.
Sin un rumbo fijo, ambos terminamos a los pies de la misma, mirándola fijamente y viendo como el agua quedaba estancada en una especie de cubeta hecha de la misma piedra que nacía en la pared de aquel recinto.
El templario se inclinó, para ayudado con su mano derecha beber un sorbo de aquella agua fresca, mientras su cara se reflejaba en la fuente. Aquella imagen se me quedó grabada en la mente por un instante fugaz y mis sentidos volvieron a sacudirme con fuerza una vez más.
Me incliné yo también sobre el agua encerrada entre la piedra de la fuente y de repente lo tuve claro. Mi propio reflejo sobre el agua me había abierto los ojos.
Los “posos” de los que hablaba el poema debían ser reflejados sobre algo, y qué mejor que el agua cristalina de esa fuente para mostrar un reflejo.
El descubrimiento fue alabado por el templario como un gran logro por mi parte, pero ahora teníamos que descubrir a qué “posos” se referían los versos.
Allí, cerca de la fuente, seguíamos pensando; estábamos muy cerca y la incertidumbre nos impedía pensar con claridad.
—Pensemos con tranquilidad, frey Rodrigo, no puede ser tan complicado, y nuestra ansia nos impide ver más allá —tranquilicé al templario.
—De acuerdo, Ricardo, tenéis razón. Veamos, los “posos” son los residuos de algo que queda en un recipiente, el agua en una jarra, el vino en una copa... —el templario abrió los ojos de forma desproporcionada y se me quedó mirando fijamente, mientras una leve sonrisa se comenzaba a dibujar en sus labios.
—¡¡Dios Santo, la clave está en la réplica del grial!! —grité sin darme cuenta de que alguien pudiera estar escuchando.
Frey Rodrigo me mandó callar colocando su dedo índice sobre sus labios y, raudos, ambos volvimos corriendo hacia el piso superior donde descansaba el falso grial en la iglesia contigua a nuestro dormitorio.
Pronto llegamos hasta él. Sobre el pequeño altar de piedra maciza liberado de cualquier ornato, descansaba nuestra llave para seguir nuestra búsqueda.
Con cuidado y sigilo, y ayudados por la luz de la mañana que entraba por los ventanales de la iglesia, inclinamos la cabeza sobre el Santo Cáliz, y miramos hacia su interior.
No había nada. Ni una inscripción, ni un número o letra, ni una señal o muesca, tan solo la roja ágata bien pulida.
—¡¡No pude ser!! El cáliz debe tener la respuesta —dijo contrariado el templario.
—¡¡Maldita sea!! Creí que habíamos vuelto a encontrar el sendero a seguir —maldije enfurecido, golpeando con fuerza el pequeño altar de piedra con mi puño.
La frustración hizo que mi golpe sobre el altar moviera el grial, este bailara ligeramente sobre su estrecha base, y se volcara.
—Tened cuidado, Ricardo, no debemos dejarnos llevar por la ira en estos momentos —dijo frey Rodrigo cogiendo el cáliz en sus manos para volver a colocarlo en su posición—. ¡¡Dios mío Ricardo mirad esto!! —exclamó el fraile, enseñándome el cáliz.
En la parte de la estrecha base del grial, pero en el lado sobre el que se asentaba y no dentro de la copa, una leve inscripción estaba tallada de forma sutil. En ella se podía leer:
TARRES-TNOM.
Nuestro ánimo volvió a resurgir de forma acelerada, acrecentado por el nuevo descubrimiento, volvíamos a triunfar de forma rotunda.
Aquellas letras no parecían expresar nada concreto, y tampoco parecían asemejarse a ningún lenguaje, pero ambos pronto unimos aquella inscripción con lo que decía el poema, “donde los posos en su reflejo esperan”.
Los “posos” eran las letras inscritas en la parte trasera del cáliz, las cuales debían ser reflejadas sobre algo, para dar la respuesta a nuestras pesquisas y eso lo haríamos sobre el agua de la fuente cercana a las dependencias de los monjes en el piso inferior.
El día ya hacía tiempo que había despuntado y los monjes de San Juan de la Peña deambulaban por doquier entre los muros del monasterio. Sus pasos los escuchábamos por todas partes, y coger el cáliz en ese momento del día podía ser peligroso para nuestra misión, y también podíamos levantar sospechas.
Por ello, decidimos hacerlo esa misma noche, después de la hora de completas, cuando todo el mundo durmiera, y así poder escabullirnos mejor entre las sombras de la noche.
Prestos dejamos la réplica del grial en su altar de piedra, y volvimos a nuestra estancia a esperar la llegada de Adriana que había ido a buscar a Julia cuando comenzó a amanecer.
La cátara no tardó en llegar y abrió la puerta de la estancia con una sonrisa en su boca. Aquellos días con su hermanastra habían vuelto a traer la alegría a su vida y eso se notaba en su cara.
Las averiguaciones que habíamos hecho frey Rodrigo y yo fueron relatadas a la cátara que celebró con alborozo nuestro descubrimiento, pero a la vez su alma se encogió de nuevo por la certeza de saber que pronto tendría que abandonar de nuevo a su hermanastra.
Tanto el templario como yo, convencimos a la joven de que así debían ser las cosas y que Julia debía quedarse en aquel lugar, por ser la guardiana del secreto de la sangre real, y del propio grial, y llevándola con nosotros la pondríamos en peligro.
Además de ello, concluimos que en San Juan de la Peña y con las hermanas benitas estaría siempre a salvo, ya que habían pasado muchos días desde nuestra llegada y nuestros perseguidores no habían hecho acto de presencia, por lo que dedujimos que nos habían perdido la pista en Monzón.
Aquello pareció tranquilizar de nuevo el corazón de la joven cátara que sabía desde ese momento que siempre podría ir a ver a su hermana a aquellos parajes aragoneses.
La noche llegó como cuando cae una hoja de su rama, silenciosa y serena. La hora de completas hacía tiempo que había pasado, y los tres nos dispusimos a salir de nuestros aposentos envueltos en las pardas capas para evitar ser vistos.
Atravesamos la nave de la iglesia donde descansaba el cáliz, cubiertos por una débil luz de llama de velas, que cimbreaban en las esquinas de sus candelabros.
El grial seguía allí y parecía que estuviera esperándonos en la quietud de la noche. Frey Rodrigo lo miró durante un leve instante, y acto seguido lo cogió y ocultó debajo de su capa templaria.
Volvimos sobre nuestros pasos, y abandonamos la iglesia por un extremo de su nave central. Atravesamos el panteón de nobles que nos abría la bocana de las escaleras de piedra, y las descendimos sigilosamente.
Ante nosotros aparecía el pasillo repleto de las puertas de las celdas de los monjes que permanecían cerradas, acogiendo a sus moradores. Tan solo la luz de una antorcha al final del pasillo, iluminaba nuestros pasos. Nuestras sombras se proyectaban sobre las puertas de las celdas que íbamos dejando atrás, y el leve sonido, casi imperceptible, de nuestro arrastrar de pies, era lo único que se escuchaba en todo el monasterio.
Cuando llegamos al final del pasillo, Adriana agarró la antorcha que descansaba en una escuadra anclada sobre la pared y la acercó hasta la fuente de agua clara que nos daría la respuesta.
El templario extrajo de debajo de su sayón el cáliz, y lo dispuso sobre el agua estancada. Las llamas de la antorcha nos ayudaron a leer lo que la inscripción quería decirnos.
Como una ola cuando choca contra la costa, retumbó en mi cabeza lo que allí estábamos leyendo. El reflejo de la inscripción invirtió las letras esculpidas sobre el ágata de la copa, y mostró su secreto guardado: MONT-SERRAT.
Los tres enseguida comprendimos cual era nuestra siguiente parada: el monasterio de Montserrat; más hacia el suroeste de donde nos encontrábamos. Era un lugar de culto religioso muy conocido por los tres, y bastó con nuestras miradas para saber la dirección que debíamos tomar.
Deshicimos con cautela el camino recorrido entre los muros de San Juan de la Peña, devolvimos la réplica del grial a su lugar, y nos encerramos de nuevo en la habitación para descansar esa noche de tan fructífero resultado.
La mañana aconteció más fría de lo habitual, parecía que estaba arreciando la caída de la nieve sobre el lugar, y aquello nos serviría de excelente excusa para abandonar el monasterio cuanto antes y seguir nuestro camino.
Después de que los monjes de San Juan de la Peña hubieran terminado su rezo de maitines, los tres nos personamos ante el abad del monasterio, y nos despedimos de él dándole las gracias por su acogida en la casa.
Frey Pedro de Setzera nos bendijo en nuestro peregrinar, proporcionó pellizas de gruesa lana para el frío del invierno y algunas viandas para llevarnos a la boca.
De nuevo sobre nuestros caballos fuimos descendiendo de forma pausada, dejando a nuestras espaldas el monasterio de San Juan de la Peña, cubierto ya de un fino manto de blanca nieve, que caía sobre nuestras cabezas, y que nos acompañaría por lo menos hasta el monasterio de las hermanas benitas, donde nos despediríamos de Julia.