CAPÍTULO VIII: MILITIA TEMPLI
Sierra Morena, julio de 1212, año de Nuestro Señor
Nuestro ejército yacía acampado a los pies de la serranía. Sus faldas acogían las tiendas cristianas dispersas por la tierra castellana, esperando la respuesta de los mandos para poder afrontar con éxito el cruce de las rocosas estribaciones que delante de nosotros se levantaban como colosos durmientes.
Al otro lado, nos esperaban las huestes enemigas, el Califa Abu Abd Allh Muhammad al-Nasir en la primavera del pasado año había decidido emprender una definitiva campaña militar por nuestros dominios, y saliendo de Marraquech al frente de un poderoso ejército, desembarcó en el puerto de Tarifa y emprendió su marcha hacia la frontera de Toledo. La toma sangrienta de la fortaleza de Salvatierra, castillo de la Orden de Calatrava, y la cercanía de su ejército a la frontera cristiana habían sido razones más que suficientes para que un día como este nos encontráramos tan cerca de una batalla que se antojaba crucial para el destino de la cristiandad y de sus reinos en estas tierras.
Después de que el rey Alfonso VIII de Castilla y el Arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, porfiaran por media Europa los designios de la inminente necesidad de una cruzada en tierras hispanas contra el ataque sarraceno, ambos regresaron con gran número de adeptos a su causa, así como con la respuesta del Papa Inocencio III, el cual remitió al monarca castellano una Bula en la que concedía a los cruzados que ayudaran a los reinos peninsulares la remisión de todos sus pecados.
Para la octava de Pentecostés la campaña se había decidido. Así pues en la ciudad de Toledo se fijó el lugar de reunión del ejército cristiano. Los días transcurrieron rápidos y la ciudad castellana comenzó a recibir a sus nuevos visitantes. Los primeros en hacerlo fueron los cruzados ultramontanos. Bajo las órdenes del Conde Centulo de Astarac y el Vizconde Ramón de Turena, caballeros y peones franceses, provenzales italianos, y de otros países de la Europa cristiana, comenzaron a inundar las calles empedradas de la vieja Toledo.
Cuando el número de soldadesca cruzada era ya considerable, comenzaron a llegar las huestes hispanas, así el rey Pedro II de Aragón plantó sus tiendas en la vega sumando un ejército de brillantes catalanes y aragoneses. Con él también llegaron el Obispo Berenguer de Barcelona y el Obispo García de Tarragona.
Debido a los preparativos de sus huestes, el rey Alfonso VIII se incorporó a las tropas cruzadas ya pasada la Pascua de Pentecostés. Con él llegaron nuestras fuerzas templarias, que cabalgando junto a las de las Órdenes de Calatrava, Santiago y del Hospital, habíamos formado el mayor grueso militar de todo el gentío cruzado.
Por último, el rey Sancho II de Navarra se unió a nosotros una vez que nuestras tropas ya habían comenzado el camino hacia el sur peninsular.
Poco a poco el ejército cristiano aumentó su volumen con aguerridos soldados y caballeros de todos los territorios peninsulares.
Por fin las luchas internas entre los reinos cristianos se habían dejado atrás y, ahora, unidos bajo el estandarte de una causa común, las monarquías hispanas lucharían unidas para hacer frente a la amenaza mora.
A principios de julio, nuestras fuerzas hicieron capitular la fortaleza de Calatrava, que reposaba en manos árabes, después de un durísimo asedio durante días. El rey Alfonso VIII permitió a sus defensores que salieran de la misma con garantía de que sus vidas serían respetadas, como así se hizo. Esta muestra de caballerosidad con el enemigo sarraceno disgustó a las huestes de ultramontana, que estaban acostumbrados al saqueo y pillaje de las ciudades y fortalezas conquistadas. Y fue por esta razón lo que les movió a abandonar la misión emprendida y regresar hacia el norte, dejando en manos exclusivas de los reyes hispanos la confrontación contra el ejército almohade.
Tras Calatrava, gracias a las incursiones por territorio enemigo del grueso de nuestras tropas guiadas por Alfonso VIII, fueron cayendo en nuestro poder plazas importantes que todavía aún estaban en manos enemigas. Así fue como una tras otra, Alarcos, Piedrabuena, Benavente y Caracuel, volvieron a respirar los aires cristianos.
Nuestro ejército seguía recorriendo territorio sarraceno con victorias, y parecía claro que esta campaña había comenzado con la protección del Altísimo.
Reposando nuestros maltrechos cuerpos el campamento cristiano descansaba a los pies del Muradal en Sierra Morena. Debíamos traspasar las escarpadas cimas y ganar la posición del Llano de la Losa para, desde allí, asentar nuestra posición en la planicie de las Navas de Tolosa.
La buena dicha que durante toda la campaña se había puesto de nuestro lado, a la hora de la verdad parecía que olvidaba nuestra empresa y nos daba la espalda. Nuestras fuerzas no podían atacar los desfiladeros sin ser objetivo de los destacamentos avanzados del ejército enemigo, lo que mermaría en demasía nuestras tropas.
La noche se cernió sobre las tiendas multicolores cristianas, fogatas de angustia comenzaban a chisporrotear en la silenciosa oscuridad andaluza, la cual se rompía solo por un movimiento frenético que de repente se manifestó a las puertas de la tienda real de Alfonso VIII. Pronto me percaté de lo que sucedía en la lejanía y dispuse mis pasos hacia allí.
Sigilosamente me adentré entre las telas y cuerdas de la inmensidad del campamento cruzado, la curiosidad y el alboroto hacían que a mi paso las tiendas fueran abriéndose para dejar salir a continuos cruzados que, atraídos por los murmullos que se oían desde la tienda del monarca castellano, se unían a mi paso curioso. En un pequeño repecho, algo apartado del resto de las demás, se disponía el aposento de batalla del rey Alfonso VIII. En su puerta el escudo castellano flameaba de un estandarte que guardaba la entrada y delante de sus cortinas marrones el gentío parecía aumentar a cada instante.
Entre empujones y agarrones pude llegar hasta casi la puerta de la tienda y allí me encontré con el Preceptor de mi encomienda. Nervioso esperaba entre los altos dignatarios del Capítulo de Robledo, de los que solo faltaba yo por llegar, las noticias que parecía que se estaba produciendo en el interior de la tienda real.
Tras la expulsión de frey Pedro de Orza de la Orden, el Preceptor de Castillejo de Robledo me instó para que ocupase su lugar en el Capítulo, ya que como yo había sido el instigador de la revelación de tan grave falta, parecía justo que yo fuera el que ocupara el puesto que de Orza había dejado sin dueño. Esta cuestión me llenó de satisfacción y orgullo, acepté de inmediato y pocos días después me encontraba formando parte de los altos mandos del Capítulo de mi encomienda a muy temprana edad y viendo como mis sueños de poder dentro de la Orden del Temple se cumplían antes de lo que yo había previsto.
—¿Qué ocurre? —pregunté agitado.
—Parece que hay nuevas, en nuestro avance hacia el campo de batalla. Un rumor corre por el campamento. Alguien puede guiarnos por entre las rocas de la sierra, por un paso que nadie conoce. El Maestre de Castilla, Gómez Ramírez, se encuentra dentro con su majestad y los reyes de Navarra y Aragón, hablando con ese supuesto hombre que nos ayudaría en nuestra incursión —aclaró mi superior con claros signos de inquietud en su rostro.
El ajetreo aumentaba por momentos, los apretones del gentío se multiplicaban como las gotas de lluvia en una tormenta, y las noticias no salían de dentro de la tienda real. Pero ¿quién sería esa persona que ayudaría a guiar a nuestras huestes a través de los escarpados desfiladeros de Sierra Morena? Tal vez sería un valeroso caballero cruzado conocedor del terreno que había puesto en conocimiento de los mandos militares dicho asunto de vital importancia; pronto lo sabríamos.
La espera se estaba tornando insufrible, hasta que de improviso, las telas marrones tapizadas que tapaban la entrada de la tienda del monarca se apartaron levemente y dejaron ver las figuras de los Maestres de las Órdenes militares que poco a poco iban abandonando las dependencias reales. Tras ellos los monarcas hispanos circundaban la figura de un joven barbilampiño de mirada viva y rostro juvenil que portaba en su mano derecha un bastón de madera que le sobrepasaba por encima de su cabeza.
No podía creer lo que estaban viendo mis ojos, era un niño descalzo y vestido con ropas rudas y vulgares, que con su cara alegre y jovial caminaba entre tan insignes dignatarios. Parecía un mero hijo de granjero de la zona y mis conjeturas no se alejaron mucho de la realidad, que esa noche se volcaba sobre mis pensamientos.
El Maestre del Temple Gómez Ramírez se acercó hasta nosotros para relatarnos las nuevas órdenes que se dispondrían desde ese mismo momento. Con voz severa y gruesa, el Maestre nos habló.
—Preceptores de las encomiendas de nuestra querida Orden. Personalidades de los Capítulos Templarios. La providencia vuelve a ponerse de nuestro lado una vez más en esta campaña. Aquel niño que muchos de vosotros habéis visto pasar ante vuestros ojos nos ha dado la solución para poder salvar el obstáculo que nos impide avanzar hacia el campo de batalla sin tener ninguna baja y sin tener que enfrentarnos a las avanzadillas del ejército moro. Ese crío que ha mandado nuestra mismísima Señora es un pastor de la zona que nos guiará por un paso que solo las gentes de estas tierras conocen y usan para sus menesteres de ganadería, así que será mañana al alba cuando levantemos el campamento y reanudemos la marcha hacia la llanura de las Navas, donde nos espera el enemigo. Sinceramente creo que la ayuda divina ha vuelto a posarse sobre nosotros y es por ello que os ordeno que esta noche recemos por ello en señal de gracias a Nuestro Señor.
Boquiabiertos habíamos quedado todos los templarios que estábamos escuchando las palabras de nuestro Maestre. Al alba seríamos guiados por un niño pastor, el cual nos llevaría hasta el campo de batalla. Era una cuestión que realmente sorprendía, pero que gracias a la fe que profesábamos a nuestro Dios y a su Virgen Madre, asimilábamos con entereza pero a la vez con cautela y estupor.
El Maestre giró sobre sus talones después de haber hablado y recogiendo su blanca capa sobre su pecho desapareció entre la muchedumbre que muy despacio iba disolviéndose en la noche estrellada.
Mi sorpresa era monumental, la situación se tornaba casi utópica, me parecía increíble que los mandos de nuestro ejército se dejaran ayudar por un niño que tal vez fuera enviado por el propio enemigo para que nos llevara a una emboscada donde todas nuestras fuerzas sucumbieran a las cimitarras enemigas sin remisión ni compasión.
Mi inquietud se reflejaba en mi rostro como un espejo muestra las caras de sus visitantes y el Preceptor de mi encomienda así lo apreció y me exhortó para que hablara sobre lo acontecido en esa noche cálida.
—Hermano Íñigo, aprecio una leve incredulidad en vuestros ojos, ¿no estáis conforme con las órdenes de nuestro Maestre?
—Sinceramente, Sire, mi asombro no tiene igual en estos momentos. Comprendo que la preocupación por sortear las escarpadas cimas de Sierra Morena sin tener que perder hombres en dicho menester sea de vital importancia, pero eso no implica cogerse a un plan tan baladí como débil en su posible éxito. ¿Nadie ha pensado en las consecuencias que podrían darse si ese niño no fuera quien dice que es, sino que en vez de ser un pastor de la zona fuera alguien cercano al enemigo y estuviera mandado y adiestrado para acercarnos a los filos de los cuchillos sarracenos? —respondí nervioso e intentando que mi superior entendiera mi postura.
—No creáis que dicha posibilidad no ha corrido por mi cabeza y seguro que por la de nuestros mandos también, pero debemos tener fe en los designios de nuestro Señor y en las situaciones futuras que Él mismo nos tiene reservadas. Seguro que nos protege y ayuda en esta empresa vital para la cristiandad, tened fe, hermano.
Fe, la verdad es que la tenía, pero a la vez también era realista, al fin y al cabo al que harían sangrar por los cuatro costados si las tornas se volvían contra nosotros sería a mí y no a nuestro Señor, así que la fe, en determinados momentos no podía ser la única tabla de salvación en la que apoyáramos nuestro futuro en esa campaña.
Con un leve movimiento de cabeza asintiendo las palabras de mi Preceptor decidí dejar el lugar y volver a mi tienda a reposar, pues la mañana se esperaba dura y trabajosa, así que con paso cadente descendí de la pequeña loma, donde se encontraba la tienda del monarca Alfonso VIII, arropándome en mi blanca capa y dando un leve bostezo que se escapó con un aliento de preocupación.
La mañana había cambiado de color el cielo y ahora lo pintaba de un turquesa pálido que se desvivía por entre las rocas de Sierra Morena sobre nuestras tiendas cristianas. Era pronto todavía para que el sol brillara intenso en el cielo, y aprovechando la brisa mañanera y el frescor del rocío emprendimos el levantamiento del campamento lo más rápido que pudimos.
Las telas de las tiendas iban cayendo una tras otra al arenoso suelo sureño, se desmoronaban sigilosas como plumas y eran dobladas con extrema rapidez, recogiendo sobre ellas las estacas que les habían servido de soporte durante todo el asentamiento cruzado. Las fogatas morían también sigilosas seguidas del empaquetamiento de los víveres en hatillos de enorme calibre que iban siendo depositados en grandes carromatos que irían en las últimas líneas de la expedición por los desfiladeros de Sierra Morena.
Me acerqué a Tariq, que aún descansaba cerca de mí, y con cuidado fui colocando los arreos sobre él, la silla de montar pareció despabilar al animal que giró repentino su cuello hacia mí y me traspasó con sus ojos color del fuego. Sabía que la hora se acercaba y parecía intuir, como yo, que la gran batalla sería pronto; todas las demás escaramuzas quedarían empequeñecidas ante lo que se avecinaba y era una sensación que invadía todo mi ser.
Muy lentamente, casi con vergüenza, la tropa fue ocupando sus monturas de batalla y disponiéndose en el orden de marcha habitual durante toda la campaña. Aquella mañana la cota de malla que descansaba debajo de mi sayón y capa templaria parecía que pesara más de lo habitual. Aún receloso por el plan que habíamos de seguir esa jornada mi vista intentaba divisar en la vanguardia al pequeño pastor que marchaba a pie junto a las monturas de los monarcas cristianos, indicando con señas de sus delgados brazos el camino que deberíamos ir siguiendo.
El ejército enfiló un camino estrecho entre una rocalla caliza que súbitamente se desvió hacia la izquierda y a la vez hacia arriba, haciendo que el repecho que atacábamos fuera algo duro al comienzo de la ascensión pero que, con el paso del tiempo, dulcificó su dureza y nos dio un respiro durante un buen trecho de camino.
Íbamos protegidos a derecha e izquierda por enormes paredes de roca desigual y puntiaguda, de colores marrones y negros que no me albergaban buenos augurios. Incesantemente miraba a ambos lados intentando descubrir en las alturas de las rocas alguna señal que me indicara que ese camino no era el correcto, sino que era el de una trampa mortal. Tariq resopló cansado de volver a tener que subir un pequeño repecho que parecía ampliarse a nuestro paso. El camino ya no era en línea recta y ya no podía ver al pastor con nitidez, pues los recovecos del sendero se retorcían como serpientes enrolladas en ramas de árboles. El trayecto volvió a ascender con dureza muy suavemente, me inclinaba sobre el cuello de Tariq para ayudar a su subida, mientras el sonido tímido del roce de las armas de nuestro ejército se oía repicar en un silencioso eco entre las piedras de la serranía.
El camino de subida volvió a estrecharse de nuevo, la sensación de presión sobre nosotros era asfixiante, tan solo cabíamos dos monturas a la vez por aquel sendero y los estandartes se agolpaban unos junto a otros bailando suavemente sobre nuestras cabezas. Las aves nos acompañaban en las alturas, sus graznidos secos eran las únicas señales de vida que se apreciaban en aquel rocoso paraje solitario.
Durante un gran trecho de camino estuvimos ascendiendo pausadamente pero sin descanso, el sol se colaba de vez en cuando entre las cumbres que nos sobrepasaban y refulgía sobre las cotas y los cascos de los cristianos. Aquella subida se hizo eterna y me daba la sensación de que estábamos realmente a gran altura, más de la que deberíamos estar.
Al instante la marcha se detuvo, los relinchos de los caballos se escucharon rebotando por las paredes de roca, hasta que de nuevo, la marcha se reanudó con cadencia. Tariq y yo llegamos hasta una especie de pequeña cumbre resguardada del viento de las alturas por gigantescas rocas graníticas y, siguiendo el camino tomado por los hermanos de mi orden que marchaban delante, iniciamos esta vez un descenso muy brusco.
En línea recta comenzamos a descender con cautela, ya que, a nuestra izquierda, había desaparecido el respaldo de las rocas y ahora se asomaba cerca de los cascos de las monturas un intimidante barranco de una profundidad casi infinita. Esta vez eché el cuerpo hacia atrás agarrando bien las riendas, Tariq casi se deslizaba por la arena y piedras del camino, poco a poco fuimos bajando por aquella peligrosa senda que en verdad parecía un camino de cabras por el que los carros de la retaguardia hicieron chirriar sus engranajes y ruedas intentando no tener ningún percance antes de llegar a nuestro destino.
Por la lentitud del descenso, este se hizo eterno, con los músculos en tensión para no despistar nuestra atención del firme; debajo de la cota de malla, el sudor apremió abundante. Por suerte aquel tramo finalizó sin consecuencias funestas para nosotros y pronto llegamos a donde deseábamos. El barranco desapareció súbitamente de nuestro lado y las rocas se abrieron ante nosotros como dos grandes puertas secretas que muestran su misterio interno.
Delante de nuestros ojos se divisaba una gran extensión plana, rematada en pequeños puntos por arbustos y árboles dispersos; era una llanura hermosa, limpia, donde el viento rumoreaba libre de la sierra que habíamos dejado a nuestras espaldas. Por fin habíamos llegado al campo de batalla.
Mi vista inquieta por escudriñar la zona, pronto percibió lo que todos estábamos esperando. En la lejanía de la llanura pude avistar el campamento almohade. Unas leves y finas líneas de color rojo se oteaban en el horizonte, el asentamiento moro llevaba varios días establecido en aquella posición, descansado, abastecido y muy bien pertrechado, por lo que los mandos de nuestras mesnadas decidieron establecer cuanto antes el nuestro, cosa que se realizó en ese mismo lugar.
La jornada transcurrió relativamente tranquila, mientras la soldadesca disponía las tiendas por doquier, y establecía los puntos de mando en la retaguardia, los exploradores iban llegando intermitentemente con noticias del ejército enemigo. Las nuevas no eran muy buenas, sin ningún género de dudas las huestes sarracenas doblaban en número a las nuestras, y durante el día de asentamiento el desánimo pareció hacer mella en la milicia que, cuando llegó la noche, hablaba recelosa en torno a los fuegos que se dibujaban entre las telas de las tiendas cristianas.
Aquella desazón se volvió intranquilidad cuando, más noticias corrían por la oscuridad de la noche andaluza, los mandos cristianos habían decidido atacar aquella misma madrugada, así que la tranquilidad relativa que había acompañado durante esa jornada a nuestro ejército desapareció de una forma sobrecogedora.
El campamento se convirtió en un hervidero de carreras y empujones, los soldados preparaban sus armas, los caballeros sus monturas, los monarcas no habían salido de la tienda de Alfonso VIII durante toda la noche, estudiando el plan de ataque que desplegarían nuestras fuerzas, y las Órdenes Militares orábamos en silencio en nuestros recintos de campaña, ya que era costumbre estar siempre listo para el combate, por lo que nuestros preparativos ya estaban hechos.
Aún no había llegado el sol en esa mañana, una ligera brisa se arremolinaba histérica en los estandartes y gallardetes de nuestro ejército, el cielo poco a poco iba clareando, cambiando de color muy suavemente, despertando al alba de la mañana. No había ninguna nube sobre nosotros, los primeros trinos de los pájaros cantaron para darnos la señal del nuevo día y yo me retorcía algo inquieto en la silla de Tariq.
Poco a poco el alba fue llegando. Aquel 16 de julio de 1212 despertaba caluroso, la sensación de humedad era enorme, y nuestro ejército enfiló el camino hacia el campo de batalla. Después de cabalgar al paso lentamente nos dispusimos en posición para la confrontación. Los gallardetes ondeaban esta vez ufanos y vistosos delante de nosotros y nos dispusimos en tres cuerpos bien diferenciados.
Así, un mar de colores vivos y ardientes formaban una rama central ocupada por los castellanos del rey Alfonso VIII que retenía a su montura con fuerza y observaba al enemigo en la distancia con sus ojos oscuros y rascándose preocupado su bien recortada barba morena. Detrás de sus fuerzas nos disponíamos los Templarios comandados por nuestro Maestre Gómez Ramírez cerca de nuestro Basuán, que también ondeaba altivo; en nuestra retaguardia las Órdenes de Santiago, Calatrava y Hospital también disponían sus hermanos bajo los designios divinos de la inminente batalla.
En el flanco izquierdo aparecían los aguerridos aragoneses montados en sus recios caballos y comandados por el rey Pedro II que, como su tropa, disponía sobre su pecho los colores amarillo y rojo y miraba continuamente a derecha e izquierda observando a sus caballeros, haciendo muecas con su enorme y rectilínea cara de hombre del norte, que el viento cubría de vez en cuando con su melena castaña.
Por su parte, el rey Sancho VII de Navarra dispuso a sus caballeros navarros, ataviados totalmente de un rojo fuerte, en el flanco derecho. Sancho se colocó sobre su enorme cabeza casi rapada una débil corona a modo de diadema, para distinguir su estatus de monarca en el campo, él siempre decía que se es rey en cualquier momento y en cualquier lugar y como tal hay que presentarse.
Una segunda línea, por detrás de estas tres ramas de ataque de miles de infantes con sus relucientes panoplias de armamento como lanzas, mazas, hachas y arcos, esperarían el momento adecuado para entrar en combate en apoyo al primer envite de nuestra caballería. Junto a ellos, los templarios sargentos con sus negras capas acompañaban a los escuderos del Temple, formado una segunda línea de nuestra orden; ellos se encargarían de guardar las espaldas de sus señores templarios.
Desde mi posición pude ver cómo el ejército enemigo dispuso sus fuerzas delante de nosotros en tres líneas, una detrás de la otra; la primera la formaban guerreros a pie que enarbolaban sus armas y estandartes moriscos y detrás de ellos dos líneas de caballería ligera muy bien dispuesta para la confrontación.
Las señales de carga empezaron a resonar por toda la llanura, un griterío agudo se desperezó de las gargantas enemigas en la lejanía, y entre nuestras filas también sonaron las notas de la guerra. Los estandartes se elevaron, las riendas se apretaron con las manos enguantadas, y me coloqué el casco sobre mi cabeza. Por la rendija de los ojos vi cómo Alfonso VIII levantó su mano derecha blandiendo su espada y gritó al viento sureño:
—¡¡Por Dios y por Castilla!! —y mandó cargar al tramó central de nuestro ejército.
Otro par de gritos de los dos restantes monarcas también azuzaron a sus caballeros y al grito de por Dios y por Navarra y Aragón, el grueso de las tres ramas de nuestra mesnada comenzó a galopar hacia la primera línea enemiga.
Un sonido ensordecedor impregnó la planicie, el retumbar de la caballería pesada cristiana me envolvía por completo, y antes de que chocáramos contra los almohades todo el cuerpo templario de aquella carrera de muerte gritamos al cielo como una sola voz.
—¡¡Non nobis, Domine, sed nomine tuo de gloriam!![9]
La galopada se volvía cada vez más ensordecedora y podía ver cómo el enemigo se aproximaba más y más, manteniendo las posiciones y sin disgregar nuestras fuerzas, la embestida fue algo brutal.
Cargamos contra la primera línea mora de infantería, que en gran número se arremolinaba sobre nuestras monturas como enjambres de abejas. Mi lanza de fresno impactó contra la cara de un árabe, a la que destrocé sin remisión, después de haber saltado con Tariq por encima de un grupo de moros que esperaban mi primer golpe, pero tres enemigos agarraron desde el suelo mi arma y la partieron de un certero sablazo de una de sus cimitarras.
Rápidamente eché mano a mi espada y la desenvainé con celeridad, a uno y otro lado, desde las alturas de Tariq, repartía mandobles sin parar. Para aquello me había estado preparando media vida, y ahora que me encontraba en la vorágine de la batalla, me desenvolvía muy bien. Un gran número de guerreros se amontonaban a mis pies, de vez en cuando las grupas de nuestros caballos chocaban entre sí, aglutinando aún más a los enemigos cerca de las monturas. Eran muchísimos y mi respiración empezaba a no poder recoger aire, jadeaba dentro del casco, mientras sacudía estocadas al enemigo.
Brazos de sarracenos caían al suelo separados de sus cuerpos, las cabezas también rodaban cercenadas a golpe de espada cristiana y que mi montura luego pisoteaba con sus cascos mientras relinchaba de rabia y bravura.
Tariq parecía ligero entre aquella maraña de gente gritando y vociferando, mi caballo se levantó sobre sus patas traseras y propinó con los cascos de las delanteras un golpe mortal sobre la cabeza de un moro que cayó fulminado por el golpe.
Yo seguía asiendo con fuerza la espada, repartiendo justicia por doquier, siempre vigilando mi espalda, guardando fuerzas y atacando siempre al enemigo más cercano.
Delante de mí se batía con coraje el preceptor de mi orden, sobre su caballo blanco, por un momento lo perdí de vista entre la marea de cabezas y caballos. Cuando lo volví a ver, su montura me miraba jadeante, y mi superior se batía para deshacerse de un árabe que había subido a la grupa de su caballo e intentaba desmontarlo. Con un golpe de talones sobre Tariq, sorteé por la derecha a un grupo de sarracenos que vieron pasar mi sombra como un rayo, a la vez que levantaba mi espada sobre la cabeza. Tariq agachó la cabeza para coger más velocidad y fijó en sus ojos el blanco que nos disponíamos a atacar, echó las orejas hacia atrás e hizo retumbar sus cascos sobre el suelo.
Mi preceptor me vio llegar entre el gentío y solo le dio tiempo a agacharse sobre el cuello de su caballo con rapidez, en el momento en el que yo asesté una estocada limpia y fluida en el cuello del sarraceno que no vio llegar mi espada, y que sin tiempo para reaccionar cayó de la grupa del animal, con la cabeza separada de su cuerpo.
Tiré de las riendas de mi montura y giré en redondo rápidamente. Ante mí un grupo de árabes cargaban; sin pensar azucé de nuevo a Tariq que relinchó de rabia y volvió a enfrentarse con el enemigo. A derecha e izquierda me encontré rodeado de turbantes de colores y sables curvos intentando acabar con mi vida; golpeando de arriba abajo desde el caballo y con gran ansia de matar, comencé a cortar gargantas de infieles en una vorágine de sangre, gritos y sudor.
Nuestras fuerzas se ensañaban con la infantería mora que poco a poco sufría la tremenda matanza de nuestra caballería. El cansancio comenzaba a hacer mella en mí justo en el momento en el que la tropa almohade descargó sobre nosotros su segunda línea de ataque.
Entre los estandartes y banderas de la batalla observé como la caballería sarracena cargó sin remisión, y sobre sus cabezas comenzaron a volar un sinfín de nubes de flechas con destino cristiano.
Así fue. Antes de que la caballería enemiga nos golpeara sufrimos una lluvia de flechas negras que cayeron como auténticos rayos sobre nuestro ejército. En un momento, los gritos de los cristianos inundaron el campo de batalla, nuestros jinetes caían de sus monturas uno tras otro, con flechas clavadas sobre su cuerpo. Aunque intenté cubrirme con mi escudo templario, una de esas flechas malditas encontró un camino para llegar hasta mí.
Un frío helador corrió por mi cuerpo, cuando fui alcanzado en el hombro izquierdo por una de ellas; la punzada fue horrible, notaba como el acero de la punta desgarraba mi carne y se metía dentro de mi ser.
La lluvia de flechas cesó sobre nosotros, pero dio paso a la caballería almohade que irrumpió con agresividad y gritos encolerizados. La batalla comenzaba a desequilibrarse hacia el bando moro. La carnicería que nuestra primera embestida había hecho con la infantería enemiga había hecho que nuestras fuerzas se disgregasen y ahora estuvieran a merced de la tropa montada sarracena.
Con la flecha clavada en el hombro, repelí el envite de un moro a caballo que descerrajó un gran golpe con su cimitarra sobre mí. Paré su ataque con mi escudo, levantándolo sobre mi cabeza entre dolores y punzadas de mi herida y, rápidamente, golpeé con mi espada a mi agresor, que hábilmente también detuvo el ataque con su escudo circular. Acto seguido empuje con el escudo a mi oponente que, por un instante, perdió algo de estabilidad sobre su caballo pardo, y fue en ese momento cuando le asesté una nueva estocada que esta vez sí llegó a su objetivo. Mi espada impactó en una de las piernas del árabe a la altura de su muslo, dejándola casi desprendida del resto de su cuerpo, un grito de dolor se derramó entre los espumarajos que salían de su boca, hasta que de nuevo golpeé certeramente y decapité al moro que se estaba apretando la herida de la pierna con las dos manos y había bajado su guardia por completo.
La vista se me empezaba a nublar poco a poco, comenzaba a perder mucha sangre y ésta empapaba el sayón y la capa blanca, traspasando el metal de mi cota de malla. La escaramuza con el árabe a caballo, había hecho que la flecha de mi hombro izquierdo se hubiera partido y ahora solo sobresalía una punta sobre la capa.
Cada vez eran más los árabes a caballo que nos rodeaban, en ese momento, una trompa cristiana sonó en el aire, era la señal de reagrupamiento. Como llevados por una fuerza divina, todos los cristianos a caballo nos dirigimos entre el mar de moros hacia donde se veían los pendones de los tres reyes, justo en el centro de la llanura. Con estocada aquí y estocada allá y jaleando a Tariq con gritos de ánimo conseguí llegar hasta el punto indicado; allí nuestras fuerzas se reorganizaron y con una nueva garra y ánimo cargamos contra la caballería árabe en una segunda oleada.
Volvimos a adentrarnos en el infierno de espadas y cuchillos, de nuevo los gritos se repetían por doquier, esta vez fuimos abriendo nuestras fuerzas según íbamos ganado terreno al enemigo; restalló otra vez una trompa cristiana en la lejanía y, tras unos momentos de incertidumbre entre empujones y choques de espadas, entendí lo que pasaba.
Nuestra infantería había llegado hasta nosotros, navarros, aragoneses y castellanos a pie se juntaron con nuestras fuerzas en un momento crucial para la batalla. Irrumpieron como lobos en un rebaño y, con gran valentía, comenzaron a apoyar a nuestra caballería derribando una y otra vez a los enemigos.
De repente, delante de Tariq, apareció Forcado con su negra capa templaria y blandiendo su espada a diestra y siniestra. Se agarró con fuerza a las riendas de mi montura y defendía con salvajismo nuestra posición. Forcado desde abajo y yo desde arriba nos convertimos en una pareja muy dura de atacar y derribar. Tariq se dejaba llevar por Forcado de las riendas, cosa que me liberó a mí de ello y pude atacar y defender mucho mejor.
Palmo a palmo nuestras fuerzas conseguían adelantar terreno sobre los almohades que, desorientados por la furibunda reacción de nuestras fuerzas en un último esfuerzo de contraofensiva, mataban a millares de moros que iban quedando detrás de las grupas de nuestros caballos y sembraban el paraje de una alfombra de muerte.
Poco a poco los sarracenos comenzaban a perder la posición y a retirarse hacia su propio campamento en el fondo más apartado de la llanura. Esta sensación de pánico que se veía en los cetrinos ojos de nuestros enemigos espoleó a nuestras fuerzas que salieron detrás de ellos en dirección hacia el campamento almohade.
Forcado soltó las riendas de Tariq cuando vio que la situación estaba empezando a quedar controlada por nuestro ejército, y con su mano izquierda golpeó en la grupa de mi montura para que saliera rápido hacia el campamento enemigo.
Lo que quedaba de nuestra caballería decidió aniquilar a los moros y cabalgó bajo los estandartes cristianos de los tres reyes hacia una línea última de defensa dispuesta alrededor de las jaimas sarracenas.
Al-Nasir, el líder almohade, había dispuesto una línea de negros encadenados entre sí y armados con lanzas puntiagudas para que protegieran las estancias del campamento y las suyas propias.
Sin dar un paso hacia atrás, los moros negros apuntalaron las lanzas en el suelo esperando nuestra llegada; al ver esta escena el rey Sancho de Navarra se adelantó a la carga con su caballo y, seguido de sus caballeros fieles, irrumpió con fuerza desmedida sobre esta línea de resistencia enemiga.
La imagen fue espectacular, los caballeros navarros siguiendo a su rey y su enseña saltaron sobre las cabezas de los negros que les esperaban agazapados detrás de sus lanzas, la embestida fue tal que consiguieron abrir una enorme brecha en su línea, que fue por donde el resto de nuestra caballería entró en el campamento enemigo.
Arrasamos todo lo que vimos a nuestro paso, no dejamos a nadie con vida, los degollamos a todos uno tras otro y la hermosa jaima rojiza de Al-Nasir se vino abajo irremisiblemente ante mis ojos, los cuales también veían como los últimos sarracenos huían despavoridos hacia el sur.
Estaba agotado y el hombro ya no lo sentía, la sangre ya me llegaba hasta el pecho y decidí sacarme el casco para respirar mejor. La batalla había terminado, nuestra victoria había sido absoluta y la cristiandad espero que recuerde el gran sacrificio que habíamos hecho en un día como aquel, por proteger la cruz de Nuetro Señor, debía descansar.
En las laderas de la sierra, por donde salimos a la llanura de las Navas guiados por aquel pastorcillo, nuestro ejército había dispuesto el campamento provisional, antes de seguir la campaña.
Los heridos nos disponíamos sobre mantas en el suelo cerca de donde estaban establecidos los caballeros de la Orden del Hospital. Recostado sobre una roca observaba la llanura de la batalla. La sensación era estremecedora, una inmensa sábana de cuerpos mutilados se dispersaba hasta donde me llegaba la vista, hombres y bestias se retorcían en posturas inverosímiles entre lanzas rotas y estandartes desgarrados.
Un grupo de cristianos recorría la zona buscando supervivientes, los que eran encontrados y tenían la mala suerte de pertenecer al islam morían a cuchillo o se les degollaba sin compasión.
Horas antes un hermano hospitalario había conseguido con exquisita habilidad extirpar de mi hombro la punta de flecha que todavía reposaba en mi cuerpo, y ahora descansaba con un vendaje fuertemente colocado desde el hombro izquierdo y que me pasaba por el pecho.
El sol palidecía poco a poco sobre la planicie, tembloroso y silencioso parecía arroparnos en la llanura de las Navas, ya había entrado fuerte la tarde y seguía medio tumbado descansando mi herida rodeado de hermanos de Orden y de caballeros de los reinos cristianos. Pronto sabría nuevas noticias de mis superiores, pues la figura del preceptor de mi encomienda se acercaba rígida entre los cuerpos de los heridos sobre la tierra del sur.
Se detuvo con sigilo a mi lado y se sentó cadenciosamente recogiendo su capa blanca sobre él, carraspeó ligeramente y me preguntó:
—¿Cómo os encontraís, frey Íñigo?
—Bien, Sire, aunque algo débil, he perdido mucha sangre, pero soy hombre fuerte y puedo volver a cabalgar cuando vos me requiráis para ello —aclaré a mi superior, intentando disimular las molestias de la herida en el hombro.
—Lo sé, frey Íñigo, pero es mejor que reposéis la herida, debéis sanarla por completo, hemos perdido a muchos hombres y no es momento de seguir perdiendo más.
—Os encuentro apesadumbrado por alguna razón Sire, no creo que sea por la batalla, ha sido una victoria aplastante, hicimos retroceder al enemigo hacia el sur y sus bajas son el doble que las nuestras, así que, no sé que es lo que os preocupa —intenté ver más allá de lo que mi preceptor me dejaba ver a través de sus viejos ojos.
—Tenéis razón, estoy muy dolido, entre las bajas de nuestra orden se encuentra la de nuestro Maestre de Castilla Gómez Ramírez, ha perdido la vida en el combate, su cuerpo no ha podido soportar la cantidad de heridas que en él reposaban después de la confrontación, y a primera hora de la tarde ha fallecido en sus dependencias de campaña —me informó mi preceptor mientras dejaba perder su mirada en el campo de batalla.
—¡Qué desgracia!, no lo sabía, es una pérdida tremenda para la Orden —respondí sin saber qué más decir, mirando fijamente a mi preceptor, que parecía estar muy afectado.
—Cierto, es una enorme pérdida para todos, esta noche trataremos la sucesión y algo que vos debéis saber también, así pues no faltéis esta noche, es muy importante para el futuro de la cristiandad, ¿de acuerdo? —me ordenó mi superior con firmeza.
Con una inclinación de la cabeza asentí sumisamente, contestando afirmativamente a lo mencionado por mi preceptor esa tarde. Se incorporó paulatinamente de mi lado y se alejó entre los cuerpos tendidos de los heridos.
El resto de la tarde lo pasé pensativo e inquieto, intentando averiguar que era aquello tan importante para la cristiandad que debía ser tratado por la cúpula templaria en pleno campo de batalla.
Un poco de carne de jabalí y algo de pan seco fue la cena de la que di cuenta al caer la noche, después fui visitado por otro hermano hospitalario que con algo de desgana y sin mirarme ni un solo momento a la cara, comenzó a cambiar mis vendajes por otros limpios no sin antes toquetear la herida con sus manos, intentando ver cómo iba sanando o si se había infectado. Después de sufrir en silencio el dolor de la manipulación de la herida del hermano hospitalario, me dispuso sobre el pecho un nuevo vendaje más limpio que apretó con ansia sobre mí.
Una vez hubo terminado su labor, el hermano se incorporó y sin decir ni una palabra se marchó por el mismo lugar por el que había venido, con su capa negra sobre sus hombros y la cruz blanca de enseña.
Ya era noche cerrada en las Navas, y poco a poco me fui incorporando torpemente y poniendo sobre mí la blanca capa de mi orden, para dirigirme al lugar indicado de la reunión. Con paso débil fui sorteando la zona de heridos donde yo había estado descansando durante la jornada, me adentré entre las tiendas de los ejércitos cristianos que aún se disponían por doquier cerca de las rocas de la sierra y mi sombra se deslizaba por sus telas ayudada por el fuego rojizo de las fogatas de la noche.
Pronto me encontré en la zona donde la Orden del Temple había dispuesto nuestro asentamiento, en el centro del mismo, rodeado de pequeñas tiendas de color blanco, se disponía la tienda del caído Maestre frey Gómez Ramírez. Dos antorchas guardaban la entrada junto con la enseña de nuestra orden que ondeaba muy levemente.
Con mi mano derecha aparté tímidamente las telas blancas que formaban la entrada y me adentré en la estancia.
El suelo estaba cubierto por telas de colores claros en forma de alfombras dispersas unas encima de otras, en el centro de la tienda una pequeña mesa redonda de madera sujetaba un gran candelabro de siete brazos con enormes cirios que alumbraban tenuemente la estancia. Alrededor de esta pequeña mesa se disponían un gran número de sillas de respaldo bajo y piel de ciervo, rematadas con clavos de cabeza gorda en sus ribetes, y sentados en ellas me miraban fijamente todos los preceptores de las encomiendas peninsulares y sus primeros dignatarios que habían acudido a la llamada de los reyes cristianos para marchar contra la invasión mora.
—Pasad, frey Íñigo, habéis llegado tarde al debate de la sucesión de nuestro Maestre, pero, aun así, llegáis a tiempo para el otro tema que vamos a tratar —me habló la voz de mi preceptor desde la izquierda de la tienda, donde descansaba sentado en una de las sillas de la estancia y desde la que me hizo señas para que me sentara en una que estaba vacía a su diestra.
—Perdonad mi tardanza, pero es que he estado curándome las heridas, y la cuestión ha llevado más tiempo del que creía en un principio —me disculpé ante los presentes mientras accedía al lugar donde mi preceptor esperaba que me sentara.
Un breve silencio se hizo mientras me sentaba al lado de mi superior, pero enseguida se quebró por la voz de un templario robusto que habló desde el otro lado de la tienda.
—Bien, como estábamos diciendo, la cuestión es delicada, pero no por ello debemos dejarla en manos del destino o del azar. Somos nosotros los que debemos protegerlo, pues de él depende la unión de la cristiandad y el posible advenimiento del Rex. Alguien deberá hacerse cargo de él y ocultarlo en un lugar seguro, no podemos arriesgarnos a que caiga en manos indeseables como las de los infieles, ellos sí que son en realidad los que más deberían preocuparnos —expuso el fornido templario deambulando por la estancia alumbrado por los cirios centrales.
En silencio los demás asistentes asentían con sus cabezas en señal de acuerdo con las palabras que allí se estaban diciendo, pero en realidad todavía no sabía a que se referían y por ello seguía muy atento todo lo que allí sucedía. El templario volvió a hablar.
—Como sabéis hermanos la verdadera Iglesia es la que realmente quiere proteger este secreto. Sabe que la humanidad no está preparada para su revelación, pero también sabe que algún día lo estará, y hasta que ese día llegue, el secreto debe ser protegido por el Temple, como así nos fue revelado años atrás. No sabemos si la victoria que hemos obtenido en las Navas es el principio de la expulsión total de la península de las hordas árabes y es por eso mismo que no podemos arriesgarnos a que una nueva oleada sarracena pueda hacerse con la copa. Así pues con la ayuda nuestra y la de nuestros amigos los cátaros, pondremos el cáliz en su definitivo asentamiento —siguió hablando el templario mientras ponía una de sus manos en el hombro de un personaje que se sentaba en segunda fila justo detrás de la silla vacía que él había dejado.
Ese personaje miraba callado y erguido lo que allí acontecía, envuelto en una librea azul añil y bajo una mirada profunda. Sus facciones rectas y rostro bien afeitado contrastaba con los nuestros, curtidos en la guerra y marcados por las espesas barbas templarias y cabezas rapadas que nuestra Orden imponía.
—Estamos totalmente de acuerdo con vos, frey Virgilio, pero ¿cómo debemos realizar tal importante misión?, no será cuestión fácil para quien sea el elegido —entró en la lid mi preceptor desde su silla.
—La preceptoría de Castilla ya lo tiene todo pensado y me ha encargado a mí que lo trasmita, para comprobar si es aceptada por los altos mandos de las encomiendas castellanas aquí reunidos. En un primer momento deberá ser un solo hermano el encargado de dicha misión, el cual deberá ser acompañado por Jean Michelle de Gisors, ”perfecto” cátaro aquí presente, que irá como representante de su comunidad en esta misión. Cuanta menos gente se disponga para la misma mejor será, pues se evitarán sospechas y rumores. En segundo lugar, la pareja deberá dirigirse a la fortaleza de Almorchón, donde los hermanos orfebres de la misma ya tienen dispuesta una réplica exacta al cáliz de Cristo, el cual será recogido por nuestra pareja de enviados y será reemplazado por el auténtico, el cual deberá ponerse a salvo en el nuevo punto de destino que le será comunicado en el momento del cambio de copas. Por supuesto, tanto el lugar donde descansa ahora el cáliz original como el lugar donde deberá descansar una vez que sea reemplazado por la copia, no será sabido por los porteadores, y les serán revelados, el primero cuando recojan la copia y el segundo cuando depositen la copia en el lugar acordado.
Poco a poco empezaba a entender lo que estaba sucediendo y de qué se estaba tratando en aquella reunión templaria; mis ojos se abrieron por el asombro del que estaban siendo testigos, pues se estaba debatiendo el lugar donde debería ser ocultado el cáliz de la última cena de Nuestro Señor, el mismo donde fue recogida su sangre en el momento de su muerte en la cruz. Aquello era fantástico, tanto la Orden del Temple como la de los cátaros parecían ser los guardianes del secreto donde descansaba la copa sagrada. Todo aquello me estaba superando por momentos, pero la excitación del momento tenía que ser controlada y así lo hice, respiré profundamente y procuré no llamar mucho la atención.
—Parece un plan perfecto, pero quien sea el hermano que afronte dicha empresa. El que lo haga deberá ser consciente de que sobre él reposa el futuro de la verdadera cristiandad —habló otro hermano del Temple que se levantó siete sillas a mi izquierda.
—Todavía no sabemos quién será y es por ello que nos hemos reunido esta noche aquí, para tratar de buscar un hermano que de entre los altos dignatarios de las encomiendas castellanas se ofrezca como portador de tan dura carga —respondió el fornido templario.
Por un momento el silencio se volvió a hacer en la tienda. Solo se oían las telas doblegarse al ligero viento sureño que se había levantado durante la reunión fuera de la estancia. Nadie parecía tener muy claro el poder afrontar con éxito la misión.
Era un momento crucial para el Temple y, como tal, así lo veía y sentía en mi propia persona, el encargado de tan importante misión, sería el elegido para rescatar y poner a salvo el Santo grial.
La empresa era muy atractiva, pero a la vez complicada, era una ocasión magnífica para seguir escalando dentro de la Orden, e ir consiguiendo un poco más de honor y poder dentro de ella. Mis pensamientos bullían dentro de mi cabeza, ¿cómo conseguir que fuera yo el elegido para la misión?
Durante un momento casi ínfimo mi preceptor y yo cruzamos miradas cómplices y, como si hubiéramos hablado de ello durante horas antes, comprendimos lo que el uno quería del otro.
—Si me permitís, yo tengo la persona para llevar a cabo nuestros planes —dijo mi preceptor ante mi asombro.
—Decid, pues, quién es el noble caballero para ello, hermano —respondió otro hermano templario que sentado estaba a la diestra del preceptor de mi encomienda.
—Frey Íñigo Valcárcel es el caballero cualificado para esta empresa. Como sabéis, el Temple debe seguir al lado de los monarcas hispanos en la batalla contra las huestes árabes que todavía dominan parte del sur peninsular, así que dentro de varios días debemos levantar el asentamiento y seguir camino hacia el sur. Frey Íñigo resultó herido en la batalla librada en el llano, por lo que no podrá seguir luchando con la Orden. Además me salvó de morir a manos de los sarracenos en la contienda, y estoy en deuda con él por ello —expuso mi preceptor con orgullo.
—Vuestras intenciones son nobles hermano, pero ¿por qué debemos asignar dicha empresa a frey Íñigo? ¿Simplemente porque le debéis un favor? —preguntó inquisitivamente el gigante templario, volviéndose a sentar en su sitio.
—Frey Íñigo ha demostrado ser un excelente hermano de la Orden a lo largo de estos años, siempre guardó y defendió los preceptos de la Regla y los ha llevado como seña a lo largo de su vida templaria. Es audaz y diestro en las armas, y ya que ninguno de los aquí presentes propone a otro candidato, humildemente, creo que debe ser él el elegido —volvió a defender mi nombre mi superior.
Hasta ese día nunca había sabido lo que pensaba realmente mi preceptor de mí, sobre todo después de mi forma de entrar dentro de los altos dignatarios de nuestra encomienda, acusando a un hermano ante todo el capítulo y haciendo que fuera expulsado de la Orden. Aquello en ese momento pareció que había reforzado mi figura ante mi superior, y esa noche ante todo lo más granado de las encomiendas castellanas parecía ratificarse, aunque había algo en la mirada de mi preceptor que me hacía recelar de sus intenciones.
No había dudado un instante en proponer mi nombre, ¿por qué yo?, un hermano joven, ambicioso, y con ansias de poder. Poco a poco me fui dando cuenta de la maniobra de mi superior. Yo mismo estaba respondiendo el interrogante. Todos mis sueños de grandeza eran los motivos para alejarme lo más posible de las decisiones de los dignatarios castellanos en un futuro, así me tendría entretenido y alejado de ellos y se cubría las espaldas con el acompañante cátaro que tendría en mi viaje. Pues si algo intentara conseguir para mi beneficio propio en esa misión, Jean Michelle de Gisors se encargaría de detenerme.
En aquel momento lo vi claro. Mi plan de poder dentro de la Orden, había sido intuido por mi preceptor, y ahora tenía la excusa perfecta para apartarme de las grandes decisiones de la misma sin que pudiera interferir en ellas. Mi mirada volvió a cruzarse con la de mi superior, intentando ver en ella vestigios de lo que acababa de descubrir, pero los ojos de él ocultaron hábilmente sus intenciones.
—Está bien, caballeros, el preceptor de Castillejo de Robledo ha propuesto a frey Íñigo Valcárcel para la misión, nadie ha objetado nada a dicha elección, por lo que solo queda preguntar al elegido —y con ojos inquisidores esperando una respuesta de mi boca, el gigante hermano se quedó esperando mis palabras.
—Será un orgullo servir a la Orden en tan magna empresa, aunque soy joven, estoy capacitado para la misma y no defraudaré las expectativas que se han depositado sobre mí. Nuestra Señora así lo ha querido y así se debe cumplir —respondí a los allí presentes, con seguridad, mirando fijamente a la cara de mi superior, reprochándole con mis ojos el que se hubiera deshecho de mí tan hábilmente, pues delante de todos los dignatarios jamás hubiera podido negarme a tal propuesta.
—Así se ha elegido y así se cumplirá. Mañana al alba la pareja partirá hacia la fortaleza de Almorchón, frey Íñigo Valcárcel y Jean Michelle de Gisors han sido los elegidos. Que Nuestra Señora os proteja en vuestro viaje. Id con Dios.
Y con esas palabras terminó la reunión aquella noche entre templarios castellanos y en la que me di cuenta de que había sido traicionado por mi propio preceptor, y lo que era mucho peor, jamás había confiado en mí.
La situación era difícil, pero decidí usarla en mi beneficio propio, encontraría el Santo grial y lo pondría a salvo, pero yo sería el único que sabría donde descansaría para siempre. Así lo juré esa noche.