CAPÍTULO IX: CHIPRE
Isla de Chipre, 25 de mayo de 1291, año de Nuestro Señor
Los días pasaron en cubierta como un manto velado de fina tragedia. Durante todo ese tiempo, frey Rodrigo y yo habíamos entablado una amistad muy fuerte. Ambos habíamos contado nuestras vidas al otro, y esa confianza que había nacido propició que le revelara mis inquietudes acerca de los manuscritos que el Gran Maestre templario me confió en San Juan de Acre. Se los dejé para que los leyera, y así poder compartir entre ambos la inquietante revelación que en ellos se narraba. Ahora los dos éramos testigos silenciosos de lo que esas hojas contaban y, por lo tanto, deberíamos decidir lo que hacer en adelante.
Una tarde el vigía avistó la isla de Chipre y hacia allí dirigió la proa el timonel de la nave.
Repondríamos víveres y los heridos serían tratados. Al llegar al puerto de la isla un grupo de templarios esperaban en los sucios muelles a los posibles hermanos de orden que pudieran haber salvado la vida en Acre.
Frey Rodrigo me sacó del barco agarrándome por un brazo y tirando de mí. Pronto sus hermanos nos atendieron y me acomodaron en una carreta en la que también subió el templario.
Aún me sentía débil, pero distinguí como el carro discurrió por estrechas calles de olor a hierbabuena hasta que se adentró tras unos muros de gruesa piedra.
—Hemos llegado al castillo de Kolossi, casa del Temple en Chipre. Estamos en Limassol. Ahora mi Orden tiene aquí su base en Oriente —me informó frey Rodrigo—. Aquí podremos recuperarnos mejor durante unos días, mientras la nave se aprovisiona.
Asentí con la cabeza y perdí el sentido. Cuando volví a abrir los ojos me encontraba en una gran sala repleta de camastros, como en el que descansaba mi cuerpo. La luz de velones colgados de las recias paredes era la única luz que había en aquella inmensa sala. A mi lado, otros cruzados y templarios curaban sus heridas en reposo, entre tos y tos.
Unos pasos se escucharon retumbar en la sala, hasta que los mismos se detuvieron ante mí. Frey Rodrigo estaba a los pies de mi camastro mirándome inquisitivamente.
—¿Habéis descansado bien, Ricardo? —me preguntó interesado.
—Sí, gracias, frey Rodrigo. Ya me encuentro mejor, tengo las fuerzas renovadas —contesté al templario.
—He de deciros algunas cosas, amigo —dijo el fraile, notando como su voz se apagaba.
—Hablad, ¿qué ocurre? —le dije.
—Las noticias de Acre han traído la muerte del Gran Maestre Guillaume de Beaujeu. El Temple ahora tiene un nuevo Maestre, frey Tibaldo de Gaudin.
—La herida de aquella flecha maldita debió ser demasiado para él —contesté recordando lo sucedido en el fragor de la batalla.
Aunque sospechaba que la herida del Gran Maestre podría ser mortal, albergaba esperanzas de que se pudiese haber salvado, y poder así quitarme la pesada responsabilidad que portaba al devolverle los documentos. ¿Qué haría yo ahora con aquellos manuscritos?
Me percaté de que en esos momentos debía pensar más en frey Rodrigo que en mí, ya que había perdido a la persona que guiaba su orden y ahora sus ánimos decaían aún más si era posible.
—¿Cómo tenéis vuestra herida en el brazo? —le pregunté interesado.
—Bien. Poco a poco voy cogiendo fuerza otra vez. Los cuidados aquí son muy buenos —dijo el templario enseñándome su antebrazo derecho vendado—. Bueno, veo que estáis mucho mejor, eso me deja más tranquilo. Ahora debo ir a la hora del rezo. Seguid descansando y recobrando las fuerzas. Yo seguiré pasando a veros regularmente —y se despidió con una reverencia mientras el sonido de unas campanas rompieron el aire de Limassol.
Isla de Chipre, 15 de junio de 1291, año de Nuestro Señor
Las jornadas se convirtieron en testigos silenciosos de mi recuperación. De vez en cuando me tocaba pensativo la cicatriz que me había quedado en la ceja, recordando los años vividos en Tierra Santa. Los recuerdos de batallas se mezclaban ahora con las inquietudes que nacían de los manuscritos del Gran Maestre del Temple, muerto en el combate de Acre.
No sabía si había hecho bien en revelar sus líneas a frey Rodrigo y las palabras del Gran Maestre herido a mis pies se repetían incesantes en mi cabeza.
—No confíes en nadie.
Aquellas páginas habían hecho mella en mí. Lo que revelaban era demasiado importante para que yo solo pudiera cargar con ello, y el haberlo compartido con mi templario amigo me había quitado parte de responsabilidad de tan pesada carga. Ahora me sentía algo más aliviado.
Una mañana, el recinto fortificado amaneció algo más ajetreado de lo normal. Desde mi camastro se podía observar cómo los templarios que discurrían entre sus pasillos y muros iban y venían de forma más apresurada que cualquier otra jornada pasada.
Frey Rodrigo volvió a aparecer delante de mi cama, pero esta vez algo más agitado.
—Daos prisa en vestiros. Está atracando una galera en el puerto que trae al nuevo Gran Maestre —me dijo el templario.
—¿Pero para qué queréis que me vista? —inquirí.
—Creo que será mejor que los pergaminos que portáis sean entregados a frey Tibaldo de Gaudin, y que él decida sobre ellos —me informó frey Rodrigo.
—Vamos para allá. Si vos, frey Rodrigo, creéis que es lo mejor, adelante pues.
Con rapidez me coloqué sobre los hombros de nuevo mi camisola, loriga y capa cruzada, mientras el templario me esperaba en la puerta del recinto repleto de camastros.
Nuestros pasos nos sacaron de forma apresurada de entre los muros del castillo de Kolossi, dejando atrás el patio de armas y saliendo por la puerta principal de la fortaleza. El sol ya se alzaba por encima de las almenas cuando el discurrir de nuestras capas agitadas por la brisa de la costa nos mostraba la galera del Gran Maestre amarrada ya en el muelle de Limassol.
Un gran número de capas blancas se arremolinaban en el muelle esperando que la pasarela de madera se dispusiera sobre la piedra del puerto.
Al momento la pasarela cayó de forma seca sobre el suelo, y sobre ella apareció la figura del Gran Maestre escoltado por un séquito de caballeros templarios con sus blancas capas, seguidos por una enorme fila de arcones y cofres cerrados.
El remolino en torno a la figura del jefe templario se reprodujo muy rápidamente. Todos sus caballeros querían hablar con él y saber cúal era la situación tras la pérdida de Acre. Las noticias eran escasas en Chipre, la situación en ultramar se había tornado desesperada para la cristiandad y todo el mundo quería conocer el futuro.
Entre empellones frey Rodrigo se fue haciendo sitio entre la muchedumbre de frailes, mientras yo le seguía con mi vista desde la lejanía en el muelle. Observé como el templario llegaba hasta el Gran Maestre, se presentaba ante él, le decía unas palabras al oído y ambos, seguidos por una guardia de ocho templarios, abandonaban el muelle apresuradamente.
Con una señal de su mano derecha, frey Rodrigo me dijo que les siguiera, y pronto me uní a la comitiva de templarios, que se adentraban entre los muros del castillo de Kolossi. Volví a pasar por el arenoso suelo del patio de armas resguardado por los muros regios y almenados de la fortaleza, hasta que nos adentramos por un pasillo iluminado por antorchas en las paredes sostenidas por escuadras. Este giró a su izquierda y desembocó delante de una gran escalera de caracol que ascendía a un piso superior del castillo.
Caminaba silencioso detrás de las capas blancas que iban ascendiendo de forma marcial una detrás de otra.
Al momento escuché como una puerta se abría en el piso superior y, cuando llegué a él, observé como siete de aquellos templarios se quedaban en el exterior de lo que parecía una sala, y la voz de frey Rodrigo desde su interior me llamó.
Cuando entré en la sala la puerta de entrada se cerró a mi espalda haciendo crujir sus maderos viejos.
Dentro vi como una mesa recia de nogal se disponía en su centro sobre una pequeña alfombra de hilo morado. Detrás de ella una silla de respaldo alto y alargado esperaba a su huésped. Una ventana apuntada se abría detrás de la silla, desde donde se veía el mar en la lejanía y por la que miraba el Gran Maestre del Temple dándonos la espalda.
A su lado, y mirándonos a frey Rodrigo y a mí, estaba otro templario de tez maltratada por los años y barba larga y blanquecina, que envuelto en su blanca capa con cruz roja como la sangre, nos miraba de arriba abajo.
—Maestre, este es Ricardo de Olmedo, el cruzado del que os he hablado —dijo frey Rodrigo.
El Gran Maestre se giró y me miró a los ojos de forma profunda. Sus facciones rectilíneas estaban enmarcadas por una larga barba oscura salpicada por mechones blancos y su cabeza rapada le daba un aire de imponente seriedad.
—Es un honor para mí, frey Tibaldo —dije respetuosamente y haciendo una leve reverencia.
—Se ha perdido todo. Parece el fin de todo, el ocaso de todo —dijo el Gran Maestre con la mirada perdida, y sin hacer caso de nuestra presencia.
—Maestre. No digáis esas palabras. Aún se pueden volver a recuperar tierras. Y lo haremos desde aquí, desde Chipre —dijo el otro templario que estaba junto al Gran Maestre.
—No digáis tonterías, frey Jacques. La fortaleza del mar de Sidón está siendo asediada duramente por los árabes y no tardará en claudicar ante ellos. Cada día que pasa el fin es más inmediato —contestó frey Tibaldo volviéndose hacia la ventana de la estancia.
—Tal vez, si mandáramos refuerzos a Sidón, podríamos repeler el asedio de la ciudad —sugirió el templario que respondía al nombre de frey Jacques.
—Es inútil, hermano. No nos quedan fuerzas suficientes para hacer frente a tan enorme asedio en Sidón. Mandar más templarios allí sería como condenarlos a una muerte segura, es absurdo —dijo el Gran Maestre con palabras de resignación.
—Pero Maestre. Los hermanos que defienden Sidón morirán si no les ayudamos. Necesitan algún refuerzo —dijo de nuevo frey Jacques.
—Está decidido. No mandaré más almas a una muerte segura. Solo nos queda rezar por las que allí se perderán irremediablemente e intentar rearmarnos desde aquí —sentenció frey Tibaldo.
El nuevo Gran Maestre parecía abatido en sus pensamientos. Su mirada perdida intentaba encontrar alguna respuesta a sus preocupaciones, pero parecía como si un velo de oscuridad se cerniera sobre sus ojos apagados y carentes de brillo.
—Como ordenéis, Maestre —respondió el otro templario.
Al instante, frey Tibaldo golpeó con fuerza el muro de la estancia con la palma de su mano derecha y exclamó.
—¡¡Maldita sea, frey Jaques!! No soy capaz de afrontar esta situación. Hemos fracasado en nuestra misión en Tierra Santa. No hemos defendido las plazas, castillos y ciudades cruzadas. Todo es ya cenizas y dolor.
—No os atormentéis, Maestre. Vos habéis hecho mucho por la causa cruzada. Habéis tomado las riendas de la Orden en un momento crítico para ella, habéis sabido replegar nuestras fuerzas hasta Chipre y, lo que es más importante, habéis salvado el tesoro del Temple de que cayera en manos sarracenas. Sinceramente, señor, creo que podéis estar orgulloso de vuestros actos —dijo frey Jaques intentando apaciguar el desazón de su Maestre.
Frey Tibaldo volvió su vista hacia su hermano de orden y con la resignación en su cara agradeció aquellas palabras de consuelo. El Gran Maestre se embozó en su blanca capa y se sentó en la única silla que había en la estancia, detrás de la recia mesa de nogal y me miró.
—Frey Rodrigo ya me ha informado de los manuscritos que en vuestro poder están y del interés en que los mismos vuelvan a poder del Temple —se dirigió a mí el Gran Maestre.
—Así es. Su antecesor se los confió en Acre antes de morir en la batalla, y creo que es de justicia que los mismos los tengáis vos como nuevo Gran Maestre del Temple —se adelantó a contestar frey Rodrigo por mí mientras me miraba para que asintiera.
—Es lógico que penséis eso. ¿Los habéis leído? —me preguntó de forma directa.
Por un leve momento vacilé en la respuesta, pero al final dije la verdad.
—Sí, frey Tibaldo. Los he leído —contesté de forma firme.
—Entonces, ¿sabréis lo que en ellos se relata y de la importancia de los mismos? —volvió a preguntar el Gran Maestre.
—Sí, frey Tibaldo —contesté de nuevo sin saber si mi sinceridad iría en contra de mí.
—Conozco de mano de frey Rodrigo lo que esas líneas relatan y su importancia es tal que no podemos permitir que caigan en manos equivocadas. Por ello y para evitar que los manuscritos terminen en poder de las fuerzas árabes, creo que sería lo más conveniente que salieran cuanto antes de Limassol. ¿No lo creéis así, frey Jacques? —dijo frey Tibaldo.
—Creo que es una sabia decisión. Y si me lo permitís. También sería conveniente intentar encontrar el grial. La sola sensación de que pueda estar perdido para el resto de los siglos, es una cuestión que el Temple no debe permitir. Proteger los santos lugares es nuestra seña, y ahora que estos ya casi están perdidos, no debemos dejar perder también las santas reliquias. Por eso hemos traído también a Chipre el tesoro de la orden —dijo frey Jacques.
—Tenéis mucha razón, hermano —dijo el Gran Maestre—. Se me olvidaba. Frey Rodrigo, Ricardo, este es frey Jacques de Molay, nuevo mariscal de la Orden —nos presentó extendiendo su mano derecha.
—¿Nuevo mariscal habéis dicho? —preguntó frey Rodrigo.
—Sí, hermano. Frey Pierre de Sevry también perdió la vida en Acre —comunicó frey Jacques de Molay al templario.
Frey Rodrigo por un instante permaneció callado ante la nueva noticia de la pérdida del mariscal de Sevrey, y por un momento pude ver en su rostro la pena y nostalgia de las batallas libradas por el templario junto a su mariscal en Tierra Santa.
—Creo que frey Rodrigo y vos, Ricardo, sois las personas idóneas para encargaros de tan insigne misión. Si el destino quiso poner en vuestras manos el futuro del grial, nosotros no somos quién para modificar dichos designios divinos. Así pues, mis órdenes son que zarpéis en una galera templaria, mañana al alba —ordenó el Gran Maestre.
—Pero, Maestre. No creo que nosotros seamos los elegidos para dicha misión. Además, mi deseo es quedarme en Limassol y ayudar a reconquistar Tierra Santa a vuestro lado. Mi alma sufre por haber tenido que abandonar el combate —dijo frey Rodrigo.
—Nuestro Señor ha querido que tan alta responsabilidad recayera en las manos de este cruzado, y creo que el Temple debe ayudar a este joven en su destino. Por eso he pensado en vos como el mejor acompañante en sus pesquisas. Con esta acción vuestra alma quedará redimida, os lo aseguro —volvió a insistir el Gran Maestre.
—Si vos así lo creéis, así lo cumpliré, Maestre —dijo resignado frey Rodrigo, mientras me miraba arqueando las cejas.
—Ahora solo debemos saber por donde empezar el camino. —dijo el mariscal de Molay.
—A esa incógnita creo que puedo responder yo —dije—. Me parece recordar que en los manuscritos se menciona el nombre de un judío que parece ser el autor de dichas líneas y que parece vivir o haber vivido en Toledo.
—Ya está entonces. Toledo es pues vuestro destino. Mañana mismo debéis zarpar —dijo frey Tibaldo—. Encontrar a ese judío debe ser vuestro primordial objetivo, si es que todavía vive.
—¿Estáis seguro de que nosotros dos somos las personas correctas para dicha misión? —volví a preguntar al Gran Maestre.
—Del todo cruzado. De la existencia de dichos manuscritos ahora solo somos testigos nosotros cuatro. Frey Jacques y yo debemos permanecer en Limassol para intentar rearmar la Orden desde aquí, y comenzar una nueva conquista de tierras en ultramar. Así que vos y frey Rodrigo sois las personas indicadas para ello. ¿No lo creéis así, frey Jacques? —preguntó a su mariscal el Gran Maestre.
—Desde luego, frey Tibaldo. Además, cuantas menos personas sepan de la existencia de dichas hojas mejor será para el éxito de la misión —contestó el mariscal del Temple.
—Antes de que os marchéis creo que debéis llevar esto con vosotros —dijo el Gran Maestre, mientras frey Jaques de Molay le miraba algo preocupado y receloso, cuando le entregaba a frey Rodrigo una hoja amarillenta doblada por su mitad.
—¿Estáis seguro de lo que hacéis, Maestre? —preguntó el mariscal.
—Del todo, hermano, toda ayuda es poca en los tiempos que corren para la cristiandad, y esto les abrirá muchas puertas en sus indagaciones —respondió frey Tibaldo.
Frey Rodrigo abrió aquella hoja envejecida, en la que solo había dibujado un extraño sello circular. En su centro había un personaje con pies de cabeza de serpiente, siendo la suya la de un gallo de perfil. También se apreciaban a su alrededor unas letras griegas y alrededor de estas las palabras Secretum Templi.[10]
Extrañados ambos miramos de nuevo al Gran Maestre, intentando comprender aquello.
—Es el sello de una jerarquía superior dentro de nuestra Orden. El Secretum Templi es la parte más oculta de nuestra organización. Se encargan de la búsqueda de la verdad y la razón, son los guardianes de la sabiduría y portando su sello no tendréis puertas que se os cierren en ninguna encomienda de la Orden. Sed cautos en vuestras pesquisas y enseñad este sello a los preceptores de las Casas. Esto os facilitará el trabajo.
Frey Rodrigo me miraba perplejo por lo que en sus manos tenía. La Orden del Temple parecía tener otra orden dentro de ella, una más secreta, más misteriosa y tan oculta que hasta a sus propios caballeros le era desconocida.
—Ahora pues, demos por zanjada esta reunión, y que Nuestro Señor guíe vuestros pasos en tan ardua búsqueda —cerró la conversación el Gran Maestre.
Con paso firme y decidido, frey Rodrigo y yo salimos de la estancia donde quedaron el Gran Maestre del Temple y su mariscal. El templario andaba a mi lado en silencio mientras ambos llegábamos al patio de armas del castillo de Kolossi.
Frey Rodrigo se detuvo en el centro del patio y mirándome me dijo:
—Creo que el destino nos depara algo muy importante a ambos, Ricardo. Conseguir llegar hasta el final de este oscuro camino se me antoja difícil, pero por el bien del Temple y de la cristiandad debemos tener éxito —dijo el templario con cara de preocupación.
—No os preocupéis, amigo. Entre los dos podremos conseguirlo, estoy seguro de ello —contesté de forma positiva, intentando animar a frey Rodrigo, ocultando mi preocupación por los designios que nos depararía el futuro a ambos.
—Debemos ir al puerto y comunicar al capitán de la galera que zarpe mañana al alba, de nuestra presencia a bordo —me indicó frey Rodrigo.
Y los dos reanudamos la marcha hacia el puerto, entre pasos de esperanza e incertidumbre que recorrían todo el camino.
Volvía a casa, a Toledo. El destino había querido que volviera a ver a mis padres, pero con una nueva responsabilidad sobre mis hombros, la de encontrar el grial.
El sol estaba en todo lo alto esa mañana, el cielo sin una nube amenazadora y en la lejanía, el mar azul de la isla de Chipre nos esperaba para zarpar al alba.