La primera vez que mis padres me dijeron que nos mudábamos a Wisconsin, me quedé hecho polvo. O sea, ¿tenía que dejar atrás a mis amigos y toda mi vida solo porque a mi padre lo habían ascendido? ¿Por qué no podíamos quedarnos en Santa Mónica, donde hacía buen tiempo y había unas olas brutales?
Luego me di cuenta de que empezaría de cero. Siempre había envidiado a los chicos que llegaban nuevos al colegio. Todo el mundo les hacía caso. Los envolvía un aura de misterio. Podían convertirse en la persona que quisieran. Así que, a lo mejor, la idea de mudarse no era tan mala. Me iba a convertir en un forastero procedente de tierra extraña. ¿Qué chica se resiste a eso?
Y por fin llegué a Wisconsin.
Cuando la directora me presentó a Macallan, me puse nervioso porque era muy guapa. Enseguida, al cabo de unos 2,5 segundos, me hizo saber que pasaba de mí completamente. Si le hubiera dado un vaso de leche, se le habría congelado en la mano en menos de un minuto. Así de fría fue.
Supuse que no volvería a hablarme y me centré en los chicos del colegio. De todos modos, los tíos siempre son más enrollados que las tías.
Aquel primer día, justo antes de comer, me acerqué a un grupo de chicos, me presenté e intenté aparentar que controlaba la situación. Sin embargo, estoy seguro de que apestaba a desesperación por los cuatro costados. Me di cuenta enseguida de que Keith, esa mala bestia, era el cabecilla del curso. Iba a todas partes acompañado de un grupo de tres o cuatro chicos y todos llevaban una camiseta de no sé qué equipo de Wisconsin. Keith vestía una sudadera de los Badgers y vaqueros por la rodilla. Medía más de metro ochenta y le pasaba una cabeza a todo el mundo, incluidos casi todos los profesores. No estaba delgado pero tampoco gordo; sencillamente, era un cachas.
Cuando me acerqué a él, me miró de arriba abajo y me soltó «¿De qué vas?» antes incluso de que tuviera ocasión de presentarme. Dije unas cuantas chorradas y me sentí como si me estuvieran entrevistando para un trabajo.
Entonces cometí un error fatal. Debería haber sido más listo.
Reconocí ser fan de los Chicago Bears.
Juro que oí el siseo.
Supuse que, en cualquier caso, me tomarían el pelo, como hacen los tíos. Era eso lo que esperaba, lo que ansiaba. Porque si los chicos te toman el pelo, significa que te han aceptado, más o menos.
En cambio, cuando me serví el almuerzo y busqué una mesa, nadie me miró siquiera. Todos estaban demasiado ocupados hablando de sus vacaciones como para fijarse en el chico nuevo. En vez de ser el recién llegado que despertaba el interés de todo el mundo, me trataban como si tuviera la lepra o algo así. Me habían repetido hasta la saciedad que la gente de Wisconsin era simpatiquísima, pero yo no tuve esa sensación. Me sentía como si hubiera invadido su territorio. No había pasado ni medio día y ya tenía ganas de llorar.
Entonces llegó Macallan.
Me salvó de la humillación pública de tener que comer solo el primer día de clase. A partir de entonces, me senté a comer con ella y con sus amigas cada día.
Al principio, no me hacía mucha gracia eso de que Macallan viniera a casa los miércoles después de clase. En cuanto llegaba, sacaba los deberes y se ponía a trabajar hasta que su padre venía a buscarla. Solo se animaba cuando veíamos algún episodio de Buggy y Floyd. Al cabo de unos cuantos miércoles, empezamos a charlar un poco más.
Era bastante guay. O sea, increíblemente guay, aunque a veces podía mostrarse muy fría.
Un miércoles, cosa de un mes más tarde, tuvo que quedarse más rato que de costumbre. Mi madre llegó del supermercado y dijo:
—Macallan, cielo, tu padre acaba de llamarme. Se le ha hecho tarde, así que tendrás que quedarte a cenar. Espero que te guste la carne picada.
Sentada a la mesa del comedor en la que solíamos estudiar, Macallan se quedó mirando a mi madre, que había entrado en la cocina y estaba sacando la compra. Procuré no reírme cuando Macallan frunció el ceño. Siempre hacía eso para concentrarse, tanto en las mates como en mi madre. Me parecía adorable.
—Eh —intenté que Macallan me prestara atención—. ¿Quieres que juguemos a un videojuego o algo?
—Prefiero acabar el trabajo de Literatura.
Se puso a escribir a toda prisa.
Cogí el manoseado libro que estaba leyendo.
—¿Miss Lulu Bett? —me reí—. ¿Estás haciendo un trabajo sobre alguien que escribió un libro titulado Miss Lulu Bett?
Macallan tendió la mano hacia el libro.
—¿Puedes tener cuidado, por favor? Lo he sacado de la biblioteca. Es una rareza.
Le ofrecí el libro con ambas manos haciendo un amago de reverencia.
—Y, para que te enteres, la autora, Zona Gale, nació en Wisconsin y fue la primera mujer galardonada con el premio Pulitzer de teatro. No te vas a morir por aprender un poco de historia de esta zona. Ahora vives aquí.
—Uh...
Casi siempre le respondía eso cuando Macallan me soltaba un sermón. Me iba bastante bien en el cole y sacaba buenas notas, pero no era tan empollón como ella.
Macallan siguió escribiendo.
—¿Y tú trabajo de qué trata? ¿Del doctor Seuss?
—Me gustan los huevos verdes con jamón, Mac yo soy.
Macallan hizo una mueca.
—A veces no sé ni por qué me molesto.
Fingió volver al trabajo, pero me di cuenta de que le empezaban a bailar las comisuras de los labios.
Volví a coger el libro con cuidado.
—A lo mejor debería leer este. Me pregunto qué clase de apuesta hizo Miss Lulu.
Lo dije porque bet significa «apostar» en inglés. Macallan gimió.
—Señora Rodgers, ¿necesita ayuda con la cena?
Mi madre asomó la cabeza por el umbral de la cocina.
—No te preocupes. Creo que ya está todo.
Macallan se levantó de todos modos y se reunió con ella.
—¿Seguro?
—Bueno, si quieres me puedes ayudar a cortar las verduras.
Mi madre le sonrió.
Genial, ahora tendré que ayudar yo también, pensé. Si quieres quedar como un vago, invita a Macallan a cenar.
Mi madre sacó pimientos rojos y verdes, calabacín y champiñones de la bolsa de la compra y le dio a Macallan la tabla de cortar y un cuchillo. Macallan se quedó mirando el cuchillo y las verduras como si le hubieran puesto delante una ecuación muy complicada. Acercó el cuchillo al pimiento, primero en un sentido y luego en el otro.
Por fin, dirigió la vista hacia mí, seguramente pidiendo ayuda. Menuda ocurrencia. El año pasado, cuando intenté preparar palomitas en el microondas, estuve a punto de quemar la casa. El tufo a palomitas carbonizadas duró una semana. Desde entonces, tengo prohibida la entrada en la cocina.
—¿Quiere que las corte de alguna forma en especial? —le preguntó a mi madre.
Ella abrió la boca, pero antes de que dijera nada se le encendió la bombilla. Se acercó a Macallan y le enseñó los distintos modos de cortar cada cosa. Los ojos verdes de la chica lo miraban todo como si se lo tuviera que aprender para un examen.
—Gracias —dijo en voz baja cuando se puso a trabajar—. En mi casa apenas se cocina. Ya no.
En aquel momento, me di cuenta de que Macallan estaba enamorada de mi madre. Fue Emily quien me contó lo del accidente de coche; Macallan no me había dicho gran cosa sobre su madre. No tenía ni idea de si debía comentarle algo al respecto. O preguntarle. O sea, ¿qué se hace en esos casos?
Que me cuelguen si lo sé.
Aunque me estaba haciendo amigo de Macallan y su grupo, echaba de menos la compañía de los tíos.
—¿Qué pasa, California? —me dijo Keith después de clase a principios de noviembre—. ¿Cómo va eso, tronco? —aunque lo dijo con acento pijo. Sabía que se estaba burlando de mi manera de hablar, pero ¿acaso él no se había oído? Allí, todo el mundo se comía letras y ni siquiera pronunciaban la eses finales. A mí me daba mucha risa—. Te vi corriendo por la pista en clase de Educación Física. No se te da mal.
—Gracias, tío.
Estuve a punto de ponerme en plan chulo diciendo que podía correr mucho más cuando no estaba medio congelado. Aunque la nieve de la primera ventisca del año (que cayó antes de Halloween) se había derretido, seguía haciendo un frío de mil demonios.
Una parte de mí ya había tachado a Keith y su grupo de la lista… y sin embargo me emocioné un poco cuando él prosiguió.
—Sí, a lo mejor te gustaría jugar un partido. Como receptor o algo así. ¿Jugáis al fútbol en los mundos de Yupi? —se rio.
Decidí responder con otra pulla.
—No sé, tío. ¿Has oído hablar de algo llamado el Torneo de las Rosas? Seguro que no, porque los Badgers llevan años sin ganarlo.
—Tocado —Keith parecía impresionado.
Yo había perdido la práctica de lanzar pullas. En California, mis colegas y yo nos pasábamos horas metiéndonos los unos con los otros, con nuestras familias, con las chicas que nos gustaban. Con cualquier cosa. Cuanto más gorda la pulla, más nos reíamos. Lo habíamos convertido en un arte.
—Vale, California —Keith asintió para sí—. Nos vemos por ahí. No dejes que esas pibas empiecen a trenzarte el pelo o a hacerte la manicura. Los tíos juegan al fútbol.
—Ya te digo.
Nos despedimos con esa especie de saludo que me hace sentir aún más gilipollas, pero, oye, por lo menos me había hablado. Algo es algo.
Después de clase, advertí al instante que Macallan estaba de mal humor. Mi madre tenía una reunión y llegaría tarde, así que tuvimos que hacer andando un trayecto de veinte minutos para llegar a mi casa. Apenas me dirigió la palabra en todo ese rato y ni siquiera quiso parar en el parque Riverside. Cuando íbamos andando a casa, siempre pasábamos un rato por el parque para hacer el ganso, por mucho frío que hiciera. Aquel día, por lo visto, no.
—¿Va todo bien? —le pregunté por fin, sobre todo porque tanto silencio me resultaba superincómodo.
Ella se puso en plan:
—Sí, no… No me encuentro bien.
La vi sujetarse la barriga y temí que echara la pota delante de mí.
Cuando llegamos a casa, se quedó sentada. No quería hablar ni mirar la tele, no le apetecía comer nada. Aquello tenía mala pinta.
Jugué un par de partidas a la videoconsola; ella miraba en silencio desde el sofá.
—Jo, en serio… —la miré y vi que tenía mal aspecto. Solo había una cosa capaz de arrancarle una sonrisa—. Uy —exclamé con mi mejor acento londinense—. ¿Te vas a quedar ahí sentada o me vas a ayudar a tener… un bebé?
A continuación fingí un desmayo. Un gag típico de Buggy.
Ella se levantó de repente y se fue al baño.
Es lo malo de hacerte amigo de una chica. A veces son tan complicadas… O sea, ¿tenía que adivinar lo que le pasaba? ¿No podía darme alguna pista?
Después de jugar unas cuantas partidas más, me di cuenta de que Macallan llevaba demasiado rato en el baño. Vaya asco. Pero ¿y si se había golpeado la cabeza contra el lavamanos o algo? No quería molestarla, pero había dicho que no se encontraba bien.
Me acerqué a la puerta del baño con cautela.
—Ejem, ¿Macallan?
—¡Vete!
—Esto… ¿necesitas…?
—¡HE DICHO QUE TE VAYAS!
Estoy seguro de que tiró algo contra la puerta. O la golpeó. Luego se oyeron más ruidos y me quedó claro que no estaba muy alegre que digamos.
No sabía qué hacer. Mis amigos de casa nunca se encerraban en el baño.
Gracias a Dios, mi madre llegó pocos minutos después. Cuando me vio allí plantado, mirando la puerta del baño, me miró extrañada.
—Mamá, no sé qué le pasa. Se ha encerrado ahí dentro. Creo que está llorando. Te juro que yo no he hecho nada.
Mi madre abrió los ojos como platos.
—Vete a jugar con la videoconsola.
Mi madre siempre me estaba diciendo que no perdiera tanto tiempo con los videojuegos. Me largué al salón antes de que cambiara de idea.
Tras lo que me pareció una eternidad, mi madre salió del baño.
—¿Qué…?
Me interrumpió.
—Mira, no hables de esto con Macallan ni con nadie del colegio. ¿Me entiendes? —no estaba acostumbrado a que me hablara en un tono tan brusco—. Ahora quiero que te vayas a tu habitación…
—¿Qué? —protesté—. Pero si yo no he hecho…
Mi madre hizo chasquear los dedos. Genial. Ahora ella también estaba enfadada conmigo. Bajó la voz.
—Cuando llegue el padre de Macallan, necesito hablar con él en privado. Ve a tu cuarto. No quiero oír ni una palabra más sobre esto.
Se cruzó de brazos y supe que no tenía más remedio que obedecer.
Me fui a mi habitación hecho un lío. Solo tenía una cosa clara.
No hay quien entienda a las chicas.
Ay, madre.
¿Qué?
Por fin he pillado lo que te pasaba aquel día.
¿No lo habías deducido hasta ahora?
Pues… no.
No vamos a mantener esta conversación.
No me puedo creer que no me diera cuenta de que tenías…
¿Qué parte de «no vamos a mantener esta conversación» no entiendes?
¿Crees que yo quiero hablar de esto?
¿Y entonces por qué sigues hablando?
Ejem, da igual.
Será mejor que nos pongamos a hablar cuanto antes de algo muy masculino para que no bajes puntos en la escala de tío duro.
Sí, esto, a mí gustar carne.
Tías.
Fútbol.
Hierba.
Salchichas.
Pedicura.
Vale, prometiste no mencionarlo nunca. Tenía una ampolla y yo solo…
Excusas, excusas.
Eres lo peor.
Por eso me quieres.
Sí, porque me encanta que me den caña. Y soy masculino al cien por cien.
Deja de reírte.
En serio, deja de reírte.
Macallan, no tiene tanta gracia.