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La empresa como fábrica de insomnio
El trabajo: entre 25 y 40 horas a la semana de nuestro preciado tiempo. Mucho tiempo para estar cansados, ¿no?
El espacio en el que trabajamos, las relaciones con nuestros compañeros, las responsabilidades de nuestro cargo o el tipo de tarea que desempeñamos son aspectos que pueden variar nuestra manera de sentir y de vivir el día… y, por supuesto, también la noche.
Hoy todo se hace con prisas y ansiedad, muy especialmente en el trabajo. Nos exigen cada vez más preparación, competitividad, flexibilidad horaria que va en detrimento del tiempo libre. Presión y más presión en guerra con la calidad de vida y el bienestar.
Si a unas condiciones laborales cada vez más precarias y agobiantes añadimos el bombardeo constante sobre la crisis económica y la inestabilidad en los puestos de trabajo, entenderemos que dar vueltas en la cama ya sea lo habitual.
Tenemos dos factores que disparan las alteraciones del sueño: el estrés laboral y la incertidumbre ante nuestro futuro, aunque hay otros problemas relacionados con el trabajo que pueden restarnos descanso, como veremos más adelante.
Con semejante panorama, el número de insomnes ha aumentado. Estimamos que el 70 por ciento de la población activa padece algún tipo de estrés, que a veces da pie a un círculo vicioso: la presión en el trabajo no nos deja dormir, y estar fatigados, porque no hemos descansado bien, nos hace estar más tensos en el trabajo, completamente fuera de onda.
¿Cómo se manifiesta el estrés? ¿Qué otros factores inciden sobre nuestro ritmo de vigilia-sueño?
Atención también al desgaste por mobbing o burn-out y a las adicciones tecnológicas o los cambios de horarios. Repasamos todos los detalles.
El estrés
Según el doctor Hans Selye, el primero en introducir este concepto en el ámbito de la salud, en 1926, el estrés es una respuesta general del organismo ante cualquier estímulo o situación estresante, como por ejemplo un contexto de excesiva demanda.
El caso es que el estrés en sí mismo no tiene por qué ser negativo. En un sentido general, hablamos de una respuesta fisiológica y psicológica que experimenta el organismo ante situaciones de máxima exigencia.
Sentirnos estresados depende tanto de las demandas externas como de nuestros propios recursos para enfrentarnos a ellas. Cuando nos exponemos a un escenario estresante, éste provoca una «respuesta de estrés», es decir, el organismo se prepara para hacer frente a la presión. Hay quien afronta de manera satisfactoria las circunstancias, y, por lo tanto, su estrés es ocasional y no se perpetúa; hay que saber poner punto final a una situación crítica cuando ésta ha terminado. Pero también hay quien, ante una situación estresante, no reacciona de manera eficaz, se queda en la fase de resistencia y, poco a poco, se va agotando. Sucede cuando nos obsesionamos con la situación que hemos sufrido, y conlleva que sintamos fatiga o ansiedad, o que tengamos insomnio.
Éste es el caso, por ejemplo, de los trabajadores de los aeropuertos. Las terminales ya son en sí mismas lugares que predisponen al estrés. Los nervios de los pasajeros y su agresividad a menudo recaen en quienes los atienden. Los problemas de sobreventa, retrasos, pérdidas de equipaje pueden llevar a los usuarios a maltratar verbal o incluso físicamente a los empleados de las líneas aéreas, que no tienen permitido responder a dichas agresiones y deben aguantar el chaparrón. La tediosa y digna de paciencia atención al público.
Una vez que el vuelo ha partido y los pasajeros con él, la situación crítica ha terminado y el estrés debería haber volado también. Pero algunos se obsesionan: los insultos han herido al empleado, quien no puede dejar de pensar en lo sucedido después de la jornada laboral, incluso antes de acostarse. No puede conciliar el sueño.
Si situaciones como ésta, en una terminal de aeropuerto, se repiten demasiado, el estrés puede volverse crónico y producir insomnio.
El estrés laboral es un problema acuciante en la actualidad. Aparece cuando percibimos un desequilibrio entre las exigencias profesionales y nuestra propia capacidad para llevarlas a cabo, tanto por falta de tiempo como por acumulación de tareas. Tanto monta, monta tanto.
Podemos clasificar en diferentes grupos lo que nos estresa en el trabajo:
- Estresores del ambiente físico, que están relacionados con el lugar de trabajo. Una mala iluminación, un exceso de ruido, un aire contaminado o una mala ventilación empeoran las condiciones de trabajo y nos hacen vivirlo de manera negativa.
- Estresores de la organización, es decir, los que tienen que ver con horarios y relaciones de la compañía. Una jornada de trabajo excesivamente larga, un mal trato con los compañeros o la incertidumbre sobre el futuro de la empresa generan estrés que puede derivar, además, en otras problemáticas laborales, como el acoso, que describimos luego.
- Estresores de la tarea, que son los que afectan al trabajo en sí. Una sobrecarga de obligaciones en poco tiempo, una falta de control sobre las tareas encomendadas o la ambigüedad sobre el rol que se tiene dentro de la empresa pueden agobiar al trabajador.
Si abordamos el problema de forma más general, veremos que la desorganización en el ámbito laboral incide negativamente en el rendimiento de los que trabajamos.
Afrontar constantemente reuniones, proyectos y decisiones que acarrean consecuencias importantes para toda la empresa puede sentirse como una carga y dejarnos paralizados por el estrés.
Los cambios de horario, los incesantes viajes o las jornadas interminables que roban tiempo al ocio y a la vida personal también alimentan el estrés.
Lo malo es que los estresados nos llevamos los problemas y la tensión a casa, y no podemos relajarnos a la hora de dormir. No logramos desconectar: al acostarnos, el cerebro no se apaga, sino que a menudo sigue alerta. El estrés laboral normalmente dificulta conciliar el sueño, hace que nos despertemos con frecuencia por la noche, alterados por las preocupaciones, la ansiedad e incluso las pesadillas, y después nos cuesta horrores dormirnos de nuevo.
Al día siguiente estamos como si un huracán hubiese azotado nuestra habitación.
Empezamos el día sin haber descansado, sin habernos relajado. Estamos tensos y de mal humor, lo que es una fuente adicional de problemas. Nuestro cerebro no se ha recargado y sigue con la tensión acumulada del día anterior, por lo que le es todavía más difícil gestionar el estrés que le espera en el trabajo.
Y para cerrar el círculo vicioso, el estrés de día impide que, a la noche siguiente, podamos disfrutar del sueño profundo que necesitan nuestro cuerpo y nuestra mente para recuperarnos de la tensión.
El síndrome del burn-out
¿Quién no se ha sentido alguna vez «quemado» por el trabajo? La psicóloga social Cristina Maslach definió este síndrome como «una sobrecarga emocional» que se manifiesta por el agotamiento y una baja realización personal.
Aunque es cierto que hay varias causas que pueden derivar en estrés extremo, los estudios apuntan a que, principalmente, lo padecen personas cuyas profesiones exigen un contacto constante y directo con personas, así como horarios de trabajo excesivos y con pocos descansos. Ahí están los médicos y enfermeras, pasando por los psicólogos y terapeutas, y los profesionales del ámbito educativo o del campo penitenciario, entre muchas otras áreas.
Este síndrome se reconoce por las actitudes negativas hacia los receptores del trabajo encomendado. El trabajador se distancia como estrategia para protegerse del estrés que les supone su tarea, pierde la capacidad de poner en práctica sus recursos y evalúa su propio trabajo de manera negativa. Está harto, desmotivado. Quemado.
Más allá de la conducta, vemos aspectos psicosomáticos, como dolores de cabeza y musculares, desajustes intestinales y un cansancio y un malestar general, tanto físico como psicológico (un sentimiento de vacío, impotencia o baja autoestima) y nerviosismo o alteraciones del sueño, que es lo que nos ocupa aquí.
Uno de los primeros síntomas del burn-out es el sentimiento de impotencia que deriva en un cansancio que vamos acumulando sin percatarnos. El trabajo no tiene fin e incluso lo despreciamos. Comienzan los dolores musculares, de cabeza, el estrés…
El sentimiento de frustración se afinca en nuestro cerebro, y nos llevamos todas las preocupaciones y malestares a casa. El cerebro no puede deshacerse de esos sentimientos negativos que lo presionan durante el día. No pegamos ojo y a menudo sufrimos y despertares a lo largo de la noche, como si nuestra mente se hubiera quedado «enganchada» en ese bucle negativo de pensamientos. Y, al día siguiente, ir a trabajar es una frustrante tortura.
Adicción al trabajo
Durante mucho tiempo, trabajar más horas de las necesarias o llevarse el trabajo a casa —incluso en fin de semana o en vacaciones— fue sinónimo de ser un buen currante. Sin embargo, la psicología actual apunta a que este comportamiento puede ser la expresión de una adicción, y no de una pasión.
Podríamos definir esta dependencia como una necesidad excesiva e incontrolable de trabajar incesantemente, que repercute en nuestra salud y en nuestras relaciones sociales y personales. La vida del adicto es unidimensional: sólo existe el trabajo. En lugar de trabajar para vivir, vive para trabajar. De esta manera, esos dos tercios de nuestra vida se convierten en uno solo y dedicamos nuestro tiempo libre únicamente a dormir. Y, claro, lograremos un sueño de baja calidad, ya que nuestro cerebro necesita alejarse del trabajo. Si prescindimos de nuestro ocio y de las relaciones con amigos y familia, estamos condenados a perderlos, un dato también en contra de nuestro descanso.
Se calcula que más del 20 por ciento de la población activa mundial es adicta a trabajar. Y, en nuestro país, entre el 7 y el 12 por ciento vive parapetado en su profesión.
Muchos se aferran al trabajo porque tienen una sensación de realización que no encuentran en ninguna otra actividad. También porque se agarran a su profesión como mecanismo para huir de los problemas personales o familiares que aguardan fuera de lo laboral. En el mundo real, vaya.
Un adicto al trabajo se siente frustrado, irritado o alterado si no puede trabajar en sus ratos libres (eso engloba tanto los fines de semana como los períodos de vacaciones, si es que llega a respetarlos). Busca siempre nuevas tareas relacionadas con su profesión que puedan ocupar su mente y su tiempo.
Necesita estar en tensión, tener el control. El resto de actividades que le rodean no le motivan. Eso se traduce en un deterioro de la vida familiar y social, así como de la salud personal, ya que no sabe poner límite a las horas dedicadas al trabajo y eso, a corto y largo plazo, tiene implicaciones físicas y psíquicas. Su adicción y la satisfacción que siente al trabajar hacen que no escuche su reloj interno, que le pide descansar. Considera que el sueño y el descanso son algo secundario, ya que dormir le roba un precioso tiempo que podría dedicar a «ponerse al día».
A corto plazo, un adicto al trabajo presenta un alto rendimiento laboral y se alaba su conducta. Sin embargo, el ritmo frenético en el que se instala, así como una constante imposición de metas inalcanzables que le sirven como excusa para trabajar aún más horas, hacen que descuide otros aspectos de su vida: come mal, casi no duerme y eso provoca que su rendimiento más adelante caiga en picado. ¿Es eso vivir?
No obstante, hay que diferenciar entre la persona comprometida con el trabajo y la adicta. La comprometida es eficiente, pero sabe desconectar de la vorágine, algo que le permite descansar y volver a trabajar con energías renovadas. La adicta no.
Debemos saber «fichar» mentalmente. A cierta hora entramos en nuestro lugar de trabajo. Siendo algo flexibles, tenemos que saber cuándo la jornada ha terminado y entonces «fichar» la salida hasta el día siguiente o el lunes siguiente. A partir de ese momento, el tiempo es nuestro y tenemos el derecho y la obligación de disfrutarlo. A no ser que nos quedemos fascinados por otras cuestiones que nos alejen de la almohada.
Adicción a las nuevas tecnologías
Aunque no es monopolio exclusivo de los trabajadores (muchos adolescentes y jóvenes también ocupan con ella su tiempo de ocio), cada vez hay un mayor número de adultos incapaces de abandonar el móvil, el iPad, el ordenador o cualquier otro dispositivo electrónico que les permita estar «conectados» las veinticuatro horas del día, sobre todo en las redes sociales como Facebook o Twitter.
Las nuevas tecnologías han abierto un campo de amplias posibilidades, tanto a nivel informativo como a nivel de comunicación interpersonal. Nos podemos comunicar a tiempo real con personas que están lejos, responder e-mails fuera de la oficina, estar en contacto con amigos, clientes o proveedores siempre que lo deseamos. Craso error si no lo controlamos.
El problema se origina en el uso que hacemos de las nuevas tecnologías, no en ellas en sí.
El adicto necesita estar siempre pendiente del trabajo por medio de un dispositivo móvil, observarlo constantemente para comprobar que no está dejando ningún mensaje por leer y contestar. En el momento en que el dispositivo se queda sin batería o sin conexión, experimenta un sentimiento de desamparo, ansiedad y estrés por no seguir conectado; padece un síndrome de abstinencia que, en sus mecanismos, no es diferente del de cualquier droga.
La adicción a estos dispositivos presenta una interacción obsesiva que revierte en ansiedad, estrés y un uso compulsivo. No hay off que valga. El resto de cosas va perdiendo interés para él. Hay una incapacidad de controlar el tiempo de exposición, y una necesidad imperiosa de estar conectado siempre, dentro y fuera del trabajo. No se puede vivir sin esa herramienta que nos mantiene ligados a nuestro mundo laboral.
No la dejamos nunca, ni siquiera para ir a dormir. Móvil-peluche que no deja dormir.
Quienes están conectados las veinticuatro horas padecen alteraciones del sueño con bastante mayor frecuencia que aquellos que saben desconectar el móvil del trabajo al llegar a casa. Muchos de nosotros hemos estado enganchados a la pantalla del ordenador chateando hasta altas horas de la madrugada. Si lo analizamos fríamente, llegaremos a la conclusión de que se trata de una simple conversación que podríamos tener a cualquier hora, sin necesidad del chat, y que es algo totalmente prescindible que nos arrebata importantes horas de sueño.
La posibilidad de tener una oficina en casa con un aparato tan pequeño permite que en cualquier sitio y momento podamos estar al tanto de la vorágine laboral. Eso hace que, a la hora de dormir, no exista una rutina del sueño; y qué decir de los despertares frecuentes debidos a la falsa alarma ocasionada por un mensaje en medio de la noche.
Jet lag o las alteraciones del ciclo circadiano
El cambio de zona horaria, que analizaremos en uno de los testimonios, influye en el ciclo vigilia-sueño, en especial si emprendemos viajes de larga distancia que les obligan a atravesar diversos husos horarios.
Nuestro reloj interno tiene tendencia a prevalecer, es decir, a mantenerse «en hora» a pesar del cambio horario externo que se da al cruzar varias franjas horarias del planeta. Por mucho que el horario del país haya cambiado, nuestro reloj interno no lo hace. Ésta es la razón por la que, en otro país, no tenemos sueño cuando es de noche o nos pesan los párpados cuando es de día.
Nuestro organismo está programado para vivir el día y la noche de una manera concreta. Cuando modificamos el ciclo de sueño y vigilia para el que nuestro cuerpo está ajustado, lo más normal es que el sueño lo pague.
El jet lag nos despierta repentinamente a lo largo de la noche y nos provoca un sueño superficial, sobre todo los dos o tres días que siguen al viaje. Los síntomas de este reloj cambiado son: dificultad para conciliar o mantener el sueño, somnolencia excesiva diurna, disminución de la alerta y del rendimiento e incluso problemas en la función intestinal.
Aunque la intensidad con la que se vive el jet lag varía en función de la sensibilidad de cada uno, hay cuestiones que inciden directamente en este síndrome, como por ejemplo:
- El número de husos horarios. Cuantos más husos horarios cruzamos, mayor intensidad tendrá el jet lag. Un mínimo de tres zonas desencadenan la confusión del reloj.
- La dirección en la que volamos. Hacia el este, el día se acorta, y el ritmo circadiano se adapta con mayor dificultad a los nuevos hábitos.
Trabajos nocturnos o con turnos
Más estadísticas. El 20 por ciento de la población activa de los países desarrollados hacen turnos fuera del horario regular, que va de las ocho de la mañana a las cinco de la tarde. En España, los turnos nocturnos y/o rotatorios son cosa de más de dos millones de personas. Nada baladí, ¿verdad?
Trabajar con turnos rotatorios nos cambia el ritmo de vigilia y sueño cada semana. Las condiciones laborales trastocan los ciclos circadianos naturales, el patrón de vigilia-sueño que acabamos de ver, y provocan, además, otros problemas.
El equilibrio biológico también se disipa, ya que hacemos de noche lo que normalmente el cuerpo haría de día: nada de orden alimentario, y un mayor consumo de estimulantes, como el café, para paliar el sueño y sobrellevar los horarios. Y dormir, poco y a trompicones.
El desorden en los horarios impide seguir una rutina que favorezca una buena calidad del sueño. El descanso es, por lo tanto, escaso, poco reparador y se complementa con una siesta para poder seguir adelante con el día, así como de cafeína o bebidas estimulantes para remontar la jornada.
Algunos estudios arrojan que los trabajadores nocturnos duermen de cinco a siete horas menos a la semana que los que trabajan de día. Como hemos señalado, eso no es vida.
Precariedad
Nos referimos a la situación que viven muchos trabajadores cuyo tipo de contrato o cuyo salario están por debajo de las condiciones consideradas normales. Un asunto demasiado común, nos tememos.
La temporalidad o la baja retribución salarial son dos de las variables que más influyen en el sentimiento de precariedad. A veces, esto implica que debamos cumplir con dos trabajos para poder llegar a fin de mes. Al final del día hemos tenido que enfrentarnos a una jornada laboral mucho más extensa que la establecida legalmente, y no podemos más.
Las preocupaciones por un sueldo ínfimo o al saber que tenemos que hacer juegos malabares para llegar a ambos trabajos merman nuestra vida social y personal. Casi no tenemos tiempo para disfrutar de la familia ni de los amigos, y el agotamiento físico y emocional ahoga nuestra salud tanto a corto como a largo plazo.
La tensión, la ansiedad, la depresión o los trastornos del sueño acucian al trabajador precario, preocupado constantemente por su futuro y el de los que le rodean.
Actividades rutinarias o con movimientos monótonos
Cuando un trabajo conlleva tareas repetitivas sin realizar apenas esfuerzo, así como acciones que no requieren de ningún tipo de iniciativa o implicación personal nos domina un estado de monotonía que hace que el empleo no sea en absoluto estimulante ni gratificante.
Las actividades monótonas y repetitivas pueden desencadenar fatiga mental a causa de la escasez de estímulos, pero también trastornos musculares o dolor de huesos debido a las malas posturas y/o a los movimientos repetitivos e incómodos. Está claro que no somos máquinas ni robots, sino seres humanos. El genial actor y director Charles Chaplin hizo una crítica demoledora a este tipo de trabajo en serie tan alienador en su película Tiempos modernos (1936). En el film se parodia la deshumanización del mundo laboral y las consecuencias que sufren los trabajadores.
El ejemplo de esta película puede parecer una farsa o una payasada; sin embargo, hay infinidad de empleos en los que persiste un mismo movimiento continuado (cajeras de supermercado, obreros de una cadena de montaje, modistas, escritores…). Tal rutina física y mental puede ser el origen de muchos dolores musculares que, a la hora de dormir, pasan factura. Un dolor crónico o una tendinitis en la espalda, el hombro o la muñeca no permiten descansar, ya que impiden una completa relajación física. Es más, ciertos movimientos inconscientes que realizamos mientras dormimos pueden provocar un despertar espontáneo en medio de la noche causado por el dolor. Y quizá ya no podamos volver a dormirnos…
Mobbing o acoso laboral
Clínicamente, el mobbing es un comportamiento negativo entre compañeros (acoso horizontal), por parte de los superiores (acoso descendente) o por parte de los subordinados (acoso ascendente), a causa del cual el acosado es objeto de asedio y ataques sistemáticos y recurrentes, de modo directo o indirecto, por parte de una o más personas, con el objetivo y/o el efecto de hacerle el vacío y convertir su jornada laboral en un infierno para forzarlo a cambiar de actitud o a dimitir.
Esta violencia psicológica recurrente y sistemática tiene como meta intimidar, aplastar y consumir emocionalmente a la víctima, aunque el objetivo final es conseguir que abandone su puesto de trabajo.
Una persona que sufre mobbing experimenta un lento deterioro de la confianza en sí misma y en sus capacidades profesionales. Deja de valorarse y llega a creer que los errores que se le atribuyen son ciertos, por lo que se siente culpable. Sin saber cómo evitar el conflicto, probablemente empezará a somatizar el estrés que le comporta. Eso se reflejará en dolores físicos, aumento de enfermedades, ansiedad, estrés, arrebatos de ira, fatiga, cambios de humor… e insomnio.
Quien sufre mobbing vive amenazado, con tensión y con miedo. La inseguridad y la angustia experimentadas durante la jornada de trabajo no desaparecen en casa, ya que el objetivo del acoso laboral es precisamente éste: que la persona no se sienta bien ni siquiera fuera del trabajo y piense que la única salida es abandonarlo.
Esta angustia propicia un sueño poco reparador y, probablemente, muchas noches en vela.
Hablamos del tema en profundidad en las páginas siguientes.