CAPÍTULO XVII: LA PERSECUCIÓN ES INCANSABLE

El día acontecía gélido y algo nublado, mientras seguíamos cabalgando esta vez en dirección norte hacia el Alto Aragón.

El fraile agustino de aquel lugar al que llamaban Cívica nos había revelado que nuestra siguiente parada debía ser el castillo templario de Monzón. Allí los caballeros de la blanca capa con cruz roja como la sangre tenían establecido el centro de mando de una de sus más fuertes encomiendas templarias, la de Aragón.

Al día siguiente de haber abandonado Cívica, el paisaje se había tornado más escarpado y rocoso, guardado por pinares y por un gran número de olmos que se levantaban majestuosos ante nuestros pasos.

Seguíamos con la marcha constante y con pocos descansos. Aún teníamos la incertidumbre de que nuestros perseguidores pudieran continuar detrás de nuestras huellas y, por ello, seguíamos adelante con un ritmo incansable.

La marcha era lenta, los caballos volvían a estar cansados y eso comenzaba a notarse en el cabalgar de las pobres monturas. Aquello nos hizo pensar que tal vez sería bueno detenernos para que todos pudiéramos relajar nuestros cuerpos, y los caballos sus cansadas patas.

Entre un grupo de pinos que daban una sombra intermitente a través de su fino follaje, la tarde comenzó a caer, con lo que la sombra que en un principio nos cobijaría se extendió por todo el paraje.

Descabalgamos y desensillamos a los caballos que con sus relinchos nos agradecieron el habernos detenido. Frey Rodrigo volvió andando sobre nuestros pasos para observar si nos seguía alguien e inspeccionar el lugar para evitar ojos y miradas indeseadas.

Adriana y yo nos recostamos sobre nuestras sillas de montar y comenzamos a relajarnos rápidamente. Los pájaros entre los árboles revoloteaban y cantaban de forma reiterada y con su canto nos adentraban en el mundo de los sueños, que comenzaba a tocar nuestras puertas, haciendo que entornáramos los ojos de forma intermitente.

Una cabezada me despertó. Me había quedado dormido por un momento que a mí me pareció un instante. Sorprendí a Adriana, mirándome en el silencio del paraje. Nuestras miradas se volvieron a cruzar en un instante mágico, y la cátara, viéndose sorprendida mirándome, retiró su mirada de la mía, volviendo a ruborizarse.

—Parece que estamos algo cansados —dijo la cátara, intentando disimular.

—Sí. Llevamos muchos días de viaje, y entre las emociones y la angustia de saber que nos siguen, mi cuerpo no termina de descansar del todo —contesté.

—Espero que algún día podamos descansar de todo esto —suspiró Adriana, mientras perdía su mirada entre las ramas de los pinos que nos cubrían.

—Claro que sí, por eso no os preocupéis. La Virgen y los Santos nos protegen en nuestro camino, de eso estoy seguro —intenté convencer a la inquieta Adriana.

—¿La Virgen y los Santos? No creo en ellos, seguro que tienen menesteres más importantes que nuestra protección —contestó la joven.

—¿Cómo podéis decir eso, Adriana? Claro que nos protegerán, hasta ahora lo han hecho —contesté enérgico.

—Hasta ahora nos hemos protegido nosotros solos, recordad eso. En mis creencias esas figuras no representan nada, no creemos en ellas, solo creemos en el hombre y su alma, y nada más —confesó la cátara.

—Curiosa creencia esa del catarismo, algo había escuchado sobre ella, pero nunca he profundizado en sus enseñanzas —dije interesado.

—Nuestra doctrina es incómoda para la iglesia cristiana, tuvimos un gran asentamiento en el sur de Francia hace unos años, pero desde que mi familia se tuvo que separar aquel fatídico día, la doctrina cátara fue perseguida duramente por la Inquisición. Se nos tacha de herejes, solo porque no seguimos disciplinadamente las enseñanzas de la fe cristiana —comentó Adriana algo enfadada.

—¿Pero cuáles son las causas para que la Iglesia os persiguiera para intentar acabar con vosotros? —pregunté intrigado.

—Nuestra doctrina se centra en que el alma es pura y la materia física, todo lo que vemos, tocamos y sentimos está corrupta por naturaleza. Así existe un dualismo en el mundo, un principio que es el creador de lo invisible de ese mundo intangible y espiritual y otro principio que es el responsable del mundo material —explicó Adriana.

—¿Entonces no creéis en Dios, ni en nada que se le parezca? —pregunté de nuevo.

—No. Incluso rechazamos los sacramentos que vosotros tenéis, solo admitimos uno, al que llamamos consolamentum, que es una mezcla de vuestro bautismo y la extrema unción a la vez. Esto para nosotros es como un bautismo, pero espiritual, y que nos trasmitimos de unos a otros por medio de nuestros clérigos, “los perfectos”.

—Empiezo a entender el porqué de vuestra persecución por la Iglesia. Vuestra doctrina es contraria en todos sus extremos al cristianismo, y podría ser un peligro para la fe cristina, si vosotros os hubierais convertido en una congregación numerosa —dije, entendiendo la pesadumbre de las palabras de la joven cátara.

—Eso ha sido exactamente lo que ha pasado con nosotros. Nuestra palabra caló muy hondo en las gentes del sur de Francia, y llegamos a ser una gran congregación de cátaros, viviendo en paz y armonía con todo el mundo. Y esta parece ser que fue la frontera que la Iglesia no nos dejó cruzar —siguió narrando Adriana.

—Es muy triste lo que contáis. Que no sea posible la convivencia en paz de dos doctrinas, que lo único que buscan es el bien para el hombre —dije.

—Ahí os equivocáis, Ricardo. El cátaro sí que busca y anhela lo que acabáis de decir, pero el cristianismo no. La Iglesia intenta manipular al hombre, subyugándolo a sus designios, diciéndole en qué debe creer y a quién debe rezar, y todo lo que se escape de sus directrices es diabólico y está en contra de su palabra. —sentenció Adriana de una forma aplastante y sincera, a la vez que su rostro se entristecía.

Sus palabras llenas de sentimiento, calaron hondo en mí, y hacían que comprendiera aún más el posible sufrimiento de Adriana, a la vez que inevitablemente me venía a la mente la persecución de la que éramos objeto. Y se me agolpaba la idea de que tal vez, solo tal vez, la Iglesia también sabía de la existencia de un gran secreto.

Mis pensamientos fluían rápidos, y ahora comenzaba a tener sentido todo lo que nos estaba ocurriendo. Estábamos en el centro de una tormenta religiosa de dimensiones bíblicas, que podía cambiar el curso de la historia.

La noche se había echado encima de nosotros y la oscuridad comenzaba a ser muy tupida en aquel lugar.

Un ruido nos alertó. Era frey Rodrigo que volvía de su vigilancia.

—Parece que no nos sigue nadie por ahora, pero mejor será que volvamos a reanudar la marcha cuanto antes —nos dijo el templario, cuando la oscuridad era ya una realidad.

Sin mediar una palabra más, volvimos a ensillar a las monturas, y seguimos de nuevo nuestro camino hacia el norte.

El cabalgar entre las tinieblas de la noche era algo escalofriante. Nuestra marcha nos llevaba a través de arboledas y caminos solitarios envueltos en la oscuridad más absoluta.

El frío era muy grande esa noche, e intentaba mitigarlo enrollándome una y otra vez entre los ropajes de mi capa cruzada y el pardo sayón que la cubría, pero el gélido ambiente era más poderoso y se metía entre las dobleces y arrugas de las capas para anidar dentro de mi cuerpo.

De repente un fuerte viento helado comenzó a levantarse en aquel paraje, haciendo mover de forma brusca el ramaje de todos los árboles que se disponían a nuestro paso. Comenzaron a caer sobre nuestras cabezas hojas arrancadas de sus ramas, que terminaban a los pies de nuestros caballos.

El frío de la noche y su viento helado trajeron una fina lluvia que comenzó también a caer sobre nosotros de forma intermitente. La situación se complicaba para poder seguir cabalgando esa noche, y de forma instintiva, al ver que la lluvia estaba arreciando, azuzamos a nuestros caballos y comenzamos a galopar de forma rápida, buscando un lugar donde resguardarnos de aquella noche que se había convertido en infernal.

El camino emprendió un ascenso por una senda flanqueada por el enorme pinar que nos rodeaba. El trazado comenzó a abrirse en lo alto de un repecho, y los pinos fueron desapareciendo de nuestra vista, mostrándonos en lo alto de una breve colina una casucha en ruinas sin techo y sin una de las paredes, pero que a su lado tenía un pequeño cobertizo que aún seguía en pie iluminado por el leve resplandor de la luna de esa noche.

Dirigimos los caballos hacia aquel cobertizo abandonado de forma ligera. Llegamos a su puerta en un rápido instante, descabalgamos y empujamos los viejos maderos de su entrada.

La puerta crujió rompiendo el silencio de la noche, acompañando al viento helado y el repicar de las gotas de lluvia que cada vez era más y más frecuente.

Entramos los tres con nuestras monturas en el interior del improvisado refugio y comprobamos que, aunque parecía abandonado, no presentaba grandes desperfectos en su techo y paredes. El frío viento no entraba allí, y solo se le escuchaba en el exterior ulular con fuerza, junto con el constante martilleo de la lluvia en el tejado plano de aquel cobertizo. Por una pequeña ventana situada encima de la puerta de entrada, podíamos ver como la noche se tornaba cada vez más desapacible.

Nos despojamos de nuestros pardos sayones que estaban algo mojados por la lluvia y los dispusimos en un rincón estirados para que se pudieran secar al abrigo de aquel lugar.

Desensillamos de nuevo a los caballos y estos empezaron a olisquear el suelo del lugar como si buscaran el mejor sitio para poder descansar.

Nosotros hicimos lo mismo. Depositamos las sillas de montar en el suelo, cerca de una pared, y nos recostamos sobre ellas escuchando en silencio la tormenta que se cernía sobre nosotros. Pronto los truenos comenzaron a oírse fuertes y tremendos, rompiendo en el cielo la noche estrellada.

Rugían como nunca los había escuchado, haciendo retumbar los maderos y piedras de nuestro refugio. En aquel instante, una sensación de que estábamos muy solos en nuestro viaje, me inundó el alma. Miraba a frey Rodrigo y a Adriana, y pensaba que nadie sabía donde estábamos, a donde nos dirigíamos y qué era lo que buscábamos.

Si algo nos pasaba, estaríamos solos en ello, y nadie lloraría nuestra pérdida y nadie podría ayudarnos en nuestros peligros.

Las anteriores palabras de Adriana, me habían colocado en la senda correcta de toda aquella locura en la que se había convertido nuestra misión. La Iglesia nos perseguía, guiada por un templario traidor que, por ahora, parecía tener un olfato extraordinario para seguir nuestras huellas por todos los caminos y, por si fuera poco, yo no tenía muy claro que nosotros tres solos pudiéramos conseguir encontrar el grial.

Las sensaciones en mi interior hacían que se me encogiera el estómago, nada más de pensar en lo que nos podría deparar el futuro.

Mis pensamientos, se empezaron a disipar de forma lenta, como lo empezó a hacer la tormenta sobre nosotros.

Ya no llovía, el viento se había convertido en una ligera brisa que se colaba por las rendijas de los maderos de la puerta de entrada y los truenos se escuchaban ya en la lejanía como un leve murmullo.

Me incorporé del suelo y dirigí mis pasos hacia la puerta del cobertizo, la entreabrí de forma lenta, como sin querer hacer ruido, y perdí mi mirada entre la oscuridad del paisaje que se disponía ante mí.

Un olor a tierra mojada me golpeó la cara, las nubes se habían disipado en el cielo y se volvían a ver con claridad las estrellas tintinear sobre un manto azabache. A los pies de la pequeña loma donde estábamos se apreciaban grupos de pinos y olmos entremezclados entre sí iluminados por la leve luz de la media luna que reinaba de nuevo en la noche.

Mi mente seguía inquieta y bullía de pensamientos y sentimientos, mientras mi mirada se perdía en la oscuridad de la arboleda.

De repente algo se movió entre los pinos. Desperté del trance en el que me encontraba inverso y fijé mi vista en el horizonte. No vi nada.

Al instante otra vez me pareció ver algo moverse entre los troncos de los árboles, y alerté a mis compañeros.

—Me ha parecido ver algo moverse entre los árboles de allí abajo —dije.

—¡¡Qué decís, Ricardo!! —exclamó el templario acercándose hasta donde yo estaba de pie.

—¿Estáis seguro de lo que decís? —dijo Adriana que también ya se disponía a mi lado, observando la lejanía.

—Podría jurarlo. Lo he visto dos veces —contesté inquieto.

—Allí, allí hay alguien andando entre los pinos —observó frey Rodrigo, señalando con su dedo índice el horizonte.

En efecto, una sombra se movía zigzagueante entre los troncos de los árboles. Parecía no tener un rumbo fijo, pero salió de la arboleda titubeando en su caminar.

Parecía que iba solo, sin nadie a su lado, caminando en la oscuridad de aquella noche.

Poco a poco vimos como comenzó a ascender el repecho en dirección hacia el cobertizo donde nos encontrábamos, y de forma lenta comenzamos a distinguir su figura.

Era un fraile agustino de los que vivían en Cívica, aquel lugar de retiro espiritual, donde el día anterior habíamos estado. Nuestro asombro no tenía precio en aquel momento, viendo al fraile caminar con dificultad en nuestra dirección, hasta que sus piernas no dieron más de sí y sus pocas fuerzas hicieron que se desplomara sobre el camino.

Rápidamente los tres salimos en su busca, la oscuridad aún nos acogía en la noche. Llegamos hasta él y entre los tres lo recogimos del suelo y con rapidez lo metimos entre los muros del cobertizo.

Era un joven fraile agustino, de facciones aniñadas y pelo corto y liso.

Tenía rasgado el hábito pardo de su orden, arañazos en sus piernas y cara y una herida grave en un costado, causada por una flecha con penacho púrpura, que aún estaba alojada en su cuerpo.

Intentamos sacar la saeta, pero vimos que si lo hacíamos podría morir desangrando en cuestión de un instante, así que la dejamos alojada en su costado.

Adriana limpió la cara mojada por la lluvia del joven fraile, mientras frey Rodrigo le ponía sobre su cuerpo magullado uno de nuestros sayones.

El joven, en mi regazo, aún respiraba, pero con dificultad. La flecha parecía haber alcanzado uno de sus pulmones y su aliento se perdía débil en sus intentos de coger aire para poder seguir viviendo.

Con sus últimas fuerzas, el joven abrió sus ojos y nos miró asustado.

—Estáis a salvo, fraile; tranquilo, nosotros cuidaremos de vos —le dije en voz baja, casi susurrante.

—¡¡Han muerto todos, todos!! —dijo con mucho esfuerzo el fraile, después de toser dos veces.

Aquellas palabras no presagiaban nada bueno y nosotros lo sabíamos. Un fraile agustino de Cívica, solo en la noche y malherido no era una situación común y sus primeras palabras parecían anunciarnos lo que no queríamos oír.

—Unos soldados llegaron. Mandaron registrar Cívica y sacar a todos los hermanos —siguió narrando el joven.

—¿Pero qué pasó? —preguntó Adriana.

—Comenzaron interrogatorios a los hermanos. Buscaban a tres personas, pero nadie sabía nada. Comenzaron a degollar a los hermanos a los pies de Cívica, fue horrible —volvió a toser el joven fraile, escupiendo sangre por su boca, que limpié con mi mano.

—¡¡Dios mío, Ricardo!! Estos pobres hermanos han muerto por nuestra culpa —me dijo el templario apesadumbrado.

—Yo pude escapar, pero se percataron de mi huida y dispararon sobre mí. Oí silbar las flechas a mi lado, hasta que un dolor intenso se apoderó de mi cuerpo y caí al suelo. Me debieron dar por muerto —explicó el joven.

—No habléis más, fraile, tenéis que descansar —le dije mientras lo recostaba sobre mi silla de montar y lo arropaba con nuestros sayones.

—¡¡Es inaudito!!, ¿cómo sabían dónde buscarnos? Y lo que es peor, por nuestra culpa han debido de exterminar a toda una congregación de agustinos, solo por el hecho de saber cuáles eran nuestros pasos. Esto es una locura, Ricardo —comentó Adriana, llena de rabia y dolor.

—Lo sé. Esto se está escapando de nuestras manos. Pero tenemos que pensar con rapidez. Es probable que nadie en Cívica haya dicho nada de nosotros, pero también es posible que alguien haya hablado, para salvar su vida o la de sus hermanos, así que no podemos confiarnos y debemos partir cuanto antes de nuevo —dispuse.

—De acuerdo, Ricardo, pero ¿qué hacemos con el joven fraile? No podemos dejarlo aquí, está malherido —dijo frey Rodrigo, mirando al muchacho tendido en el suelo.

—Vendrá con nosotros. Luego pensaremos como intentar salvar su vida, pero ahora debemos partir rápido y sin demora.

Volvimos a recoger todas nuestras cosas y a preparar a los caballos, en el momento en el que la respiración del joven fraile se detuvo para siempre. Su cuerpo yacía sin vida sobre el suelo del cobertizo envuelto en nuestros sayones, con los ojos cerrados y un rostro de tranquilidad infinita. La herida de su costado y la tremenda caminata desde Cívica había sido demasiado para él.

La tristeza se embarcó en nosotros. Adriana miraba al joven muerto con ojos de ternura, mientras se le resbalaba una lágrima por una de sus mejillas. Frey Rodrigo se arrodilló ante él y le hizo la señal de la cruz sobre su frente de forma suave y delicada, dándole el último adiós a su joven alma.

No teníamos tiempo para poder enterrar de forma cristiana el cuerpo del joven fraile, y a nuestro pesar decidimos depositarlo junto a una de las paredes y cubrirle de rocas.

Lo alcé entre mis brazos de forma sutil y lo deposité lentamente en un cálido rincón del cobertizo, mientras la cátara y el templario habían empezado a recoger piedras sueltas de la vieja casa derruida que estaba al lado de nuestro refugio. Enseguida ayudé a traer piedras para cubrir su pequeño cuerpo de niño, y al instante estaba totalmente cubierto por ellas.

El silencio lo inundó todo y un rayo de luz solar de la joven mañana que despuntaba se coló por la única ventana del cobertizo que estaba sobre la puerta de entrada.

Con la nueva mañana recién nacida, salimos de nuestro refugio sobre nuestros caballos a toda velocidad, sin mirar atrás, en dirección norte, hacia la fortaleza de Monzón, aún con el recuerdo de ver morir a un alma joven casi en nuestro regazo.