CAPÍTULO XVI: CÍVICA
Ribera del río Tajuña, noviembre de 1291, año de Nuestro Señor
Habíamos cabalgado días en dirección este, durante las noches y a plena luz, y nos encontrábamos exhaustos. La persecución que estábamos sufriendo nos había hecho acelerar el paso, y nuestra marcha ya no se limitaba únicamente a viajar de noche.
Días enteros, de sol a sol cabalgábamos sin descanso, intentando sacar ventaja a los soldados papales que nos acechaban, sin saber ciertamente si estos nos habían perdido la pista en Segovia o no.
La tarde anterior ya habíamos encontrado el río que mencionaba el poema, el Tajuña; su ribera nos mostraba el camino, siempre en dirección este. El tiempo cambiaba poco a poco, y ya el frío de las jóvenes mañanas se extendía a lo largo de casi todo el día, haciendo que los tres nos arropáramos bien sobre los caballos para evitar que nuestros huesos empezaran a recoger el frío del invierno que se echaba encima.
Durante los días que llevábamos cabalgando desde Segovia, tanto Adriana como frey Rodrigo, me habían hablado de la sensación que les inundaba de estar perseguidos por alguien que sabía muy bien seguir nuestros pasos.
Aquel fraile que ordenaba a los soldados papales en Segovia y del que no pudimos ver su rostro, pero sí saber su nombre, frey Esquiu, podría ser alguien que nos conocía. Hasta que una noche, acampados algo más alejados de la ribera del río que veníamos siguiendo desde hacía días, el silencio de la cena se truncó por la exclamación de asombro de Adriana.
Había descubierto a nuestro perseguidor, o mejor dicho, había recordado dónde había escuchado ese nombre. En la encomienda de Almorchón, lugar donde ella se ocultó como hombre durante años, hasta la llegada de frey Rodrigo y la mía.
Aquello nos hizo pensar al templario y a mí que, en efecto, frey Esquiu fue el fraile templario que estaba encargado del archivo de la encomienda de Almorchón, aquel donde comenzamos a seguir las pesquisas de nuestro viaje.
Las conclusiones nos sorprendieron sobremanera, sobre todo a frey Rodrigo, el cual no podía comprender como un hermano de orden podía estar traicionando al resto, y a la vez ser el perseguidor de nuestros pasos por toda la tierra castellana.
Adriana se preguntaba por qué aquel fraile estaba traicionando sus ideales y a su orden. La cátara también sabía que su desaparición de la encomienda de Almorchón debió ser una noticia que no pasaría por alto frey Esquiu, y que tal vez ella era la culpable de haber puesto en peligro su propia vida, la de frey Rodrigo y la mía. Pero rápidamente ambos le quitamos esa idea de la cabeza, aunque aquella noche a la vera del fuego que nos calentaba, la cátara tuvo sueños algo inquietos. Estaba preocupada.
Los días pasaban lentos sobre nuestras monturas, largos, monótonos. Los caballos estaban exhaustos, pues solo podían descansar algunas noches muy contadas, ya que seguíamos con aquel ritmo de cabalgar día y noche y, cuando por fin decidíamos descansar, los pobres animales dormían toda la noche acompañados del silencio del paraje.
Ese ritmo no podíamos seguir manteniéndolo mucho tiempo, pero era la única solución para poder poner distancia entre nosotros y nuestros perseguidores, si es que seguían sobre nuestro rastro desde Segovia.
Llevábamos muchos días sin descanso y decidimos parar cerca de un recodo que el río Tajuña hacía en su cauce, al lado de unos olmos enormes circundados de peñascos de color grisáceo que se elevaban a nuestra izquierda, en la ribera del río.
Cuando descabalgamos, la tarde comenzaba a desaparecer, y el cielo intentaba ocultar el sol, que poco a poco empezaba a apagarse y a dejar a oscuras el lugar.
Antes de que eso ocurriera, tomé prestado el arco de la cátara, y decidí buscar algo de comida para esa noche, mientras frey Rodrigo desensillaba a los caballos y Adriana preparaba el fuego para esa noche.
Al rato, cuando las llamas de la fogata hacían chisporrotear la ramas secas que entre ellas se quemaban, reaparecí con dos conejos en mi mano izquierda, ensartados con sendas flechas. Una sonrisa de Adriana se cruzó con otra mía, mientras las sombras de la noche se juntaban con nosotros en el campamento, a la ribera del murmulleante Tajuña.
Uno de los conejos comenzó a asarse ensartado por una rama que descansaba sobre las llamas de la hoguera, mientras Adriana comistreaba unos piñones que también había pasado ligeramente sobre el fuego nocturno.
Frey Rodrigo agradeció que hubiera cazado aquellos conejos para nosotros, y yo mandé una sonrisa a la joven, que su boca me devolvió a la vez que se recostaba sobre su silla de montar.
La noche pasó entre conversaciones sobre los nuevos versos del poema que nos servían de guía, y el trayecto que nos indicaba el manuscrito encontrado en el interior de la iglesia de la Vera Cruz en Segovia. Aquel manuscrito nos indicaba la dirección correcta a seguir, por la ribera del río Tajuña, en dirección este, hacia la villa de Cifuentes, donde según el poema hallaríamos un “laberinto de arena”.
Ese laberinto, nos inquietaba. ¿Qué sería aquello? ¿En realidad sería un laberinto o simplemente sería una simple comparación con la realidad, como habían sido hasta ahora todas nuestras paradas?
Con esa intriga, la cena trascurrió rápida en aquella fría noche cerca del río y poco a poco nos íbamos embozando más y más en las capas y sayones evitando el frío seco que se colaba entre los ropajes.
El cansancio nos iba venciendo, como lo había hecho con nuestros tres caballos, que descansaban cerca del fuego.
El ronroneo del agua del río comenzó a ser hipnótico y su sonido hizo que al poco tiempo comenzáramos a entrecerrar los ojos de forma lenta y pausada.
El fuego moría lento y sus llamas se comenzaban a apagar, cuando un ruido delante de nosotros me hizo abrir los ojos de repente. Rápidamente eché mano de algunas ramas secas que tenía a mi izquierda y las arrojé a la hoguera que moría en la noche.
Las llamas volvieron a crecer, bailando de nuevo nerviosas y ardientes, cuando yo ya había desenvainado mi espada y de pie me disponía delante de la fogata.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Adriana, armada con el arco cerca de mí.
—No lo sé. ¿Vos también lo habéis oído, frey Rodrigo? —interrogué al templario, que también estaba ya dispuesto junto a nosotros con su espada en su mano derecha.
—Sí, lo he escuchado, pero no veo nada entre la oscuridad —contestó frey Rodrigo, escudriñando en la noche.
De repente, los tres caballos relincharon de forma nerviosa, acercándose hacia el fuego, hasta casi quemarse con él.
Aquello nos terminó de poner en posición de alerta. Había algo en la noche que alteraba a las monturas y que nos acechaba entre las sombras. Los caballos seguían nerviosos, moviéndose alrededor del fuego de forma compulsiva, mientras Adriana intentaba calmar a las bestias, cogiéndolas de sus riendas.
Al instante, delante de nosotros, unas pequeñas lucecillas rojas que se disponían a pares comenzaron a aparecer por todas partes, como un enjambre de avispas saliendo de su panal.
Los caballos estaban histéricos, levantando sus patas delanteras en señal de defensa casi tiran al suelo a Adriana, que a duras penas podía contener a los tres animales asustados.
Aquellas luces rojas pequeñas, comenzaron a dejar ver detrás de si a unas enormes bestias que con paso lento se iban acercando hacia nosotros. Era una manada de enormes lobos.
—¡¡Proteged a los caballos!! —grité a mis compañeros mientras retrocedía y cogía unas ramas ardientes en mi mano izquierda y las agitaba a un lado y a otro, intentando mantener alejados a los lobos de nosotros.
Los lobos cada vez estaban más cerca y sus ojos rojos eran cada vez más grandes. Los gruñidos se mezclaban con los relinchos de nuestras monturas que ya habían terminado de perder toda la tranquilidad y caracoleaban frenéticos arrastrando a Adriana.
Al instante los lobos atacaron. Varios de ellos decidieron intentarlo con los caballos protegidos por la cátara, pero esta, soltando las riendas por un momento, disparó tres flechas que hicieron blanco en los grandes cuerpos de tres lobos haciendo que dos cayeran heridos de muerte y el tercero huyera entre quejidos a través de la oscuridad de la noche, de donde había salido. Un cuarto evitó las flechas de Adriana, y se abalanzó sobre Mistral. Cayó sobre él con una ferocidad aterradora, hiriendo al caballo en sus cuartos traseros, pero la nobleza de la montura evitó que este se quejara por el dolor, y respondió al ataque revolviéndose sobre sí mismo y asestando una tremenda coz al lobo, que hizo que saliera despedido contra un olmo cercano.
Mientras, frey Rodrigo había abatido de dos sablazos a otros dos lobos que habían saltado sobre él, y yo había pateado la cabeza de otro y degollado a un cuarto que había intentado morderme una pierna.
Adriana seguía protegiendo con gallardía a las monturas, y volvía a tener en ristre las riendas de los tres caballos esperando un nuevo ataque.
Los lobos habían visto como habían salido sus compañeros de manada en el primer envite, pero no parecía que tuvieran interés en dejar marchar a tanta presa, ya que el hambre les segregaba más babas que se resbalaban entre sus fauces abiertas, mientras gruñían.
Un nuevo ataque de los lobos comenzó. Adriana volvió a descargar flechas sobre los animales que se acercaban a ella y a los caballos, haciendo blanco con una extrema facilidad. Frey Ricardo y yo, espalda con espalda, cerca de la cátara movíamos de un lado a otro las espadas, intentando que los lobos no se acercaran. Por momentos lo conseguíamos, pero de vez en cuando, dos o tres bestias se abalanzaban sobre nosotros como almas del Diablo.
Con estocadas certeras de arriba a abajo cortábamos la carne de los lobos que osaban probar suerte con nosotros, hasta que en el momento en el que había abatido a uno de ellos y extraía mi espada de entre sus vísceras, otro lobo que salió de la oscuridad me alcanzó en el antebrazo izquierdo, clavando sus colmillos y atravesando la cota de malla hasta llegar a mi piel.
La rabia por el dolor hizo que me revolviera rápidamente, y con mi brazo diestro, descerrajé una estocada brutal sobre la cabeza del animal que aún seguía enganchado a mi brazo.
La cabeza del lobo se abrió por la mitad como una fruta madura, y sus fauces dejaron de apretar a su presa, cayendo al suelo muerto y ensangrentado.
Por un momento agarré con fuerza mi antebrazo herido, viendo como una flecha disparada por Adriana pasaba por encima de mi hombro derecho, haciendo blanco en otro lobo que ya estaba saltando sobre mi espalda.
El animal cayó detrás de mí con un ruido seco y brusco, como una enorme piedra sobre el suelo.
Frey Rodrigo continuaba repeliendo con estocadas los ataques de los lobos que quedaban cerca, con una destreza digna de lo que era, un caballero templario. La velocidad de sus movimientos hacía que se adelantara a los previsibles ataques de aquellas fieras, y una tras otra caían a sus pies.
La manada parecía no tener fin y de las sombras continuaban saliendo uno tras otro, con sus ojos inyectados en sangre y sus fauces abiertas.
Adriana había vuelto a soltar por un instante las riendas de las monturas para volver a descargar sus flechas y cuando se disponía a agarrarlas otra vez, un lobo acechante cerca de ella se le abalanzó. No se dio cuenta del ataque, pero yo sí, y con dos pasos rápidos saltando sobre el fuego de la hoguera, intercepté al animal en pleno vuelo, hiriéndole en el vientre con mi espada.
Caímos enzarzados entre golpes, arañazos y bocados, haciendo que ambos rodáramos por el suelo y termináramos en las gélidas aguas del Tajuña.
La lucha continuó durante unos instantes que fueron eternos. El lobo se removía de dolor y en su furia por la herida de mi estoque lanzaba mordiscos por doquier intentando alcanzarme entre las aguas del río.
Con el último esfuerzo de mis brazos, apreté la espada hasta que la guarda tocó su cuerpo, y la sangre del lobo se empezó a diluir en el agua del río.
Saqué la espada de la carne sin vida del lobo que, flotando sobre las aguas, desapareció río abajo.
Cuando salía empapado del agua, helado, herido y magullado, observé como frey Rodrigo y Adriana habían conseguido ahuyentar al resto de la manada, que desaparecía entre la maleza oscura.
Alrededor de la hoguera, la sangre de los lobos se veía en enormes charcos sobre los que los cuerpos de los animales muertos yacían con las fauces abiertas.
Adriana recuperaba las flechas que había disparado de los lobos muertos cercanos, mientras frey Rodrigo observaba atentamente cada palmo de nuestros caballos, descubriendo que el único que sufría un arañazo era Mistral en sus patas traseras, sin ser grave para el animal.
Mi mojado cuerpo comenzaba a hacerme tiritar de frío. Los ropajes empapados sobre mi piel se pegaban produciéndome una sensación heladora que cortaba mi cuerpo como filos de cuchillos. Pronto comencé a sufrir espasmos, las piernas me fallaron y caí sobre mis rodillas envuelto en un frío extremo.
Adriana se percató de que algo me estaba pasando y rápidamente se acercó hasta mí, en el mismo momento en el que mi visión se emborronaba y mi conciencia se debilitaba, hasta que perdí el sentido.
Escuchaba a Adriana llamar a frey Rodrigo. La voz del templario se me mezclaba en mi cabeza con la de la cátara pidiendo ayuda. De repente dejé de escuchar sus voces, el frío que recorría mi cuerpo hasta su último rincón empezaba a desaparecer y un dulce calor comenzó a conquistar mi piel.
Mis ojos empezaron a abrirse lentamente ayudados por la sensación de calor que envolvía todo mi cuerpo. Parpadeé lentamente hasta que mi vista halló la razón de mi mejoría. Adriana estaba desnuda y envuelta con una capa de lana sobre mi cuerpo también desnudo. Su piel tersa se frotaba con la mía, haciendo que mis sentidos volvieran a mí. Sus pechos contra mi cuerpo hacían rozar sus pezones sobre mí, y sus curvas eran tocadas por mis manos comenzando a descubrir los secretos más escondidos de la cátara.
Los ojos de Adriana se cruzaron con los míos durante un leve instante. El calor de nuestros cuerpos desnudos, el uno sobre el otro me había hecho recuperar el latir de mi corazón, y ahora miraba fijamente a la cátara, deseando probar el cálido aliento de su boca sobre la mía.
En un impulso arrebatador, de deseo irrefrenable, la besé, saboreé sus labios suaves. Adriana, sorprendida, se apartó de mí rápidamente. Se incorporó ruborizada envuelta en la pelliza de lana que nos cubría, mientras de espaldas a mí se volvía a vestir, diciéndome:
—No os equivoquéis, Ricardo. Lo que he hecho, ha sido simplemente para que vuestro cuerpo volviera a recuperar su calor, nada más.
—Perdonadme si os he ofendido, Adriana. Ha sido culpa mía, no debí hacerlo, disculpadme —contesté a la cátara envolviéndome en mi sayón pardo que algo más seco se disponía sobre una roca cercana.
El silencio de Adriana fue su contestación, mientras se alejaba del lugar en busca de frey Rodrigo, que parecía haber ido a recoger más leña para la hoguera, y así tener un fuego denso que me ayudara a calentar mis músculos.
Tal vez me había confundido con la cátara. Aquel beso podía haber lastimado mi relación con ella y eso era lo último que quería que ocurriera, pero es que mi atracción por ella se acrecentaba cada día más.
Con mis pensamientos, me acerqué al fuego que volvía a calentar con fuerza, y froté mis manos rápidamente para entrar en calor, observando como el templario y la cátara volvían con más leña debajo de sus brazos.
El mordisco del lobo me dolía, y hacía que sangrara mi antebrazo sin remisión. Adriana volvió a acercarse hasta mí para ver cómo me encontraba y comenzó a observar la herida. Se desgarró una gran tira de tela de su parda capa, la empapó en la fresca agua del río hasta que consideró que estaba bien limpia, y con paso firme se aproximó hasta unos pinos que se encontraban detrás de los olmos ribereños.
La observaba con atención. Parecía restregar el lienzo por el tronco de uno de aquellos pinos con fuerza, recogiendo en aquella tela toda la resina del árbol que pudiera coger y volvió hacia mí.
Extendió la tela impregnada en la resina del pino sobre mi herida. Un escozor leve se manifestó hasta mi hombro, mientras la cátara anudaba fuertemente la tela, para evitar que se cayera.
Una tenue sonrisa de Adriana se cruzó con otra mía, en señal de agradecimiento.
—¿Dónde aprendiste a curar heridas? —pregunté a mi médico.
—Durante los años que pasé en Almorchón aprendí mucho de los monjes templarios. Me enseñaron a luchar como un hombre, pero también me enseñaron a curar como un sabio —respondió la joven con cierto aire de vergüenza.
—Estáis llena de sorpresas, Adriana. Además de bella, sabéis luchar y sanar —dije con una sonrisa.
La cátara se ruborizó por un momento y con otra sonrisa devuelta se incorporó de mi lado y se sentó al otro extremo del fuego que seguía calentando.
La mañana comenzó a despuntar tranquila y calida. Y después de haber descansado los tres algo más que la noche pasada, reanudamos la marcha en dirección este. Mis ropas ya secas reconfortaban mi cuerpo, que poco a poco volvió a sentir el calor de las telas.
El cabalgar se tornaba cada día más frío, el invierno había entrado con fuerza en aquella zona, y la ribera del río refrescaba aún si cabía más el ambiente de las jornadas.
La noche se volvió a echar encima de nosotros una vez más. Un ligero viento helaba la marcha, y hacía que pequeñas nubecitas salieran de nuestras bocas cada vez que respirábamos con fuerza.
Los caballos, algo más descansados, parecían cabalgar con más brío, y cada cierto tiempo, parábamos unos instantes para que las bestias bebieran la fresca agua del río al que seguíamos sus pasos.
La noche pasó esta vez de forma rápida y cuando las luces de la nueva mañana comenzaban a asomar en un despejado cielo, nuestros pasos se toparon con una hermosa estampa.
Delante de nosotros apareció una cascada engalanada de tonos azules y verdes, que mostraba una gran cortina de agua que resbalaba de forma uniforme hasta las rocas del suelo. Alrededor de la cascada, un sin fin de helechos y musgos de brillos esmeraldas nacían alimentados por la constante humedad del lugar.
Dejando atrás aquella maravilla de la naturaleza, nuestro paso nos llevó hasta otro lugar mágico, que apareció en nuestro camino.
Una enorme pared de piedra y arena llena de grutas cerradas y escalonada en forma de balconadas se disponía delante de nosotros. En la base de la roca se abrían tres puertas de aspecto gótico, y el sol de la mañana que ya se mostraba ufano penetraba entre los huecos de aquella pared, irradiando haces de amarilla luz entre sus grutas.
Era un lugar sobrecogedor, misterioso e inquietante. Nunca habíamos visto nada parecido, y los tres permanecíamos sobre nuestros caballos ante aquella pared de piedra.
De nuestro asombro nos sacó una figura vestida con un hábito marrón y encapuchada que comenzó a descender por una escalera de piedra dispuesta a la derecha de las tres puertas de la base de la montaña, con paso lento y cadencioso.
Pronto comenzaron a salir de entre las cuevas más figuras como aquella, y pasaron a dibujarse delante de nosotros, pululando de forma incesante entre las grutas y puertas de aquel lugar.
Parecían de alguna orden religiosa, y el primero que habíamos avistado, cuando nos quisimos dar cuenta, se encontraba delante de nosotros retirándose del rostro la capucha que se lo cubría.
—Buen día tengáis, hermanos. ¿Qué es lo que buscáis por este apartado paraje? —se dirigió a nosotros lo que parecía ser un fraile.
—Buen día tengáis vos también, hermano —contesté—. ¿Qué lugar es este? —pregunté.
—Estáis en Cívica, un lugar de recogimiento religioso guardado por frailes agustinos. En este paraje mis hermanos y yo pasamos largas temporadas de oración y recogimiento apartados del mundo y en comunión con la naturaleza más pura —contestó el fraile agustino—. Pero decidme, ¿qué hacéis por estos lares? —volvió a interesarse.
—Simplemente nos dirigimos a la villa de Cifuentes, y nuestros pasos sin querer nos han traído hasta aquí —respondió de forma prudente frey Rodrigo—. Solo descansaremos un día y seguiremos nuestro camino mañana al alba —adelantó el templario.
—Bien, hermanos. No podemos acogeros dentro de Cívica, por tenerlo prohibido nuestra congregación, pero si acampáis aquí fuera, yo personalmente os traeré algo de comer más tarde para saciar vuestro apetito —se ofreció el fraile agustino de forma amable.
—Muchas gracias, hermano, os lo agradecemos mucho —respondí de forma educada, y agachando levemente la cabeza en señal de respeto.
El agustino volvió sobre sus pasos y se perdió entre aquella mole de piedra y arena que formaba un sin fin de laberínticas galerías en su interior.
Los tres habíamos comprendido que estábamos ante el “laberinto de arena”, y que era mejor no levantar muchas sospechas de quién éramos y qué es lo que estábamos buscando. Así pues, decidimos pasar descansando aquella jornada cerca de aquel lugar, y cuando la noche nos acogiera en su seno, intentar adentrarnos sigilosamente en el interior de aquella montaña.
El día trascurrió tranquilo, los caballos descansaron otra vez toda la jornada, y nosotros degustamos unas enormes truchas con fruta que el generoso agustino nos acercó adentrado el mediodía.
Mientras comíamos relajadamente debajo de una arboleda cercana, observábamos la vida de aquellos frailes que seguían moviéndose como hormigas en un hormiguero gigante, y nos asaltaba la gran duda de por dónde debíamos empezar a buscar aquella noche.
Entre bocado y bocado, Adriana volvió a recordar el verso del poema.
Siguiendo el río hacia el este,
hallarás el laberinto de arena,
donde siempre a la diestra del Padre,
el camino de nuevo se revela.
Entre los tres dedujimos que para seguir nuestro camino debíamos seguir una dirección dentro de aquellas grutas, que siempre fuera hacia la derecha, como decía el poema, “siempre a la diestra del Padre”. Así, de forma paciente y relajada, esperamos a que nuestro momento llegara esa noche.
La oscuridad vino temprano, y la pared de roca se empezó a iluminar con tenues destellos de breves luces que se escapaban entre los ventanucos y pasadizos escavados en la piedra. Había llegado la hora.
Sigilosamente nos deslizamos hasta la base de la montaña donde se disponían las tres puertas góticas delante de nosotros. Sin mediar palabra, elegimos la de la derecha y nos adentramos en la oscuridad de la piedra.
Una gruta se disponía ante nuestros ojos, que poco a poco se fueron acostumbrando a la escasa luz del interior del lugar. Breves y flojos destellos se apreciaban en la lejanía de aquel pasadizo, que comenzó a ascender a lo que parecía el piso superior de la montaña.
Una vez arriba, el camino se bifurcaba en un gran número de galerías rocosas y húmedas, era todo un laberinto de pasillos retorcidos que se perdían en la oscuridad. Una vez más decidimos coger la galería que más hacia nuestra derecha se encontraba.
Esta era un pasillo más estrecho que el anterior, pero algo más iluminado, ya que, a nuestra izquierda, la pared de forma intermitente se abría al exterior por medio de ventanucos escavados en la piedra, y la claridad de la noche se colaba por todo aquel pasadizo.
El camino se retorcía una y otra vez, abriéndose paso a través de la piedra, hasta que murió a los pies de cuatro escaleras. Dos de ellas descendían y las otras dos ascendían y, evidentemente, escogimos la que más a la derecha se encontraba. Esta se alzaba de nuevo a través de la montaña, oscureciendo el lugar, hasta el punto de no ver más allá de nuestras narices.
La escalera empezó a caracolear hacia arriba y se detuvo en un segundo piso, que volvía a presentarnos un gran número de galerías y pasadizos, unos más iluminados que otros.
De repente unas voces nos alertaron de la presencia de varios frailes agustinos que se dirigían hacia nosotros. Rápidamente volvimos sobre nuestros pasos y descendimos unos escalones por la escalinata por la que habíamos subido.
El murmullo se convirtió en palabras que se juntaban con las luces de lo que parecían antorchas. Los reflejos de las sombras pasaron delante de nosotros sin percatarse de nuestra presencia, y las palabras volvieron a convertirse en susurros que se perdieron en el interior de la montaña.
Salimos de nuestro escondrijo, y volvimos a postrarnos ante el gran número de galerías, para elegir de nuevo la que más a la derecha se encontraba.
El techo de aquella galería comenzó a descender de forma pausada, a cada paso que dábamos el techo menguaba más, hasta el punto de tener que seguir andando en cuclillas para poder avanzar. Al cabo de un trecho andando encorvados, el techo volvía a recuperar forma lentamente, hasta que el pasadizo desembocó en una gran sala redonda donde alrededor de toda ella se disponían puertas talladas en la roca.
—¿Y ahora por cuál seguimos? Aquí no hay derecha ni izquierda, es un círculo de puertas —dijo Adriana en voz susurrante.
—Por esa —señalé una puerta que se encontraba a la derecha de un crucifijo también tallado entre dos de aquellas puertas—. Es la puerta que está a la derecha de la cruz de nuestro Señor, tiene que ser por ahí.
Nos adentramos firmes por aquella puerta, siguiendo un leve reflejo que se veía al fondo de la galería. El camino giró dos veces a la derecha y una a la izquierda, hasta que se detuvo delante de lo que parecía una solitaria puerta de débil madera, y que por debajo de ella una luz se veía al otro lado.
De forma lenta la empujé sigilosamente, con cuidado, y los tres en ese momento pudimos ver lo que estábamos buscando.
Una pequeña gruta de piedra sin ningún tipo de ventana al exterior se apareció ante nosotros. Un camastro pegado a la pared de la derecha hacía las veces de lugar de descanso y una mesa de vieja madera se disponía al fondo de la estancia, repleta de libros y pergaminos amontonados en montañas desiguales.
La luz de dos velones enormes en las esquinas de aquella mesa eran la única fuente de luz de aquel tenebroso lugar. De detrás de un grupo de libros de la mesa, una cabeza asomó de forma súbita.
—¿Quién es? ¿Sois vos, frey Moncada? —el rostro habló.
—No, hermano. Somos .... —contesté, en el momento en el que el personaje se incorporó e interrumpió mis palabras.
—Os estaba esperando —dijo aquel fraile.
Un anciano fraile agustino encorvado nos indicó con su mano derecha que entráramos. Su pelo largo y blanquecino descansaba sobre sus hombros haciendo juego con su también pálida piel. Uno de sus ojos tuerto nos miraba sin vida acompañando al otro sano que se clavaba en nuestras almas, mirándonos de arriba abajo.
La delgadez de aquel fraile se dejaba intuir debajo de su hábito oscuro, que parecía ser vestido por un esqueleto andante.
Una vez en el interior de aquella pequeña cueva habitada, el anciano fraile siguió diciendo:
—Hace ya muchos años que estoy esperando la llegada de alguien al que poder transmitir lo que en su día me obligaron a guardar bajo secreto de confesión. Solo podría revelarlo a la persona que pudiera llegar hasta mí, y así fue cómo durante muchos años he esperado a liberarme de aquella extraña confesión —explicó el anciano.
—¿Qué confesión? —preguntó Adriana.
—Largo tiempo atrás dos caballeros llegaron hasta Cívica y hablaron conmigo en este mismo lugar. Hasta mí llegaron, sobornando a varios de mis hermanos con monedas de oro que el tiempo terminó por hacer desaparecer. Uno de ellos, bajo confesión me reveló el nombre de un lugar que debía mantener en secreto hasta que alguien llegara hasta aquí, y si nadie lo hacía debía morir, llevándome conmigo ese secreto. Nunca supe el motivo de dicha extraña confesión, tan solo soy el mensajero de una parada, de lo que creo que es un largo camino.
—Hermano, nosotros hemos llagado hasta ti en esta noche y te solicitamos que nos reveles el nombre de ese lugar. —inquirió frey Rodrigo.
—Sé que ha llegado el momento de decirlo y también sé que es a vosotros a quien debo decíroslo, no tengo la menor duda. Nadie que no fuera agustino ha conseguido llegar hasta este lugar, y es por eso que sé que vosotros sois los elegidos. El lugar es la fortaleza templaria de Monzón, en el Alto Aragón.
El camino se volvía a iluminar en nuestras mentes. Volvíamos a triunfar en nuestras pesquisas, la nueva parada de nuestro viaje había tomado forma concreta de nuevo. Seguíamos juntos en aquello y juntos lo terminaríamos.
Agradecimos las palabras del anciano agustino, despidiéndonos de él y deseándole la paz en su alma, salimos de su ermitaña cueva. Deshicimos el camino realizado, hasta que volvimos a salir al exterior de Cívica por la misma puerta gótica por la que habíamos entrado esa noche.
Montamos en nuestros caballos sin esperar ni un instante más en aquel lugar perdido y seguimos nuestro camino hacia el norte, arropados de nuevo por la fría noche.