CAPÍTULO II: LA LLEGADA DEL INFORTUNIO
El mediodía iba quedando atrás y el sol ya no se encontraba en lo más alto del claro cielo palestino, y decidí dirigirme hacia el palacio para degustar la comida que disfrutábamos los cruzados día tras día.
Caminaba con paso firme y seguro en dirección norte, donde se ubicaba el palacio de los reyes cruzados; me adentré en la avenida principal de Acre, entre los barrios de los genoveses y venecianos. Cada una de estas barriadas disponía de sus propias tiendas y bodegas que a la vez formaban mercados independientes unos de otros y rivalizaban entre ellos por ofrecer al gentío los mejores productos a los mejores precios.
Siguiendo mi camino hasta el acuartelamiento, el murmullo de la ciudad iba quedando a mis espaldas y ante mis ojos emergía, como una montaña de firme roca, la comandería de la Orden de los Hospitalarios.
En esta zona el ajetreo era menor, se respiraba un aire más pausado y, mientras aceleraba el ritmo de mis zancadas, me cruzaba con las capas negras y cruces blancas de los Caballeros del Hospital.
Por fin, después de haber recorrido sin cansancio las callejuelas de Acre, llegué a mi destino.
Cerca del Palacio Real, donde descansaban las tropas cruzadas, se palpaba cierta calma, pudiendo ver con claridad cómo el movimiento que habitualmente rodeaba la construcción libre de cualquier ornato externo en sus muros era menos fluctuoso de lo normal. La gente parecía ir caminando con más tranquilidad y sosiego.
Las robustas y gigantescas paredes de la fortaleza solo eran flanqueadas por enormes contrafuertes, ribeteados por nacimientos de pequeños arbustos y enredaderas que dejaban verse a través de los grandes sillares que conformaban el mosaico de las monumentales murallas.
La brillantez del día me recibió cuando dejé la puerta de entrada a mi espalda. Una vez dentro aprecié el patio de armas de extensas dimensiones, donde tantas veces ejercitábamos el arte de la lucha, ya en encuentros cuerpo a cuerpo, como con el perfeccionamiento de las armas. En la parte izquierda aparecían las caballerizas, las cuales estaban empotradas en los muros de esa zona, para evitar comer terreno al patio de armas. En ellas estaban los escuderos cepillando a las monturas o alimentándolas para que estuvieran en perfecto estado en el momento de la batalla. Al lado de las caballerizas estaba la herrería, donde con incesante martilleo se elaboraban las herraduras de los caballos y se mejoraban los desperfectos del armamento dispuesto en esa dependencia.
Durante toda la muralla derecha, desde la entrada hasta la torre de defensa de la esquina norte del palacio, estaban las dependencias reales, divididas en dos grandes pisos, donde ahora se alojaban las tropas cruzadas en enormes dormitorios militares y comunes, con un penetrante olor a sudor y suciedad, pues en tiempo de guerra el menester del aseo personal pasaba siempre a un segundo o tercer plano. Justo enfrente de la entrada principal, estaba dispuesto un pequeño convento de dominicos, el cual comprendía una diminuta capilla con unas pocas hileras de bancos de madera, un altar moderado, un refectorio que ahora estaba siendo utilizado como sala de armas, y unas cuantas celdas donde anteriormente descansaban los frailes, y ahora hacían las funciones de despensas de todo tipo de material. El monasterio era coronado con un campanario cilíndrico adornado con multitud de ventanucos abocinados.
Tanto el muro norte, como el del este y el del oeste mantenían sobre unas tarimas de roble bien fijadas a la roca de granito dos catapultas de brazo extensible, una pareja por ala, que defendían esas tres posiciones de los posibles ataques enemigos.
Dentro de este entramado militar y fortificado descansaban las tropas cristianas de San Juan de Acre, excluyendo, claro estaba, las de las órdenes de los Templarios y los Hospitalarios, que disponían de sus propios acuartelamientos no muy lejos de donde estábamos nosotros acomodados.
Mis pasos me llevaron hasta los establos. Siempre me gustaba ver a las monturas a esa hora del día, ya que solían estar más tranquilas. El heno fresco y dorado resbalaba por el suelo del establo, pequeños golpes de los cascos de los equinos sonaban intermitentemente, interrumpidos en ocasiones por relinchos penetrantes y fuertes. Una ingente cantidad de pequeños ojillos oscuros me miraban desde mi derecha e izquierda, mientras me adentraba con paso cansino en las dependencias de las monturas.
Hileras largas mantenían entre maderos robustos a esbeltos caballos de todo tipo de colores y tonalidades, voces de escuderos se cruzaban en el ambiente del tremendo establo y una luz soleada de media tarde se escabullía entre los límites cuadrados de una gran ventana abierta y muy alta, en la fría roca de la pared opuesta a la entrada. Aquella grandiosa abertura en el fondo de la descomunal caballeriza dejaba pasar entre sus barrotes la brisa, la luz de los días y sonidos de las callejuelas de la ciudad que entraban esquivos para acompañar a las bestias en sus horas y momentos de asueto.
Detuve mis pasos ante las trancas de madera del cubículo donde reposaba mi montura, un hermoso animal que respondía al nombre de Zay. De pelaje totalmente marrón, dejaba entrever en su majestuosa cabeza un fino hilo de pelo blanco como la luna que nacía en su frente y moría en su también blanco hocico. De ojos oscuros y profundos como arcos de un puente en la cálida noche castellana, relinchaba y sacudía su testa intentando salir de su recinto cuando percibió mi presencia ante él.
—¡Eh, compañero, que estoy todavía aquí! —una voz chillona y aguda salió desde dentro del pequeño recinto donde estaba Zay.
Una pequeña cabeza de cabellos morenos y ensortijados asomó entre los maderos de la puerta y me saludó.
—Buena dicha os guarde, mi señor, todavía no he podido terminar de adecentar a Zay y su morada porque la mañana se me presentó algo ajetreada. Tuve que ayudar en la herrería de palacio porque se están acelerando mucho las labores de armería y corazas —intentó excusarse Arnó mientras se retiraba de sus rizos una pequeña brizna de heno que jugueteaba entre sus bucles.
—No os preocupéis, mi pequeño escudero, siempre cumplís con vuestro trabajo y a mí nunca me importó el momento en el que lo hiciérais. Además, tampoco he tenido nunca queja alguna de vuestros servicios, así que esta no tendría que ser la primera. No sería justo.
Arnó me contestó con una sonrisa dejándome ver sus menudos dientes y volvió a sus ocupaciones. Yo consideré buena idea ayudar a mi pequeño escudero y abriendo la puerta de maderos que encerraba a bestia y cuidador, entré muy despacio mientras acariciaba el hocico de Zay.
Mi escudero francés era un chico de mirada vivaracha y delgada fisonomía, que siempre andaba descalzo, dejando ver a los ojos de los demás sus pequeños pies sucios que acompañaban a la par a sus también ennegrecidas manos. Poco amigo del agua, tan solo se bañó una vez desde que yo le conocí. Fue en una tarde de mercado hará ya muchos años, intentando robar un queso que sobresalía de su raída camisola.
El pobre Arnó tenía que dedicarse al pillaje en la ciudad para poder ayudar a su infortunada familia, ya que su padre falleció y él era el único varón que su viuda madre había traído a este mundo. Después de interesarme por su corta vida, decidí ofrecerle un pequeño trabajo de escudero a mi servicio y así evitar que en cualquiera de sus tropelías sufriera de verdad un severo castigo. En un principio no pareció entusiasmarle demasiado, pero el paso de los años había convertido al pequeño Arnó en uno de los escuderos más eficientes de todo palacio.
—El palacio se inquieta por días, mi señor, ¿es que ocurre algo? —me preguntó Arnó directamente y sin vacilar en la cuestión.
—No, pequeño, ¿por qué lo preguntáis? —intenté averiguar las razones de su pregunta.
—No sé, tal vez sean pensamientos equivocados míos, pero el herrero esta mañana gritaba más de lo habitual y trabajaba con más rapidez que otros días y él siempre ha sido un devoto del sosiego y la tranquilidad.
—Quién sabe, puede ser que tanta calma haya acumulado el trabajo en el yunque del herrero y por eso tenga tanta intranquilidad en la mañana de hoy —respondí mirando a los ojos de Arnó intentando que la mentira no fuera descubierta.
Era evidente la razón de la intranquilidad del herrero, las noticias recibidas por los altos mandos no eran muy buenas y debía de estar todo a punto para que en cualquier momento las huestes sarracenas se avistaran desde las atalayas de Acre.
Pero yo no quería inquietar a mi joven amigo, aunque su corta edad no era obstáculo para su sagacidad en la curiosidad por saber lo que realmente pasaba.
—Pudiera ser, mi señor, pero a él nunca se le acumuló tanto trabajo, y desde hace ya varios días el movimiento en su fragua es digno de observar.
—No os preocupéis, Arnó, a lo mejor es que los mandos le llamaron la atención por tanta pasividad y poca productividad en sus menesteres y por eso su reacción, y si no mirad qué espléndida espada hice forjar fuera del alcance del maese herrero de palacio— y desenvainé el nuevo estoque que refulgió como un rayo de plata entre las penumbras de las caballerizas en las que ya había entrado la tonalidad ocre de los atardeceres palestinos.
—Mi señor, es algo hermoso esta espada nueva que portáis, realmente tenéis razón, trabajos de este porte y finura nunca los podrían elaborar dentro de los muros de palacio. Es, en verdad, de una belleza que llega a asustar.
Y devolviéndola a su vaina, mi espada dejó un reguero de tenue luz plateada ante los ojos atónitos de Arnó.
—Se hizo tarde, pequeño amigo, dejad para mañana lo que os quede e id al refugio de vuestro hogar. Creo que es suficiente por el día de hoy. Yo terminaré de cepillar a Zay antes de que él también relinche pidiéndome que le deje descansar.
Y mirando por la enorme ventana de los establos, Arnó apreció la caída de la noche muy lentamente y con aire cansado decidió atender a mi sugerencia y retirarse a casa.
—Que descanse, mi señor, mañana al alba estaré aquí mismo para terminar mi trabajo, se lo prometo —dijo Arnó.
—¡Que Dios os guarde, pequeño! —le grité a Arnó que ya corría como una liebre en dirección al portón de salida, mientras levantaba su brazo izquierdo en señal de adiós.
Tras un lento y suave cepillado sobre el lomo de Zay, con cuidado salí de su recinto, cerré tras de mí la puertezuela de maderos y volví a juguetear con el hocico de mi equino compañero. Un relincho claro y transparente me dio las buenas noches y, sigilosamente, fui saliendo de las caballerizas en las que ya no quedaba casi nadie, tan solo el jugueteo de los cascos sobre el heno y el crujir de algún que otro madero viejo.
Mi caminar solitario me llevó involuntariamente hacia una de las tarimas de uno de los muros de la fortaleza, desde donde se podía ver una hermosa imagen de toda la ciudad cubierta por el manto tenue de la noche en Tierra Santa.
Las luces de los rayos del sol habían desaparecido lentamente sobre el horizonte de Oriente. Las nubes de formas alargadas, casi imperceptibles, cambiaban su color blanco por un rojizo claro y el cielo se tornaba de un azul añil, hasta que se fundió con una oscuridad rota por la débil brillantez lunar. Poco a poco el firmamento se llenó de pequeños focos de leve luz, que brillaban intermitentemente sobre la fortaleza.
De vez en cuando una estrella fugaz nacía en la lejanía y recorría a gran velocidad el cielo, hasta que cansada por su hazaña terminaba ahogándose en la inmensidad de la noche.
Era ya noche cerrada en Acre, los soldados comenzaban a encender pequeñas hogueras que alumbraban el patio de palacio. El silencio era dueño del recinto como si se esperara alguna orden de los mandos superiores para romperlo. Pero afortunadamente esa día no fue así. Se respiraba tranquilidad allí dentro, la misma que reinaba en toda la ciudad, desde la tarima este, donde me encontraba, parecía dormir un sueño placentero, mientras paulatinamente veía como las lumbres de los hogares iban muriendo para dar paso al descanso nocturno.
Allí arriba era consciente de que esos momentos no abundarían en el futuro, era una sensación, un presentimiento que tenía y que me inquietaba. Los ejércitos musulmanes avanzaban hacia nuestra posición y eso era algo que no solo sabía yo, sino todos y cada uno de los caballeros que estaban conmigo en Acre. Únicamente pedía a Dios que nos protegiera en el momento de la confrontación y que se apiadase de nuestras humildes almas.
Un escalofrío me recorrió la espalda muy lentamente e hizo que el pelo de la nuca se me erizase mientras descendía de la tarima donde estaba situado. Quién sabe lo que nos depararía el futuro a cada uno de nosotros y qué nos tendría reservado.
Con paso lento y parsimonioso me dirigí a mi cubil, donde me esperaba un camastro en el que podría arroparme con la vieja manta que tejió mi madre, conciliar un poco el sueño, y olvidarme por unos instantes de dónde estaba y recordar a mi familia mientras caía en un letargo profundo. Atravesé arrastrando las botas por la arena suelta del patio de armas observando a los compañeros que estaban de guardia alrededor de la fogata que habían encendido momentos antes, un gesto de saludo con mi mano fue respondido con otro similar de buenas noches de los vigilantes, y desaparecí sigilosamente entre las sombras de las dependencias de los dormitorios de la tropa.
En la oscuridad de la gran habitación donde dormíamos los cruzados tanteé y encontré mi lecho, cerca de una pequeña ventana apuntada escavada en la pared, dejé reposar mi cuerpo sobre la vieja manta de mi madre y me rendí al sueño.
Pero no pudo ser así. Fue una noche inquieta y me desperté muchas veces intranquilo y sudando, la boca se me había secado e intenté remojarla con mi saliva, una y otra vez durante toda la noche. Estaba en un continuo desasosiego.
Por fin relajé mi mente y me evadí de mis pensamientos logrando un sueño profundo y cadencioso. El cuerpo liberó mi atormentada alma y dejó escapar en la vigilia una corriente de paz y tranquilidad.
San Juan de Acre, 5 de abril de 1291, año de Nuestro Señor
Parecía que acababa de lograr el ansiado descanso, cuando mis ojos se desperezaron poco a poco movidos por ruidos incipientes cerca de mi cama. La sensación que tenía era de haber conseguido dormir solamente durante unos breves instantes y que el nuevo día me había sorprendido de improviso.
El ajetreo incesante dentro de las dependencias era continuo, carreras y gritos se mezclaron con el ruido de las armaduras cuando eran colocadas sobre el pecho de los hombres. Remolonamente, terminé de abrir muy despacio los ojos como queriendo cerciorarme de que lo que estaba ocurriendo era un sueño y que no era real, pero no fue así.
Los caballeros cruzados se afanaban atropelladamente en fijarse bien las correas de sus armaduras, que eran envueltas por las capas multicolores rematadas por la cruz. De un salto me incorporé sobre el lecho, la situación parecía grave, nadie respiraba tranquilo, las caras desencajadas de los cruzados denotaban la llegada de malas noticias, y me apresuré en enterarme de la causa de tanta locura.
—Vincent, ¿qué sucede? —interrogué a mi vecino de sueños, tocándole por la espalda, mientras este se estaba colocando la capa.
Vincent se dio la vuelta, me miró a los ojos y, agarrándome por los hombros, me respondió:
—El ejercito enemigo, Ricardo. El ejército de Khalil Al-Ashraf ha sido avistado en el horizonte por la guarnición de las torres norte de palacio, no tardarán mucho en llegar hasta Acre.
Y salió corriendo por la puerta de la estancia, mientras se terminaba de ajustar el cinturón que sostenía su espada.
Cruzándose con Vincent en la entrada de los dormitorios apareció la figura del pequeño Arnó que corría en mi busca y, trastabillándose, llegó hasta mí casi sin aliento y con la cara pálida.
—¡¡Mi señor, se han avistado tropas enemigas por el norte y se dice que en gran número según la guardia de las almenas!!
—Lo sé, Arnó, pero ¿qué diantres hacéis aquí?, ¡¡debéis poneros a salvo!! —grité a mi joven escudero mientras colocaba sobre mí una loriga de finas anillas.
—Al alba vine para terminar mi trabajo en los establos, y antes de que saliera el sol por el horizonte escuché las señales de alarma sobre las murallas de la fortaleza —respondió Arnó ayudándome con las perneras, ajustando firmemente las cinchas y cierres.
—Está bien, ahora escuchadme con atención porque esto es lo que quiero que hagáis. Volved a casa y ayudad a vuestra madre a recoger los enseres que os sean imprescindibles y abandonad Acre. Dirigíos hacia el puerto, una vez allí buscad un gran navío de nombre El Halcón, el capitán es Roger de Flor, un sargento templario amigo mío, decidle que vais de mi parte y que os embarque en su nave, él seguro que estará aún allí evacuando a gente, pero no os demoréis en demasía. Tomad mi vieja espada, quedaos con ella y usadla si hiciera falta para defender a vuestra gente. Además, os servirá para que Roger sepa certeramente que vais de mi parte, conoce mi viejo estoque. Rápido, marchaos —y con un fuerte abrazo a mi servicial escudero le señalé la dirección de la salida para que iniciara la huida de San Juan de Acre.
—Adiós, mi señor, que el buen Dios guíe sus pasos y le guarde por siempre —y una lágrima resbaló por su enjuta mejilla derecha, lavando la joven cara de mi buen Arnó, que salió raudo de la estancia dejándome en mi maltrecho corazón un vacío que nunca podría llenar.
—Hasta siempre, Arnó, que todos los ángeles celestiales guarden de ti y los tuyos —lancé al aire las últimas palabras que dirigía a mi pequeño escudero, como creyéndole ver aún ante mí.
Mientras los nervios me invadían de pies a cabeza, y el sudor frío empezaba a recorrer mi frente, recogí de debajo de la cama el cinturón de cuero que agarraba firmemente mi nueva espada. Coloqué sobre los hombros mi azulada capa maltratada también por el tiempo y salí a la carrera de las dependencias mientras me santiguaba y besaba la cruz plateada de mi sayón.
La actividad en el patio de armas era frenética, los mandos superiores daban órdenes incesantemente, cuando aún no había terminado de despertar el día y las primeras luces de la mañana se desperezaban bañando frágilmente los bordes superiores de las almenas de las torres de defensa.
Corrí hacia mi posición asignada en el muro norte, sobre la tarima, cerca de la catapulta derecha, y desde allí pude observar la causa de todo aquel pánico matinal. En el horizonte pude ver una nube de polvo de tamaño considerable que avanzaba inexorablemente hacia nuestra posición. Era el ejército musulmán que, gracias a la masa polvorienta que iba dejando a su paso, pude sopesar su número de efectivos, el cual resultó ser de un volumen gigantesco.
En el patio ya se habían dispuesto barriles de brea que si se diera el caso servirían de proyectiles encendidos en llamaradas contra las tropas sarracenas, y poco a poco se iban subiendo hacia las posiciones de las dos catapultas del norte donde estaba yo.
Parecía claro que el asedio vendría por el norte y este de la ciudad, ya que el mar protegía nuestra posición por el flanco oeste, y el sur estaba bien cubierto por parte de nuestro ejército cruzado, ayudado por la flota de combate que ya debería haber zarpado del puerto con dirección a la parte sur de la ciudad.
Mis sospechas no se hicieron esperar mucho tiempo, mientras el sol palestino terminaba de salir y la luna dejaba de brillar temerosa sobre nosotros, la tensión se fue adueñando de la plaza como si de una plaga se tratara. El ejército enemigo había llegado hasta donde pretendía. Delante de mí, aprecié la aminoración en la marcha de las tropas de Khail Al-Ashraf, y situándose fuera del alcance de nuestras catapultas, poco a poco fueron estableciéndose pausadamente, dispuestos a empezar el sitio de nuestra plaza.
Al instante, el bullicio que reinaba en palacio se vio triplicado a mis espaldas, y al girarme para ver lo que ocurría, observé cómo, por la puerta principal por la que yo había entrado en el mediodía pasado, se dejaba paso a ocho caballeros templarios que en fila de a dos empezaron a detener sus monturas en el centro del patio de armas.
Al frente de ellos su blasón, el Beauséant partido en dos colores, el blanco y el negro, dejaba bien a las claras que la visita no era de cortesía, el más alto dignatario del Temple, su Gran Maestre, Guillaume de Beaujeu, había llegado para discutir la forma más adecuada de afrontar el problema sarraceno. En cuestión de un leve instante, un pequeño grupo de capas blancas impolutas resplandecían en el patio de armas, mostrando las cruces octogonales de ocho puntas rojas como la sangre, y alineándose en pequeñas pero perfectas filas de monturas templarias.
Poco después de la llegada de la comitiva de la Orden del Temple, de las dependencias de palacio salió ataviado con su armadura de combate el rey Enrique II, el cual recibió al Gran Maestre con los debidos honores.
Mientras todo esto estaba ocurriendo en el interior de la fortaleza, en su exterior los ejércitos enemigos se habían dado prisa en terminar de asentarse en las proximidades de Acre.
Con las luces de los rayos del sol de la mañana ya despierta, los árabes habían dispuesto su sitio con gran celeridad; una batería de un sinfín de máquinas de guerra estaban situándose poco a poco en primera línea de batalla. Detrás de ellas, las tiendas coloreadas de los soldados se comenzaban a disponer en tal número que daba la sensación de que era todo un asentamiento permanente, formando retorcidos conglomerados de telares de colores rojizos y terrosos que se confundían con el fondo del paisaje. Y por fin, en la retaguardia del campamento, se divisaban dos tiendas más grandes y de colores más llamativos, delante de las cuales estandartes con la media luna y signos en escritura arabesca dejaban bien a las claras dónde descansaban Khalil y su primer oficial.
El asentamiento era grandioso y el pánico se apoderó de mí ante tal visión. Nos superaban en número de una forma exagerada, allí delante podía haber unos 150.000 o 200.000 hombres armados, dispuestos para el asalto y nosotros tan solo éramos unos 50.000, contando a los caballeros de la Orden de los Hospitalarios que estaban siendo los encargados, además de organizar la salida portuaria de los habitantes de Acre.
La campana del pequeño convento me despertó de la pesadilla mahometana, y anunció la inminente presencia en el patio de armas de los mandos superiores que, seguidos de cerca por el único fraile dominico que quedaba entre nosotros, se dirigieron hacia el centro del espacio copado por el gentío militar.
Por un momento el silencio reinó en el patio. Los mandos se miraban unos a otros, hasta que el Gran Maestre del Temple tomó la palabra y con voz profunda y marcial se dirigió a los cruzados que allí estábamos.
—Hermanos, hoy puede ser el inicio de un largo asedio a esta santa plaza, no os desaniméis en el infortunio de los días venideros, ya que nuestro Señor Jesucristo siempre estará entre nosotros. No temáis a la muerte, resistid el combate y cargad valientes contra los enemigos de la cruz de Cristo. El soldado que reviste su cuerpo con la armadura de acero y su espíritu con la coraza de la fe es el verdadero valiente y puede luchar seguro en todo trance, defendiéndose con esta doble armadura. No puede temer ni a los hombres ni a los demonios, ya que no se espanta ante la muerte.
¡¡Luchad generosamente y sin la menor zozobra por Cristo nuestro Señor!![1]
Tras estas palabras de aliento, volvimos a la cruda realidad, ya que al momento otra señal del exterior nos dispuso prestos en nuestras posiciones. Los timbales mamelucos empezaban a rugir con fuerza, su sonido grave invitó a sus tropas a mostrar ante nuestros ojos su enorme potencial bélico; cientos de estandartes se elevaron hacia el cielo azul, ondeando ferozmente ayudados por el aire seco de la mañana.
Los gallardetes distintivos de las compañías de las maquinarias de guerra se adelantaron sobre los demás, colocándose justo delante de las catapultas sarracenas, mientras el ritmo de los timbales árabes señalaba el inicio de un asedio que mi corazón me revelaba largo y sangriento.