Tras dos siglos donde las cruzadas entre cristianos y musulmanes reinaban en Tierra Santa, los ojos de Occidente dejaban de centrar su mirada en los territorios de ultramar.

Aun así, los lamentos cristianos en Palestina pidiendo ayuda continuaban, y una sola voz se volvió a alzar en el silencio de Occidente.

El rey Enrique II de Chipre envió a Occidente a su senescal, Jean de Grailly, para que este intentara conseguir apoyos y así embarcarse en una nueva defensa de Tierra Santa. Pero las gentes del viejo continente no creían ya en la causa cruzada, y los monarcas estaban más preocupados en defender sus intereses más cercanos.

Tan solo un reducido grupo de campesinos sin entrenamiento militar, procedentes de Toscana y Lombardía, se unieron a la causa, alentados por la idea de conseguir fortuna y gloria.

Enrique II, ante la situación de debilidad en la zona de ultramar, decide firmar una tregua con el sultán Kalawun, para restablecer el sosiego y la tranquilidad, y así conseguir la convivencia pacífica entre cristianos y musulmanes.

En agosto de 1290, desembarcaron en San Juan de Acre los cruzados italianos de Lombardía y Toscana. Descubriendo que sus deseos de fortuna no se tornaban realidad en Tierra Santa, cegados por su ira, comenzaron a masacrar a mercaderes, y ciudadanos musulmanes de Acre, dejando un mar de sangre por todas las calles de la ciudad.

Estas fechorías debían ser castigadas con el encierro de los causantes de las mismas en las cárceles de la ciudad, a propuesta del Gran Maestre del Temple frey Guillaume de Beaujeu, o ser entregados al sultán Kalawun, como este último había solicitado. Las autoridades de Acre decidieron no hacer nada de ello, alegando que la culpa de las revueltas la habían tenido los musulmanes, por un intento de sublevación.

Esta respuesta fue la excusa perfecta para que el sultán Kalawun rompiera la tregua firmada y comenzara a preparar el ataque de la ciudad.

Este murió antes de que pudiera llegar a los muros de Acre. Pero su hijo Khalil Al-Ashraf le juró a su padre, en el lecho de muerte, que terminaría lo que él había comenzado.

Sin tiempo que perder, se puso al mando de las tropas musulmanas y reinició la marcha sobre Acre.