CAPÍTULO VI: VITAE TEMPLI
Bailía[3] de Castillejo de Robledo, junio de 1211, año de Nuestro Señor
En el valle del río Duero, años atrás la Orden del Temple dispuso un sólido punto defensivo frente al Islam; estos terrenos fueron cedidos a la Orden por el Rey Alfonso VIII de Castilla en 1182. En ellos se encontraban las edificaciones que los templarios fueron construyendo para crear lo que hoy se alzaba ante mis ojos, un enorme complejo religioso y militar circundado por una sólida muralla y destinado a la formación de noveles infanzones castellanos que solicitaban el ingreso en las filas del Temple.
Uno de estos aspirantes era yo; a causa de mi origen noble mi futuro era el de rango de caballero templario, y no el de sargento al que tenían derecho los postulantes de origen más humilde.
Esta bailía estaba ubicada en un lugar apartado y hasta donde me alcanzaba la vista desde la ventana de mi alojamiento en el pabellón de postulantes, podía observar un enorme y frondoso robledal de verdes colores que recorrían todo el páramo. La vida aquí parecía detenerse a cada instante, aquí en la Encomienda de San Polo. Día tras día, mes a mes, trabajaba duro en la instrucción del arte de la milicia, la monta, con largos periodos de tiempo de conocimientos sobre el caballo que eran impartidos por veteranos caballeros en los pabellones donde estaban dispuestas las cuadras. Y también me dedicaba a la lectura de la Regla de la Orden, que era mi compañera incluso en las horas en las que debía descansar. Cualquier esfuerzo por mejorar y aprender era poco, necesitaba ser el mejor a los ojos del caballero instructor y ante los de Dios Nuestro Señor.
Creía que era merecedor de ingresar en la Orden, llevaba muchos meses de duro trabajo y mi ánimo nunca desfalleció. Nunca mostré signos de ningún tipo de debilidad y aprendí párrafo a párrafo la Regla, que permanece en mi memoria como si formara parte de mí. Sabía ciertamente que era digno de ser acogido por el Temple y si pudiera imponer mi nombramiento, lo habría hecho desde hacía mucho tiempo.
No merecía tal espera infructuosa. La tardanza me exasperaba y, en ocasiones, hacía revelar mi enfado al ver como las estaciones del año iban pasando dejando su huella en las paredes del castillo o en la fría piedra del muro exterior y mi hora de gloria no llegaba.
Suponía que tardaría en llegar el momento, por lo que, después del toque de completas, resignado me dirigirí hacia la iglesia para la última oración del día.
La iglesia estaba situada al norte del patio de armas del castillo fortificado, a unos pocos pasos de los pabellones de oficios y cuadras y algo más apartado del de nuestros alojamientos. El silencio y la quietud se respiraba en el templo que se iluminaba con la leve luz de los candelabros de pie de hierro forjado, que estaban dispuestos en cada una de las columnatas con capiteles tallados con hojas de cardos que dividían la nave central de los pasillos laterales.
Al fondo de la capilla, la imagen de la cruz coronaba el robusto y sencillo altar de granito, tallado en bajo relieve en su parte más cercana al suelo. Sobre la majestuosa cruz los rayos lunares resbalaban entre las curvas de tres ventanas litúrgicas.
Mientras la oración siguió su curso, mi mente no pudo concentrarse en ella, liberé por unos instantes mis sentidos y dejé correr mi vista por la cubierta abovedada de crucería que se apoyaba en un arco fajón central que iba a descansar sobre otro conjunto de columnas. De repente, mis ojos apreciaron la presencia en el pasillo lateral derecho de la figura impertérrita del hermano instructor. Entre las sombras de la noche y la tímida brillantez de las velas distinguí la capa blanca que envolvía su persona.
¿Qué haría él allí? Parecía que solo yo me había percatado de su presencia. Los demás compañeros seguían inmersos en la hora de oración, sus ojos se clavaban en los míos como dos saetas. Rápidamente aparté la mirada de él y la dirigí al oscuro suelo.
El momento de oración llegó a su fin y todos los postulantes nos incorporamos para dirigirnos a nuestros cubículos de descanso. Mi paso uniforme hacía que me perdiera entre la multitud de mis compañeros camino de la salida del templo por la nave central. En nuestra retirada tan solo se percibía el sonido de los ropajes al rozarse entre ellos. Mi caminar inesperadamente fue detenido por el caballero instructor que, saliendo de sus sombras, se clavó delante de mí y me hizo una seña con su mano para que le siguiera.
Obedecí la orden recibida y caminé unos pasos detrás de él como un perro hambriento persigue a su dueño, hasta que nos adentramos en las oscuridades desde donde él me había estado observando. Cerca de nosotros, entre las hileras de columnas, una vela iluminaba nuestros rostros en aquella cálida noche, y con voz solemne y segura el hermano me habló.
—Íñigo Valcárcel, he sido mandado llamar a vuestra presencia para comunicaros que el Capítulo se reunirá mañana al anochecer para daros la venia de ingresar en la Orden del Temple.
La sorpresa fue enorme, las palabras parecían no querer salir de mi boca y la sangre empezó a fluir por mis venas a gran velocidad como si quisiera salir de ellas. Con los nervios a flor de piel, me arrodillé frente a mi heraldo y sujeté fuertemente sus manos con las mías.
—Frey Pedro de Orza y yo mismo seremos vuestros padrinos y os presentaremos ante el Capítulo, y ahora marchad a descansar pues mañana debéis velar todo el día por vuestra alma —me aclaró el hermano.
Y sin mediar más palabra me ayudó a levantarme y desapareció entre el bosque de columnatas de la iglesia, dejándome allí en un éxtasis momentáneo. Por fin mis duros meses de trabajo habían dado sus frutos, mis ansias perpetuas habían sido recompensadas y pasaría a formar parte de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, los Templarios.
La noche discurrió inquieta, despertándome en medio de la oscuridad, acosado por pesadillas y malos recuerdos que me habían atosigado durante el tiempo de mi descanso. En el campanario resonaban las señales del toque de prima que retumbaban por la estancia haciendo un agudo eco y al instante mis hermanos padrinos entraron en el recinto y con voz seca me ordenaron que me vistiera con celeridad, ante la mirada atónita de mis compañeros aspirantes.
Sumisamente obedecí sus órdenes y fui conducido por ellos hacia la iglesia donde estuvimos orando la pasada noche. Durante el trayecto ninguna palabra salió de sus labios y ambos, uno a mi derecha y otro a mi izquierda, aceleraron el ritmo convirtiéndolo casi en un paso marcial.
La iglesia seguía en silencio, tal y como la había dejado la noche pasada. La luz del día ayudaba a la de los cirios en un conjunto luminoso muy cálido y los rayos solares se colaban en la estancia, dibujando perfectas columnas de sol que atravesaban el recinto desde el techo hasta el suelo.
Nuestra comitiva se deslizó sigilosa entre los bancos solitarios, hasta que nos detuvimos en la cabecera de la capilla donde vi una pequeña puerta a la izquierda enmarcada entre dos finas columnas. Esta fue abierta por uno de los hermanos y me indicó con su mano que entrara en el habitáculo. Tras adentrarme en aquella pequeña habitación, la puerta se cerró a mis espaldas haciendo un sonido seco al crujir sus viejas maderas.
La hora de mi velatorio había llegado. Allí debía pasar todo el día en posición de oración, rogando por mi alma hasta el anochecer. Un lugar donde únicamente veía un trozo de cielo azul que se adivinaba por una pequeña ventana en el murete que estaba enfrente de la puerta. En la pared de la derecha, un pequeño altar de piedra, incrustado en el muro daba descanso a un crucifijo de bronce que esperaba mis plegarias.
Por fin era el día en el que me había llegado el momento de ingresar, era el día en el que pasaría a formar parte de ellos y era una responsabilidad que había asumido sopesando las consecuencias de mis actos y sabiendo lo que ello conllevaba para el resto de mis días, de aquí hasta el instante de mi muerte.
Parecía que fuera ayer cuando decidí tomar el camino de los hábitos y así saciar mis ansias. Desde que tenía uso de razón este sentimiento ardía en mí como una llama incombustible que crecía cada día más.
Aunque una de las premisas de la Orden a la hora de ingresar en ella era no buscar la gloria personal para mí resultaba muy complicado esquivar este pensamiento. Ser caballero templario acarreaba prestigio y respeto e, irremediablemente, ambas cosas desembocaban en un orgullo para la persona. Tenía una sensación extraña, como si a partir de ese momento pudiera prosperar en el escalafón social y mirar al resto de mis semejantes desde una altura superior, y eso en vez de abrumarme me gustaba. Siempre me agradó el poder y, en este caso, era un poder espiritual muy cercano a Dios.
Me di cuenta de que mis pensamientos sobre mi ingreso no eran todo lo que la Regla esperaba de un caballero templario y, siendo sincero conmigo mismo, no creía que fuera necesario que lo que esperaba realmente de la Orden, la fama y la gloria, tuviera que ser difundido entre mis futuros hermanos.
Entre oraciones y reflexiones el toque de completas me informó de que la noche ya había caído sobre la bailía acompañada del perpetuo silencio monacal. Este era interrumpido por los pasos de un gran número de hermanos que flotaban por las dependencias de la iglesia al otro lado de la puerta que guardaba mi velatorio. Después aprecié levemente como las trancas de todas las dependencias cerraban las puertas del recinto y, durante unos momentos, fui siguiendo con mi escucha, como una tras otra, tanto las puertas de acceso al recinto principal como las de los aposentos de sargentos, escuderos y sirvientes eran cerradas para evitar ojos y oídos extraños.
Después de un corto silencio roto por el murmullo de los hermanos en oración de preces, conseguí adivinar la voz del maestro instructor de novicios que me había dado la noticia la noche antes:
—Sire, hemos instruido al aspirante a caballero tan bien como hemos sabido, le hemos mostrado, además, los rigores de la Casa lo mejor que hemos podido, y él sigue perseverando en ingresar como siervo de la Casa.
Tras esta afirmación, otra voz más potente, la cual no terminé de distinguir a quien pertenecía, preguntó:
—¿Existe alguna objeción por parte del Capítulo a la admisión de este postulante?
A la que fue respondida con un no enérgico por parte de la multitud de hermanos que debían de estar presenciando la ceremonia. La pregunta fue realizada una segunda vez con el mismo resultado en su respuesta y, después de unos instantes de lo que me pareció a mí, de reflexión, la misma voz volvió a preguntar:
—¿Queréis que se le haga venir en nombre de Dios?
A lo que los presentes respondieron:
—¡Hacedlo venir en nombre de Dios!
Unos pasos se escucharon, hasta que su sonido se detuvo delante de la puerta de mi estancia. Esta se abrió parsimoniosamente y dejó ver a los dos caballeros que me habían encerrado allí durante las horas de aquella mañana.
Mis dos padrinos me ordenaron que saliera y que me dirigiera ante el presidente de la asamblea del Capítulo que me esperaba de pie en la cabecera de la iglesia, cerca de donde yo velaba por mi alma.
Con sumisión y sencillez en mis andares caminé hasta la presencia del presidente, un templario de avanzada edad pero que todavía guardaba en su mirada y porte la gallardía y coraje que se le suponía a un caballero templario de su rango, mientras de reojo miraba a mi derecha para ver el gran número de capas blancas que aposentadas en los bancos de gruesa madera eran testigos esa noche de mi ingreso en la Orden de los Templarios.
Una vez delante de la presidencia, me arrodillé, junté ambas manos y rogué:
—Sire, he venido ante Dios, ante vos y los hermanos, para pediros que me acojáis en vuestra compañía.
Ante dicha súplica, el presidente con voz profunda y lenta me preguntó:
—¿Estás totalmente decidido a ser siervo y esclavo de la Casa?
Esta cuestión tenía una sola respuesta por mi parte, era mi mayor deseo, y un fuerte “¡sí, Sire!” salió de mis labios.
—¿Queréis sufrir todos los rigores que son costumbre en la Casa y cumplir todos los mandamientos que os ordene? —volvió a preguntar el presidente ayudado de una mirada fija y sin parpadear, a la que volví a contestar con la misma respuesta, pero en un tono aún más fuerte.
—Hermano, nunca has de ingresar en la Orden con el deseo de conseguir riquezas ni honores, tampoco porque creáis que vais a situaros en un plano más alto o podréis encontraros rodeado de comodidades. Tened en cuenta que se os exigirán tres cosas. La primera es que dejéis atrás los pecados del mundo exterior, la segunda que os pongáis al servicio de Nuestro Señor y la tercera que seáis el más pobre de los mortales, y siempre estaréis sometido a una penitencia por la salvación de vuestra alma. Nada más que por este motivo debéis solicitar vuestro ingreso.
¿Estáis dispuesto durante todos los días de vuestra vida, desde hoy en adelante, a convertiros en servidor de la Orden? ¿Os halláis dispuesto a renunciar a vuestra voluntad para siempre, obedeciendo todo lo que vuestro comandante disponga en todo momento?
—Sí, Sire, si Dios me lo permite y así lo desea —seguí respondiendo al interrogatorio del hermano presidente.
Acabado este primer interrogatorio ceremonial fui objeto de un largo y prolijo cuestionario, pero esta vez sobre mi persona, en el que debía contestar sinceramente sobre si disfrutaba de otros votos con otras órdenes, así como si tenía deudas o si padecía enfermedad o defecto físico alguno, y si era hijo legítimo de matrimonio canónico entre madre dama y padre caballero, e incluso si tenía mujer o estaba prometido a alguien.
Ante estas preguntas, respondí con la verdad y a la vez como la presidencia deseaba que lo hiciera, pasando a escuchar la toma de mis votos religiosos:
—Hermano, oíd con atención lo que vamos a deciros. ¿Prometéis a Dios y a Nuestra Señora que desde hoy mismo hasta el final de vuestros días cumpliréis las órdenes del Maestre del Temple y de los Comandantes que sean vuestros superiores? ¿Prometéis a Dios y a la Señora Santa María que siempre de una forma absoluta y sin ninguna concesión mantendréis permanentemente vuestra castidad, que viviréis sin que nada os pertenezca, que os encontraréis en condiciones de seguir y respetar las buenas maneras y costumbres de nuestra Casa, y que nunca abandonaréis nuestra Orden ni por una causa fuerte o débil, ni por un motivo peor o mejor?
Y, asintiendo con la cabeza, ratifiqué mis votos como fraile del Temple.
El presidente reclinándose sobre mis hombros me impuso la blanca capa de la orden, adornada con su cruz roja de ocho puntas, mientras todos los hermanos allí presentes empezaron a entonar casi en un susurro colectivo el salmo Ecce quam bonum y con un leve toque de su mano sobre mí, me ordenó que me incorporara a la vez que me besaba en los labios[4], finalizando así la ceremonia del ingreso en la Orden.
Seguidamente, una vez investido nuevo hermano del Temple, me dirigí a los allí presentes, testigos esa noche del ritual de ingreso y uno por uno abracé a mis hermanos, mientras la campana repicaba alegremente, anunciando la llegada de un nuevo caballero templario.
Una vez hube terminado de saludar como nuevo hermano a cada uno de los que estaban en la iglesia, frey Pedro de Orza, uno de mis dos padrinos, sacó de entre sus blancos ropajes un crucifijo y con aire violento delante de toda la presidencia y del Capítulo me increpó:
—¡¡Escúpelo!![5]
A lo que rápidamente, lancé un salivazo al suelo, renegando de manchar la cruz de Cristo, con lo que demostré a los ojos del mundo la fe que acompañaría el resto de mis días.
En el silencio de la noche, cómplice de mi llegada al regazo de los Templarios, pasé a formar parte de ellos y, mientras, poco a poco la iglesia iba quedando en penumbra y las capas blancas se retiraban en un baile de telas clericales. Me ajusté mejor mi nueva vestimenta sobre mi espalda y acaricié, satisfecho de mi logro, la roja cruz de ocho puntas que remataba mi hombro izquierdo. Los caballeros templarios tenían un nuevo miembro.
Amanecía lentamente en la encomienda. La ceremonia de ingreso en la Orden había dejado mella en mí, su secretismo y solemnidad habían conseguido que aún sintiera más orgullo al pasar a formar parte de la Orden Templaria. Me sentía diferente a los demás mortales, era un templario.
La campana tañía tímida en la madrugada, sus sonidos se desprendían de ella con recelo señalando la hora de maitines. Desperecé mis músculos con resignación, estirando también el cuello que había pasado parte de la noche en una misma posición y se resentía levemente. Me incorporé en el camastro de mi nueva celda, sentado me froté con fuerza mis cansados ojos.
Debía darme prisa si no quería llegar tarde a mi primer día como caballero al rezo de maitines, cosa que desde luego estaba penado por la Regla y que no sería forma apropiada para comenzar mi andadura por la Orden.
La nueva capa templaria también blanca reposó sobre mis hombros asomando entre sus pliegues la roja cruz de ocho puntas.
Mi habitáculo no dejaba tiempo al desorden ni a la distracción, tan solo la cama, la pequeña mesa y la silla eran mis nuevos acompañantes en la ahora mi nueva casa, así que con un leve estirón sacudí la manta de color marrón que hecha un guiñapo se arremolinaba sobre el camastro y abrí la puerta gruesa que me separaba del nuevo día.
Su sonido quebró la paz del recinto y poco a poco este se iba repitiendo a lo largo de aquellos matinales instantes en Robledo.
Mis pasos, aún cansados por la hora temprana, se arrastraban por el pasillo del segundo piso del edificio principal, donde estaban dispuestas las celdas de los caballeros. En breves instantes comencé a ser acompañado por más frailes que, como yo, acudían a la capilla atraídos por el sonido de la campana templaria. Una gran escalera de anchos escalones de granito pulido me empujaba hacia el piso inferior y la bocana de la escalinata me comenzaba a mostrar, entre las tinieblas de la aún joven madrugada, el cuadrado claustro del edificio.
Dobles columnas situadas emparejadas alrededor del recinto lo separaban de un jardín ribeteado por una oleada de arcos apuntados que iban a morir a la columnata. En el centro del jardín, y sobre una verde hierba que desprendía un agradable frescor por el rocío de la madrugada, se recortaba la silueta de un pozo circular construido con piedra caliza en el que entre sus sólidos sillares se podía ver cómo pequeñas florecillas de color amarillo se escondían entre ellos.
Recorrí todo el claustro, me adentré por una bocana arqueada, la cual daba directamente a la iglesia donde la noche antes había sido investido como nuevo miembro de la caballería de Dios.
Allí de nuevo, pero esta vez, como templario de ley, ocupé uno de los bancos de roble junto a un gran número de frailes con impolutas capas blancas y bajo un silencio sepulcral, acompañado por la suave luz de las velas de los grandes candelabros. El rezo se adueñó de aquella hora de plegaria y sumisión, en la que me dejé sumergir una vez más.
Con la misma parsimonia y serenidad con la que habíamos entrado en la casa de Dios, y después de una larga pero fructífera estancia en completa serenidad y silencio oratorio, los hermanos comenzaron a desfilar hacia la salida de la iglesia en dirección a las cuadras, para poder revisar sus monturas y dar las órdenes pertinentes a sus escuderos. Dicha labor debíamos realizarla cada día sin falta, para así disponer de nuestras monturas en perfecto estado para cualquier contingencia que pudiera solicitar de la intervención de nuestras fuerzas.
Encaminándome hacia la salida del templo me detuvo con un leve roce en la espalda Frey Pedro de Orza, uno de mis padrinos en el ingreso la noche anterior.
—Debéis presentaros en las dependencias de los hermanos pañeros, para que estos os proporcionen la vestimenta que deberéis portar de hoy en adelante. Hacedlo con presteza y cuanto antes, no lo demoréis más[6] —me dijo apoyando una de sus manos sobre mi hombro izquierdo y con una voz susurrante casi muda.
—Me dirigía ahora mismo hacia los establos, debo ver mi montura por si hubiera que cambiar su herraje, o mantener por unos días más el que ya porta —respondí mirando fijamente a los pequeños ojos brillantes de mi padrino.
—Lo comprendo, frey Íñigo, pero eso lo podréis realizar al finalizar el día de hoy. No retraséis en demasía la visita para recoger vuestras ropas, ya que sois ya un caballero, y como tal debéis vestir. Así pues, dejad los menesteres de caballerizas para más adelante y visitad al hermano pañero —insistió frey Pedro de Orza, despidiéndose de mí con una mirada penetrante.
Siguiendo las órdenes que había dispuesto mi padrino esa fresca mañana abandoné la iglesia con celeridad, y recogí todo el ajuar destinado a mi nueva condición de caballero del Temple.
Después de que el hermano pañero me ayudara a subir todo mi ajuar a la celda y antes de que se le olvidara, me dio también dos bonetes blancos: uno de algodón y otro de fieltro. El toque de la campana volvió a sonar claro y cristalino en la encomienda.
Era la hora de prima y la leve luz del sol asomaba despacio en el cielo y un suave viento matinal rozaba mi cara en el claustro pétreo, acompañándome de nuevo hacia la iglesia para la primera misa del día. Una eucaristía corta, sencilla, impartida por uno de los capellanes de la Orden hizo que esta vez estrenara mi nueva vestimenta de caballero para aquella ocasión, me sentía bien.
La misa finalizó entre leves murmullos de los hermanos que volvían a desfilar por los pasillos de la iglesia en dirección a su salida, al compás de otro campaneo que esta vez nos indicaba el momento del desayuno, cuestión que mi estómago agradeció con un grave rugido interior.
Volviendo por el claustro en dirección opuesta a donde se encontraba la iglesia, una gran puerta de dos hojas de madera en la esquina más alejada nos abría el paso al refectorio de caballeros, donde a partir de ahora debería comer con mis hermanos.
La sala del comedor era amplia y espaciosa, con gran número de ventanas abocinadas dispuestas en la pared opuesta a la de la entrada. Una gran mesa se disponía en la parte derecha del refectorio, donde se sentarían el preceptor de la encomienda y los altos mandos del Capítulo y caballeros más ancianos. Enfrente de ellos, siete larguísimas mesas de nogal, cubiertas con manteles blancos, esperaban la llegada del resto de los caballeros templarios para poder comenzar a degustar las viandas del desayuno. Nos dispusimos delante de ellas de pie, esperando la llegada del preceptor, que hizo su aparición unos instantes más tarde. Este, con paso pausado, se dirigió hacia el centro de la mesa que se disponía a nuestra derecha y silenciosamente se sentó.
Como un solo hombre, el resto de nosotros decidió sentarse también, y esperar a que el capellán rezara un Pater Noster, antes de comenzar a comer. Terminada la oración, un hermano templario de edad muy avanzada arrastró sus pasos y su veterana capa blanca por todo el refectorio en dirección al lado izquierdo de este, donde le esperaba un púlpito de piedra que se disponía en un altillo de la pared. Con tremenda dificultad subió los escasos cinco escalones de granito que llevaban hasta el púlpito, respiró fatigosamente un par de veces, se mesó la blanquecina barba y abrió un antiquísimo libro que reposaba sobre un atril.
Con sus ojos medio entornados por los años y las arrugas de su frente comenzó a leer un pasaje de las Sagradas Escrituras. Su pequeña voz se multiplicó por los rincones del comedor y, ayudada por el silencio de la estancia, se escuchaba nítida como el agua.
Nadie hablaba, nadie murmuraba, tan solo el sonido de las palabras de las Sagradas Escrituras se escuchaba en aquella hora de la primera comida del día. Esto sería siempre así a partir de ese día, manduca panem tuum cum silentio[7].
La voz del hermano lector se apagó de repente y el sonido de las hojas del libro al cerrarse nos indicaron el final del desayuno. El comendador en su mesa principal limpió su boca con su servilleta y se incorporó lentamente apoyándose sobre la mesa recia, donde había disfrutado de la primera comida matinal.
Tras él, el resto de altos mandatarios del Capítulo hicieron lo mismo. Entre ellos frey Pedro de Orza, el cual ayudó a retirar la silla al comendador, y con vehemencia caballeresca siguió la estela dejada por su superior.
Acto seguido, el resto de nosotros fuimos levantándonos de las largas mesas y abandonando el recinto con la misma quietud con la que habíamos comido durante toda aquella hora.
En el exterior del refectorio se arremolinaban los hermanos caballeros en pequeños grupos, antes de que cada uno se dirigiera a sus quehaceres diarios, asignados por la Orden. Desde que ingresé en esta encomienda, siempre me habían asignado trabajos para realizar en el scriptorium, tarea que en su día me sirvió para perfeccionar mi lectura y escritura, así como las ciencias numéricas.
Poco a poco los corrillos de blancas capas coronadas por rojas cruces se fueron disgregando como el agua entre las manos, sin ruidos, sin voces, con premura y talante. Otra vez en el claustro caminando por su ambulacro me dirigí hacia el scriptorium, en el que reposaban sus manuscritos y libros también en el primer piso del edificio principal, entre el refectorio de los sargentos y la sala capitular, en el lado norte.
Cuando llegué sus puertas ya estaban abiertas de par en par y en su interior ya se estaban acomodando algunos de mis hermanos para comenzar su labor de escribas. Sin levantar revuelo ni atención alguna, me deslicé sigilosamente en su interior. Unos grandiosos ventanales de cristaleras de colores en forma de arcos apuntados se disponían en su pared derecha, permitiendo la entrada de la luz de la mañana que ya había terminado de despertarse y se escurría dentro de la estancia, dándole una calidez y sosiego acorde con lo exigido en el interior del recinto. La gran sala estaba rodeada en sus paredes por unas gigantescas estanterías que llegaban justo hasta la altura de los ventanales. Antiquísimos libros y escritos en papel amarillento las llenaban hasta el punto de rebosarlas por doquier y, en su parte más baja, cerca del suelo, se disponían unos armaritos cerrados bajo llave, la cual colgaba del cuello del hermano bibliotecario.
Al scriptorium lo dividía por su mitad otra gran estantería de madera gruesa, en la que también se apilaban libros y manuscritos, los cuales eran constantemente consultados por los hermanos que allí se encontraban. Los libros que se disponían en las partes más altas e inaccesibles de las estanterías eran alcanzados gracias a unas frágiles escalinatas con unas pequeñas ruedecillas que descansaban solitarias en los extremos de la sala.
Por toda la estancia se disponían pequeños escritorios individuales con atriles de madera labrados en los que el trabajo y el estudio eran lo único que habían conocido durante todos los años de su existencia. Mi lugar estaba en el centro de la sala, entre dos hermanos templarios que no dejaban de despegar sus narices de entre las páginas de grandes libros y montones de pergaminos y mapas decorados con chillones colores.
Me acomodé en mi sitio y abrí el libró que estaba traduciendo al latín durante aquellos meses. La llama de la vela que reposaba en la esquina derecha del atril se balanceó en un baile sutil y cadencioso, hasta que se detuvo de nuevo, quieta, inmóvil, como si estuviera dibujada.
Otra vez el silencio inundaba aquel lugar, la paz se respiraba entre aquellas paredes, la pluma acariciaba las hojas del libro, dejando su reguero de sangre negra sobre el pálido fondo de la hoja. La quietud respiraba sobre nuestros hombros, susurrándonos tranquilidad infinita.
Los días pasaban cansinos y lentos entre aquellos muros, rodeado de oraciones, rezos, lecturas y escrituras y, cuando se trataba de realizar las labores asignadas a cada uno por la Casa, el tiempo se tornaba aún más pesado y tardío, como si la vida pasara delante de mí sin que yo me percatara de ella.
Antes de ser nombrado caballero, los días se hacían eternos, pero al menos mi preparación para ingresar en la Orden hacía que la vida de postulante estuviera algo más llena que la que ahora disfrutaba. Empezaba a darme cuenta de algo que realmente me aterraba y es que la vida cotidiana del monje templario no se parecía en nada a lo que mi mente había diseñado para mí. Creí entrar en una nueva vida de atractivos retos, un sinfín de reconocimientos y alabanzas, pero comenzaba a ver que esas situaciones solamente ocurrirían en mi cabeza, si yo no hacía nada por remediarlo.
Mi escritorio me esperaba cada día. Apoyando mis manos sobre él, dejaba caer mi cuerpo sobre el asiento de forma cansina, esperando la siguiente llamada de la campana, en silencio, sin hablar, escuchando mi propia respiración pausada, mientras escribía y escribía, recostado sobre mi viejo atril.
Había demasiada paz, demasiada armonía. En algunos momentos eso no lo podía soportar. Mi alma era joven, aguerrida, llena de intranquilidades y con ganas de llenar mi vida con vivencias increíbles, cosa que allí dentro no parecía que fuera a pasar, ya que todavía no había sido destinado a ningún frente o misión.
Uno de esos días, antes de retirarme para descansar, decidí acercarme a los establos para ver mi montura, ya que al no haberlo hecho en su momento por las órdenes de mi superior, ahora era el mejor instante para ello.
Dejé atrás el claustro en un silencio pesado y me adentré en el patio de armas. El cielo estrellado lo cubría, formando un telar de millares de luceros celestiales que mandaban hacia abajo sus tímidos destellos y frágiles guiños. La oscuridad de la noche lo invadía todo, tan solo un par de antorchas a la derecha del patio me indicaban cuál era el camino hacia las caballerizas.
Otro arco abovedado de recios maderos y vigas transversales me introdujo en los establos de la encomienda.
Olía a heces de caballo, era un olor muy fuerte, pero que al cabo de un rato ya no se apreciaba al haber acostumbrado el olfato a ello. A izquierda y derecha se disponían las rectangulares estancias individuales de cada montura, así hasta donde me alcanzaba la vista. Cada uno de estos recintos disponía en la pared de una ventana que daba al exterior por donde la brisa de aquella noble tierra jugaba con las crines de todas las bestias.
Poco a poco fui llegando hasta donde estaba mi montura. Un bello animal llamado Tariq, nombre árabe que le asignaron por descender de una estirpe de monturas que fue enviada a Tierra Santa, para luchar en las cruzadas, contra las hordas sarracenas. Su pelaje completamente negro se confundía con la oscuridad de la noche que había tomado las caballerizas. Solo distinguía sus ojos que me miraban centelleantes, ayudados por la luz de las antorchas dispuestas en las paredes de los establos.
De repente algo se movió en el fondo, una silueta se acercaba hacia mí. No distinguía bien qué o quién era, y hasta que no estuvo cerca no descubrí que se trataba de mi escudero Fernando Forcado. Este hombretón comenzó a estar a mis servicios justo antes de que se me comunicara que pasaría a formar parte de la Orden como caballero. Así pues, él y yo manteníamos una relación educada de superior y subordinado, pero nada más, la amistad no asomaba por ninguna parte.
De complexión fuerte y talante seco, su gran fuerza le servía muy bien para los trabajos que tenía que desempeñar dentro de la encomienda, ya fuera en cuestiones de mantenimiento y portes de armamento, así como para los trabajos diarios en los establos del Temple.
Su cabeza redonda y rasurada me saludó con una reverencia sumisa.
—Buenas noches, señor, y que Dios os guarde. Ya he finalizado mi tarea aquí por hoy. Tariq está en perfecto estado, es un animal noble y fuerte —me informó Forcado con su típica voz seca.
—Me alegro, maese Forcado. ¿El herraje está bien o necesita algún cambio? —pregunté interesado, mientras rascaba la frente de Tariq.
—No, mi señor. Ayer cambié la última herradura, así que el herraje es completamente nuevo, todo está en orden y en disposición para cuando vos gustéis —aclaró Forcado acercándose para tocar también el pelaje negro de la montura.
—Excelente, realmente sois de una eficiencia suprema, me alegra que seáis mi escudero —y abriendo la puerta de la estancia de Tariq me dispuse a ver con más detenimiento la labor de mi escudero.
Él me siguió dentro y cerró la pequeña puerta de trancas a su espalda. Ambos observábamos los nuevos herrajes de mi montura, mientras golpeábamos la grupa de la bestia para tranquilizarla y apaciguarla.
En ese instante, unos pasos se escucharon en las cercanías de la puerta de las caballerizas. Sigilosos, apreciamos cómo se adentraron en los establos y cómo el sonido de un relincho rasgó el silencio de la noche. Forcado y yo nos incorporamos aún dentro del habitáculo del caballo y vimos como un fraile templario montaba en su rocín y salía al paso por la puerta abierta.
No pudimos distinguir quién fue, hasta que en el dintel de los establos, el jinete arrastró las riendas para girar su montura y la luz de la luna nos reveló la identidad de tan sigiloso fraile. Era frey Pedro de Orza el que montaba en su caballo en la noche de Robledo para salir fuera de la encomienda.
Aquella escena me intrigó. No estaba permitido abandonar la Casa sin permiso del preceptor y mucho menos al finalizar el día y en solitario, por lo que deduje que de Orza se traía algo entre manos.