Tenía que ordenar mis ideas. Así que hice lo único que siempre me ayuda a sentirme mejor.
Correr.
Como la temporada de fútbol había terminado, no tenía que preocuparme por correr demasiado o por quemar calorías de más. No tenía que pensar en ganar peso. Ni en nada.
Me bastaba con correr.
Reconozco que atrapar el balón y oír los aplausos fue alucinante. Entiendo que la gente se quede enganchada de momentos así. Que quieras revivir una y otra vez esa fracción de segundo en la que te sientes invencible.
Mi padre tiene un amigo de la época del instituto que siempre le obliga a narrar la historia de cierto partido de béisbol. Cada vez que ese tipo viene a casa, la cuenta. Y los demás nos quedamos allí escuchando, como si no la hubiéramos oído ya un millón de veces. Antes me parecía patético que alguien volviera la vista una y otra vez hacia un único partido, hacia una jugada, y la considerase el momento más importante de su vida.
Ahora lo entiendo.
Yo era el machote. El héroe. El jugador más valioso del equipo. Lo único que tuve que hacer fue atrapar un balón. Un balón que Jacob me había lanzado con la máxima precisión. ¿Recibió él los elogios que merecía? No tantos como yo.
Allí estaba yo, en pleno subidón de ego, cuando Macallan tuvo que venir a arruinarme la fiesta.
¿Y qué hizo el machote, el héroe, el jugador más valioso del equipo? Se quedó allí, aterrorizado, sin mover un dedo.
No hizo nada de nada.
Me tocó relatar lo sucedido no solo a la directora sino también al padre de Macallan. Parecía preocupadísimo cuando llegó al insti. Luego tuvo que escuchar lo valiente que había sido su hija.
Mientras yo estaba allí sin intervenir.
Me tocó repetir las horribles palabras que Keith había pronunciado.
Mientras yo lo escuchaba todo de brazos cruzados.
Jamás en la vida me he sentido tan fracasado.
Antes de pensar siquiera adónde me dirigía, acabé en el parque Riverside. Había corrido tan deprisa que veía salir mi propio aliento en forma de breves vaharadas. Caminé un poco para tranquilizarme, aunque el frío ya me estaba causando ese efecto.
Por lo general, no suelo forzarme tanto a principios del invierno, pero necesitaba poner distancia con lo sucedido el día anterior.
Había echado a andar hacia los columpios cuando divisé a alguien haciendo estiramientos en la zona de las mesas de picnic. Me detuve en seco cuando reconocí a Macallan. Había apoyado la pierna derecha en la mesa y se inclinaba sobre sí misma para estirar los tendones.
Fui presa de la confusión. ¿Debía acercarme a ella o marcharme antes de que me viera?
Decidí aproximarme. Ya iba siendo hora de que me comportara como el tío duro que había fingido ser a lo largo de la semana pasada. O, para ser más exactos, de los meses pasados.
—Eh —la saludé.
Ella se dio media vuelta, sobresaltada.
—Ah, hola.
Se quedó quieta un momento antes de volver a lo suyo.
—¿Empiezas ahora?
—No, he terminado.
Yo ya lo sabía. Conocía sus costumbres. Le gustaba correr a solas. La ayudaba a despejar la mente. No necesitaba el aplauso de un equipo o de toda una multitud para hacer lo que le gustaba.
Titubeé. Quería arreglar las cosas entre nosotros, pero no estaba seguro de a qué precio. Así que empecé por hacer lo que debería haber hecho meses atrás: disculparme.
—Mira, Macallan…
Me interrumpió.
—No quiero hablar de eso.
—Es un capullo —le aseguré.
Esbozó una sonrisilla irónica.
—Es tu mejor amigo.
Quise decirle: «No, tú eres mi mejor amiga». Sin embargo, yo no me había comportado como un amigo últimamente, y mucho menos como su mejor amigo.
Abrí la boca con la intención de decir algo que disipase la tensión que flotaba entre nosotros. Solo me salió:
—Nos vemos en Acción de Gracias.
«¿Nos vemos en Acción de Gracias?». Debería haberle pedido que me atizara un puñetazo allí mismo. A lo mejor así me inculcaba algo de sentido común.
—Sí —empezó a alejarse.
—Eh, Macallan —la llamé—. ¿Aún te apetece que vayamos?
Dudó un instante.
—Claro.
Aunque la vacilación solo duró un par de segundos, bastó para que comprendiera la gravedad de los daños.
Mis padres me dejaron que los llevara a la fiesta de Acción de Gracias en mi coche nuevo. En circunstancias normales, esta responsabilidad me habría emocionado, pero estaba nervioso. Por primera vez desde que conocía a los Dietz, no tenía nada claro cómo debía comportarme. Quería esforzarme a tope para asegurarme de que Macallan se lo pasara en grande. No hacer o decir nada que la disgustara.
Adam abrió la puerta con una sonrisa inmensa en el rostro.
—¡Feliz Acción de Gracias!
El sentimiento de culpa me atravesó como un puñal cuando recordé las palabras de Keith.
Todos nos felicitamos las fiestas mientras mis padres y yo dejábamos los abrigos y los regalos. Habíamos llevado un centro de mesa, pastel de calabaza, gambas para picar y bebidas para los adultos.
El delicioso aroma de las fiestas nos inundó cuando entramos en el salón.
Mi madre dejó el cóctel de gambas en la mesita baja, junto a los aperitivos que había preparado Macallan: nueces pecanas especiadas, rollitos de beicon y, para mi infinita alegría, bola de queso.
—¡Sí! —me senté y cogí una galleta salada.
—¡Deja algo para los demás!
Adam me empujó suavemente cuando los dos empezamos a servirnos. Si Acción de Gracias cayera en verano, no me costaría nada engordar un poco durante la temporada de fútbol.
—¡Macallan! —mi madre la saludó con un enorme abrazo cuando ella entró en el salón—. Todo esto tiene una pinta deliciosa. ¿En qué puedo ayudarte?
—En nada, de verdad —echó un vistazo al reloj—. No tengo que preocuparme por nada durante al menos treinta minutos.
—¿No quieres que te releve con el pavo? —se ofreció mi madre.
—El pavo está listo. Lo preparé ayer —Macallan se llevó un rollito de beicon a la boca—. La última vez hice un pavo relleno creativo. Este año quería preparar la receta de mi tía Janet. Ayer asé el pavo, y lo he tenido marinándose en salsa de carne toda la noche.
—Está riquísimo —aseguró Adam mientras me quitaba el cuchillo para servirse más bola de queso.
—No os la comáis toda, que he preparado un montón de platos: relleno, arroz salvaje, macarrones con queso, cazuela de boniato, zanahorias glaseadas… Creo que hay ensalada por alguna parte. Pero no estoy segura, ¡hoy es fiesta!
—Todo suena delicioso —mi madre frotó el brazo de Macallan—. Estás guapísima, cielo —era verdad. Se había puesto el vestido verde que tanto resalta el rojo de su cabello—. Te hemos echado de menos. Levi no para de decirnos lo ocupada que estás.
La pasta de queso se me atragantó. Ser pillado en una mentira no era el mejor modo de empezar la velada. Me había propuesto que la cena fuera tan divertida como las que compartíamos antes, aunque mi mera presencia bastara para arruinarla.
Escudriñé el rostro de Macallan para averiguar si iba a revelar que yo había recurrido a mil excusas para explicar por qué ya nunca pasaba por casa. Por qué ya no podíamos celebrar las cenas del domingo. Que si Macallan tenía que hacer tal cosa con sus compañeros de cocina, que si había quedado con la gente del cole para tal otra…
Ahora bien, la verdadera razón de su ausencia había sido mi egoísmo. No quería que nada me impidiera pasar tiempo con los chicos. Me molestaba depender tanto de Macallan. Como si ella fuera una especie de lastre. Sin embargo, el único culpable era mi ego, esa inseguridad mía que me inducía a querer encajar a toda costa.
Macallan sonrió.
—Sí, estos meses han sido una locura.
Cogió un puñado de pecanas y se encaminó a la cocina.
—Voy a ver si necesita ayuda —dije a la vez que me levantaba.
Hice oídos sordos al comentario sarcástico de mi padre, pues todos sabían muy bien que la única ayuda que puedo ofrecer en la cocina es mantenerme alejado.
Macallan estaba lavando una olla, de espaldas a mí. Por sus movimientos, no pude adivinar si se había enfadado.
—¿Puedo hacer algo? —me ofrecí.
Sus hombros se crisparon.
—No, gracias.
—¿Estás segura?
Me coloqué a un lado del fregadero y cogí un paño.
—Como quieras —me tendió la olla mojada.
Macallan se dio impulso para sentarse en la isla de la cocina mientras yo empezaba a secar el cacharro.
—¿Has invitado a Stacey a tomar los postres? —me preguntó.
Cuando mi madre había llamado a Macallan para preguntarle qué podía llevar, ella le había sugerido que invitara a Stacey a pasarse cuando su propia cena familiar hubiera terminado.
—No. He pensado que estaríamos mejor solo los de la familia —titubeé—. Si te soy sincero, no sé si seguiré con ella mucho más tiempo.
Era verdad. Aunque Stacey me gustaba, estaba con ella sobre todo porque me hacía ilusión salir con una animadora. Era lo que hacían casi todos los deportistas del instituto. Lo que hacía Keith. Además, pensaba que tener novia me ayudaría a mantener a raya mis sentimientos por Macallan. Y eso no era justo para Stacey. Ni para mí.
—Qué pena —replicó Macallan.
Su rostro no reflejó emoción alguna. Yo no sabía si de verdad lo lamentaba o lo había dicho con sorna. Normalmente identificaba al momento sus sarcasmos, casi siempre a mi costa.
Una sonrisa bailó en mis labios mientras recordaba algunos de nuestros duelos verbales más sonados. Los chicos nos creemos muy cínicos, pero Macallan nos gana a todos en ingenio y reflejos.
Me miró extrañada.
—¿Sonríes porque tu relación se ha acabado?
—No, no —no quería darle aún más motivos para consolidar la pobre opinión que tenía de mí—. Es que me estaba acordando de aquella vez que fuimos a un partido de los Brewers…
—Y se te cayó la salchicha al suelo —terminó.
—Sí, y a ti no se te olvidará nunca porque…
—¡Te la comiste igualmente!
—Sí —dije en un tono más alto de la cuenta, sobre todo porque me emocionaba que se acordase de los momentos divertidos que habíamos compartido—. Pero…
—No hay «peros» que valgan. Fue asqueroso.
—Solo estuvo…
—Cinco segundos en el suelo.
Adoptó un tono grave para repetir la excusa que yo había dado una y otra vez aquel día. Siempre ponía aquella voz cuando me imitaba. Por lo general me daba rabia que lo hiciese, pero ahora me sonaba a música celestial.
—Recuerda que aún no le había añadido nada.
—Por desgracia, porque si lo hubieras hecho podrías haber retirado el kétchup, como mínimo.
—Sí, pero te habrías metido conmigo de todas formas.
—Porque fue asqueroso —lo dijo muy despacio, como si hablara con un niño pequeño.
Me eché a reír. Durante todo aquel partido, cada vez que pasaba algo (como que los Brewers fallaban o el otro equipo marcaba), Macallan se inclinaba hacia delante y decía: «Eh, puede que vayan perdiendo, pero al menos no se han comido una salchicha pringada». O: «Jo, eso se les habrá atragantado, aunque no tanto como una salchicha sucia».
Macallan me escudriñó:
—Bueno, ¿y qué?
—¿Qué de qué?
Frunció la nariz.
—¿Qué me dices de aquel partido?
—Ah, eso —repuse, decepcionado—. Fue divertido.
—Sí —asintió ella. Sonó el temporizador del horno—. Bueno, tendré que pedirte que te vayas. Yo no sirvo comida pringada, y con la suerte que tienes…
No terminó la frase, pero me alegré de que se hubiera metido conmigo. Macallan no pierde tiempo ni hace comentarios mordaces con personas que no le importan.
Bien pensado, el hecho de que Macallan fuera mi mejor amiga me preparó para todas las pullas que se intercambian en un vestuario. Y en la sala de pesas.
—¿Llamas a eso una repetición? —chinchó Keith a Tim, que levantaba pesas en la banca una semana después de Acción de Gracias.
Tim se incorporó y se sentó a mi lado en la esterilla que yo había extendido para hacer levantamientos de piernas.
—Te voy a enseñar cómo se hace.
Keith se tendió en la banca y se puso a subir y a bajar las pesas sin apenas esfuerzo.
—Claro, colega, tú solo pesas veinte kilos más que yo —le recordó Tim.
—Qué le voy a hacer, tronco, si a mí todo me luce más.
Yo seguí estirando mis extremidades inferiores en silencio. Tim se puso a hacer estiramientos también mientras me preguntaba:
—¿Te apuntas a unos cuantos suicidios en la cancha?
El tiempo refrescaba por momentos a medida que se acercaba la Navidad, así que habíamos optado por quedarnos dentro. Habíamos pasado por la sala de pesas que había sobre el gimnasio después de que Tim terminara el entrenamiento de baloncesto.
—Por mí vale.
Me levanté y cogí la toalla.
—Eso, largaos a otra parte, flacuchos, ya que no soportáis la presión —gruñó Keith mientras acababa la última serie.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza —se rio Tim.
—Eh, que llevo un montón de rato haciendo pesas. Es que me reservo para los partidos.
—Excusas —lo pinché.
—¿Qué problema tienes, California? —Keith se levantó y caminó hacia mí—. Últimamente estás rarísimo.
Yo no estaba «rarísimo». Solo había dejado de reírle a Keith las bromas que no tenían gracia.
Keith prosiguió:
—Me parece que, ahora que has saboreado la buena vida, la echas en falta. Pero no te preocupes, el año pasará volando y muy pronto volveremos al campo. Este curso será alucinante. Te pondrán de titular, seguro, y seremos los amos. Ya lo creo que sí.
Me encogí de hombros. Sonaba bien, pero no sabía qué precio tendría que pagar. Por primera vez, no estaba seguro de que valiera la pena.
—Ya verás —Keith me tiró una botella de agua—. El atletismo te va a dejar frío. Pasarás de jugar delante de cientos de personas que gritan tu nombre a… ¿qué? ¿Cinco personas como máximo en las gradas?
Sí, pero las personas que más me importaban no se perdían una competición.
En aquel momento me di cuenta de que quizá Macallan no se dejara caer este año por las pistas. En el fondo, lo entendía, pero me había acostumbrado a que estuviera allí, animándome.
Siempre podía contar con ella cuando la necesitaba. Ojalá ella pudiera decir lo mismo de mí.
—Me parece que ya sé de qué va todo esto —Keith se sentó y me ordenó por gestos que me acomodara en el banco de enfrente. Yo obedecí porque siempre lo había hecho—. Mira, siento lo que pasó con tu chavala.
—Macallan —le corregí.
—Macallan —suspiró al decir el nombre—. Me he disculpado con ella, aunque estoy seguro de que no me tomó en serio. Prácticamente le supliqué a Boockmeier que no la expulsara. Me pasé con ella, ya lo sé. No sé qué tiene esa chica, pero me saca de mis casillas. Es como si le diera igual lo que piensen de ella.
No, respondí mentalmente. Solo le da igual lo que tú pienses de ella.
—Bah —Keith se quedó pensativo un momento y luego se palmeó las rodillas—. Chicas, ya sabes.
No, yo no sabía. Era obvio que no tenía ni idea.
Sin embargo, no dije nada. Me quedé allí en silencio hasta que bajamos al gimnasio y empezamos a correr suicidios.
Tim y yo nos colocamos en la línea de base, bajo la canasta. Keith sacó el cronómetro y marcó la salida. Corrí a la línea de tiro libre, luego de vuelta a la base, después al centro del campo, otra vez a la línea de base, a la línea de tiro libre del otro extremo y de vuelta a la base. Estaba deseando recorrer la pista entera. Era lo que se me daba mejor. Solo le llevaba unas zancadas de ventaja a Tim, pero le sacaría más cuando empezáramos a recorrer tramos largos.
No oía lo que gritaba Keith. Estaba concentrado en la meta siguiente, en el próximo punto que debía tocar antes de girar y echar a correr otra vez.
Sabía que Tim avanzaba exhausto hacia la línea de base opuesta. Lo único que tenía que hacer era pivotar y correr de vuelta. Me incliné para tocar la línea de base pero, al girar, se me clavó el gemelo y me torcí la pierna. Noté un crujido y, sin saber lo que estaba pasando, me venció mi propio peso y me desplomé en la cancha. Un dolor insoportable me recorrió el cuerpo desde la rodilla. Me la cogí y grité.
Sujetándome la pierna, me mecía adelante y atrás.
—¡No te muevas, Levi! —Keith se arrodilló a mi lado—. Intenta relajarte. Tim ha ido a buscar al entrenador.
Yo no podía estar quieto. Me dolía demasiado para quedarme allí tendido. Empecé a temblar.
Algo iba mal.
Algo iba muy, muy mal.
¿Qué problema tenéis los chicos, que siempre estáis compitiendo, ya sea en la banca o corriendo? ¿Por qué lo convertís todo en un concurso?
No sé… ¿testosterona?
Siempre ponéis esa excusa para todo.
¿Ah, sí? ¿Y cuela?
No.
Vale. ¿Y qué me dices de las chicas?
¿De las chicas? Pues que somos el género superior, obviamente.
Ya, y tú no estás siendo parcial ahora mismo.
Pues claro que no. Las mujeres somos racionales y ecuánimes por naturaleza.
¿Eso lo estás diciendo en serio?
¿Tú qué crees?
Ya sabes que a veces no sé si hablas en serio.
Es uno de los defectos de los hombres.
Ya, como las chicas nunca enviáis mensajes confusos…
Tienes toda la razón, eso que quede claro.
No sé ni por qué me esfuerzo.
¿Lo ves? Los chicos enseguida tiráis la toalla.
No es verdad.
En serio, ¿tengo que recordarte por qué estamos hablando siquiera? ¿Quién fue la más madura de los dos?
Ugh. Tienes razón.
Ya lo sé.
Chicas.
Sí, somos alucinantes por naturaleza.