Al principio, me quedé de una pieza al ver a toda aquella gente allí gritando: ¡SORPRESA! Y la noche se volvió aún más irreal si cabe a partir de aquel momento.
Mi padre se acercó y me dio un gran abrazo. Luego, el tío Adam hizo lo propio.
—Y yo que te creía demasiado lista como para que tu viejo papi te enredara —mi padre estaba radiante.
Miré a mi alrededor y vi a unas cincuenta personas de todos los ámbitos de mi vida. Casi todos eran compañeros del instituto acompañados de algún miembro de su familia y también había unos cuantos amigos de las clases de cocina.
No costaba mucho distinguir a los que habían acudido por Levi de los que estaban allí por mí. Los invitados me recordaron a los de la única boda a la que había asistido, el verano antes de que… La mejor amiga de mi madre de su época universitaria se casaba con un tipo que a ella no le caía bien. Todos los invitados por parte de Suzanne llevaban vestidos o trajes. En cambio, los invitados por parte del novio no se habían tomado tantas molestias. Oí que mi madre hacía chasquear la lengua varias veces al ver entrar a gente con vaqueros o pantalones informales.
«¿A quién se le ocurre ponerse vaqueros para asistir a una boda?», preguntó mi madre entre dientes.
Yo me encogí de hombros. En aquel entonces solo tenía diez años, así que no se me ocurrió ninguna respuesta ingeniosa.
Seis años después, seguía sin tener contestación para muchas cosas.
Levi se acercó al contingente de los deportistas. Fue entonces cuando advertí que Emily estaba allí. Me juego algo a que la madre de Levi no la había invitado. Revisé mi memoria para averiguar si yo había informado oficialmente a mi padre de que ya no éramos amigas. Hacía años que no pasaba por casa.
Emily me saludó con un gesto tímido y se acercó cautelosa.
—Feliz cumpleaños, Macallan.
—Gracias —repuse mientras nos dábamos un abrazo tenso.
—Es una fiesta genial —comentó, echando un vistazo a su alrededor.
—Sí.
Era una fiesta genial.
—En fin, ya sé que llevamos un tiempo sin coincidir, pero te he traído una cosa.
Emily me tendió una cajita envuelta.
—Oh, no hacía falta —protesté.
Ella se encogió de hombros. No sabía si debía esperar a abrir todos los regalos a la vez, pero como ni siquiera me habían informado de que iba a una fiesta, supuse que, por una vez, podía saltarme el protocolo.
Desenvolví la caja despacio. Dentro había una cadenita de plata con un delicado colgante en forma de flor.
—Te quedará bien con todo —me aseguró Emily.
—Muchas gracias.
Emily sabía que se me da fatal escoger accesorios. No he heredado ese gen. Desabroché la cadena y me la puse alrededor del cuello.
—Espera, yo te ayudo —me sujeté la melena mientras Emily prendía el cierre. El colgante se alojó justo en el centro del escote redondo que yo llevaba—. ¡Perfecto! —declaró ella.
Le dediqué una sonrisa agradecida. Aunque ya no fuéramos amigas, seguía cuidando de mi feminidad.
Nos miramos sin que ninguna de las dos supiera qué hacer a continuación. Qué raro, estar delante de la que había sido mi mejor amiga durante casi una década y no tener nada que decirle. Me pregunté, sin poder evitarlo, cómo nos sentiríamos Levi y yo dentro de un tiempo. Ya ni siquiera nos dirigíamos la palabra.
Miré en su dirección y lo vi riendo con sus colegas. A mí no me molestaba que tuviera amigos. Estaba enfadada porque me había llenado la cabeza de fantasías románticas y luego me las había arrebatado de un plumazo. Solo quería evitar que me hicieran daño; era un reflejo automático. Sin embargo, le había hecho un sitio como amigo, luego como amigo íntimo. Para cuando aterricé en Chicago, estaba dispuesta a dejarle entrar en mi corazón. A amarle como creía que él me amaba.
Y él me había dejado con un palmo de narices. Durante aquellos primeros días, fue una tortura estar cerca de él siquiera.
Devolví la atención a la fiesta. A un extremo de la sala, nuestros padres pedían la atención de todo el mundo. Me invadió el pánico, porque sabía que algo bochornoso estaba a punto de suceder.
—¡Muy bien, atención todo el mundo! —mi padre daba golpecitos a una copa con un tenedor. El agudo silbido del tío Adam silenció a los invitados—. Muchas gracias por haber venido esta noche. Y por guardar nuestro pequeño secreto —sonaron unas cuantas risas entre el público—. ¿Pueden acercarse los homenajeados?
Levi y yo acudimos desde extremos opuestos de la sala. El público nos recibió con aplausos discretos y algunos abucheos por parte del grupo de deportistas.
La señora Rodgers no cabía en sí de alegría.
—Estaba convencida de que Levi se olía algo. No paraba de hacer preguntas y de husmear.
—Lo cual siempre es motivo de preocupación —intervino el señor Rodgers a la vez que rodeaba con el brazo los hombros de Levi. Al verlos juntos, me di cuenta de lo mucho que se parecían, dejando aparte el pelo oscuro de su padre.
Levi estaba tenso y no parecía muy risueño. Cuando su padre empezó a zarandearlo, una sonrisa se extendió despacio por su cara.
La señora Rodgers volvió a tomar la palabra.
—Bruce y yo no sabemos cómo expresar lo mucho que Macallan significa para nosotros, al igual que Bill y Adam. Nos recibieron con los brazos abiertos cuando llegamos de la costa oeste y nos han hecho un sitio en su familia —se acercó a mí y me tomó la mano—. Estoy más que agradecida de que Levi tenga una amiga tan cálida y generosa.
Eché un vistazo a Levi, pero él tenía la cabeza gacha. A lo mejor necesitábamos algo así para que las cosas volvieran a su lugar. Todo lo que había dicho su madre era verdad (sobre todo eso de que yo era una persona cálida y generosa; olvidó mencionar humilde).
A mi regreso, había estado distante con Levi, principalmente porque quería acostumbrarme a la nueva situación. Luego, aquel día en la cocina de mi casa, Levi empezó a acusarme y a decirme un montón de cosas horribles. Estaba convencida de que volvería y se disculparía, pero no lo hizo.
Quería recuperar al antiguo Levi.
Aunque solo fuera como amigo.
Cuando se me tiró a la yugular, me di cuenta de lo delicada que era nuestra relación. A pesar de todo, lo necesitaba tanto, lo consideraba una parte tan importante de mi vida, que aceptaría las condiciones que me impusiera. Siempre planearía sobre nosotros un sobreentendido, claro está. Una atracción mutua que no llegaría a materializarse. Sin embargo, ¿valía la pena sacrificar nuestra amistad por un romance de instituto?
No. Mejor quedábamos como amigos.
Permanecí toda la noche a la espera. Durante los discursos y la cena, las canciones y el pastel, durante el baile y los regalos. Esperaba y esperaba, convencida de que Levi se acercaría y lo arreglaría todo.
Por desgracia, aguardaba una disculpa que nunca llegaría.
No sé qué me impulsó a acudir al último partido de fútbol de la temporada. El tío Adam aceptó encantado sentarse a mi lado en las gradas. No se perdía ni un partido de fútbol, luciendo orgulloso su camiseta naranja y azul. Aquella tarde, asistí con la excusa de animar a Danielle y a la banda de música. Incluso saludé unas cuantas veces a Emily cuando salió al campo con las animadoras.
Eso me dije a mí misma. A decir verdad, quería estar allí por si le concedían a Levi la oportunidad de jugar. El problema no estaba en su forma de jugar, sino en que los receptores titulares eran todos mayores y muy, muy buenos.
No sabía cuánto tiempo duraría mi fidelidad a Levi. Apenas habíamos intercambiado palabra desde la fiesta. Nos cruzábamos en el pasillo y hacíamos ese gesto con la barbilla con el que saludas a alguien cuando no te quieres tomar la molestia de pararte a conversar. Intenté que no me afectara, pero me sentía más herida cada día que pasaba. De vez en cuando me decía que debía renunciar a él y seguir con mi vida. Ya había sobrevivido a la ruptura de una gran amistad. Había sobrevivido a algo mucho peor que la pérdida de un amigo.
Sin embargo, una parte de mí seguía albergando esperanzas.
—¡Venga, chicos! —gritó Adam cuando el otro equipo se anotó un touchdown que los dejó diez a siete.
Faltaban menos de dos minutos para que acabara el partido. Sabía que, con un resultado tan igualado, Levi no saldría a jugar. Sin perder de vista el marcador, veíamos transcurrir los segundos despacio hasta que solo quedaban treinta para el final. Empecé a doblar la manta que tenía en el regazo, lista para encaminarme a la salida.
El juego volvió a captar mi atención cuando oí el sonido de los silbatos. Se estaba produciendo algún tipo de conmoción y los jueces tiraban los pañuelos al suelo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Adam observaba la escena.
—O hay una interferencia o alguien se ha hecho daño.
Cuando los cuerpos empezaron a retirarse de la melé, un jugador permaneció en el suelo. Tumbado de espaldas, se sujetaba la rodilla.
El campo entero guardó silencio cuando el entrenador y su ayudante corrieron hacia allí para evaluar la situación. Los jugadores lo miraban expectantes, seguramente preocupados por la suerte de su compañero de equipo y también nerviosos ante aquel recordatorio de su propia fragilidad.
El público se puso a aplaudir cuando el jugador abandonó el campo cojeando, apoyado en el entrenador.
—Eh, ese era Kyle Jankowski —dijo Adam, aplaudiendo con más fuerza.
Pobre Kyle, pensé. En aquel momento recordé que Kyle era uno de los receptores.
Eché un vistazo al público y crucé una mirada con la señora Rodgers. No sabía si estaba bien albergar esperanzas de que llamaran a Levi a expensas de la salud de otro jugador, pero eso fue lo que pasó.
Levi salió al campo corriendo a un trote ligero.
—¡VENGA, LEVI! —gritó Adam a viva voz, y me dio unas palmadas en la espalda.
Se me disparó el corazón. No obstante, estaba segura de que aquella reacción no era nada comparada con la que Levi debía de estar experimentando.
El equipo se alineó y Jacob Thomas, el quarterback, se hizo con el balón. Retrocedió y observó a los jugadores que avanzaban por el campo. Jacob siempre tenía más tiempo que la mayoría de los quarterbacks de la liga porque su tackle izquierdo era Keith. Ningún jugador del equipo contrario tenía ninguna posibilidad de alcanzarlo si Keith lo bloqueaba.
Jacob hizo un lanzamiento largo. Contuve el aliento, incapaz de decidir si quería que la pelota volara en dirección a Levi o no. Aunque ansiaba que anotase puntos, me daba miedo que se le cayera el balón y le echaran la culpa de la derrota. Siempre me ha parecido injusto que se aplauda o se condene a un solo jugador por haber anotado o no en los últimos segundos del partido. Los otros miembros del equipo también son responsables de la situación. La victoria o la derrota de un equipo no depende de un jugador.
Fue un pase incompleto y el equipo salió en desbandada hacia la yarda cuarenta. Quedaban menos de veinte segundos de partido. Comenzó una nueva jugada. Jacob se desplazaba hacia atrás, buscando una abertura. Quince segundos. El público se había puesto en pie. El balón surcó el aire. Se dirigía directamente a Levi, que corría raudo hacia la zona de anotación.
Juro que el tiempo se detuvo durante aquellos pocos segundos. El campo entero guardaba silencio. Los ojos de todos los presentes seguían la trayectoria del balón.
Levi alargó los brazos, concentrado.
Dio un pequeño salto y lo atrapó. Titubeó una milésima de segundo, seguramente sorprendido de que la pelota estuviera a salvo en sus manos. Se dio media vuelta y echó a correr hacia la zona de anotación.
La afición estalló en aplausos mientras el resto del equipo corría hacia él para celebrar la victoria.
Adam y yo nos abrazamos. Abrazamos a las personas que teníamos al lado. Me acerqué a los padres de Levi.
—¡Alucinante! —dije mientras el doctor Rodgers me cogía en brazos.
Me parecía lógico celebrar el triunfo con los padres de Levi. Eran parte de mi familia; aquello no había cambiado. Sabía que, antes o después, todo volvería a la normalidad. Uno no expulsa de su vida a los miembros de su familia.
Eché un vistazo al campo. Stacey entró corriendo junto con las otras animadoras y se unió al jaleo. Levi la besó rápidamente antes de que los chicos se lo llevaran a hombros.
Levi estaba radiante. Aquello era lo que siempre había soñado: formar parte del equipo; ser uno más de los chicos.
La euforia que me había invadido se esfumó rápidamente. Aunque sabía que debía alegrarme por él, tenía que afrontar la verdad.
En aquel momento, supe que le había perdido para siempre.
Es sorprendente hasta qué punto ganar un partido puede alimentar la autoconfianza de una persona. O su ego.
Después del partido, le envié a Levi un mensaje para felicitarlo. No me respondió. Lo vi en el aparcamiento del instituto el lunes siguiente por la mañana y lo saludé de lejos, pero él estaba demasiado ocupado haciéndose el chulo como para reparar en mí.
En el instituto, no se hablaba de otra cosa, como si fuera la primera vez que ganábamos un partido. Por lo visto, nadie se acordaba de que nuestro equipo había jugado fatal durante los primeros tres cuartos. Al parecer, lo único que importaba eran los últimos veinte segundos. Si aquella jugada se hubiera producido dos minutos antes, ya la habríamos olvidado.
Y sí, mi actitud era horrible. Una buena amiga se habría alegrado más por Levi, pero ¿acaso seguíamos siendo amigos? Llevábamos semanas sin intercambiar palabra. Teníamos personas más importantes (que no mejores) con las que pasar el rato.
Mi enfado alcanzó su máximo apogeo el día que doblé un recodo para dirigirme a clase de inglés y lo vi andando con Tim y Keith. Llevaban puestas las chaquetas de fútbol americano, con la mangas blancas, y recorrían los pasillos con ese atlético aire de superioridad que nunca he acabado de entender. El hecho de que seas capaz de lanzar un balón, golpear una bola o hacer algo medianamente bien con una pelota ¿te convierte automáticamente en un héroe? Los chicos de la banda, por más talento musical que tuvieran, no iban por ahí como si todos tuviéramos que hacerles reverencias.
Me recordé a mí misma que solo unos cuantos de aquellos chicos conseguirían entrar en un equipo universitario, y que el porcentaje de los que acabarían por convertirse en ególatras atletas profesionales era aún menor; eso si alguno lo lograba. Dentro de veinte años, Keith probablemente sería un calvo obeso que viviría para recordar sus glorias pasadas como futbolista juvenil.
Yo quería creer (o al menos así lo esperaba) que aún tenía mucho por vivir. Me parecía deprimente pensar que algún día recordaría los años del instituto como la mejor época de mi vida.
—Eh, Macallan —canturreó Keith.
Hice una mueca cuando me crucé con él.
—Uy, me parece que alguien está en esos días del mes —se burló Keith—. Debes de tenerlos marcados en el calendario, ¿no, California? No creo que te apetezca estar cerca cuando le viene.
En primer lugar, puaj. En segundo, ¿no se le ocurría nada mejor para explicar el hecho de que alguien no quisiera hablar con él? No podía concebir que una chica lo considerase un capullo integral, así que lo atribuía a la fisiología femenina.
Me detuve en mitad del pasillo. No debería haberle hecho caso, pero aquel día no estaba de humor para sus chorradas.
—¿No se te ocurre nada mejor? —le escupí.
Los tres se detuvieron, y todos se dieron media vuelta menos Levi, que farfulló algo de que pasaran de mí.
Keith esbozó una sonrisilla impertinente.
—Oh, se me ocurren cosas mucho mejores, pero no creo que pudieras soportarlas.
Keith estaba acostumbrado a hacer lo que le venía en gana. Y, en aquel momento, me apeteció sacarlo de sus casillas. Quería que alguien que no fuera yo se sintiera rechazado, para variar.
—No creo que me afectasen lo más mínimo, Keith, créeme, teniendo en cuenta que lo único que sabes de las mujeres es lo que te enseñan en clase de Ciencias de la Salud. Ponme a prueba.
Tim soltó ese «uh» que lanzan los chicos para incitar a otro a aceptar un desafío.
—¡Toma esa! —se rio.
Levi permaneció inmóvil.
A Keith no le hizo tanta gracia.
—En serio, Macallan, en términos de inteligencia, no me llegas ni a la suela del zapato.
Menuda ridiculez.
Su expresión de suficiencia me puso furiosa. Me había arrebatado a Levi, y esta vez no se lo pondría fácil.
Me incliné hacia él.
—Tú sabes que una «S» en un examen no significa «simpático», ¿verdad?
Keith me miró de arriba abajo. Acto seguido, una sonrisa se extendió por su rostro, como si se le acabara de ocurrir la réplica que estaba buscando. Sin embargo, nada de lo que hiciera Keith podía afectarme. Ni en plan de ligue, ni en una discusión, jamás.
—Pues claro —ronroneó—. Yo no soy medio retrasado.
Durante un instante, me quedé estupefacta.
Luego me acerqué unos pasos. Levi retrocedió.
—Perdona, ¿te importaría repetir lo que has dicho?
Estaba convencida de que ni siquiera Keith caería tan bajo.
Dobló los brazos hacia los hombros y dejó las manos colgando. Unió las piernas por las rodillas y empezó a andar como si tuviera una discapacidad.
—No lo sé. ¿Qué quiere decir «repetir»?
Sin saber siquiera lo que estaba haciendo, empujé a Keith. Con fuerza. Él retrocedió medio paso. Luego se rio. Lo cual me sulfuró aún más.
—Macallan —Levi me cogió del brazo—. Tranquilízate.
Le di un empujón.
—No. No voy a tranquilizarme. ¿Y tú te vas a quedar ahí como si nada mientras este se burla de mi tío que, por cierto, te tiene mucho cariño? ¿Que es incapaz de decir nada malo de nadie? ¿Que desde luego nunca sería tan cruel como para mofarse de otra persona?
Se me había quebrado la voz. Noté que empezaba a temblar con todo el cuerpo.
—Por Dios —Keith parecía impresionado—. Perdona, Macallan. Pensaba que sabías encajar las bromas.
—¿Te parece gracioso? —le espeté con desprecio. No quería llorar delante de Keith. No podía dejar que supiese hasta qué punto me habían afectado sus palabras—. Eres patético. Me muero por verte dentro de diez años, cuando te enfrentes a la realidad de la vida más allá de estas cuatro paredes.
Adoptó una expresión tan despectiva como mi tono de voz.
—Te crees muy dura, ¿verdad? Vas por ahí como si fueras superior al resto de la humanidad. Pero te diré una cosa. Solo porque tu madre haya muerto no tienes derecho a portarte como una zorra.
Una rabia indescriptible, que llevaba años sin sentir, se apoderó de mí. Aunque me daba cuenta de que Keith ya se estaba arrepintiendo de lo que había dicho, era demasiado tarde. Que dijera lo que quisiera de mí, pero ¿cómo se atrevía a nombrar a mi madre?
Quería cerrarle la boca. Y lo hice del único modo que sabía.
No tuvo la misma suerte que Levi. En su caso, no le besé.
Cerré el puño y se lo estampé en los morros.
Keith, el superatleta, cayó de culo.
Me erguí sobre él.
—Como vuelvas a decir una sola palabra sobre mí o sobre mi familia, no seré tan delicada.
Me di media vuelta y choqué de bruces con el señor Matthews, el profesor de Educación Física.
—Señorita Dietz, tendrá que acompañarme a mi despacho, y eso va por los caballeros también.
—¡Ha sido ella! —gritó Keith.
—Ya basta, señor Simon —el señor Matthews se interpuso entre ambos—. No crea que no he oído lo que le ha dicho.
Los cuatro seguimos al profesor a su despacho. Nos llevaron a dos salas distintas. Sabía que me había metido en un buen lío. Era consciente de que mi impecable expediente académico corría peligro. Sin embargo, me daba igual. Estaba furiosa. Enfadada con el mundo. ¿Y cómo no estarlo? Me habían arrebatado a la persona más importante de mi vida sin ninguna explicación. Muchas otras veces sacaba fuerzas de flaqueza. A menudo conseguía fingir que todo iba bien.
Hay ocasiones, sin embargo, en que una chica necesita a su madre.
Esperé en el despacho de la directora durante lo que me pareció una eternidad. Tuve todo ese tiempo para replantearme mi comportamiento. Recordé que una vez, cuando iba a primero, me enfadé con un niño de cuarto que siempre se metía conmigo durante el recreo. Me insultaba y a veces me tiraba palos.
Por fin se lo conté a mi madre. Le dije que lo odiaba y que la próxima vez le daría un puñetazo en la cara.
Mi madre me respondió que no debía golpear a nadie, porque la violencia nunca es la solución. Cuando pegas a alguien, le estás demostrando que te importa lo que opina de ti. Y que una no debía darle tanto poder a nadie.
Sin embargo, no era con Keith con quien estaba enfadada. No era él quien me importaba.
La puerta se abrió por fin y apareció mi padre. Me sentí enormemente culpable de haberle obligado a acudir al instituto. No quería ser la causa de una de esas horribles llamadas.
—Eh, Calley —me dijo con suavidad. Solo me llamaba así cuando estaba preocupado por su «niñita».
La directora Boockmeier le pidió por gestos que se sentara. Yo no podía ni mirar a mi padre, de tanto que me horrorizaba mi propio comportamiento.
—Bueno, he informado a tu padre de lo sucedido. Parece ser que la versión de Levi y la de Tim coinciden. El relato de Keith ha sido más dramático —la directora Boockmeier frunció los labios, como si se aguantara la risa—. Aunque entiendo que te han provocado, lo que te ha dicho Keith, por desafortunado que fuera, no justifica tu reacción. Nuestra política en relación a cualquier tipo de violencia es muy estricta, y tú le has golpeado. Quedas expulsada el resto de la semana y tendrás que quedarte después de las clases durante dos semanas más. Si no se producen más incidentes, no mencionaremos esto en tu expediente.
Estaba tan sorprendida como aliviada. Era la semana de Acción de Gracias, así que solo faltaría dos días a clase. Y, con un poco de suerte, mi expediente no se echaría a perder.
Me levanté rápidamente y seguí a mi padre al exterior. Él guardó silencio durante todo el trayecto de vuelta a casa. Yo me miraba la mano derecha. La tenía hinchada y algo enrojecida.
El coche se detuvo y mi padre apagó el motor. Alcé la vista y descubrí que estábamos en el aparcamiento de Culver’s.
—¿Qué…? —musité.
Mi padre se volvió a mirarme con lágrimas en los ojos.
—No puedo decir que haya dado saltos de alegría al recibir esa llamada, Macallan, pero luego la directora Boockmeier y Levi me han contado lo sucedido y, bueno… Tu madre era una de las personas más buenas sobre la faz de la Tierra. No le habría hecho daño ni a una mosca.
Estaba a punto de echarme a llorar. Le había fallado a mi padre y, lo que era peor, también a mi madre.
—Pero —posó la mano sobre la mía— jamás habría tolerado que nadie se metiera con su familia. Eso no le habría sentado nada bien. Tu madre habría hecho lo mismo que tú, cariño. Cada día que pasa me recuerdas más a ella. Y aunque lamento no poder ayudarte tanto como ella lo habría hecho, estoy orgulloso de ti. Y ella también lo estaría.
—¿De verdad? —ahora las lágrimas fluían a mares por mis mejillas.
—Claro que sí —mi padre me apretó la mano con fuerza—. Y sé que ella te está mirando ahora, seguramente riéndose por lo bajo y lamentando no poder estar aquí contigo. Ella habría querido que te invitara a una crema por actuar con decisión y plantar cara en nombre de tu tío y en el tuyo.
Me imaginé a mi madre tal como la describía y supe que tenía razón. Ella jamás habría tolerado que alguien se burlara de Adam. Una de las cosas que más le gustó a mi padre de ella cuando empezaron a salir fue que nunca sobreprotegió a Adam. Trataba a su hermano pequeño como a todo el mundo. No le habría permitido a nadie hablar de Adam o de mí en ese tono.
—¿Es una sonrisa lo que veo? —preguntó mi padre.
Asentí.
—Tienes razón. Sé que mamá estaría orgullosa. Estaría orgullosa de los dos, papá —mi comentario le sorprendió, pero es que yo no era la única que había perdido a alguien—. Vamos a pedir esa crema.
Lo lamento muchísimo, Macallan. Me siento fatal por lo que pasó. Debería haber intervenido. Debería haber sido yo el que le atizó en los morros. No me puedo creer que fuera tan memo. Es un milagro que vuelvas a hablarme, de verdad. Y doy gracias de no haberme cruzado nunca con tu gancho derecho.
Lo siento mucho. No debería bromear con eso.
Soy un idiota.
Que me cuelguen si no merezco un puñetazo en la cara.
Lo siento mucho.
Corramos un tupido velo.