CAPÍTULO X: EL REGRESO AL HOGAR

Valencia, agosto de 1291, año de Nuestro Señor

El puerto de Valencia nos abría sus brazos como si fuera él mismo el que nos hubiera estado esperando durante muchos años. Ya habíamos desembarcado de la galera templaria y ahora la muchedumbre del puerto se agolpaba sobre nosotros como dándonos la bienvenida.

Era mediodía y el viejo sol del levante valenciano volvía a saludar mi cara después de haber estado ausente mucho tiempo. La brisa peninsular también restregaba sus dedos sobre mi rostro y por un momento detuve mis pasos y aspiré con fuerza mientras cerraba los ojos. Había regresado con vida.

Frey Rodrigo y yo fuimos dejando atrás el puerto y sus turquesas aguas mediterráneas. Entre maromas y marineros de estirpe diversa caminábamos cansados en dirección a un arco de mampostería que se divisaba entre la gente y que daba entrada a la urbe por el puerto, atravesando la muralla de la ciudad.

Tras la parada en la isla de Chipre nos detuvimos en Sicilia, donde nuestro navío tuvo que amarrar durante quince días para reparar una vía de agua que se había abierto en su casco, después de chocar una noche con un gran madero que bailaba en la superficie del mar sin rumbo fijo.

Cruzando el arco de medio punto de la muralla nos adentramos en la ciudad de Valencia, luminosa y alegre con una cantidad ingente de personas de distintas razas. Cristianos, judíos, árabes y moriscos parecían vivir en constante armonía. La gente se quedaba mirando nuestras ropas. La cruz patada roja de frey Rodrigo resaltaba en su capa blanca algo ya maltrecha y junto con la mía, que me identificaba como cruzado de Tierra Santa, éramos objeto de inquietantes miradas recelosas. Las noticias de la pérdida de los lugares santos por las tropas cristianas y las órdenes militares parecía que habían llegado mucho antes de lo que lo habíamos hecho nosotros, y ahora dos de los culpables de esas pérdidas se paseaban impunes por las estrechas callejas de Valencia, en Occidente.

Durante la caminata por Valencia, rodeados de altos edificios de grueso granito, abiertos a la luz por innumerables ventanucos de medio punto o de estilo mozárabe, frey Rodrigo comenzó a explicarme cómo se implantó el Temple en las tierras valencianas. Bien informado estaba de ello. Ya que él solo había pasado tres años en Tierra Santa cuando fue destinado a la guardia personal del Gran Maestre, por lo que había sido testigo directo de la reconquista de estas tierras por las coronas cristianas, que fueron ayudadas por la Orden.

Así supe que Ramón Berenguer IV otorgó bienes al Temple por sus continuas ayudas. Más tarde el rey Jaime I otorgó a la Orden una asignación proporcional, de tierras y bienes, a los contingentes militares aportados por el Temple en la reconquista de los territorios valencianos.

Tras la conquista de Mallorca, Jaime I otorgó a los templarios las alquerías de Benhamet y de Mantilla y, después de haber conquistado la ciudad de Burriana, les dio parte de esta. Conquistada más tarde Valencia, los templarios recibieron como premio por sus servicios la “torre grande” en la calle Barbazachar y casas próximas.

La conversación nos llevó sin querer hasta una calle ancha en la que al final de ella en su esquina izquierda se alzaba una gran torre cuadrada y almenada llena de aspilleras en sus cuatro costados. Ambos lados de la calle estaban ocupados por grandes caseríos con caballerizas en sus bajos y un pequeño reguero de agua sucia corría ligero por el centro de la calzada empedrada debajo de nuestros pies.

—¿Dónde estamos, frey Rodrigo? —pregunté curioso y algo despistado mirando a mi alrededor.

—Estamos en la zona de la ciudad que el Temple controla, aquella es la “torre grande” de la Orden. Aquí podremos descansar y comer algo, seguidme —me indicó mi compañero dándome un golpe en la espalda para que le siguiera.

Andamos unos treinta pasos por la calle, que estaba extrañamente despejada de gente, y nos detuvimos delante de un portón doble de gruesa madera de pino, con dos aldabas redondas que colgaban de sus maderos invitando a golpear la puerta.

Dos sonidos graves salieron de ellos cuando frey Rodrigo las usó. El portón se entreabrió sigiloso sin ningún ruido de sus bisagras ni goznes y una cabeza asomó por su hueco.

—¿Quién va y turba la paz de esta casa? —dijo una voz seca y rota.

—Soy frey Rodrigo de Pelayo, hermano de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, ¿es que no me reconocéis, viejo amigo? —preguntó frey Rodrigo enseñando a la vez un medallón que colgaba de su cuello en el que se podía ver a dos caballeros montados en un mismo caballo.

—¡Que me aspen, pero si es el señor!, pasad por Dios no os quedéis en la puerta, ¿qué hacéis vos en Valencia?, ya os creía muerto en Tierra Santa —dijo el hombre que nos abrió el portón de par en par para que pudiéramos pasar al interior del caserío.

Cuando se cerró la puerta a mis espaldas los dos amigos se fundieron en un emotivo abrazo. La casona disponía de un horno de leña en el centro de la estancia de la planta donde estábamos, ahora apagado. Un sinfín de sillas y butacones de distintos estilos y pieles alrededor del fuego apagado, dos inmensas alfombras, una en la entrada donde estábamos y la otra en el fondo de la estancia, dando paso a una escalera que ascendía a un segundo piso con varias habitaciones. En las paredes tan solo se veía la fría roca abierta en las alturas por tres ventanas cuadradas y en el techo un laberinto de vigas traveseras sostenían el cuerpo del tejado a dos aguas.

Las tres ventanas parecían estar perfectamente orientadas, pues por ellas entraba continuamente la luz del sol que era la que iluminaba la estancia en todos sus rincones.

Después de haber sido hechas las presentaciones de rigor y haber explicado nuestro periplo en Tierra Santa, Manuel Montilla, que así era como se llamaba nuestro anfitrión, nos dispuso en una mesa algunas viandas de su despensa.

En la conversación, me enteré que Manuel Montilla, antes de que frey Rodrigo partiera hacia Tierra Santa fue su escudero más fiel dentro de la Orden del Temple. Años fueron los que pasaron el uno junto al otro por las tierras peninsulares y cuando su señor partió desde el puerto de Valencia hacia ultramar, él y muchos otros escuderos no pudieron seguir a sus señores por órdenes de los superiores. En compensación por aquello el Temple recompensó todos los años de sus servicios otorgándoles las casas que la Orden disponía en Valencia.

Manuel Montilla era un hombre alto y fuerte. En su juventud debió ser un extraordinario espécimen con brazos y manos grandes y rudas siempre dispuestas a trabajar. A pesar de su edad conservaba aún una larga cabellera blanca que remataba con una coleta a la altura de su coronilla y sus grandes ojos azules me hacían intuir que en el pasado pudo lucir un espléndido pelo rubio. De mentón redondo y mofletes caídos y arrugados, los disimulaba bien con una larga barba también blanca y descuidada que no paraba de tocarse mientras seguía hablando con su señor.

La tarde nos sorprendió aún en la mesa hablando del futuro de los tres. Frey Rodrigo y yo habíamos decidido partir esa tarde hacia Toledo, donde yo podría volver a ver a mis padres, algo que realmente deseaba con ferviente deseo, y comenzar cuanto antes la búsqueda que se nos había destinado.

Intentó el escudero por unos momentos que por lo menos pasáramos esa noche bajo su techo, pero rehusamos su invitación, aduciendo que no queríamos importunarle más tiempo, a lo que Manuel Montilla contestó con otro ofrecimiento.

Ya que no íbamos a quedarnos en su casa, por lo menos debíamos aceptar un par de monturas y algo de comida para el viaje, ofrecimientos que aceptamos gustosos y agradeciéndolos muchísimo.

Al lado de la puerta de entrada de la casa, el escudero disponía de una pequeña herrería para las monturas, con ella se ganaba la vida en Valencia y a veces sus clientes le pagaban con bienes y no con monedas. Así se había hecho con dos caballos de fuertes hechuras que descansaban al fondo de la herrería apiñados por el poco espacio.

Cortesmente aceptamos las dos monturas que además nos vendrían muy bien para el camino a Toledo, y también fuimos obsequiados con unas enormes alforjas que dispusimos sobre el lomo de nuestros nuevos caballos, repletas de alimentos y mantas para que nuestro periplo fuera algo más llevadero.

Con todo ello ya dispuesto, volvimos a agradecer a Manuel Montilla toda su generosidad, y nos despedimos de él no sin antes prometer volver en cuanto pudiéramos para pasar una temporada en tierras valencianas.

Clavamos talones en los bajos de los caballos y con paso reposado de los animales fuimos adentrándonos en las callejuelas de Valencia en dirección a la puerta oeste de la ciudad.

Atravesamos la Plaza Mayor entre ríos de gente, hasta que por fin fuimos dejando atrás las altas murallas de Valencia por la puerta oeste. Nuestro camino comenzaba vigilado por un hermoso atardecer que doraba los campos de naranjos y las huertas de las afueras de la ciudad.

Decidimos comenzar con un trote lento, ya que nuestros cuerpos aún estaban algo cansados por la larga travesía que habíamos realizado, y además sabíamos que pronto anochecería y tendríamos que parar para hacer noche al raso. Así que no merecía la pena darse prisa esa tarde, porque ya galoparíamos al día siguiente con el sol en todo lo alto del cielo.

Así pues, ambos nos dejamos llevar por nuestras monturas entre los caminos valencianos que discurrían entre campos de árboles frutales y almendros.

Mistral, que así se llamaba mi caballo, era una bestia espléndida, de físico ancho y de alzada considerable. Su color blanco pálido contrastaba con un mechón grande de pelo negro que le caía entre sus ojos y que le daba un aire desafiante al que lo mirara de frente. Por el contrario, Magno, que ese era el nombre del caballo de frey Rodrigo, era un animal algo más esbelto que Mistral. Su trote era elegante y marcial a la vez, parecía como si supiera que alguien le miraba, y su color marrón, pero muy claro, también chocaba con su larga crin negra como la noche.

El sol terminó poniéndose por el horizonte, y las primeras estrellas guiaban nuestro camino por los senderos serpenteantes. En pocos momentos, ya no veríamos más allá de las orejas de los caballos así que decidimos parar. En un recodo del camino, lo abandonamos unos cuantos pasos y entre un grupo de árboles, levantamos nuestro pequeño campamento.

Una fogata empezó a arder con la ayuda de una piedra rascada contra la hoja de la espada de frey Rodrigo. Antes me había encargado de recoger unas cuantas ramas que se repartían entre la hojarasca del suelo y así, entre ambos, conseguimos una hoguera que ardía bailona en la oscuridad.

La cena fue ligera, como también lo fue la conversación. Unas tortas de trigo que Manuel Montilla nos había puesto en las alforjas, las rellenamos de unas cuantas rodajas de tomate, algo de tocino pasado por el fuego y un poco de queso. La improvisación resultó de lo más sabrosa y, después de terminar de cenar, nos pusimos a discutir sobre nuestro secreto común.

El sueño comenzó a pasearse entre las llamas de la fogata, y pronto nos encontramos acurrucados en dos mantas muy cerca de la lumbre, parpadeando muy lentamente, hasta que caímos dormidos bajo el manto de la luna y las estrellas.

Los cantos de los pájaros de las ramas cercanas de los árboles donde estábamos descansando nos despertaron gentilmente en una mañana cubierta por una baja y fina niebla. La hoguera hacía ya bastante tiempo que había terminado de consumir la última rama y tan solo un hilo de humo salía de ella. Mistral y Magno relincharon dándonos los buenos días y, poco a poco, fuimos recogiendo las mantas y volviendo a colocar las alforjas sobre los caballos. Muy despacio montamos y, con una brisa fresca matinal, reanudamos el camino hacía Toledo.

Las primeras horas del día pasaron silenciosas y el sol comenzó a calentar más fuerte nuestros cuerpos. Como habíamos hablado, ese día aceleraríamos el paso de nuestra marcha y así lo hicimos.

Con un movimiento de las riendas y la hincada de talones sobre la panza de Magno y Mistral, salimos al galope por los caminos polvorientos de las cercanías hortelanas.

Los caballos parecían disfrutar con aquella galopada inesperada. Ambos competían por saber cual de los dos era el más rápido. Frey Rodrigo y yo nos contagiamos por aquel afán de los animales por la competición y con una sonrisa en la cara nos miramos y azuzamos más aún a nuestras monturas. Aquello se convirtió en una divertida carrera entre dos buenos amigos.

Era una sensación de libertad que no había tenido desde hacía mucho tiempo. Desde años atrás las únicas veces que había arengado a mi caballo de esa manera fue para cargar contra el enemigo en la batalla, y ahora lo volvía a hacer, pero esta vez no me esperaba nadie al final con una cimitarra en la mano y aquella sensación me gustó e hizo que, irremediablemente, me acordara por unos breves instantes de Zay y Arnó.

Galopando a gran velocidad pasó la jornada ligera y despejada, sin sobresaltos, descansando por unos instantes cerca de un arroyo de agua clara y fresca, donde los caballos bebieron hasta saciar su sed después del esfuerzo.

Reanudada la marcha, el paisaje comenzó a cambiar muy poco a poco. Las huertas y arboledas frutales dejaban paso a las llanuras castellanas. Comenzamos a divisar campos de gran extensión de colores rojos y marrones. Grupos de girasoles en busca de su luz se juntaban con las inmensidades de las amapolas, entrelazando sus colores formando un telar de fuego natural, por el que nos adentramos al galope, mientras divisábamos a lo lejos la figura recortada contra el cielo azul de una cadena montañosa.

Más tarde comenzamos a trotar entre tierras aradas al sol del mediodía. Los surcos de arena removida acogían nuestro paso, cerca de donde las semillas del campesino reposaban silenciosas, esperando la época de las lluvias. Poca sombra nos cobijaba en los campos castellanos, un árbol por aquí, otro unas leguas más allá. Parecían islas en la inmensidad de la llanura terrenal. Los rayos del sol dañaban la piel y entornábamos los ojos sobre la grupa de nuestras monturas.

Aquel día comimos a la sombra de un algarrobo que dispuso sus ramas sobre nosotros de forma muy gentil, un poco de carne de conejo que ya empezaba a oler de forma sospechosa, después de haber estado día y medio en las alforjas, algo de pan ya duro, y el resto del vino que había sobrado de la cena de la noche anterior.

Rápidamente nos pusimos de nuevo en marcha hacia Toledo, y la tarde nos volvió a coger entre sus tonos ocres, pero esta vez sobre terreno de Castilla. La tarde dio el relevo a la noche sin que nos diéramos cuenta de ello. Una noche silenciosa en la llanura que susurraba a nuestros oídos las notas de una brisa nocturna muy suave.

Volvimos a detener nuestra marcha, esta vez en el fondo de una pequeña hondonada. Allí abajo dispusimos el fuego del camino, continuando los rituales con las viandas que lentamente iban dejando ver el fondo de las alforjas.

Nos quedamos dormidos hablando del día siguiente, pues sería el momento en el que avistaríamos Toledo. Mientras hablaba de mi ciudad natal, me percaté de que frey Rodrigo roncaba con fuerza y dormía de forma profunda y placentera.

Por unos momentos, antes de rendirme también al sueño, observé las estrellas sobre mi cabeza y recordé que esos mismos eran los luceros que miraba de niño años atrás. Echaba mucho de menos a mis padres, pero al día siguiente por fin los vería.

El sol salió muy pronto ribeteando el horizonte castellano, esperando que sus rayos nos despertaran cálidos esa mañana de agosto. Era muy pronto aún, pero el calor que hacía era considerable. Amanecimos los dos despojados de las mantas, hechas un guiñapo a nuestros pies. La noche también había sido calurosa y nos habíamos deshecho de ellas en mitad de nuestros sueños.

Como la mañana anterior comenzamos a recoger nuestras cosas, con rapidez volvimos a ensillar a Magno y Mistral, que ya hacía un buen rato que olisqueaban la árida tierra de esos lares en busca de algo de hierba fresca para poder llevarse a la boca.

Cabalgamos uno junto al otro para salir de aquella hondonada que nos había acogido la noche pasada y dispusimos los caballos de nuevo en dirección a Toledo, con fuerzas renovadas y con sonrisas en nuestras caras.

Cada vez hacía más calor, el sayón empezaba a sobrar sobre mi cuerpo y la capa tuve que quitármela de los hombros porque comenzaba a sudar abundantemente. Frey Rodrigo, sin embargo, no se despojó en ningún momento de ninguna de sus prendas templarias, seguía cabalgando con su capa y sayón blanco. De forma erguida sobre Magno recorría el camino a mi lado sin dar señales de acaloramiento.

Delante de nosotros se dispuso de nuevo la extensa llanura castellana. Bajo un sol abrasador cabalgamos durante toda la mañana en silencio, tan solo el sonido seco de los cascos de las monturas se oía en la polvorienta tierra, repitiendo una y otra vez su solitario trote.

Encaramos un repecho de tierra y roca lisa que atacamos con decisión consiguiendo tomar la cima lo antes posible. Cuando llegados a ella delante de nosotros se dibujaba la silueta de la hermosa ciudad de Toledo.

Mientras descendíamos de nuestra posición veíamos como la ciudad iba abriendo sus puertas a nuestros ojos, porque en Toledo sus rincones tenían historia y sus gentes se paseaban entre arcos, bóvedas y el brillo de la orfebrería. Sus muros recios enmarcaban la ciudad, ayudados a su vez por el curso del río Tajo en forma de hoz labriega.

La ciudad se elevaba sobre un gran cerro que lindaba con el río. Una gran cantidad de casas, palacetes, patios y barrios se disgregaban por el cerro a borbotones, ladera abajo, hacia el río Tajo.

Antes de cruzar por el puente de Alcántara en dirección a la puerta de Doce Cantos para entrar en la ciudad, decidimos que primero visitaríamos a mis padres a las afueras de Toledo en el cigarral[11] que era de su propiedad, al otro lado del río. Poco a poco el puente se separaba de nosotros por la derecha, asentado sobre sus tres arcos de medio punto y entre sus arcadas el río nos indicaba el camino que seguir.

A lo largo de la ribera del Tajo y viendo como fluían sus aguas claras a nuestra derecha, observaba con melancolía e ilusión las murallas de mi Toledo natal. Me parecían más grandes que cuando marché a las cruzadas, más altas, más anchas, más robustas y comenzaba a comprender que había regresado a casa.

Discurrimos ribera arriba entre campos de tierra yerma y de matorrales bajos. El cabalgar era pausado pero constante y mi corazón rebosaba ansiedad por abrazar a mis padres, y recordar cómo era mi vida antes de mi partida.

Pronto encaramos un viejo y estrecho camino que se adentraba en la tierra parcelada de una gran extensión rematada por olivos de talle bajo y almendros en flor. Al final del camino divisamos el cigarral de mi familia. Una gran casona de dos plantas construida en ladrillo y adobe, totalmente cuadrada con un pequeño torreón en su esquina más al sur.

Aceleré el paso de Mistral para poder llegar con más premura a la puerta de la casa de mis padres, mientras el corazón me latía fuertemente dentro de mi pecho.

El silencio fue el único que recibió mi llegada al amplio zaguán del caserío. Desmonté con ansia desmedida y golpeé el portón de la entrada con ambas manos gritando con fuerza.

—¡¡Padres, padres, dónde estáis!!, he vuelto, vuestro hijo ha vuelto de las cruzadas, ¿dónde estáis? —golpeé con fuerza la gran puerta de mi casa.

Pero nadie respondió a mi llegada, nadie salió a recibirme, tan solo la soledad de la tierra y la arboleda me habían dedicado sus reverencias ayudados por el viento de aquel día silencioso en el cigarral de mi familia.

—Parece que no hay nadie, Ricardo, tal vez estén en la ciudad —me consoló frey Rodrigo mientras descendía él también de Magno.

Tal vez, pero había algo en el ambiente que me decía que algo no discurría por los cauces debidos. La casa estaba totalmente cerrada, todos sus ventanales estaban cerrados, el zaguán donde estábamos parecía abandonado, sucio y lleno de hojarasca seca sobre sus piedras y eso no era normal.

Corrí seguido por frey Rodrigo hacia la parte trasera del casón, donde mi madre tenía su pequeño huerto y al fondo de él vi dos cipreses de enorme altura ondeando sinuosamente con la brisa toledana. Detuve mis pasos en la entrada del pequeño huerto y miré fijamente los dos árboles. Nunca habían estado allí y ahora parecía que me llamaban hacia sus troncos como queriendo enseñarme algo.

Con decisión abrí la pequeña puerta de forja del huerto y caminé hacia los dos cipreses que me llamaban desesperados. En mi cabeza comenzaron a aparecer las imágenes de mis padres, la infancia con ellos y mi maldita partida a Tierra Santa.

Cuando llegué hasta ellos la respuesta a tanto silencio se tornó pesadilla certera. La angustia revivió de nuevo en mi interior y desgarró como nunca mi corazón debajo de mi sayón azulado. Dos tumbas, una al lado de la otra, descansaban a la vera de los fornidos troncos de los dos cipreses. Unas cruces de terso granito las encabezaban. En ellas talladas con finura los dos nombres de mis padres descansaban para siempre, Fabián y Leonor.

La angustia se derramó en mi interior. Caí de bruces sobre las tumbas y rompí a llorar como un niño desconsolado cuando pierde su inocencia. Mi llanto inundó mi viejo hogar abandonado, el viento lo transportó y hasta la última calleja del impertérrito Toledo escuchó mi dolor por la muerte de mis padres.

Frey Rodrigo se arrodilló junto a mí y posó su mano derecha sobre mi hombro. Apretó con fuerza sobre él, queriendo mostrarme que mi dolor era también el suyo, el calor de su mano recorrió mi espalda y, por unos instantes, reconfortó mi maltrecha alma.

El viento se detuvo, la vida se me escapaba por el llanto, las lágrimas bañaban mi rostro roto y caían sobre las tumbas de mis padres en la tierra castellana que me vio nacer. Una sombra se deslizó detrás de mí sigilosa y sumisa, esperando ser descubierta por mi tristeza. Respetuosa llegó hasta mi espalda y cubrió con su oscuridad parte de las cruces.

Aún con los ojos enrojecidos y llorosos por el llanto amargo de la muerte me incorporé y giré mi vista para descubrir cual era la causa de tal visita. Mi corazón sufrió otro vuelco, delante de mí estaba Nana, mi querida aya, que había cuidado de mí desde mi niñez.

El vestido negro que llevaba se le ceñía a su cuerpo. La falda amplia y ligera se arremolinaba entre sus piernas por la brisa y, con una media sonrisa agridulce, me miró otra vez después de tantos años sin que sus ojos negros y arrugados se cruzaran con los míos.

La miré durante un instante sin poder reaccionar. Mientras observé como frey Rodrigo se alejaba de nosotros para que pudiéramos hablar con tranquilidad de nuestras vidas.

—Hola, Ricardo —volví a escuchar su voz resonar en mis oídos.

—¡Dios mío, Nana!, ¿qué es lo que ha sucedido? —atiné a preguntar en un momento de confusión que se mezclaba con aturdimiento.

—Murieron hace años, Ricardo. Primero lo hizo vuestro padre. Una grave enfermedad acabó con su vida. Se consumió poco a poco y vuestra madre estuvo con él hasta el último suspiro. No lo hubierais conocido, aquella maldita enfermedad nadie sabía qué era, lo postró en una cama y en ella murió. Es mejor que lo recordéis como era, un hombre vital, buen padre y mejor marido —explicó Nana mientras se acercaba a mí para acariciarme las manos con las suyas.

—¿Y a mi madre qué le pasó? —seguí interrogando ansioso.

—Dejó este mundo un año después de la muerte de vuestro padre. La enfermedad de él fue mermando las fuerzas de vuestra madre. Solo vivía por él y para él y, cuando murió, vuestra madre se encerró en sí misma, dejó de comer y una mañana la encontré sin vida en la misma cama donde había pasado sus últimos días vuestro padre. La gente del lugar dice que vuestra madre murió de pena.

Para mí el día terminó en ese mismo momento, la luz brillante del sol dejó de alumbrar sobre mí y la oscuridad de una noche negra se posó sobre mis hombros. La esperanza de volver a casa con mis padres se había esfumado como el rocío de la mañana estival, las cosas que contarles ya nunca más se las podría contar y lo mucho que les quería jamás se lo podría volver a demostrar.

Me sentía culpable por la muerte de ambos, tal vez si no hubiera partido a Tierra Santa, no hubiera pasado aquello. Quizás yo podría haber hecho algo por ellos, pero ahora eso jamás lo sabría, y el sentimiento de culpa viajaría conmigo hasta que yo también abandonara esta tierra.

—¿Y vos, cómo es que seguís aquí? —pregunté a Nana que aún estaba mirándome fijamente con sus enormes ojos oscuros.

—Cuando murió vuestra madre, yo fui la que la enterré al lado de vuestro padre, y también planté los dos cipreses que les dan sombra y cobijo. Nadie había aquí para hacerlo y alguien tenía que ser el que lo hiciera —terminó diciendo en un tono que sonaba a reproche—. Cuando ellos murieron lo hicieron creyendo que no volveríais y que tal vez habíais perdido la vida en las cruzadas. Confieso que yo también lo creía hasta hoy. Todos los días vengo aquí a rezar y hablar con ellos, esperanzada de volver a veros a vos también, mi pequeño niño.

—Ya he vuelto, ya estoy aquí.

—Han pasado muchos años, Ricardo, y la vida aquí ha sido dura —me contó la anciana mirándome envuelta en lágrimas amargas.

—No os preocupéis. Podéis seguir viviendo en esta casa. Mientras yo viva jamás os faltará un techo donde resguardaros —dije.

—Muchas gracias, mi pequeño niño —me contestó Nana—. Iré a la cocina a ver si preparo algo de comer para vos y vuestra compañía —propuso la anciana.

En la puerta del huerto se cruzaron la anciana y frey Rodrigo que la saludó con una reverencia sumisa. Él me miraba mientras se acercaba hasta donde estaba con una cara de incertidumbre que llenaba sus facciones.

—La vida está siendo dura conmigo, debo estar pagando todos mis pecados. Lo he perdido todo, frey Rodrigo. Mis padres yacen ante mí, y la vida en mi hogar como la conocía ya no tiene sentido para mí. La pena me embarga y realmente siento que el vacío de mi vida comienza a ser escalofriante —y me derrumbé otra vez sobre mis rodillas consolado por frey Rodrigo.

Aquel día dejó en mí la herida más profunda de todas las que había sufrido en esos años. La feliz vuelta al hogar se había tornado infierno terrenal.

Durante una larga semana de agosto, la última del mes estival, frey Rodrigo y yo estuvimos adecentando la casona de las afueras de Toledo, junto con la ayuda de Nana. El templario decidió ayudarme en las tareas llevado por su buen corazón.

En las comidas y las cenas en el zaguán del cigarral, volvimos a hablar de los manuscritos que portábamos y de nuestra misión.

No tenía fuerzas para abandonar otra vez mi hogar, pero con el paso de los días con sus noches, el hábil templario fue avivando de nuevo en mí la llama del interés sobre aquellas líneas. Poco a poco comprendí que ahora sí era el momento preciso para dejar unos meses mi hogar.

Una noche, llevados por la conversación encendida y emocionada del asunto que llevábamos entre nuestras manos, comenzamos de nuevo a tejer el plan para seguir por nuestras pesquisas. Debíamos encontrar al judío, Flegetanis. Teníamos que seguir ese pequeño hilo y descubrir hasta dónde nos llevaba.

La velada transcurrió rápida entre conversaciones acerca de lo que hacer y cómo hacerlo. Casi nos cogió el alba en el zaguán del cigarral y con los primeros rayos de luz matinal nos fuimos a descansar al interior del casón.

La jornada siguiente emprendimos nuestras nuevas pesquisas con un aire nuevo en nuestros rostros. Frey Rodrigo intentaba abstraerme de mi cruda realidad mientras ensillábamos a nuestros caballos. Su conversación discurría por cerros de misterios e intrigas referentes a los manuscritos templarios. Su buena fe quería conseguir que por unos días olvidara todo lo ocurrido, pero su intención era frágil contra mi corazón.

La vida me había dado un gran golpe en muy poco tiempo y la pesadilla en la que estaba envuelto ahora me tenía atrapado dentro de un mundo lleno de tinieblas y tristeza. No podía quitarme de la cabeza la imagen de las dos tumbas de mis padres en el huerto de mi hogar y se repetía una y otra vez en mi mente y golpeaba mi alma como una dura condena.

Sobre nuestras monturas y escuchando a frey Rodrigo, que intentaba abstraerme de mi desdicha comenzamos a seguir la ribera del Tajo en dirección a Toledo. Pronto llegamos al puente de San Martín que se levantaba fornido sobre las aguas del río. Hacía un pegajoso calor que asfixiaba mi respiración mientras cabalgábamos pausados sobre los cuatro arcos con uno central ojival que el puente disponía bajo los cascos de nuestras monturas. Dejando atrás las fortificaciones de los dos torreones que remataban el final del puente, nos dirigimos, por un extenso paseo reverdecido por la estación estival de hierba alta y fresca, hacia la Puerta del Cambrón que abría la ciudad por su lado oeste.

El nombre le resultó gracioso a frey Rodrigo, y yo le expliqué que dicha denominación se debía a la cantidad de cambroneras[12] que crecían en los alrededores de la misma puerta. La imagen recia de la puerta pronto se dispuso frente a nosotros. Un gran arco de medio punto nos abría el paso, el cuerpo inferior de la puerta era de estilo árabe y las recias piedras de esta parte subían en vertical hacia un segundo cuerpo desde el cual se disponían dos torres rematadas con dos ventanas amplias cada una de ellas.

La ciudad rezumaba vida por todos sus rincones y calles, nuestras monturas chocaban con los transeúntes de Toledo que se agolpaban en las estrechas calles de la ciudad. Dejamos a nuestra izquierda el barrio donde se levantaban las obras de la grandiosa catedral, donde aún podíamos oír los trabajos de canteros y constructores encima de estructuras de duros maderos sobre la roca católica. Más a lo lejos se escuchaban los griteríos de la plaza del mercado algo más al norte de la ciudad. Poco a poco íbamos adentrándonos en el corazón de la urbe.

Las escurridizas y estrechas callejas de suelo pedregoso nos encaminaban pausadamente hacia el muro interior que protegía la judería del resto de la ciudad. Un arco ojival de sillería ocre se disponía delante de nosotros. Era la puerta al barrio hebreo. Al atravesarlo y entrar dentro de aquellos muros la vida fluía despierta a nuestro paso. Casucas de pequeña alzada se disponían juntas pared con pared, formando un gran laberinto estrecho de calles y pequeñas plazuelas. Enfilando una de estas callejas que se disponía en cuesta ascendente gracias a unos pequeños escalones, aparecimos en el barrio Degolladero. Se llamaba así porque en él se encontraba la carnicería y matadero de los judíos de Toledo. Junto a este establecimiento que dejamos a nuestras espaldas se encontraba uno de los más laboriosos hornos de pan de toda la ciudad. Y el olor a leña y harina comenzó a envolvernos sin remedio.

No sabíamos por dónde empezar a buscar, porque encontrar a un judío de Toledo, si es que todavía vivía, dentro de aquel enjambre de casas, calles y gentío parecía muy difícil de lograr. Así que entramos en una tetería de la judería para preguntar directamente a la gente.

Después de dejar nuestras monturas en una de las esquinas traseras del establecimiento entramos con paso firme y decidido.

El lugar tenía poca luz. En un espacio ovalado y oscuro se disponían mesas de poca alzada donde se servía té de diversos aromas a un sinfín de gentío recostado sobre cojines de colores diversos, mientras el humo de las cachimbas conseguía adormilar a más de uno. La poca luz que se apreciaba entraba por dos ventanas estrechas que se disponían a ambos lados de la puerta de entrada y en las mesas unas velas ayudaban a los clientes a servirse lo solicitado en estrechos vasos labrados con letras arabescas.

Frey Rodrigo y yo anduvimos entre la gente intentando no molestar a nadie hasta que nos acomodamos en una mesa libre que quedaba al fondo del local. Las miradas furtivas de los presentes se clavaron como flechas. Nuestra presencia trajo consigo un raro silencio que poco a poco comenzó de nuevo a romperse por el murmullo general de la clientela.

Pronto apareció una joven muchacha árabe que nos sirvió en tetera de cobre un té de canela muy caliente. Mientras ella disponía sobre la mesa la bebida, frey Rodrigo le preguntó por el nombre que andábamos buscando y en un árabe que hasta yo pude entender dijo no conocer a esa persona. Una mirada seguía clavada en nosotros, en la mesa de nuestra derecha. Cerca de donde estábamos un personaje de tez morena y grasienta tocado con un fez colorado sobre la cabeza nos miraba fijamente. Mis ojos se cruzaron con los suyos y una sonrisa ladina me dejó ver un diente de oro en su torcida boca.

—No sé si encontraremos aquí información acerca de Flegetanis —comenté a frey Rodrigo que ya había comenzado a probar el té de canela.

—¿Quién sabe? Lo que está claro es que en este sitio estamos fuera de lugar y creo que tú también te has dado cuenta de lo que digo —y asintiendo con la cabeza contesté mojando mis labios en el té.

Durante un breve tiempo escudriñamos al gentío que de reojo nos miraba entre calada y calada de las cachimbas y entre sorbo y sorbo de té. Para no seguir tensando la situación decidimos salir de allí cuanto antes y, dejando una moneda sobre la mesa y sin llamar más la atención, abandonamos la tetería y seguimos buscando a nuestro hombre entre las calles del barrio judío con pie en tierra y arrastrando de las riendas a Magno y Mistral.

La mañana pasó entre interrogatorios a mercaderes y judíos de todo el barrio. Nadie parecía conocer a aquel hombre y menos aún dónde podríamos encontrarlo. La caminata nos había abierto el apetito y paramos delante de un tendero que tenía en su modesta tienda al borde de la calle una olla a fuego muy lento y la removía sin descanso. Nos sirvió en dos escudillas sendas gachas de almortas[13], pues frey Rodrigo por esa semana ya no podía comer más carne ya que se lo prohibía su Regla.

Durante la tarde seguimos buscando pistas e indicaciones que la gente intentaba darnos sin conseguir ningún resultado, con lo que decidimos rendirnos por aquella jornada y comenzar a abandonar la barriada judía y volver a casa. Por una estrecha calle que descendía suavemente dispusimos la retirada cadenciosa y al girar una esquina nos encontramos en un callejón algo más ancho de lo normal a cinco individuos con cara de no tener buenas intenciones. Entre ellos pude ver al árabe que nos había estado observando en la tetería con su diente de oro otra vez asomándose en su boca mientras me volvía a sonrerir. A una voz de este individuo dispuso a los otros cuatro contra frey Rodrigo y contra mí. Tres cuchillos de hoja de Damasco y una maza turca nos amenazaban en el silencio de aquel callejón solitario del barrio judío.

Frey Rodrigo y yo nos miramos por un instante y con gran velocidad soltamos las riendas de las monturas y apartamos de nuestros pechos las capas, cruzada y templaria, dejando ver las empuñaduras de nuestras espadas. Poco a poco los cuatro asaltantes que iban enfundados en chilabas de oscuros colores se fueron aproximando hacia nosotros. Ambos retrocedíamos estratégicamente hasta que nuestras espaldas toparon con el muro de una vieja casa sin luz en su interior. Con la retirada cortada desenvainamos las espadas de forma muy rápida y acometimos a nuestros asaltantes. Dos para cada uno no eran rivales para nosotros, aunque con agilidad felina se movían y lanzaban cuchilladas y mazazos al aire intentando alcanzarnos sin éxito alguno. Con mi espada detuve el golpeo de la maza turca que portaba uno de los asaltantes. Con rapidez mi puño izquierdo impactó en el rostro del árabe que cayó al suelo dejando resbalar de su mano el arma. El segundo atacó ferozmente gritando y levantando con ambas manos sobre su cabeza el cuchillo, dejándome muy fácil la estocada de gracia. Con un pequeño paso a mi izquierda, dejé pasar al desbocado enemigo por mi derecha, y dándole una patada en el estómago, quedó encogido de dolor. En esto que mi espada hirió de gravedad la espalda del maltrecho sarraceno que se retorcía sobre el suelo envuelto en un charco enorme de su propia sangre.

Por su parte, frey Rodrigo había terminado con sus dos asaltantes de una sola estocada de derecha a izquierda que había cercenado la mano de uno de ellos y al otro había alcanzado en la cara a la altura de uno de sus ojos que parecía que perdería para siempre.

Con los cuatro contrincantes en el suelo y mal heridos, pero no muertos, el ladino personaje del fez colorado se comenzó a refugiar en una esquina mientras pedía clemencia por su vida y se ponía de rodillas delante de nosotros.

—¿Qué querías de nosotros, rata inmunda? —le pregunté mientras le ponía la espada a la altura de su garganta.

—Nada, mi señor, solo unas cuantas monedas, eso es todo. Hassan solo quería unas pocas monedas —respondió asustadizo en un castellano siseante y ocultando su cara con sus sucias manos.

—Deberíamos entregaros a las autoridades de la ciudad para que dispusieran de vos por ladrón, o tal vez deberíamos ahorrarles tal menester y acabar con vuestra vida aquí mismo. —dijo frey Rodrigo amagando una estocada que hizo que se encogiera aún más el moro.

—No matéis a este pobre servidor de Alá —suplicó siseantemente el moro entre las sombras del callejón.

—La verdad es que poco me importa ya vuestra vida y más pensando que habéis querido acabar con las nuestras por un puñado de monedas, así que decidme otra razón por la que no deba degollaros sin remisión —increpó frey Rodrigo, volviendo a poner el filo de su espada en la garganta de Hassan.

—Porque yo sé lo que buscáis y, más aún, sé dónde encontrarlo —respondió el árabe con seguridad y con un brillo en sus oscuros ojos que nos hizo estremecer—. Sé dónde encontrar a la persona que buscáis.

—¿Y cómo sabes tú a quién buscamos? —pregunté inquieto.

—Os escuché en la tetería preguntar por él a Aisha, la joven que os sirvió. Tengo un oído muy fino, señor —aclaró Hassan mientras se incorporaba y cuidadosamente retiraba la espada de frey Rodrigo de su cuello.

Por un momento, los ojos del árabe brillaron relucientes en la noche que ya nos envolvía en Toledo y, como salidos de la nada, de entre los callejones adyacentes, un grupo de templarios envueltos en sus blancas capas nos rodearon en un abrir y cerrar de ojos.

Frey Rodrigo y yo, asombrados por aquella aparición tan repentina, no supimos cómo reaccionar.

El que parecía tener el escalafón más alto de entre aquellos caballeros templarios, se dispuso delante de ambos y habló.

—Hassan solo a ti y a tus hombres se os ocurre atacar a un hermano templario y a un cruzado. ¿En qué estabais pensando? —interrogó también con sus profundos ojos oscuros el templario al árabe.

Hassan no respondió, sumisamente hizo una reverencia al templario y se apartó a un lado del círculo de capas blancas que nos rodeaba.

—Creo que habéis estado preguntando por alguien durante toda esta jornada, ¿no es así? —nos preguntó el templario.

—Así es, hermano. Estamos buscando a un judío aquí en Toledo —contestó frey Rodrigo.

—Las calles tienen ojos y oídos en la noche. Marchemos de aquí, este es un lugar indiscreto para nuestra conversación. —dijo el templario que, con un movimiento de su cabeza, ordenó a sus caballeros que nos escoltaran detrás de él.

La marcha nocturna comenzó con una sensación de no comprender lo que estaba pasando, pero tanto frey Rodrigo como yo sabíamos que no teníamos otra pista que seguir en Toledo, que aquella invitación de los misteriosos templarios que habían aparecido esa noche.

Escoltados por delante y por detrás por aquellos templarios caminábamos en la noche por callejas de piedra, silenciosas y estrechas. Tras varios pasos nocturnos de nuestra comitiva aparecimos en la cabecera de la catedral. Su imagen entre las sombras de la noche sobrecogía. Sus muros a medio levantar, rodeada de estructuras de madera y cuerda, recortaba su silueta contra la luz de la luna toledana. Nuestros pasos la dejaron atrás en un suspiro y atravesamos la plaza de los Cuatro Tiempos, internándonos en aquel barrio que recordaba de niño, hasta llegar a la plaza de la Cabeza.

Esas calles y plazas me trajeron a la mente mis años atrás vividos con mis padres en Toledo. Conocía perfectamente todas aquellas callejuelas, pues de pequeño acompañaba a mis padres los días de mercado, en el centro de la ciudad, y me escapaba para explorar todos aquellos rincones de mi hogar.

Seguimos por la Cuesta de los Pascuales, hasta que desembocamos en la plaza del Seco. El silencio era sobrecogedor. A nuestra izquierda el callejón de la Soledad nos enseñaba su oscuridad como la boca de un lobo, exceptuando una leve luz tenue que se divisaba al fondo, señalando una de las casas que tenía la Orden del Temple en ese barrio[14]. La cuesta por donde caminábamos en la noche enlazó con la calle de San Miguel, la cual le daba nombre a la iglesia que ahora teníamos delante de nosotros.

La estampa de la iglesia de San Miguel nunca la había visto de noche, y su imagen me encogió el alma, rodeada del silencio toledano.

Su torre del campanario aún tenía sus símbolos árabes por haber sido antes que iglesia mezquita. En su parte alta se podían ver, todavía, arcos entrecruzados, rematados por un recuadro con arcos lobalados, dejando a la vista su pasado árabe.

El pórtico central fue abierto por los templarios que nos escoltaban, haciendo rechinar en la oscuridad las puertas de la iglesia.

Su planta era rectangular, formada por tres naves techadas por maderas. En varios pilares de la nave, sus capiteles mostraban escudos con la cruz roja templaria. Su suelo estaba formado por varias lápidas sepulcrales que albergaban cuerpos de difuntos protegidos por la Orden y en su altar mayor se podía ver la imagen de una virgen negra que guardaba el templo.

Las puertas se cerraron a nuestras espaldas, volviendo a crujir en la noche.

—Y ahora, decidme, ¿cómo es que buscáis a ese judío? —volvió a preguntar el misterioso templario.

—En Tierra Santa el difunto Maestre Guillaume de Beaujeu confió a este cruzado unos manuscritos en los que el nombre de ese judío aparecía como autor de esas líneas —contestó frey Rodrigo a su hermano de orden.

—Es una historia poco creíble, hermano. ¿Por qué el Gran Maestre Beaujeu iba a confiaros tales manuscritos? —siguió interrogando el templario.

—Es cierto. En el fragor de la caída de San Juan de Acre antes de morir, frey Guillaume me pidió que protegiera esos renglones, y que no confiara en nadie —contesté de forma enérgica.

—Más tarde, en Chipre, el nuevo Maestre, frey Tibaldo de Gaudin, nos encomendó la misión de seguir la las huellas que dejaban ver las líneas de estos manuscritos —apostilló frey Rodrigo.

—La verdad es que nadie conoce el nombre de Flegetanis. Este usaba siempre su verdadero nombre Abraham Ben Daoud, y Flegetanis era el apelativo con el que solo algunos lo llamábamos —dijo el templario perdiendo su mirada entre los muros de la iglesia—. Entonces ¿conocéis lo que en las hojas se narra? —volvió a preguntar el templario, mirándonos inquisitivamente.

—Sí, lo conocemos —dije.

—¿Cómo sé que no mentís, cruzado? —me preguntó el templario.

—Por esto —se adelantó frey Rodrigo a mi respuesta, sacando de entre su capa el dibujo del sello de Secretum Templi que el Maestre frey Tibaldo de Gaudin nos había confiado en Limassol.

Los ojos del misterioso templario se abrieron de par en par ante la visión de aquel sello, y ordenó al resto de hermanos que se retiraran.

—¡Dios Santo! ¡Decís la verdad! Seguidme, estaremos más seguros y tranquilos en otro lugar —nos invitó el templario.

Sus pasos se dirigieron detrás del altar de la iglesia de San Miguel, donde unas losas fueron apartadas por varios templarios, lo que provocó un sonido que rompió la noche.

Unas escaleras de piedra se asomaban en la oscuridad de lo que parecía un pasadizo que se adentraba hacia las profundidades de la tierra. En la entrada de aquella gruta una antorcha en una escuadra en la pared rocosa iluminaba el camino. El templario la cogió y con un movimiento de su cabeza nos indicó que le siguiéramos. Durante unos instantes andando por los pasillos rocosos de la caverna, estos nos detuvieron en una estancia semicircular excavada en la gruta.

—Hermano, debéis ayudarnos en nuestra misión. Nuestra orden lo necesita. Es nuestra responsabilidad, por la cristiandad. Pero la importancia de nuestro viaje nos impide revelaros más detalles.

—¿Detalles, decís? Realmente no sabéis delante de quién os encontráis —dijo altivamente el templario—. Desde hace años, como ya sabréis por el Gran Maestre, dentro de la orden existe una jerarquía superior a la militar. Esta se encarga de la búsqueda de la sabiduría, y de proteger los secretos sagrados. Yo pertenezco a ella —aclaró el templario.

—¿Entonces conoceréis la importancia de nuestro viaje? —intenté seguir sacando información sutilmente.

—Sesgadamente. El Gran Maestre, años atrás, me encargó la misión de ayudar a las personas que llegaran a mí tras los pasos de los manuscritos. Pero nunca se me reveló la esencia de estos, porque esa no es mi misión, sino guiar al elegido en búsqueda de la verdad. No creo que vos podáis llegar a comprender la magnitud de vuestra carga —reveló el templario.

—Tal vez no seamos conscientes de ello, hermano, pero debemos encontrar a Flegetanis cuanto antes —dijo frey Rodrigo.

—Eso será imposible. Flegetanis murió hace años.

Por un instante la iglesia pareció que se derrumbaba sobre nuestras cabezas, después de haber escuchado aquellas palabras.

—El viejo judió vivió siempre cerca de nuestro barrio aquí en Toledo. Era un hombre sabio, conocedor de la Cábala, astrología, medicina y más artes, de las que nosotros bebimos durante los años que permaneció con nosotros. El hermano del que se habla en los manuscritos que cayeron en vuestras manos lo conoció aquí en Toledo. Le contó su historia, y el judío la reflejó en esas hojas que portáis. Estas viajaron de las manos de un Maestre a otro hasta que llegaron a las de frey Guillaume de Beaujeu y, después, a las vuestras —relató el templario—. Nuestra organización vela por ese secreto desde hace siglos, por eso el recién nombrado Gran Maestre os ha enviado hasta aquí —sentenció el templario.

—Esto es absurdo. Las huellas se han borrado, no existe ningún hilo del que ir tirando para desmadejar este entuerto. ¿Dónde buscamos ahora? —preguntó al aire frey Rodrigo.

—Si Dios ha querido que vos, esta noche, estéis aquí, y mandado por el Gran Maestre del Temple, es porque es vuestro destino. Nuestro Señor os guiará en vuestra misión, si es lo que realmente Él desea —dijo el templario.

Una sensación de pesadumbre, como si una enorme losa hubiera caído sobre mí, se apoderó de mi ser. ¿Era realmente yo el encargado de semejante misión? ¿Un simple cruzado podía ser el elegido para tan enorme destino?

Ese templario no estaba realmente en sus cabales. Era todo absurdo, una locura, y no tenía ningún sentido. Se volvían a agolpar en el pensamiento los días de mi marcha de Toledo hacia las cruzadas, y la sensación de culpabilidad sobre la muerte de mis padres, por causa de mi partida. Tal vez si no hubiera abandonado mi casa y mi tierra, ellos ahora vivirían, y no estaría delante de un fraile del Temple, empeñado en nombrarme el elegido de algo.

Las batallas en Tierra Santa ahora parecían recientes. Los cuerpos de mis compañeros y amigos muertos volvían a la vida en ese instante de incertidumbre y locura religiosa que estaba viviendo. Y una sensación de haber malgastado mi vida en una lucha absurda y funesta me llenó el corazón de pura hiel.

Yo no me consideraba el elegido de nada. Tan solo fue coincidencia el hecho de que el Gran Maestre del Temple en San Juan de Acre, me diera esos pergaminos. Fue la casualidad la que hizo que yo ahora los portara, y nada más.

La angustia pudo conmigo y me llevé las manos a la cara para intentar que, después de retirarlas, todo hubiera sido un sueño para olvidar. Pero no fue así.

Mi vista volvió al centro de la estancia donde nos encontrábamos. En ella se veía entre las sombras de la tea ardiente del templario lo que parecía una lápida bautismal de piedra negra pulida, en forma de enorme copa, con la cruz del Temple en su borde. Esta descansaba sobre una base octogonal formada por ocho losas también negras. La temperatura era muy agradable y mi vista se clavó en la pila bautismal, como dos flechas en la batalla.

—Yo he visto eso con anterioridad —dije.

—¿A qué os referís, caballero, a la pila? —preguntó el templario que nos había invitado a bajar hasta allí.

—Sí. En un sueño o algo parecido. No estoy seguro de lo que fue, pero la vi tan clara como la estoy viendo ahora —volví a afirmar.

El asombro en las caras de frey Rodrigo y su hermano de orden no tenía igual. Sus ojos me miraban de forma estupefacta, mientras mis pasos me acercaban hasta aquella pila negra pulida de grandes dimensiones.

La acaricié con delicadeza, dejando resbalar mis palmas por su piedra fría. La miraba y supe que mi visión meses antes había cobrado sentido en ese mismo momento. Estaba ante algo que se me antojaba crucial para nuestra búsqueda.

Debía significar algo aquella pila que ahora se disponía ante mí, y yo lo sabía. Seguí buscando con mi mirada y tocando con mis manos desnudas la piedra, hasta que de repente, un leve crujido, del que solo yo fui testigo, me abrió los ojos.

—Ayudadme a girarla —dije.

Frey Rodrigo y el templario se acercaron hasta la pila con cautela y asombro donde les esperaba. Los tres con fuerza fuimos girando lentamente la pesada pila, hasta que poco a poco una de las losas de la base se abrió.

El templario acercó la antorcha hasta el hueco oscuro que se había abierto debajo de la pila. La luz dorada de la tea nos descubrió una hoja apergaminada.

El templario la cogió con cautela entre sus manos y la desplegó, leyendo para sí con los ojos fuera de sus órbitas.

—Antes de que Flegetanis dejara este mundo, debió escribir estas líneas, son de él. Debe ser un agradecimiento a la Orden por todos los años que el Temple había sabido comprender sus enseñanzas, dejando a un lado las diferencias religiosas, y para compensarlo plasmó lo que ahora está ante nosotros —nos volvió a revelar el templario.

La luz de la antorcha del templario nos mostró en la oscuridad de aquella gruta, lo que parecía ser un poema.

En la fortaleza de Almorchón comienza el camino.
En ella se encuentra la segunda etapa,
donde la imagen se aplana y el paisaje se delata.

Hacia el norte encontrarás el puente que nada une,
revelando su nombre a las nubes.

La siguiente etapa,
en la Gran Cruz se haya;
dentro del dado de piedra,
la senda muestra su nueva parada.

Siguiendo el río hacia el este,
hallarás el laberinto de arena,
donde siempre a la diestra del Padre,
el camino de nuevo se revela.

La senda continúa en la gran fortaleza,
en la que la entrada hacia la tierra,
te ofrece oscura y húmeda,
la siguiente llegada.

El viaje te llevará a la cárcel de piedra,
donde los posos en su reflejo esperan.

La senda final aparece,
y termina en la montaña,
que a la Madre morena pertenece.
Y en ella la música celestial te enseña,
que el orbe sagrado cuando amanece,
el tesoro te muestra,
sorteando incluso tu propia muerte.

—¿Qué son estas rimas, hermano? —preguntó frey Rodrigo.

—Parece ser un mensaje cifrado. Como las señas ocultas para encontrar algo.

—Pero ¿por qué no decir simplemente dónde ir? —pregunté intrigado.

—Es sencillo cruzado. De tal importancia debe ser la pervivencia de lo que los escritos significan, que prefirió hacerlo así para proteger el secreto a ojos y manos no deseables. Así, si estas líneas caían en manos de sarracenos o personas impuras no sabrían seguir las huellas. Solamente lo sabría el que fuera digno de ello —explicó el templario.

—Necesitamos este poema, hermano —dijo frey Rodrigo.

—Vuestro es, ya que los acontecimientos que acabo de vivir junto a este cruzado me demuestran que vos, sois la persona más preparada para su entrega. El Temple os hace entrega del único lazo que nos queda de unión para descubrir el secreto. Protegedlo con vuestra vida —dijo el templario.

—Lo haremos. Intentaremos encontrar ese secreto al que os referís y será protegido por nosotros, aunque aún no comprendamos su significado —dije.

—La fuerza del Temple siempre estará con vos. Recordadlo siempre. No dejéis que el secreto se pierda para siempre, y que el sueño del Temple se rompa en mil pedazos —dijo el templario fijando su mirada sobre la mía.

—Después de varios años de cruzadas, hermanos, yo ya no creo en los sueños —dijo frey Rodrigo.

—Los sueños nos dicen más de lo que nosotros creemos, hermano. No subestiméis jamás a vuestros sueños, pues a veces ellos son los que te guían en la vida real —contestó el templario—. Sueños como los de vuestro amigo cruzado que, en una noche como la de hoy, nos ha demostrado el camino que se debe seguir. Lo que os pasó es que Nuestro Señor os ha guiado —me confesó el templario.

Aquello volvió a sacudir mi cabeza fuertemente, de alguna manera era el elegido para resguardar el Santo grial, y parecía que aquella elección no había sido al azar, sino que todo eso se debía a que en el pasado, mi alma y mi sangre habían estado unidas de alguna forma a las de aquel personaje que vio morir en la cruz al nazareno.

—Ahora que habéis visto estas rimas, y después de haber sabido por vuestra boca actos que vos sois la persona elegida para andar el camino del iniciado, os entrego este escrito con lo que os convertís en el portador del mayor secreto jamás revelado a ningún hombre. Tarea es vuestra ahora desenredar la madeja que se tejió en el pasado —nos dijo el templario con mirada fija y tensas sus facciones—. Ahora debéis marchar cuanto antes, no tenéis tiempo que perder, partid con el alba y comenzad allí vuestro camino.

El templario nos acompañó hasta la puerta de la iglesia de San Miguel, donde nos esperaba Hassan con aire preocupado. Salimos a la calleja oscura y en la misma puerta del templo nos despedimos de aquel templario de Toledo y montamos a Magno y Mistral en dirección a las afueras de la ciudad, antes de que sus puertas se cerraran definitivamente esa noche.