CAPÍTULO DIECISÉIS
Por raro que parezca, empezar el año con una operación de rodilla no resultó tan mal augurio como me temía. Me salté la primera semana de clases, así que no tengo queja en ese aspecto.
Reconozco que después de lesionarme tenía la mecha corta, pero es que me dolía muchísimo. Atravesé los cinco estadios del duelo: me enojé, me disgusté, me enfurecí, me invadió la frustración y, por último, me hundí en la depresión.
Entonces llegó Macallan, como tantas otras veces, y se negó a seguirme el juego. Si me quejaba, no me dejaba en paz hasta que me sobreponía o me reía. Me llevaba a la escuela y luego a casa. Me ayudaba con los libros, cocinaba para mí, me traía cuanto necesitaba y no se quejó ni una vez. A menos, claro, que yo me pusiera pesado. Lo cual sucedía a menudo.
Macallan se las arreglaba para tranquilizarme. No me gustaba tener a mi mamá encima. No quería que mi papá me considerara un flojo, aunque él, mejor que nadie, comprendía la gravedad de la lesión. Y me molestaba que los chicos tuvieran la sensación de que debían cuidar de mí.
Ah, sí, y Stacey. Me gustaba estar con ella, pero con Macallan era otra cosa.
En Año Nuevo pensé durante un instante que me iba a decir que me amaba. Que quería que la besara. Ella titubeó apenas un par de segundos, pero aquel breve lapso bastó para disparar mis esperanzas.
Macallan fue una de las últimas personas que vi antes de entrar en el quirófano y una de las primeras que encontré al despertar. Aquel día faltó a clase para estar con mis papás y conmigo. Me trajo la tarea durante toda la semana y me hizo reír con sus imitaciones de mis amigos.
Incluso me acompañaba a la rehabilitación. Lo cual le agradezco muchísimo, porque la recuperación es un asco. Duele. Es lo más frustrante que me ha pasado en la vida. Me sentía incapaz de mover la rodilla. Algo tan sencillo como doblarla me resultaba doloroso y difícil. Si mi mamá hubiera estado allí conmigo, se habría preocupado mucho viendo lo mal que lo pasaba.
Macallan, en cambio, se sentaba y me atendía cuando era necesario. Hacía la tarea mientras la fisioterapeuta me ayudaba con los ejercicios. Y me dio fuerzas para no tirar la toalla, hacer un berrinche o echarme a llorar. Un deseo que me asaltaba a diario.
Tras una sesión especialmente dolorosa, Macallan se sentó a mi lado durante el baño de hielo con electroterapia.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.
—Mejor —mentí.
Kim, mi fisioterapeuta, conectó la máquina.
—Hoy tuviste un buen día. Estoy segura de que dentro de un par de semanas podrás ir al baile. Bastará con que te pongas una rodillera.
—¡Genial! —Macallan sonrió de oreja a oreja.
Kim le dio unas palmaditas en el hombro.
—Puede que tenga que apoyarse en ti mientras bailan, pero ya conoces a los chicos.
Macallan miró a Kim perpleja.
—Ya, es que Levi y yo no somos…
—¡Ah! —Kim nos miró—. Yo pensaba, este… No pretendía…
¿Cuántas veces nos había pasado eso mismo? Demasiadas para llevar la cuenta. Era lógico que Kim la hubiera tomado por mi novia. Yo le había dicho que salía con una chica, hablaba mucho de Macallan, ella siempre estaba allí conmigo. Me rompí la cabeza pensando si había nombrado a Stacey alguna vez. Claro que sí, no era posible que ni siquiera hubiera mencionado su nombre.
—Perdona —me disculpé con Macallan. Como si fuera culpa mía que la gente pensara que salíamos. Puede que sí.
Ella le quitó importancia.
—No pasa nada. A lo mejor si dejaras que Stacey te acompañara…
Sabía que era un novio horrible por no dejar que Stacey me ayudara, pero quería pasar ese rato con Macallan.
—En fin —se irguió en la silla—. La comida de hoy ha sido brutal. Keith estaba en plan “yo querer comida, yo odiar comer en la cafetería, yo merecer algo mejor” —cada vez que Macallan imitaba a Keith, fingía ser un neandertal, y puede que no anduviera muy desencaminada. Se encorvaba y sacaba la barbilla—. Y Emily se puso de “Ay, Dios… Para ser alguien que confunde la pizza con verdura, eres muy quisquilloso” —siempre que imitaba a Emily (o a cualquier chica, en realidad) hablaba como una fresa, se retorcía el pelo y abría mucho los ojos.
Contada por ella, hasta la anécdota más insignificante parecía sacada de una buena telecomedia. Te morías de risa, más incluso que si hubieras presenciado el incidente.
—Qué mala eres —bromeé.
—Eh, te lo cuento como es.
—¿Y qué más pasó hoy? —pregunté.
El lunes regresaría a la escuela, y no me moría de ganas precisamente, aunque reconocía que me sentaría bien volver a la normalidad. No podía seguir viviendo en mi burbuja Macallan, por mucho que lo deseara.
Ella titubeó.
—Bueno, verás… —se mordió el labio. Parecía algo nerviosa—. ¿Conoces a Alex Curtis?
¿Alex Curtis? Se había graduado el año anterior. Formaba parte del equipo de baloncesto y era muy bueno. Nos habíamos juntado unas cuantas veces en verano antes de que se fuera a estudiar a Marquette.
—Sí —dije en un tono más brusco de lo normal. Alex era buen tipo, pero no quería que Macallan pensara lo mismo.
—Bueno, hace un par de días me lo topé y estuvimos hablando un rato. Nuestras mamás, este…, eran buenas amigas —advertí que Macallan estaba dando rodeos—. Bueno, pues estará por aquí en las fechas del baile y se ofreció a llevarme.
¿Macallan asistiría al baile de invierno con un universitario? ¿Un universitario que ya conocía de antes? ¿Con el que había estado platicando hacía un par de días sin mencionármelo?
—Genial—fue la patética respuesta que se me ocurrió.
Una expresión de alivio asomó a su rostro.
—Sí, sí, es muy lindo. Y yo ni siquiera había vuelto a pensar en el baile, pero él lo comentó. Me preguntó con quién iría y al decirle que con nadie… —se sonrojó—. Dijo que le parecía un crimen imperdonable que debía ser reparado cuanto antes.
Soltó una risita tonta.
Yo tenía ganas de vomitar.
—Te cae bien, ¿no?
¿Que si Alex Curtis me parecía buen tipo? Claro.
¿Que si le habría golpeado en la cara en aquel mismo instante? Obvio.
¿Por qué no decírselo? ¿Por qué no confesarle a Macallan cómo me sentía? ¿Por qué no reconocer lo que quería, no, lo que necesitaba con toda mi alma?
En aquel momento, sin embargo, recordé que Macallan había huido la última vez que me declaré. Lo incómoda que se había sentido a su regreso de Irlanda. Lo mucho que me había arrepentido de haberla ahuyentado.
¿Serían distintas las cosas ahora?
Abrí la boca dispuesto a portarme como un hombre hecho y derecho.
—Macallan.
—¿Sí?
El zumbido de la máquina de electroterapia cesó. Kim se acercó y me quitó el hielo y las almohadillas.
—¿Levi? —Macallan me miró preocupada—. ¿Querías algo?
—Da igual.
Ya no era el momento.
Me propuse concentrarme en lo que tenía: una familia maravillosa. Una íntima amiga increíble. Un grupo de amigos. Y una novia.
Era eso lo que debía tener presente.
Stacey insistió en invitar a unos cuantos amigos el sábado por la noche antes de mi —en palabras textuales de Keith— “legendario regreso a la preparatoria South Lake”.
—Éste es mi California —me decía Keith mientras me saludaba con una llave de judo—. Se te extraña, hermano. ¿De quién voy a copiar en trigonometría, si tú no estás?
Yo sonreí e hice el papel de alegre invitado de honor. Cuando renqueé con mis muletas y mi férula hasta el sofá más cercano, Stacey se sentó a mi lado.
—¿Qué te traigo? —me preguntó—. ¿Te apetece comer o tomar algo?
—Un vaso de agua, gracias.
Debí de parecerle un soso, pero es que estaba tomando calmantes muy fuertes y, en esas circunstancias, hasta los refrescos me dejaban atarantado.
Stacey se levantó a buscar agua. La vi avanzar por la sala saludando a todo el mundo como la perfecta anfitriona.
Comprendí que la gente se formaba para hablar conmigo. Me sentí como en el funeral de mi carrera de futbolista, con toda aquella gente esperando para darme el pésame. Aunque los chicos no paraban de decirme que muy pronto estaría en forma, era yo el que había hablado con los médicos. Me habían confirmado que tardaría varios meses en recuperar cierta normalidad, y que incluso entonces me costaría pivotar o cambiar de sentido fácilmente. Lo máximo a lo que podría aspirar aquel último curso sería al atletismo. En principio, podría correr en línea recta. Al menos eso esperaba.
Estaba deseando salir a correr para poder pensar con claridad. Y si en algún momento de mi vida he sentido la necesidad de concentrarme, de aclararme, fue entonces.
Sonreí educadamente y di las gracias a todo el mundo que acudía a saludarme, a desearme una pronta mejoría y a decirme que dentro de nada estaría corriendo otra vez.
Yo no podía hacer nada salvo quedarme allí sentado. Stacey había desaparecido; debía de estar charlando con alguien en la cocina.
Necesitaba ese vaso de agua.
—¿Qué tal? —me saludó Macallan dejando un vaso de agua y una charola de brownies en la mesita baja. Se sentó a mi lado—. ¿Disfrutando de la atención?
—Uf, cuánto me alegro de verte.
—Te alegras de ver mis brownies.
No me latió la posibilidad de dar una fiesta que planteó Stacey. Cuando le estaba recitando la lista de motivos por los que no me apetecía (no me sentía con fuerzas, no quería que la gente me compadeciera, de todas formas vería a mis amigos dentro de poco, no quería exagerar), me interrumpió diciendo:
—Macallan vendrá. Le encanta la idea.
No me pareció que lo hubiera dicho con resentimiento. Siempre había entendido mi relación con ella. Sabía lo que había entre nosotros.
Bueno, no lo sabía todo.
Macallan, sin embargo, sí sabía que a Stacey le fascinaban sus brownies rellenos de caramelo.
—Qué divertido —intentó animarme.
—Psé.
—Ay, perdona —suspiró con dramatismo—. Todo el mundo quería reunirse para celebrar que la operación salió bien y que se alegran mucho de verte. Debe de ser muy duro levantarse por las mañanas.
—Para tu información, me cuesta mucho levantarme por las mañanas.
Señalé la férula que llevaba en la pierna.
Macallan se paró.
—Mejor voy a buscar a alguien o algo que no esté tan negativo. Esa pared no se ve mal.
Tendí la mano.
—Por favor, no te vayas.
Stacey se acercó al sofá con su paso saltarín.
—¡Viniste! —le dijo a Macallan.
—Sí, y mira lo que te traje.
Macallan señaló los brownies. Yo atrapé dos más antes de que Stacey agarrara la charola.
—¡Ñam! —se relamió Stacey—. ¡Muchísimas gracias!
—De nada.
Se miraron sin saber qué decir.
—Eh… —balbuceé.
—¡Oye! —exclamó Stacey dirigiéndose a Macallan—. Me dijeron que irás al baile con Alex. ¡Genial!
—Sí, será divertido —asintió Macallan.
—¡Alucinante!
Stacey parecía a punto de estallar, puede que de felicidad o quizá de nervios. A veces me costaba descifrar sus expresiones.
—¿Eso es comida?
Keith se acercó, pero se detuvo en seco al ver a Macallan sentada a mi lado.
—¡Macallan hizo brownies! —le informó Stacey. Le tendió los dulces a Keith, que no sabía qué hacer.
—Tranquilo —le dijo la cocinera—. No están envenenados.
Él dio un bocado.
Macallan prosiguió.
—Ahora bien, sabía que probarías alguno, así que añadí un ingrediente secreto.
Keith dejó de masticar.
Ella se levantó y se encaró con Keith. Yo estaba tenso a más no poder.
Macallan negó con la cabeza.
—Keith, invierto demasiado esfuerzo en mi comida como para desperdiciarla contigo. Además… —se inclinó hacia él hasta situarse a pocos centímetros de su cara— tú y yo sabemos que no necesito veneno para machacarte.
Dio media vuelta y se dirigió a la cocina.
Keith no sabía dónde esconderse.
—Hermano, esa chica. Es que… creo que me enamoraría de ella si no me diera tanto miedo. Pero a lo mejor me gusta por eso. O sea, no es que me guste en el sentido de gustar.
Renunció a buscarle la lógica a lo que acababa de pasar y se alejó, primero hacia la cocina y luego, pensándolo mejor, en la otra dirección.
Stacey se echó a reír.
—Harían una pareja muy divertida, ¿no crees?
Estuve a punto de gritar “¿que harían QUÉ?”, pero me contuve.
Por lo visto, mi expresión habló por sí sola.
—Tranquilízate —Stacey me miraba con los ojos muy abiertos—. Hablaba en broma.
Sonó el timbre y Stacey se alejó dejándome solo en una fiesta que se celebraba en mi honor.
Me quedé pensando en lo que Keith había dicho. En eso de que Macallan le daba miedo.
Entendía perfectamente a qué se refería. Porque a mí también me asustaba.
Me asustaba porque la amaba.